Los escarabajos vuelan al atardecer (7 page)

BOOK: Los escarabajos vuelan al atardecer
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—Ya aparecerá.

Jonás movía la linterna de un lado a otro. ¿No había algo allá al fondo, en el polvo? Alargó el brazo todo lo que podía, pero no notó nada. Escuchó atentamente y miró hacia el fondo. Si, allí se movía algo, pero fuera de su alcance.

—David, tú que tienes los brazos más largos que yo, busca; yo te alumbro.

David metió el brazo y tanteó. Una expresión de asombro apareció en su cara.

—¿Qué pasa? —preguntó Jonás.

David retiró rápidamente la mano. No había encontrado el escarabajo, pero su mano había chocado con algo.

—¡Alumbra, Jonás! ¡Más lejos! ¡Hacia la derecha!

Jonás alumbró, y por fin ambos la vieron. Allá al fondo brillaba algo. Parecía una caja.

—¿La alcanzas?

Si, claro. David llegaba. Estiró el brazo lo más que pudo y consiguió agarrar la caja y sacarla. Jonás cogió su pañuelo y sacudió el polvo de la tapa. Era un viejo estuche de madera, con un cierre de latón que brillaba cuando le daba la luz. Lo dejó en el suelo.

—Mira, ¡el escarabajo pelotero! —susurró Annika señalando la llave que había en la cerradura.

El escarabajo estaba tranquilamente posado en ella, y no intentó huir cuando David lo cogió para soltarlo por la ventana.

—¿Qué habrá en el estuche? Podemos mirar —propuso Jonás con entusiasmo.

—No es nuestro —advirtió Annika.

No les pertenecía, era verdad; pero si no lo hubiesen descubierto ellos, quizá nadie lo habría hecho, opinaba Jonás. David no decía nada.

—¿Será, acaso, de Julia? —se preguntó Annika—. No creo; en ese caso no estaría aquí el estuche. No, Julia no sabrá nada de esto. Pero la casa le pertenece.

—¡No se puede poseer lo que no se conoce! —argumentaba Jonás.

—Podemos abrirlo. ¿Verdad, David?

David abandonó sus pensamientos. Se veía que era un estuche muy antiguo. Seguro que llevaba allí muchísimo tiempo.

—Difícilmente podrá pertenecer a alguien que viva actualmente —dijo.

—¿Lo ves? Lo que yo decía —exclamó Jonás, victorioso. Tenía a David de su parte—. ¿A qué estamos esperando entonces?

En ese momento, el teléfono empezó a sonar de nuevo.

—Espera, Jonás —le dijo David—. ¡Déjame pensar un momento!

—¡Si no hay nada que pensar!

—¡Ya lo creo que si!

—¿No va nadie a coger el teléfono? —preguntó Annika. Aquel ruido la ponía nerviosa.

—¡Ve tú misma! —bufó Jonás—. ¡Nosotros tenemos cosas más importantes que hacer!

David miraba fijamente el estuche. Sin prestar atención al teléfono, se frotó la barbilla ensimismado.

—Si el escarabajo pelotero no hubiera entrado por la rendija, no habríamos descubierto el estuche —exclamó—. Nos ha indicado el lugar debajo del suelo. ¡Qué extraño!

—Lo mismo pienso yo —Jonás pateaba de impaciencia—. ¡Tenía que suceder así! ¡Teníamos que encontrarlo! ¡No comprendo a qué estamos esperando!

—Si, todo esto tiene, seguramente, un significado —afirmó David—. Por eso no debemos precipitarnos. Tenemos que pensar lo que hay que hacer, y no cometer ningún error. Como tenemos que volver a la tarde para regar las plantas, podemos esperar hasta entonces.

Jonás saltaba de impaciencia, pero Annika coincidía con David. Colocaron el estuche otra vez bajo el hueco y pusieron la tabla en su lugar.

El teléfono sonaba aún insistentemente. David bajó corriendo para atender la llamada. Pero llegó demasiado tarde. Ya habían colgado.

Daban las doce del mediodía cuando abandonaron la quinta Selanderschen.

Jonás estaba profundamente decepcionado de los otros dos. Había tenido que ceder ante la “prepotencia”, como él decía.

