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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Torre de Wayreth (8 page)

BOOK: La Torre de Wayreth
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—Lo añadiré a mi lista de arrepentimientos —repuso Raistlin, y apoyó las manos sobre el frío cristal del Orbe de los Dragones.

»Ast bilak moiparalan. Suh tantangusar.

Pronunció las palabras que había aprendido de Fistandantilus. Las dijo una vez, a continuación una segunda.

La tonalidad verde que abarcaba el orbe se deshizo en una miríada de colores que giraban tan rápido que casi lo marearon. Cerró los ojos. El cristal estaba frío y su mero contacto era doloroso. Lo sujetó con firmeza. El dolor remitiría, pero sólo para ser sustituido por una agonía más atroz.

Pronunció las palabras una tercera vez y abrió los ojos.

Una luz brillaba en el orbe. Era una luz extraña, formada por todos los colores del espectro. La comparó a un arco iris oscuro. En el orbe aparecieron dos manos que se alargaron hacia las suyas. Raistlin tomó una profunda bocanada de aire y asió aquellas manos. Tenía seguridad en sí mismo y no sentía temor. En el pasado, aquellas manos lo habían sostenido, lo habían apaciguado como una madre calma a su pequeño. Y se sobresaltó al sentir que esas manos se cerraban sobre las suyas con violencia.

La mesa, la silla, el bastón, la posada, la calle, la torre, Palanthas... todo desapareció. La oscuridad lo encerraba; no la oscuridad viva de la noche, sino la abrumadora oscuridad de la nada eterna.

Las manos tiraban de las suyas, intentando arrastrarlo al vacío. Raistlin empleó toda su voluntad, toda su energía. No era suficiente. Las manos eran más fuertes. Iban a arrastrarlo.

Miró hacia las manos y vio, consternado, que no eran las manos del orbe. La carne estaba putrefacta y se desprendía del hueso. Las uñas eran largas y amarillentas, como las de un cadáver. El colgante de heliotropo, cuya superficie verde estaba manchada de la sangre del sinfín de jóvenes magos a los que el viejo había arrebatado la vida, se balanceaba en el escuálido cuello.

El combate consumía las escasas fuerzas de Raistlin. Tosió y escupió sangre. Como no estaba dispuesto a soltar aquellas manos, tuvo que limpiarse la boca en la manga de su túnica negra nueva. Habló a Viper, el dragón cuya esencia estaba prisionera en el interior del orbe.

—¡Viper, tú me has reconocido como tu señor! Me has servido en el pasado. ¿Por qué me abandonas ahora?

»Porque eres orgulloso y débil. Al igual que el rey Lorac, caíste en mi trampa» —respondió el dragón.

Lorac era el desdichado rey que había tenido la arrogancia de creer que podía controlar el Orbe de los Dragones. Este lo había subyugado y lo había embaucado para que destruyera Silvanesti, la arcaica patria de los elfos.

—Él destruyó lo que más amaba. Yo destruí a Caramon —dijo Raistlin febril, sin pensar siquiera qué estaba diciendo—. El dragón me ha engañado...

Las manos lo asieron con más fuerza y tiraron de él, inexorablemente, hacia el vacío infinito. Raistlin se resistía con una fortaleza que se alimentaba de su desesperación. No sabía qué estaba pasando, por qué el orbe se había vuelto contra él. Sus brazos temblaban por el esfuerzo. Sudaba bajo la túnica negra. Se debilitaba por momentos.

—Tú flotas sobre las aguas del río del Tiempo —dijo Raistlin con voz entrecortada, esforzándose por tomar aire pues sentía que se le cerraba la garganta—. El futuro, el pasado, el presente fluyen a tu alrededor. Tú tocas todos los planos de la existencia.

«Eso es cierto.»

—Tengo un enemigo en uno de esos planos.

«Lo sé.»

