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Authors: Fernando Trujillo

Tags: #Suspense

La última jugada (9 page)

BOOK: La última jugada
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—Terminado —dijo la niña. Se puso de pie sobre la mesa y caminó a pequeños saltos hasta llegar frente a Judith—. Tú ganas. Muy bien jugado. ¿Un besito?

La niña extendió los brazos y miró a la ganadora con un deslumbrante brillo en los ojos. Judith se inclinó y dio un beso a la niña en la mejilla. Mientras sus labios tocaron la piel de la pequeña, la sombra de Judith cambió de dirección.

Una ola de debilidad recorrió el cuerpo de Álvaro ahuyentando todo deseo de moverse. Vio a Dante regresar mansamente a su asiento y entendió que era una artimaña de la niña, que los estaba manipulando para que permaneciesen quietos mientras pagaban su deuda. El final se aproximaba.

—Judith —dijo Álvaro. Quería despedirse mientras pudiese—. Me alegro de que hayas ganado tú. Aprovecha bien estos ocho años.

—No te preocupes, lo haré.

—Y-Yo… no te olvidaré —dijo Álvaro.

—Yo a ti tampoco —contestó ella.

Entonces se metió la mano por debajo del amplio vestido que llevaba y empezó a removerse de un modo extraño. Luego palpó su espalda unos segundos y dio un fuerte tirón. Se escuchó el sonido del velcro al despegarse.

A Álvaro casi se le para el corazón cuando vio caer al suelo una especie de almohadón que imitaba la forma de los pechos y la tripa de una mujer embarazada. Judith le dio una patada y se irguió, dejando a la vista una silueta delgada de vientre completamente liso. El mundo dejó de tener sentido para Álvaro. Su esquema de convicciones se derrumbó por completo, junto con su propia cordura.

—La muy zorra —escupió Dante—. Si me prestasen cinco minutos se iba a enterar. ¿Aún te alegras de que ganase ella, doctor? Vaya tres con los que me ha tocado jugar…

Álvaro no le escuchaba. Su mente estaba colapsada por el monumental engaño al que había sucumbido. Todo eran imágenes confusas y sonidos incomprensibles. Lo último que se grabó en su cerebro fue la cara de una niña que se acercaba a su boca y le susurraba:

—¿Un besito?

Epílogo

A Alberto le dolía la rodilla derecha desde hacía más de diez años. Caminaba despacio, ayudado por un bastón, y el primer miércoles de cada mes, sin falta, acudía al banco a cobrar su pensión.

Se lo tomaba con calma, sobre todo cuando hacía buen tiempo, y disfrutaba de un agradable paseo bajo los cálidos rayos del sol. A veces se detenía en el parque y se sentaba en un banco durante un rato largo a reposar sus cansados huesos.

Aquel miércoles hacía una temperatura ideal, el cielo estaba despejado y una suave brisa mantenía a raya el exceso de calor. Sin embargo, Alberto pasó de largo el banco en el que solía descansar y continuó caminando con paso regular. Por primera vez desde que se jubiló, hacía ya ocho años, tenía prisa y estaba nervioso. Se acercaba un momento largamente esperado para el que había trabajado mucho y ardía en deseos de regresar a su casa lo antes posible.

Alberto entró en el banco con el rostro dividido por una sonrisa arrugada y fue a sentarse frente a una mesa en la que había una delgadísima pantalla de ordenador. Un rostro joven, impecablemente peinado, asomó desde detrás del monitor y le devolvió la sonrisa.

—Buenos días, Alberto —saludó el cajero del banco—. ¿Todo bien?

Alberto acomodó el bastón entre sus piernas con cuidado de no ejercer presión en su dolorida rodilla derecha.

—Estupendamente. Luce un día magnífico.

El joven cajero asintió y dejó escapar un breve suspiro.

—Debería estar disfrutando de él en vez trabajar aquí dentro —se lamentó—. Es usted afortunado que puede aprovechar el sol con lo que le gusta.

—El trabajo es salud, muchacho. A tu edad yo trabajaba de sol a sol y daba gracias.

—Estoy seguro —dijo el joven con una sonrisa—. Eso es porque usted es un hombre fuerte. No hay más que ver lo bien que se conserva.

A Alberto le gustaba aquel chico. Era una persona agradable que mostraba respeto por la gente mayor. Tenía una conversación agradable y educada, y Alberto a veces se quedaba hablando con él durante un buen rato, si la clientela escaseaba, naturalmente. Pero aquel día no. Tenía algo más urgente que hacer.

