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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (4 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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El declarante adelantó el labio inferior, lo que constituía un signo evidente de que estaba perdiendo la calma. Llevaba varias semanas esperando con ansia ese momento. Lo embelesaba el carácter dramático de aquel tribunal, su solemne majestuosidad. Por encima de todo, le costaba resistirse a la oportunidad de mofarse del más grandilocuente de los maestros. Amerotke sabía bien lo que iba a pedirle; sólo deseaba que pudiese exponerlo de un modo rápido.

—¿Y qué problema aflige a los contrayentes?

—¿Puedo presentarlos ante el tribunal? —preguntó Shufoy.

Amerotke levantó una mano.

La joven que entró en la sala no carecía de belleza: era esbelta y poseía unas facciones agradables. Llevaba puesta su mejor peluca ungida de aceite y, como única prenda de vestir, una toga blanca de lino. El muchacho que la acompañaba iba ataviado con una túnica de lana que le cubría hasta poco más abajo de las rodillas, aunque su rostro se hallaba oculto tras una máscara de cuero. Uno de los guardias se adelantó para susurrarle algo al oído y el enmascarado se descubrió el semblante. Amerotke cerró los ojos. En otro tiempo, el joven debió de haber sido agraciado, tal como dejaba suponer su recia fisonomía; sin embargo, al igual que Shufoy, había sufrido la amputación de su nariz.

—¿Te han condenado? —preguntó Amerotke, haciendo caso omiso de la apagada protesta de los asistentes.

—Soy cerrajero.

El magistrado pudo vislumbrar el dolor que reflejaban los ojos de Belet.

—Te he preguntado cuándo te condenaron.

—Hace cuatro años, señor.

Uno de los guardias dio un paso al frente para obligar al declarante a arrodillarse, tal como dictaba la costumbre cuando alguien se dirigía al juez del faraón. Amerotke levantó una mano y sacudió la cabeza.

—¡Prosigue!

—Cometí una serie de crímenes —siguió diciendo Belet—: entraba en las tiendas y las casas de aquellos a los que vendía cerrojos.

—¿Por qué? —quiso saber Amerotke.

—Mis padres habían caído en la pobreza. Mi padre bebía demasiado y no tenían tumba.

El juez asintió con la cabeza. Una de las causas de la profusión de crímenes era el abrumador deseo por parte de los comerciantes prósperos de Tebas de asegurarse una tumba apropiada en la Necrópolis situada al otro lado del Nilo.

—¿Y has pagado ya por tus crímenes?

—Sí, señor.

—¿Entonces?

—No puedo vivir en Tebas, ni tampoco casarme; no puedo mantener mi oficio. —Belet se hincó de hinojos, sin intención de dramatizar, sino movido por un sincero sentimiento de súplica—. He venido para implorar la clemencia del faraón. Ya tengo mi herida. —Señaló con un gesto la cicatriz que le desfiguraba el rostro—. He soportado el exilio y estoy preparado para asumir los más solemnes votos. No son pocos los que pueden atestiguar —siguió declarando de forma arrebatada— que mi comportamiento ha sido intachable durante los últimos cuatro años.

Amerotke levantó una mano. Asural y Prenhoe habían investigado el caso; el joven no mentía: no había estado involucrado en ningún delito.

—Dictaré sentencia —declaró Amerotke, que, tras fijar la mirada en Seli, sonrió—. Tú amas a Belet, ¿no es así?

—Sí, señor.

Amerotke era consciente de la turbación de la muchacha, pues tenía el rostro surcado de sudor.

—Éste es mi veredicto: Belet asumirá los votos más solemnes. Aquí, en el templo de Maat, jurará no cometer fechoría alguna. Los escribas redactarán una revocación de la sentencia anterior. Se hará antes de que caiga el crepúsculo. ¿Sabes lo que te espera —preguntó a Belet en tono de advertencia— en caso de que se rompan estos votos? El destierro perpetuo de Tebas y la confiscación de todos los bienes del infractor.

