La travesía del Explorador del Amanecer (18 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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Navegaron un largo trecho, pasando de un lugar a otro, con la esperanza de encontrar un buen puerto suficientemente profundo, pero al fin tuvieron que conformarse con una bahía ancha y de escasa profundidad. Aunque se veía absolutamente en calma desde el mar, en la playa, como era de suponer, rompían las olas sobre la arena, por lo que el
Explorador del Amanecer
no pudo entrar tanto como ellos habrían querido. Anclaron bastante lejos de la orilla y tuvieron que hacer un húmedo y desordenado desembarco en el bote. Lord Rup se quedó a bordo del barco. Ya no deseaba ver más islas. Todo el tiempo que permanecieron en esas tierras sintieron en sus oídos el constante sonido del romper de las olas.

Dejaron dos hombres para cuidar el bote y Caspian guió a los otros hacia el interior de la isla, pero no se adentraron demasiado, pues era muy tarde para explorar y pronto ya no habría luz. Mas no fue necesario ir demasiado lejos para encontrar una aventura. El valle parejo que se extendía en la punta de la bahía, no mostraba ni un rastro, ni un camino, ni ningún otro signo que pudiera indicar la existencia de habitantes. A sus pies, el césped era fino y ligero, salpicado de matas bajas y espesas, que Edmundo y Lucía tomaron por brezo. En cambio Eustaquio, que realmente era bastante bueno para la botánica, dijo que no era brezo y probablemente tenía razón; pero sin la menor duda era algo muy parecido.

No habían alcanzado a caminar la distancia que cubre un tiro de flecha, cuando Drinian dijo:

—Miren, ¿qué será eso?

Y todos se detuvieron.

—Tal vez sean árboles muy grandes —dijo Caspian.

—Yo creo que son torres —dijo Eustaquio.

—O tal vez sean gigantes —murmuró Edmundo en voz más baja.

—La única forma de averiguarlo es yendo directamente hacia allá —dijo Rípichip desenvainando su espada y correteando a la cabeza de todos los demás.

—Creo que son ruinas —dijo Lucía cuando estaban bastante más cerca y, sin duda, su suposición era lejos la más acertada.

Lo que vieron al llegar allá fue un gran espacio oblongo, embaldosado con suaves piedras y rodeado por pilares grises, pero sin techo. Había una gran mesa que iba de un extremo al otro, cubierta con un precioso mantel color carmesí que caía casi hasta el suelo. A cada lado de la mesa había muchas sillas de piedra magníficamente talladas, y cada una tenía un cojín de seda sobre el asiento. Pero lo más impresionante era que la mesa presentaba un banquete jamás visto, ni siquiera cuando Pedro, el gran Rey, tenía su corte en Cair Paravel. Había pavos, gansos, pavos reales, cabezas de jabalí, lomos de venado; había pasteles en forma de barco con la vela desplegada, en forma de dragones y elefantes; había postres helados, brillantes langostas y jamones resplandecientes; también nueces, uvas, piñas, duraznos, granadas, melones y tomates. Había grandes jarros de oro y plata, y copas curiosamente labradas; y el olor de la fruta y del vino llegó hasta ellos como una promesa de felicidad.

—¡Qué raro! —dijo Lucía.

Se acercaron cada vez más, en forma muy silenciosa.

—Pero ¿dónde están los invitados? —preguntó Eustaquio.

—Nosotros podemos aportarlos, Señor —dijo Rins.

—¡Miren! —dijo bruscamente Edmundo.

En realidad, estaban ya en medio de los pilares y de pie sobre el pavimento. Miraron hacia donde había señalado Edmundo. Las sillas no estaban todas vacías. A la cabecera de la mesa, y en los dos lugares del lado, había algo... o quizás tres “algos”.

—¿Qué son
ésos
? —preguntó Lucía en un murmullo—. Parecen tres castores sentados a la mesa.

—O un gigantesco nido de pájaros —dijo Edmundo.

—A mí me parece más bien un pajar —dijo Caspian.

Rípichip se adelantó corriendo, saltó sobre una sillay de ahí a la mesa, y corrió a lo largo de ésta, deslizándose ágilmente como un bailarín entre vasos con incrustaciones de joyas, pirámides de fruta y saleros de marfil. Corrió directo hacia la misteriosa masa gris del otro extremo, y miró atentamente, la tocó y luego gritó:

—No creo que éstos vayan a pelear.

Entonces todos se acercaron y vieron que lo que había en las sillas eran tres hombres sentados, aunque era bastante difícil reconocer que se trataba de personas, hasta que se les miraba de cerca. Sus cabellos grises habían crecido por encima de sus ojos, hasta que casi les cubrían la cara, y sus barbas habían crecido sobre la mesa, trepando y enroscándose en fuentes y copas, como zarzas enredadas en una cerca, hasta mezclarse en una gran mata de pelo, que se desbordaba de la mesa y caía hasta el suelo. Y sus cabellos colgaban de sus cabezas sobre los respaldos de las sillas, de modo que éstos quedaban completamente ocultos. En verdad, los tres hombres eran casi puro pelo.