—En fin, seguro que ya sabes a qué he venido.

—A recoger su pensión, como todos los meses. ¿De verdad que nunca va a probar a usar un cajero automático? Un hombre como usted no debería temer a una simple máquina.

—Por más veces que lo intentes, nunca me convencerás y lo sabes —repuso Alberto con firmeza—. No me fío de esos cacharros y no los necesito. Además, si lo hiciera tendríamos que renunciar a nuestra charla mensual.

—Eso es verdad —convino el cajero—. No lo había visto de eso modo. ¡Que se pudran esas máquinas del infierno! Deme un segundo.

El cajero desapareció detrás de una puerta y regresó poco después con un sobre naranja con el membrete del banco. Alberto lo contó sin poder disimular su ansiedad. Estaba todo, como siempre.

—Muchas gracias, muchacho —dijo Alberto haciendo amago de levantarse.

—Un segundo, Alberto —pidió el cajero—. Se le olvida firmar el recibo. ¿Tiene prisa hoy? —preguntó extrañado.

—La verdad es que sí. Menudo despiste el mío.

El joven deslizó los dedos con gran rapidez sobre el teclado y la impresora expulsó una hoja con el recibo de la entrega en efectivo. Alberto cogió un bolígrafo y estampó su firma.

El cajero enarcó una ceja al ver que la mano de Alberto temblaba ligeramente.

—¿Su señora está bien?

—Tan guapa como el primer día en que nos conocimos —contestó el anciano empujando el recibo hacia él—. La voy a llevar de viaje sorpresa —dijo agitando el sobre que contenía la pensión en alto—. Llevo más de tres años guardando un poco de cada pago para poder llevarla a un crucero. Es su ilusión de toda la vida. Esta era la última mensualidad que necesitaba.

—Hace usted muy bien —dijo el cajero con un gesto de aprobación. Ahora entendía la excitación que rodeaba al anciano—. Me encantaría ver la cara que pondrá su mujer cuando le dé los billetes del crucero.

Alberto pensaba exactamente lo mismo. Se había cuidado mucho de que su esposa no pudiese albergar ninguna sospecha al respecto, cosa que había resultado complicada. Con su modesta pensión, a él mismo le costaba creer que hubiese podido reunir el dinero suficiente para pagar el viaje. Pero su esfuerzo y constancia habían dado su fruto. Su mujer se llevaría una de las mayores sorpresas de su vida.

—Ya te lo contaré —dijo con los ojos brillantes de expectación—. Estoy seguro de que se le iluminará el rostro y estará todavía más guapa.

—Apuesto a que sí. Debería habérmelo contado, Alberto. Le hubiese conseguido un crédito o un anticipo de algún tipo para que no hubiese tenido que esperar tanto.

—De ningún modo —repuso el anciano recobrando algo de seriedad—. Todo sabe mejor cuando es el fruto de tu propio esfuerzo. Recuérdalo, es un gran consejo.

—No lo olvidaré.

Alberto se levantó con ayuda de su bastón.

—Nos veremos el mes que viene.

—Recuerde que ha prometido contármelo. Pásenlo bien en el mar.

—Lo mejor para mi preciosa mujer —dijo Alberto despidiéndose con un gesto de la mano.

Se guardó el sobre en el interior de la chaqueta y salió del banco. Caminó con paso firme por una calle de acera ancha hasta llegar al paso de cebra. El semáforo estaba en rojo y Alberto se detuvo pacientemente junto con una pequeña multitud que aguardaba al color verde. Mientras esperaba reparó en un sonido rítmico a su espalda. Alberto se volvió y vio a una ciega que se acercaba en su dirección. Era una chica delgada con gafas de sol que golpeaba el suelo por delante de ella con un fino bastón blanco. Cuando estaba cerca del paso de cebra, la ciega tropezó con una papelera y a punto estuvo de caer al suelo.

Alberto se apresuró a correr junto a ella.

—Permítame ayudarla, señorita.

La mujer sacudió la cabeza, desorientada.

—Muy amable. ¿Me ayudaría a cruzar?

—Faltaría más.

Alberto extendió el brazo hacia la chica para que lo tomara, pero ella no lo vio. Se sintió muy torpe de repente y dudó si debía retirarlo o decirle que lo agarrara.

—Es usted todo un caballero —dijo la ciega.

—Nada de eso —repuso Alberto acercando más el brazo—. ¿Quién dudaría en ayudar a una chica tan bonita? Tome mi brazo y todos nos envidiarán cuando nos vean.