Shufoy, temeroso de que su presencia hubiese pasado a un segundo plano, se puso en pie de un salto.

—¡Oh testigo de la sabiduría del faraón! —gritó—. Colmemos de agradecimiento y elogios al gran señor Amerotke, que camina por la verdad y ha mirado a la cara a…

—Desalojad el tribunal —ordenó el magistrado.

Tras levantarse de su asiento, indicó con un gesto que la sesión había concluido, caminó hacia su izquierda y se introdujo en los misteriosos pórticos que conformaban su propia capilla lateral privada. Gustaba de descansar allí, en aquella cámara espaciosa de basalto blanco y elevado techo cóncavo pintado de color glauco. Los muros se hallaban decorados con imágenes de la diosa Maat atendiendo a su padre, Ra. El lugar contaba con una pila de agua bendita, mezclada con natrón, sobre una mesa de ofrendas, así como con escabeles y cojines. En el centro, sobre el altar, descansaba la barca empleada para transportar a la diosa. Tras ésta se hallaba la naos, el armario sagrado o tabernáculo en que se guardaba la estatua de Maat, fabricada en oro y plata. Amerotke tomó de la mesa el recipiente del incienso, se arrodilló ante la naos y espolvoreó con él el carbón de combustión lenta que ardía en la bandeja de cobre. Observó los remolinos que formaba el humo.

—Que mi plegaria —murmuró mientras se arrellanaba en los cojines— se eleve como el dulce incienso ante tus ojos.

Posó la mirada en la hermosa representación de la diosa de la verdad ataviada con su vestido talar de oro. Admiró el brillo de su negra cabellera, su bello rostro alargado, sus labios carnosos, sus ojos bajos perfilados en negro y los brazaletes, las ajorcas y las sandalias con los que los sacerdotes habían adornado la estatua. El juez sonrió. Siempre que rezaba, aquella escultura le recordaba a su esposa, Norfret. En cierto modo, esperaba que aquellos labios se moviesen y aquella hermosa cabeza se volviese para hacer que sus oscuros ojos lo mirasen con coquetería. Dejó escapar una leve risita, al tiempo que se preguntaba si adoraba a la diosa, a su mujer o a ambas.

Amerotke hacía lo posible por vivir en la verdad. Amaba a su esposa y a sus dos hijos, Ahmose y Curfay. Se esforzaba por ejercer las labores de su cargo lo mejor posible sin caer en la presunción ni en una actitud orgullosa. Sumergió el dedo corazón en la pila de agua bendita y se lo llevó a los labios. Hacía lo posible por ceñirse a la verdad, pero a veces resultaba muy difícil. Recordó el caso con el que se había enfrentado poco antes: aquel crimen repugnante, los ancianos atrapados en su casa con aquellos perros que clavaban en ellos sus mandíbulas, cubiertas de babaza por la rabia. Amerotke se quitó el pectoral y el anillo para colocarlos en el suelo, a su lado. Recordó su propia experiencia, algo aterrador. ¿Dónde se encontraba él? Sí: corría a casa, en busca de su vieja niñera, una anciana medio loca que le contaba historias de un misterioso rey que habitaba en un bello oasis en las Tierras Rojas orientales. Cerró los ojos. Le faltaba muy poco para llegar a casa cuando la caracola dio la señal de alarma. Las puertas se cerraron de golpe. En su memoria resonaban los horribles pasos de aquel perro rabioso que lo perseguía, presto como una sombra, por la estrecha callejuela. Amerotke oyó llamar a la puerta, pero no prestó atención. Había regresado a la casa de las víctimas de Bakhun, a su silencio desgarrado por el horror de aquel asesino de dientes afilados. Comenzó a temblar. Abrió los ojos y se concentró en la estatua, pensando que debería rezar: Ahmose se hallaba enfermo, aquejado de una fiebre ligera. Shufoy había prometido proporcionarle un amuleto ungido de sangre de cocodrilo sagrado. Volvieron a llamar a la puerta de la capilla.