9. LA CARTA

Metieron la llave en la cerradura de la puerta azul. Ninguno tenía ganas de hablar, ni siquiera Jonás. Una extraña inquietud flotaba en el ambiente.

Entraron en el cuarto, que entonces se hallaba sumergido en la luz silenciosa y verde del atardecer.

«Es un cuarto aislado, —pensó Annika—. Un cuarto para gente solitaria. Yo estaría muy a gusto sentada aquí, sola, delante de la ventana, si estuviese realmente enamorada de alguien, respirando el olor de la flor de los tilos, contemplando el panorama y pensando en él». Pero fue un pensamiento fugaz, que se alejó inmediatamente de su cabeza: ¡No estaba enamorada de nadie!

—¿En qué piensas, Annika? —preguntó David.

—¡Bah, en nada de particular…!

—Si, estabas pensando en algo; me he dado cuenta.

En ese momento sonó el teléfono.

—¿Otra vez ese condenado ruido? —Annika estaba fuera de sí.

—Voy a cogerlo, así nos dejará tranquilos —dijo David, y bajó deprisa las escaleras.

Al descolgar, oyó una voz débil:

—Buenas noches, ¿eres David? Soy yo… Julia Jasón Andelius.

—Buenas noches.

—Dime, David, ¿tienes prisa?

—¡Oh, no!

—Entonces, ¿podemos conversar un poco?

—Si, por supuesto.

—Bueno, David, seguro que te preguntarás por qué telefoneo tanto. Ha pasado ya mucho tiempo desde que estuve la última vez en la quinta Selanderschen. A veces pienso en ella, y a menudo me pregunto cómo estará en la actualidad… Si ha cambiado mucho… y cómo estarán las plantas.

—Van bien, las acabamos de regar.

—¡Qué bien! ¿y la selandria?

—¡Ah, si, ya se ha repuesto! Ya no corre ningún peligro.

—Me alegra oír eso…

Se produjo un silencio. David no sabía qué debía decir, ni si ella quería terminar ya la conversación; esperó. Por fin sonó de nuevo la voz:

—Dime, David…, ¿sabes jugar el ajedrez?

—Si.

—¡Qué bien! ¿Jugarías una partida conmigo?

—Si, por supuesto, pero…

—Si miras a la izquierda, verás una mesita pegada al sillón… ¿La ves?

—Si, hay una butaca al otro lado.

—Exacto, tapizada de cuero verde, ¿no?

—Así es.

—Si quitas la lámpara y levantas el tablero de la mesa, encontrarás un viejo juego de ajedrez…

—Un momento.

David hizo lo que ella le había dicho. No necesitó alejarse del teléfono. La mesa de juego estaba justo al lado. Exacto, debajo del tablero había un juego de ajedrez. Las figuras, grandes y bien talladas, estaban colocadas de pie. Parecían pequeñas esculturas.

—¿Lo has encontrado, David?

—Si, aquí está.

—¡Qué bien…! Son unas figuras bonitas…, delicadamente talladas, ¿no es cierto?

—Si, realmente son bonitas.

—¿Podemos empezar?

—De acuerdo.

—Si no tienes nada en contra, yo elijo las blancas, David.

—No, absolutamente nada.

—Empiezo…, si…, déjame ver… Empiezo con el alfil G-1 y lo coloco en F-3.

—Vale, G-1 en F-3… ¡Es un comienzo emocionante!

Una ligera risa sonó en el auricular.

—Bueno…, ¿quieres jugar o prefieres pensar primero?

—Quisiera, primero, pensar un poco.

—Es una medida muy inteligente. Te volveré a llamar. Adiós, hasta luego, David.

—Adiós.

David oyó como Julia colgaba el teléfono. Esta conversación podía parecer intrascendente, pero podría ser muy importante. Con cuidado, colgó el auricular.

Se encontró con Jonás y Annika, que bajaban.

—¿Cómo has tardado tanto? —Jonás masticaba unas pastillas de regaliz y se le veía obsesionado. De tanta impaciencia estaba a punto de estallar.

—Era Julia —les aclaró David.

—¿Qué quería ahora?

—Jugar al ajedrez.

—¿Qué dices?

David repitió que Julia quería jugar al ajedrez.