—¿Muertos? —preguntó Caspian.

—No lo creo, Señor —respondió Rípichip, sacando una mano de entre esa maraña de pelo y alzándola con sus dos patas—. Este está tibio y tiene pulso.

—Este también, y también este otro —dijo Drinian.

—Entonces sólo están durmiendo —dijo Eustaquio.

—Pero ha sido un sueño demasiado largo —comentó Edmundo—, para que les haya crecido así el pelo.

—Debe ser un sueño encantado —dijo Lucía—. Desde que desembarcamos en esta isla, sentí que estaba llena de magia. ¿Piensan que tal vez vinimos aquí para romper el hechizo?

—Podemos tratar —propuso Caspian, y comenzó a remecer al durmiente que tenía más cerca.

Por un momento todos pensaron que esto daría resultado, ya que el hombre respiró profundamente y dijo entre dientes:

—No seguiré remando hacia el este. ¡Rumbo a Narnia, a toda velocidad!

Pero casi de inmediato volvió a sumergirse en un sueño aun más profundo que el anterior, es decir, su pesada cabeza quedó colgando unos cuantos centímetros más abajo de la mesa, y todos los esfuerzos que hicieron para despertarlo de nuevo fueron en vano. Con el segundo ocurrió casi lo mismo.

—No nacimos para vivir como animales —dijo—. Vayan hacia el este mientras puedan... A las tierras detrás del sol.

Y se durmió nuevamente. Y el tercero sólo dijo: —Mostaza, por favor.

Y se quedó profundamente dormido.

—Rumbo a Narnia, a toda velocidad,
¿eh? —dijo Drinian.

—Sí —asintió Caspian—, tienes razón, Drinian. Creo que nuestra búsqueda llega a su fin. Veamos sus anillos. Sí, aquí están sus blasones. Este es lord Revilian; éste lord Argoz, y éste lord Mavramorn.

—Pero no podemos despertarlos —dijo Lucía—. ¿Qué haremos ahora?

—Ruego me disculpen sus Majestades —dijo Rins—, pero ¿por qué no empezamos a comer mientras lo discuten? No todos los días se ve una comida como ésta.

—¡Por ningún motivo! —exclamó Caspian.

—Tiene razón, tiene razón —dijeron varios de los marineros—. Hay demasiada magia por estos lados. Mientras antes volvamos al barco, tanto mejor.

—Pueden estar seguros —dijo Rípichip— de que por haber comido esta comida, los tres caballeros han dormido durante siete años.

—Yo no tocaré eso, aunque me muera de hambre — dijo Drinian.

—La luz se está yendo extraordinariamente rápido —indicó Rynelf.

—Volvamos al barco, volvamos al barco — murmuraron los demás hombres.

—En realidad, creo que tienen razón —dijo Edmundo—. Mañana podemos decidir lo que haremos con los tres durmientes. No nos atrevemos a probar esa comida y no hay razón para pasar la noche aquí. Todo el lugar huele amagia... y a peligro.

—Comparto absolutamente la opinión del rey Edmundo —dijo Rípichip— en lo que concierne a la tripulación del barco en general. Pero, en cuanto a mí, me sentaré a esta mesa hasta que amanezca.

—¿Por qué diablos? —preguntó Eustaquio.

—Porque —repuso el Ratón— esta es una gran aventura, y no hay peor peligro para mí que volver a Narnia sabiendo que dejé un misterio atrás, sólo por miedo.

—Me quedaré contigo, Rip —dijo Edmundo.

—Y yo también —dijo Caspian.

—Y yo —dijo Lucía.

Y entonces Eustaquio también se ofreció, lo que era muy valeroso de su parte, ya que, como jamás había leído ni oído nada acerca de estas cosas hasta que llegó al
Explorador del Amanecer,
todo era más difícil para él que para los otros.

—Suplico a su Majestad... —comenzó Drinian.

—No, mi lord —dijo Caspian—. Tu lugar está en el barco, y has tenido un día de trabajo, mientras que nosotros cinco hemos estado de ociosos.

Hubo muchas discusiones al respecto, pero finalmente Caspian se salió con la suya. Mientras los otros se iban hacia la playa en la creciente oscuridad, ninguno de los cinco vigilantes, excepto tal vez Rípichip, pudo evitar una fría sensación en el estómago.