Raistlin miró el interior del orbe, miró más allá de sus manos. Podía ver, en la otra ribera del Río del Tiempo, el rostro de Fistandantilus. Raistlin había visto a las ratas correr sobre los cadáveres en el campo de batalla. Las había observado mientras devoraban la carne muerta, mientras la arrancaban de los huesos. Lo que quedaba tras el paso de las ratas era todo lo que quedaba del viejo.

Allí seguían sus ojos, iluminados por una determinación despiadada. Las cadavéricas manos atrapaban a Raistlin, una agarraba su propia mano, la otra su corazón. Fistandantilus se enfrentaba a Raistlin para hacerse con el dominio del Orbe de los Dragones. Y estaba absorbiendo la energía de Raistlin.

—Ya veo que no se te escapa la ironía —
dijo Fistandantilus. Su voz se suavizó y adquirió un tono casi dulce—.
Deja de resistirte, joven mago. No es necesario que sigas soportando la lucha, el dolor y el miedo de tu miserable vida. Ante mí estás desnudo, vulnerable y solo. Todos aquellos que una vez te quisieron ahora te detestan y te desprecian. Ni siquiera cuentas con la magia. Tus dotes, tu talento y tu poder provienen de mí. Y, en el fondo, lo sabes.

«Dice la verdad —pensó Raistlin con consternación—. Yo no tengo ningún don. Él me dictó las palabras de los hechizos. Su sabiduría me dio el poder. Él me cuidó, él me protegió como Caramon me cuidaba. Y ahora que Caramon no está, no tengo a nadie ni nada.»

«No es cierto. Tienes la magia.»

La voz que le hablaba era su propia voz. Venía de su alma y ahogaba la subyugante voz de Fistandantilus.

—Tengo la magia —dijo Raistlin en voz alta, y supo que era verdad. Para él, ésa era la única verdad. Se hizo más fuerte a medida que hablaba—. Las palabras podían ser tus palabras, pero mía era la voz. Míos los ojos que leyeron las runas. Mías las manos que esparcieron los pétalos de la rosa del sueño y que ardieron con el fuego mágico de la muerte. Yo sostuve la llave. Me conozco. Conozco mi flaqueza y conozco mi valor. Conozco la oscuridad y la luz. Fue mi fortaleza, mi poder y mi sabiduría las que subyugaron a este Orbe de los Dragones.

Raistlin tomó una bocanada de aire y sus pulmones se llenaron de vida. El corazón le latía con ímpetu, vigoroso. Por un momento, se levantó la maldición que velaba sus pupilas en forma de reloj de arena. Ya no veía las cosas marchitas por el paso del tiempo. Se vio a sí mismo.

—Durante toda mi vida he tenido miedo. Me convertí en tu víctima por mi miedo.

Vio a su enemigo como una sombra de sí mismo, arrojado a través del espacio y el tiempo. Raistlin sujetó las manos con decisión y seguridad.

»
Ya no tengo miedo. Nuestro pacto se ha roto. Yo lo rompo.

—¡Sólo la muerte puede romper nuestro pacto!
—exclamó Fistandantilus.

—Atrápalo —ordenó Raistlin.

Las luces azules y rojas, negras y verdes, las luces blancas, giraron con violencia en el interior del orbe. Aturdían la mirada de Raistlin, explotaban en su mente. Los colores se mezclaron, y el verde se impuso sobre los demás. En el corazón del orbe empezó a formarse el dragón, Viper. Raistlin distinguió varias partes de la bestia mientras ésta se revolvía: un ojo fiero, un ala verde, una cola mortífera, un morro astado y unas fauces abiertas, unos colmillos que chorreaban y unas garras que despedazaban. El ojo miró con ferocidad a Raistlin y después se clavó en Fistandantilus.

Viper extendió las alas y, encerrado todavía en el orbe, se alzó sobre el tiempo y el espacio.

Fistandantilus vio el peligro. Miró en derredor desesperado, buscando algo que le permitiera escapar. Su refugio se había convertido en su jaula. No podía huir del plano de su delicada existencia.

