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Authors: Edith Wharton

Las hermanas Bunner (5 page)

BOOK: Las hermanas Bunner
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—¿El qué? —susurró Ann Eliza, a quien se le había olvidado enhebrar la aguja.

—¡Un ataúd en el último escalón del presbiterio, imagínense! Los padres de Emma son episcopalianos y ella estaba empeñada en casarse por la iglesia, aunque la madre de él montó un alboroto tremendo por esa cuestión. Y allí vi, justo delante de donde estaba el pastor que iba a oficiar la ceremonia, un ataúd cubierto por un paño de terciopelo negro con el borde de oro y una corona circular de camelias blancas por encima.

—¡Madre mía! —exclamó Evelina, sobresaltada— ¡Han llamado a la puerta!

—¿Quién será? —se preguntó una temblorosa Ann Eliza, todavía bajo el hechizo de la alucinación de la señorita Mellins.

Evelina se puso en pie y encendió una vela para atravesar la tienda. Las otras dos oyeron cómo giraba la llave de la puerta de la calle, y una ráfaga de aire nocturno recorrió el ambiente cerrado de la trastienda; después les llegó el sonido de unas animadas exclamaciones, y Evelina regresó acompañada del señor Ramy.

El corazón de Ann Eliza latió como una embarcación en un mar embravecido, y los ojos de la modista, muy abiertos por la curiosidad, saltaron excitados de una cara a otra.

—Solo he venido otra vez —declaró el señor Ramy, evidentemente algo perplejo por la presencia de la señorita Mellins— para ver cómo marcha el reloj —aseveró con esa sonrisa que le hundía las mejillas.

—Oh, funciona de maravilla —lo tranquilizó Ann Eliza—, pero nos alegramos una barbaridad de verlo. Señorita Mellins, le presento al señor Ramy.

La modista echó la cabeza hacia atrás y bajó la mirada para reconocer con condescendencia la presencia del desconocido, y él respondió mediante una torpe reverencia. Tras el primer momento de incomodidad, una renovada sensación de satisfacción se adueñó de las tres mujeres. Las hermanas no lamentaban que la señorita Mellins presenciara que a veces recibían alguna visita vespertina, y a esta la entusiasmó claramente la oportunidad de narrar su última historia a un nuevo oyente. En lo que respectaba al señor Ramy, se adaptó a la situación con mayor facilidad de la que cabía esperar, y Evelina, a quien le había disgustado que él entrara allí mientras los restos de la cena aún andaban por la mesa, se sonrojó de placer cuando él se brindó de forma muy campechana a ayudarla a «recogerr los platos».

Una vez recogida la mesa, Ann Eliza propuso que jugaran a las cartas, y ya habían dado las once cuando el señor Ramy se dispuso a marcharse. Su despedida fue mucho menos brusca que la de la visita anterior, de modo que Evelina pudo cumplir con las deseadas normas de cortesía y lo acompañó, vela en mano, a la puerta de la calle; en cuanto los dos desaparecieron en la tienda, la señorita Mellins se volvió hacia Ann Eliza con un gesto travieso.

—Vaya, vaya, señorita Bunner —dijo en voz baja mientras señalaba con la barbilla a las dos figuras que se marchaban—. No tenía ni idea de que su hermana tuviera un pretendiente. ¡Menuda sorpresa!

Ann Eliza, saliendo de un estado de soñadora beatitud, dirigió su mirada tímida a la modista:

—Oh, se equivoca, señorita Mellins. Apenas conocemos al señor Ramy.

La invitada sonrió con incredulidad:

—Ya lo verá usted, señorita Bunner. Creo que por aquí tendremos boda antes de primavera, y me ofenderé enormemente si no me encargan el vestido. Siempre he imaginado a su hermana con un vestido de satén con mucho vuelo y dibujos bordados.

Ann Eliza no respondió. Se había puesto muy pálida; dirigió a Evelina una mirada larga e inquisitiva cuando esta volvió a entrar. Sus mejillas estaban arreboladas y sus ojos azules brillaban, pero a Ann Eliza le pareció que la coqueta inclinación de su cabeza le resaltaba, lamentablemente, un punto flaco: la barbilla hundida. Fue la primera vez que advertía un fallo en la belleza de su hermana, y esa crítica involuntaria la sorprendió como si constituyera una traición secreta.

Esa noche, después de que apagaran la luz, una arrodillada Ann Eliza demoró las oraciones durante más tiempo del habitual. En el silencio de la habitación en tinieblas sacrificó ciertos sueños y aspiraciones cuyo breve florecimiento había conferido una fugaz frescura a su vida. Le pareció asombroso haber llegado a imaginar que las visitas del señor Ramy se debían a otra causa distinta que la apuntada por la señorita Mellins. ¿Acaso no había mostrado él esa repentina solicitud por el buen funcionamiento del reloj tras ver a Evelina? ¿Y qué encantos sino los de esta le podían haber inducido a repetir la visita? El dolor acercó su llama a la frágil tela de las ilusiones de Ann Eliza, quien, con el ánimo firme, vio cómo quedaban reducidas a cenizas; entonces se puso de pie, rebosante de la alegría fría de la renuncia, dio un beso a los bigudíes de la dormida Evelina y se metió bajo la colcha, a su lado.