La ciega estiró la mano y Alberto bajó el brazo para situarlo en la trayectoria del de ella. La chica se agarró al codo de Alberto y caminaron hasta el semáforo.

—Un día espléndido —manifestó la chica.

—Sí que lo es —dijo Alberto con tono de aprobación—. Así deberían ser todos. El semáforo se puso en verde y los peatones empezaron a cruzar la calle.

—Vamos allá —dijo la chica.

Y anduvieron a su ritmo, pegados el uno al otro, rodeados por un pequeño torrente humano de personas que parecían empeñadas en llegar al otro extremo lo antes posible.

—Deberías comer más —señaló Alberto observando el delgado brazo de la ciega—. Una chica tan joven y tan guapa no tendría que estar tan delgada.

—Lo tomaré como un cumplido —dijo ella.

—Lo es.

—No se estará insinuando a una pobre ciega, ¿verdad?

—Si tuviese cincuenta años menos, no dude que lo haría. —Llegaron a la otra acera y se pararon tras dar unos pocos pasos—. Pero no se preocupe, está usted a salvo, jovencita. Mi dulce esposa me espera en casa.

—Pues dígale de mi parte que tiene un marido encantador. Muchas gracias por todo.

—¿Puedo hacer algo más por usted?

—No hace falta. Ya ha hecho mucho más de lo que debería. Mi casa está cerca y puedo ir sola. Salude a su mujer.

—Encantado y cuídese.

A Alberto le costó apartar los ojos de ella por alguna razón indeterminada. La siguió con la vista hasta que dobló una esquina y desapareció, y entonces prosiguió su camino.

La chica dio unos pasos más y paró delante de una papelera. Tiró las gafas de sol y el bastón y siguió andando hasta su coche, que estaba aparcado un poco más adelante.

Subió y sacó el sobre naranja con el membrete del banco. Pasó el dedo por el borde de los billetes haciéndose una idea aproximada del importe total. Sonrió.

Poco después entró por la puerta de su casa. Judith dejó el sobre con la pensión de Alberto sobre la mesa del recibidor y se miró en el espejo. Entonces cayó en la cuenta de que había otro sobre que no había visto al principio.

Era un sobre negro con los bordes blancos.

Judith lo sostuvo ante ella con el ceño fruncido. ¿Ya era la hora de nuevo? Se dispuso a abrirlo para cerciorarse cuando el sonido de algo rebotando contra el suelo le sorprendió. Judith fue al salón y encontró la respuesta frente a la chimenea.

La Muerte estaba sonriendo en dirección al otro extremo de la estancia. El colosal perro trotó hasta ella, se sentó sobre sus patas traseras y dejó en el suelo un cojín que había traído entre sus dientes. Zeta miró a la niña con expectación.

Judith entró y arrojó el sobre negro sobre el sofá. Ya no necesitaba leer su contenido.

—Vaya, esta vez casi se me había olvidado. ¿Ya han pasado seis años?

La niña soltó una carcajada descontrolada mientras sus coletas negras oscilaban alrededor de su cabecita. Zeta gruñó y dejó escapar un grave ladrido, como exigiendo algo a la pequeña. La niña se rió con más fuerza.

—Vamos a jugar de nuevo muy pronto —dijo acercando su rostro al de Zeta y poniendo sus diminutas manos entorno al gigantesco hocico del animal—. Pero aún no.

—Sin problemas —dijo Judith, desafiante—. Como si no supiese a estas alturas de qué va la cosa…

La niña hizo un gesto con la mano y Zeta se puso detrás de ella. Luego avanzó dando pequeños saltos y pasó delante de Judith, sin dedicarle una mirada, en dirección a la puerta de salida. El perro la seguía dócilmente.

Judith les contempló sin el menor asomo de miedo.

—No me atraparás nunca. Ya te he esquivado durante más de veinte años y pienso seguir haciéndolo. Yo siempre gano.

De improviso, Zeta se sentó en el suelo y se negó a continuar. La niña se volvió hacia él y señaló la puerta con el dedo. El perro siguió sentado sin mover uno solo de sus negros pelos.

—Muy mal —le reprendió la niña con dureza—. Sabes que es inútil resistirse. Sólo retrasas lo inevitable y cuanto más me enfades más dura será la reprimenda.

Como si lo hubiese entendido a la perfección, el perro se levantó y se acercó a la niña en actitud sumisa. La Muerte le acarició con ternura y luego sonrió a Judith durante unos segundos, antes de darse la vuelta y marcharse dando alegres saltitos.

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