—¡Adelante!

Asural, Prenhoe y Shufoy obedecieron. Observaron la expresión de Amerotke y se sentaron con las espaldas apoyadas en la pared.

—¿Lo habéis hecho? —preguntó el magistrado.

—Sí —respondió el jefe de los alguaciles.

—Serás objeto de muchas críticas —añadió Shufoy en tono de advertencia.

—¿Por qué? ¿Qué otra cosa crees que podía haber hecho?

El enano se levantó con dificultad.

—No has comido nada. Puedo ofrecerte fruta, vino de Jerú… Conozco una casa de comidas…

Amerotke soltó una carcajada y se volvió para mirar a los recién llegados.

—¿Estás contento con mi segunda decisión, Shufoy? Tus amigos serán felices.

—Pienso emborracharme en sus desposorios… ¡y bailar!

El juez examinó con la mirada la pintura que había tras su amigo; representaba a un grupo de nubios ofreciendo obsequios al viejo faraón Tutmosis, sentado en su trono bajo la protección de las alas plumadas de Maat.

—Y ¿qué se dice por la ciudad?

—El señor Senenmut se encuentra en el templo de Anubis, reunido con los enviados del reino de Mitanni —repuso Shufoy—. Tushratta y su corte permanecen en el Oasis de las Palmeras.

—¿Y…?

—Corren ciertos rumores.

—¿Sobre qué?

—Sobre un asesinato perpetrado en el templo de Anubis.

Amerotke se movió intranquilo. La reina-faraón Hatasu había concedido una gran importancia a las negociaciones. Había derrotado al ejército de Mitanni, y el magistrado había estado presente en la magna victoria. De cuando en cuando, regresaba en sueños a aquella batalla y revivía el estrépito de los carros que embestían los flancos de las huestes enemigas; la visión de los
maryannou,
los «valerosos del rey», rematando de un modo salvaje a los heridos, y el suelo rocoso que se iba volviendo resbaladizo por la sangre que brotaba como el vino que fluye de un ánfora quebrada.

Su ensueño se vio interrumpido cuando alguien llamó a la puerta de forma enérgica. Shufoy volvió a ponerse en pie, la abrió y dio un paso atrás sorprendido. Entonces entraron dos hombres ataviados con túnicas de cortesanos. Tenían el cabello muy corto y adornado con una malla. Amerotke reconoció el emblema de las Sombras del Faraón, miembros del cuerpo imperial de heraldos y enviados, que portaban varas blancas, togas ribeteadas en rojo y grandes muñequeras ornadas con las insignias de Horus, el halcón, y el ojo de Osiris. El juez se levantó para darles la bienvenida. El primero de ellos era más bien grueso y escondía sus ojillos negros tras pliegues de grasa. Más que caminar, parecía contonearse como un pato. El segundo, más joven, tenía el rostro escuálido y era de constitución delgada; poseía una nariz ligeramente encorvada y unos ojos risueños, y su boca dibujó una amplia sonrisa cuando hizo una reverencia hacia los que se hallaban en la naos y, después, a Amerotke. El primer heraldo se mostraba más preocupado por el calor y se afanaba en darse aire con un abanico para refrescarse. El más joven permaneció de pie en ademán algo presuntuoso, con un pie ligeramente adelantado, como si estuviese a punto de recitar un poema.

—¿Tú eres…?

—Weni —repuso en tono brusco el hombre rechoncho.

—Está enfermo de la nariz —manifestó su compañero— y debería recibir tratamiento.

—Yo conozco remedios maravillosos —dijo Shufoy acompañando su ofrecimiento de una inclinación hacia delante.

—¿Eres médico? —preguntó Weni.

—¡Oh! Soy mucho más que eso. Conozco los secretos del ano, la nariz y el resto de los orificios. Sólo tienes que tomar polvo de alacrán, mezclarlo con sangre de víbora y…

—Y estarás muerto antes de una semana —añadió Prenhoe.