V

En los meses que siguieron, el señor Ramy visitó a las hermanas con una frecuencia cada vez mayor. Convirtió en costumbre ir a verlas los domingos por la tarde; a veces, durante la semana, encontraba una excusa para presentarse sin ser esperado cuando ellas se disponían a trabajar junto a la lámpara. Ann Eliza advirtió que ahora Evelina nunca olvidaba ponerse el lazo de color carmesí antes de la cena, y también que había acondicionado con un pulquérrimo trozo de encaje el vestido de seda negra que todavía denominaban nuevo porque lo habían comprado un año después que el de Ann Eliza.

El señor Ramy, al ir cogiendo confianza, fue volviéndose más parco en palabras, y después de que las sonrojadas hermanas le concedieran el privilegio de fumar en pipa empezó a incurrir en largos intervalos de silencio meditativo que para las anfitrionas no resultaban completamente desprovistos de encanto. Había algo fortificante y pacífico en la sensación que transmitía esa tranquila presencia masculina en un ambiente que, durante mucho tiempo, había conocido los temblores de las pequeñas dudas y angustias femeninas; las hermanas se acostumbraron a decirse, en los momentos de incertidumbre: «Eso se lo preguntaremos al señor Ramy cuando venga», y a aceptar su veredicto, fuera cual fuera, con una prontitud fatalista que las eximía de toda responsabilidad.

Cuando el señor Ramy se quitaba la pipa de la boca y le apetecía hacer confidencias, ellas experimentaban una compasión que casi les resultaba dolorosa. Con una participación apasionada escucharon la historia de sus primeras tribulaciones en Alemania y de la larga enfermedad que había ocasionado sus últimas desgracias. El nombre de la señora Hochmüller (la viuda de un viejo amigo), que lo había cuidado mientras padecía unas fiebres, fue recibido con suspiros reverenciales e inspiraba una punzada interior de envidia siempre que volvía a aparecer en esos monólogos biográficos; en una ocasión en que estaban solas, Evelina provocó un sonrojo en el semblante de Ann Eliza cuando dijo de pronto, sin mencionar el nombre:

—Me pregunto cómo será esa mujer...

Un día, al aproximarse la primavera, el señor Ramy, que ya se había convertido en una parte de sus vidas, como el cartero o el lechero, propuso a las damas que lo acompañaran a una exposición de imágenes estereoscópicas que se iba a celebrar al día siguiente, por la tarde, en el Chikering Hall.

Después de la primera y entrecortada exclamación de placer se produjo un silencio entre las dos hermanas para consultarse mutuamente, que al fin Ann Eliza rompió diciendo:

—Ve tú con el señor Ramy, Evelina. Creo que será mejor que no dejemos la tienda sola por la noche.

Evelina, con las protestas que la cortesía demandaba, secundó esa opinión, y pasó todo el día siguiente adornando un sombrero de paja con nomeolvides que ella misma había confeccionado. Ann Eliza sacó el broche de mosaico, un mantón de cachemira de la madre salió de su envoltorio de lino encerado, y, así engalanada, una sonrojada Evelina se marchó con el señor Ramy mientras la hermana mayor se sentaba delante de la máquina de calar.

A esta le pareció que había pasado sola varias horas: le sorprendió descubrir, cuando oyó los golpes de Evelina en la puerta, que el reloj solo marcaba las diez y media.

—Ha debido de volver a estropearse —aventuró, al tiempo que se ponía en pie para abrir a su hermana.

La velada había resultado brillante e interesante, y varias magnificas imágenes estereoscópicas de Berlín habían brindado al señor Ramy la oportunidad de detallar en mayor profundidad las maravillas de su ciudad de origen.

—¡Me ha dicho que le gustaría mucho enseñármela! —declaró Evelina mientras Ann Eliza le estudiaba el rostro resplandeciente—. ¡Menuda bobada! Yo no sabía dónde mirar.

Ann Eliza recibió esa confesión con un afectuoso murmullo.

—El sombrero me queda muy bien, ¿verdad? —prosiguió Evelina, cambiando de tema y sonriendo a su reflejo en el espejo roto que había encima del aparador.

—Estás muy guapa —confirmó Ann Eliza.

La primavera empezó a mostrar sus primeras e inequívocas señales a los recelosos neoyorquinos mediante una nueva virulencia en el viento y la omnipresencia del polvo. Un día, Evelina llegó a la trastienda a la hora de la cena con un ramo de junquillos en la mano.

—Acabo de cometer esta tontería —dijo en respuesta a la mirada interrogativa de Ann Eliza—; no he podido resistirme a comprarlo. Necesitaba imperiosamente contemplar algo bonito.

—Ay, hermana —respondió Ann Eliza con una simpatía temblorosa. Sentía que había que conceder una indulgencia especial a las personas sumidas en el estado de Evelina, dado que ella misma había tenido una visión fugaz de los anhelos misteriosos que esas palabras delataban.

Evelina, entretanto, había sacado los brotes secos del jarrón de porcelana roto y estaba colocando en él los junquillos, acariciando los tallos lisos y las hojas, que parecían briznas de hierba.