—Para utilizar tu magia contra el dragón, has de tener las manos libres —dijo Raistlin—. Suéltame y yo te soltaré a ti.

Fistandantilus masculló un juramento y se aferró a Raistlin con más fuerza. Raistlin sentía que le ardían los músculos de los brazos y los hombros, y que las manos le temblaban por el esfuerzo. Entre las brumas del Orbe de los Dragones, veía al dragón Viper lanzándose en picado sobre el hechicero.

Fistandantilus gritó unas palabras mágicas. Salieron de su boca como una sarta de vocablos sin sentido. Con una mano atrapada en el puño de Raistlin y la otra aferrada a su corazón, no podía hacer los gestos necesarios para desatar el poder de su hechizo. No podía dibujar las runas en el aire, no podía lanzar bolas de fuego o dirigir lanzas de rayos desde la yema de los dedos.

El dragón abrió sus aterradoras fauces y extendió sus garras.

Raistlin apenas tenía fuerzas. Pero resistió. Si el esfuerzo lo mataba, la muerte aún apretaría más su puño.

Fistandantilus lo soltó. Raistlin cayó sobre la mesa, jadeando en busca de aire. Aunque tenía las manos temblorosas y sin fuerza, consiguió que no se separasen del Orbe de los Dragones.

—¡Deja que me vaya! —bramó Fistandantilus—. ¡Libérame! Ése era nuestro trato.

—Yo no estoy reteniéndote —contestó Raistlin.

Oyó un chillido de rabia y vio un torbellino verde; el dragón estaba volviendo al orbe de los Dragones. Raistlin clavó la mirada en el orbe, en sus brumas onduladas.

Vio el rostro de un hombre viejo, un rostro devastado y comido por el tiempo. Sus manos descarnadas golpeaban los muros de cristal de su prisión. Su boca vociferante aullaba amenazas.

Raistlin esperó, rígido, a escuchar la voz en su cabeza. La boca se abría y cerraba y farfullaba, mientras Raistlin sonreía.

No oía nada. Todo era silencio.

Pasó la mano sobre la superficie lisa y fría del Orbe de los Dragones, y el objeto empezó a menguar. Cuando no era más grande que una canica, Raistlin lo cogió y la dejó caer en su bolsa. Desmontó el tosco soporte y deslizó las piezas en un bolsillo de su túnica negra.

Se detuvo un momento antes de salir de la taberna, para contemplar las mesas y las sillas vacías. Podía ver a los hechiceros allí sentados, bebiendo vino elfo y cerveza de los enanos.

—Un día volveré —les dijo Raistlin—. Me sentaré con vosotros y beberemos juntos. Brindaremos por la magia. Un día, cuando sea Señor del Pasado y el Presente, viajaré a través del tiempo. Volveré. Y cuando vuelva, venceré donde él ha fracasado.

Raistlin se echó la capucha de la túnica negra sobre la cabeza y salió de El Sombrero del Hechicero.

5

Despedida

DÍA QUINTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Esa mañana Raistlin se despertó de un sueño profundo, que ningún ataque de tos había interrumpido. Tomó una profunda bocanada del aire de la mañana y sintió como se le llenaban los pulmones. Respiraba sin problemas. Su corazón latía con fuerza y vitalidad. Estaba hambriento y desayunó con deleite los trozos de pan duro remojados en leche, que era lo que tomaban los monjes.

Estaba bien. Se sentía bien. A sus ojos asomaron unas lágrimas de júbilo. Se las secó y empaquetó sus escasas pertenencias: los ingredientes para hechizos, los libros de magia y el Bastón de Mago. Estaba listo para partir, pero antes tenía que hacer un recado.

Debía saldar su deuda con Astinus, quien, aunque de forma inconsciente, le había mostrado la clave: el conocimiento de uno mismo. Y también estaba en deuda con los Estetas, que se habían ocupado de él, lo habían vestido y alimentado.