Shufoy hizo ademán de protestar, pero Amerotke lo detuvo con un gesto de la mano.

—Y tú eres…

—Mareb —declaró el más joven—, heraldo personal de la divina Hatasu.

Dicho esto, extendió el brazo y abrió la mano para mostrar el contenido de su palma: el escarabajo decorado con el jeroglífico de la reina-faraón. Amerotke se inclinó para besarlo. Weni se apresuró a añadir que ambos actuaban en calidad de enviados personales de la divina Hatasu, destinados al campamento dispuesto por la comitiva de Mitanni en el Oasis de las Palmeras.

—Venimos del templo de Anubis. —Mareb sonrió.

—Ah, sí: las negociaciones… Van bien, imagino.

—Han ido bien —señaló Weni altanero, sin dejar de mirar a Shufoy.

—¡Calla! —espetó Mareb para apaciguarlo—. El señor Senenmut es la encarnación de la voluntad faraónica y estará…

—Sé muy bien quién es —respondió Amerotke—. Pero sigo ignorando qué es lo que os trae por aquí.

—Las negociaciones van bien —repuso Mareb—. El rey Tushratta o, más bien, sus enviados se encuentran dispuestos a ceder ante todo. Han presentado algunas exigencias, pero ninguna supondrá un obstáculo para el compromiso: se firmará la paz.

—¿Es cierto que se han cometido ciertos crímenes? —preguntó Amerotke—. He oído rumores al respecto.

—Tienes unos oídos muy despiertos, mi señor.

—Además, estoy impaciente. —Los invitó a sentarse con un gesto—. Habladme de los asesinatos.

Los dos heraldos se pusieron cómodos mientras Shufoy arreglaba los cojines. Amerotke tomó asiento frente a ellos, rodeado de su séquito.

—Sin duda has oído hablar de la Gloria de Anubis —comenzó a decir Mareb.

—¿Quién no? Se trata de una joya muy hermosa, una amatista sagrada del tamaño de un puño. Se halla pendiente de una cadena de oro ceñida a la estatua de Anubis que se guarda en una de las capillas laterales del templo. Es tan antigua como Tebas —repuso Amerotke—. Algunos afirman que la dejó allí la propia diosa…

—Y todo parece indicar que ha sido la propia diosa quien se la ha llevado —le interrumpió con descaro Mareb—. Tienes razón, mi señor —añadió enseguida—; no he pretendido ofenderte. La estatua se guarda en uno de los misteriosos pórticos del lugar; esta capilla se le asemeja mucho, aunque —señaló hacia la entrada— aquélla cuenta con un estanque sagrado, muy profundo, en la entrada.

—Sí, he oído hablar de él. Y hay un sacerdote que custodia el santuario noche tras noche. La puerta está asegurada con un cerrojo de cobre de la mejor calidad, ¿no es así?

—Así es, mi señor. En el exterior se halla apostado un segundo sacerdote. El capitán de la guardia está encargado de patrullar los pasillos y galerías. Una de las sacerdotisas, la doncella del dios, proporciona un refrigerio al sacerdote del exterior.

—Pero no al de dentro, ¿o sí?

Mareb meneó la cabeza.

—No; el sacerdote que permanece en vela se encuentra encerrado en el interior desde la puesta del sol hasta el amanecer. Él mismo echa la llave y la guarda consigo.

—¿Y qué ha sucedido? —quiso saber Amerotke.

—Cada mañana, el sacerdote de vigilia sale de su reclusión con el fin de permitir a sus compañeros celebrar el servicio del amanecer. Sin embargo, nadie fue capaz de despertar a Nemrath. Se llamó al capitán de la guardia, a los sacerdotes de mayor rango e incluso al señor Senenmut. Ordenaron forzar la puerta. En el interior, encontraron intacto el estanque sagrado; tampoco hallaron pisadas ni huellas de ningún tipo, aunque sí al sacerdote Nemrath con una daga clavada en el corazón.

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