—Son bonitas, ¿verdad? —repetía sin cesar mientras formaba un círculo de estrellas con las flores—. ¿A que da la sensación de que la primavera ha llegado de veras?

Ann Eliza recordó que aquella era la tarde del señor Ramy.

Cuando este apareció, esa mirada teutona que se fija en todo lo que florece le hizo detenerse enseguida en los junquillos.

—¡Ah, qué bonitos! —observó—. Da la sensación de que la primaverra ha llegado de veras.

—¿Verdad que sí? —exclamó Evelina, emocionada por la coincidencia de sus ideas—. Precisamente le estaba diciendo lo mismo a mi hermana.

Ann Eliza se levantó bruscamente y se alejó; recordó que no había dado cuerda al reloj el día anterior. Evelina estaba sentada delante de la mesa; los junquillos se alzaban esbeltos entre ella y el invitado.

—Oh —declaró con la mirada perdida—, cuánto me gustaría ir al campo ahora mismo, a algún lugar verde y tranquilo. Me parece que no soporto la ciudad ni un día más.

Pero Ann Eliza advirtió que estaba observando al señor Ramy, no las flores.

—Podemos ir a Central Park algún domingo —propuso el visitante—. ¿Visita usted ese parque, señorita Evelina?

—No, no solemos ir; al menos, hace mucho tiempo que no acudimos. —La idea la animó—. Sería espléndido, ¿verdad, Ann Eliza?

—Desde luego —confirmó la hermana mayor mientras volvía a su silla.

—¿Por qué no vamos el domingo que viene? —prosiguió el señor Ramy—. Podemos invitar a la señorita Mellins; será una ocasión muy grata.

Esa noche, después de desvestirse, Evelina cogió un junquillo del jarrón y lo metió con ciertas alharacas entre las hojas de su devocionario. A Ann Eliza, que la estudiaba a escondidas, le pareció que no le importaba ser observada y que, para Evelina, la importancia de la acción aumentaba al ser percibida con toda nitidez por la hermana mayor.

El domingo siguiente amaneció azul y cálido. Las hermanas Bunner asistían a la iglesia con regularidad, pero dejaron los devocionarios en la estantería por una vez, y a las diez ya estaban, con los guantes y los sombreros puestos, esperando a que la señorita Mellins llamara a la puerta. Esta apareció envuelta en un destello de lentejuelas negras, contando que había visto a un hombre extraño pululando debajo de su ventana hasta que el silbato de un confederado lo ahuyentó al alba; poco después llegó el señor Ramy, con el cabello cepillado con mayor cuidado del habitual y las manos anchas enfundadas en unos guantes de cabritilla de color verde aceituna.

El grupito se dirigió al ómnibus más cercano; Ann Eliza notó en el pecho un aleteo compuesto a partes iguales de agradecimiento y de vergüenza cuando se enteraron de que él tenía la intención de pagar los billetes. Y después el señor Ramy mantuvo esa inicial munificencia, pues, tras llevarlas por el Mall y por el Ramble, las condujo a un rústico restaurante donde, también gracias a su generosidad, tomaron un vaso de leche con un bizcocho de limón de ensueño.

Después reanudaron el paseo y deambularon de un sendero a otro con la lentitud de los domingueros ocasionales, a través de arbustos florecientes, junto a extensiones de césped moteadas de azafranes de primavera y debajo de rocas en las que la forsitia se desplegaba con un rayo de luz repentino. A Ann Eliza todo cuanto la rodeaba le pareció nuevo y milagrosamente hermoso, pero no dio voz a esos sentimientos y dejó que Evelina se maravillase ante las hepáticas que crecían a la sombra de las cornisas y que la señorita Mellins, más interesada en el mundo humano que en el floral, comentase con gran elocuencia la probable historia de las personas con las que se cruzaban. Todos los senderos estaban atestados de paseantes y obstruidos por caminantes, y las apostillas incesantes de la señorita Mellins conferían un brillo de posibilidades escabrosas a los plácidos grupos de familias y a sus retozones vástagos.

Ann Eliza no estaba de humor para esas interpretaciones de la vida, pero, sabiendo como sabía que la señorita Mellins solo había sido invitada para acompañarla a ella, no se separó de la modista y dejó que el señor Ramy encabezara la marcha junto a Evelina. La costurera, estimulada por las emociones de aquella situación, se fue volviendo cada vez más locuaz, y su constante parloteo, sumado al remolino caleidoscópico de la muchedumbre, produjo un enorme aturdimiento a Ann Eliza. Los pies, acostumbrados a la comodidad de estar en zapatillas en la tienda, le dolían por el esfuerzo desacostumbrado de la caminata, y los oídos, por el barullo de las anécdotas de la modista, pero todos sus nervios percibían el placer de Evelina, y estaba decidida a que ningún cansancio suyo lo abortase. Pero ese heroísmo se redujo al ver las miradas maliciosas que la señorita Mellins empezó a dirigir a la pareja que tenían delante: era capaz de contribuir a la dicha de su hermana, pero no de reconocerla ante otras personas.

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