Raistlin buscó a Bertrem, que solía merodear cerca de la habitación de Astinus, pues era el encargado de velar por su intimidad y siempre estaba dispuesto a acudir corriendo a su llamada.

Bertrem abrió los ojos como platos al ver la túnica negra de Raistlin. El Esteta tragó saliva varias veces. Sus manos revoloteaban con nerviosismo, pero le cerró la entrada a la habitación de Astinus.

—No me importa lo que pueda hacerme a mí, pero ¡a mi señor no le hará ningún daño! —exclamó Bertrem con valentía.

—Sólo he venido a despedirme de Astinus.

Bertrem lanzó una mirada temerosa a la puerta.

—No puede molestarse al señor.

—Creo que él querrá verme —repuso Raistlin con voz tranquila, y avanzó.

Bertrem retrocedió un paso, vacilante, y chocó contra la puerta.

—Estoy bastante seguro de que no...

La puerta se abrió de repente, Bertrem cayó hacia el interior de la estancia, y casi arrastró consigo a Astinus. Bertrem se apartó rápidamente y se pegó a la pared, tratando de mimetizarse con la superficie de mármol.

—¿Qué son todos estos golpes y gritos en mi puerta? —exigió saber Astinus—. ¡Es imposible trabajar con tanto alboroto!

—Me voy de Palanthas, señor —repuso Raistlin—. Quería agradecer...

—No tengo nada que decirte, Raistlin Majere —dijo Astinus, dispuesto a cerrar la puerta—. Bertrem, ya que no eres capaz de garantizarme la paz y tranquilidad que deseo, acompañarás a este caballero a la salida.

Bertrem enrojeció de vergüenza. Se deslizó por la puerta y, armándose de valor, tiró de la manga negra de Raistlin.

—Por aquí...

—¡Un momento, señor! —exclamó Raistlin, y sostuvo con su bastón la puerta abierta para que Astinus no pudiera cerrarla—. Te planteo la misma pregunta que me hiciste el día de mi llegada: «¿Qué ves cuando me miras?»

—Veo a Raistlin Majere —respondió Astinus, enojado.

—¿No ves a tu «viejo amigo»? —inquirió Raistlin.

—No sé de qué me hablas —dijo Astinus, antes de intentar cerrar la puerta otra vez.

Bertrem tironeó de la manga negra de Raistlin con insistencia.

—No debes molestar al maestro...

Raistlin no le prestó atención y siguió dirigiéndose a Astinus.

—Cuando yacía moribundo, me dijiste: «Así termina tu viaje, mi viejo amigo.» Fistandantilus, tu viejo amigo, el hechicero que creó la Esfera del Tiempo para ti. Mírame a los ojos. Mira mis pupilas en forma de reloj de arena que son mi constante tormento. ¿Ves a tu «viejo amigo»?

—No —contestó Astinus después de un momento. Entonces añadió, encogiéndose de hombros—: Así que has ganado tú.

—Yo he ganado —afirmó Raistlin con orgullo—. He venido a saldar mi deuda...

Astinus hizo un gesto, como si estuviera espantando una mosca.

—No me debes nada.

—Yo siempre saldo mis deudas —insistió Raistlin con aspereza. Metió la mano en un bolsillo de la túnica negra de terciopelo y sacó un pergamino atado con una cinta negra—. Pensé que esto podría gustarte. Es la crónica del combate que disputamos. Para tus archivos.

Le alargó el pergamino. Astinus vaciló un momento y después lo cogió. Raistlin quitó el bastón y Astinus cerró de un portazo.

—Conozco la salida —dijo Raistlin a Bertrem.

—El maestro ha dicho que lo acompañara —replicó Bertrem, y no sólo lo acompañó a la puerta, sino que bajó con él la escalera de mármol y salió con Raistlin a la calle.

—Lavé la túnica gris y la he dejado doblada sobre la cama —dijo Raistlin—. Gracias por prestármela.

—De nada —balbuceó Bertrem, aliviado de librarse por fin de aquel huésped tan extraño—. Para servirle.

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