Se demoraron un rato en escoger sus asientos alrededor de la peligrosa mesa. Probablemente todos tenían el mismo motivo, pero nadie lo dijo en voz alta. Pues era en verdad una elección bastante desagradable. Difícilmente uno podía soportar toda la noche sentado cerca de esos tres objetos tremendamente peludos, que, si bien no estaban muertos, ciertamente tampoco estaban vivos, en el estricto sentido de la palabra. Por otra parte, tampoco se podía pensar en sentarse al otro extremo, ya que esto significaría verlos cada vez menos a medida que la noche se hiciera más oscura, y no darse cuenta si se estaban moviendo y, tal vez, a eso de las dos de la mañana ya no sería posible distinguirlos siquiera... No, no había ni que pensar en eso. De modo que se paseaban alrededor de la mesa diciendo:

—¿Qué tal aquí?

—O tal vez un poquito más allá.

—¿Por qué no a este lado?

Hasta que finalmente se instalaron más o menos en el medio, pero más cerca de los durmientes que del otro extremo. Eran alrededor de las diez y estaba bastante oscuro. Esas nuevas constelaciones desconocidas brillaban al oriente. A Lucía le habría gustado más ver en ese momento al “Leopardo” y a “La Oveja”, y otras de las viejas amigas de los cielos de Narnia.

Se envolvieron en sus capotes marinos y se sentaron quietos a esperar. Al principio hubo intentos de conversación, pero no fueron muchos; siguieron sentados en silencio. Y todo el tiempo oían el romper de las olas en la playa.

Después de horas, que les parecieron siglos, llegó un momento en que se dieron cuenta de que habían estado dormitando un rato, pero de súbito estuvieron todos muy despiertos. Las estrellas habían variado mucho su posición desde la última vez que las vieron. El cielo estaba muy negro, salvo un muy tenue gris al oriente. Tenían mucho frío y sed, y estaban entumecidos, pero ninguno de ellos habló, porque al fin estaba ocurriendo algo.

Ante ellos, más allá de los pilares, se encontraba la pendiente de una colina baja. En ese momento se abrió una puerta en la ladera del cerro, apareció una luz en el portal, una persona salió y la puerta se cerró tras ella. La figura llevaba una luz y, en realidad, esa luz era lo único que podían ver con claridad. Lentamente comenzó a acercarse, hasta que al fin llegó junto a la mesa y se detuvo al otro extremo, justo frente a ellos. En ese momento pudieron ver que se trataba de una niña alta, con un sencillo vestido largo color azul claro, que dejaba sus brazos desnudos. Llevaba la cabeza al descubierto y su pelo rubio caía sobre su espalda, y, al verla, pensaron que jamás antes habían sabido lo que significaba la belleza.

La luz que llevaba era la de una larga vela en un candelabro de plata, que ahora ella puso sobre la mesa. Si temprano, esa noche, había habido un poco de viento del mar, ya debía haber amainado, porque la llama de la vela ardía tan recta y erguida, como si estuviera en una pieza con todas las ventanas cerradas y las cortinas corridas. El oro y la plata sobre la mesa brillaban con su luz.

Lucía vio que había algo a lo largo de la mesa, que antes no le llamó la atención. Se trataba de un cuchillo de piedra, filudo como el acero; algo de aspecto cruel y antiguo.

Ninguno había pronunciado palabra aún; entonces, primero Rípichip y luego Caspian, todos se pusieron de pie, porque presentían que estaban frente a una gran dama.

—Viajeros que han venido desde tan lejos a la Mesa de Aslan —dijo la niña—. ¿Por qué no comen ni beben nada?

—Señora —dijo Caspian—. No nos atrevimos a probar la comida, pues pensamos que esto fue lo que sumió a nuestros amigos en un sueño encantado.

—Ellos nunca la probaron —respondió la muchacha.

—Por favor —dijo Lucía—. ¿Qué les ocurrió?

—Hace siete años —empezó la muchacha—, llegaron hasta aquí en un barco, cuyas velas eran harapos y la madera amenazaba con caerse a pedazos. Con ellos había unos cuantos marineros. Al llegar a esta mesa, uno dijo:

—Aquí hay un buen lugar. ¿Por qué no recogemos las velas, las aseguramos y no volvemos a remar, sino que nos sentamos a pasar el resto de nuestra vida en paz?

Y el segundo dijo:

—No, embarquémonos nuevamente y naveguemos hacia Narnia y el oeste. Puede ser que Miraz haya muerto.

Pero luego el tercero, que era muy dominante, se paró de un salto y dijo:

—¡No, por el cielo! Somos hombres y telmarinos, no bestias, ¿qué nos queda por hacer si no es buscar una aventura tras otra? En todo caso, no creo que vivamos mucho tiempo más. Usemos lo que nos queda de vida para buscar el mundo despoblado que está más allá de donde sale el sol.

Y mientras discutían, cogió el Cuchillo de Piedra que está allí sobre la mesa, dispuesto a luchar contra sus amigos. Pero esto es algo que él no podía tocar. Y cuando sus dedos se cerraron alrededor de la empuñadura, sobre los tres cayó un profundo sueño. Y, mientras no se rompa el encantamiento, no volverán a despertar.

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