—¿Al ajedrez? ¿Contigo? ¿Por teléfono?

—Si. ¿Qué tiene de extraño? ¿Crees que no sé jugar al ajedrez?

—Si, pero eso suena tan absurdo… ¡Lo verdaderamente interesante es lo del piso de arriba! —gritó Jonás corriendo hacia la escalera.

En ese momento, el reloj de abajo, el viejo reloj de pie, empezó de repente a dar las campanadas. Había empezado a andar cuando el paso del tren lo puso en marcha, pero hasta ahora no había dado las campanadas. Al menos, ellos aún no las habían oído. Eran débiles, casi temerosas.

—¡Qué raro! —Dijo David—. ¿Qué puede significar todo esto?

—¡Subid de una vez! —gritó impaciente Jonás desde el desván.

—¡Que bien suena! —exclamó Annika—. Casi humano…

Empezó a sentirse como en su casa. El miedo a lo desconocido ya había desaparecido. No podía haber sido una simple casualidad de haber encontrado el estuche. Tenía que haber alguna explicación a todo aquello.

Cuando llegaron al cuarto de verano, levantaron enseguida la tablero y sacaron el estuche. Lo pusieron en la mesa, frente a la ventana. Bajo los tilos, ya empezaba a anochecer. Los tres estaban en tensión, mirando la llave colocada en la cerradura. David la giró y funcionó de inmediato.

Se miraron unos a toros con ojos ansiosos: ¿quién de ellos debía levantar la tapa?

—Ya lo hago yo —se adelantó Annika poniendo la mano encima.

—¿Te atreves? —preguntó Jonás con aspecto de quien teme una desgracia—. Nadie sabe que puede haber escondido dentro de esta caja…

Pero Annika ya la había abierto.

—¡Bah, un simple montón de cartas! —Jonás estaba decepcionado. Esperaba un tesoro: oro, plata, piedras preciosas…

—Pero eso no es todo —advirtió David.

—¡Mira, un espejo! —los ojos de Annika se encontraron con los de David en el cristal casi sin brillo que había en la parte interior de la tapa. Jonás recobró las esperanzas. Pensaba que debajo de las cartas podía haber mapas, documentos secretos, pistas acerca del escondite de un tesoro.

Encima de todo había un papel enrollado. Cuando lo desenrollaron, vieron que estaba escrito con una caligrafía difícil de descifrar. Sin embargo, Annika fijo que podía entenderlo.

—Léenoslo —le pidió David.

Y ella empezó:

«Hoy es 30 de junio de 1763. Acabo de oír al reloj de abajo dar las ocho».

Annika enmudeció y miró a David. También hoy era 30, y acababan de oír, igualmente, dar las ocho en el reloj de abajo…

Jonás abrió unos ojos como platos. ¡Eso si que era sorprendente! Conectó el magnetofón. ¡Había que leer el escrito en voz alta para grabarlo! El papel temblaba en las manos de Annika. Lo agarró fuertemente y prosiguió leyendo:

«Estoy sentada frente a la ventana. Es el tiempo en que florecen los tilos, y quisiera abrir la ventana y sentir el olor de las flores… Pero ya no me quedan fuerzas. Sé que no viviré mucho tiempo. Aunque eso no me preocupa.

Delante de mí, encima de la mesa, tengo el estuche que hizo para mí Andreas cuando cumplí catorce años. Cuando contemplo mis ojos y veo mi cara en el espejo que hay en la parte interior de la tapa, pienso y deseo que se queden ahí y que se encuentren con los ojos de aquel que un día encontrará este estuche y lo abrirá. ¡Cómo me gustaría mirar esos ojos, y conocer el corazón de esa persona y sus sentimientos!

En las cartas que se encuentran en el estuche, Andreas dejó escritos sus pensamientos. Pero nuestra época no está madura para eso. Por ello deseo que, quien encuentre estas cartas, viva en un mundo tal que pueda entender los pensamientos de Andreas. Si no fuera así, si estas cartas salieran a la luz en un tiempo tan loco y tan vacío como el mío, entonces pido al que encuentre el estuche que lo vuelva a dejar en su sitio.

No todas las cartas son de Andreas; algunas son de su hermana, mi muy querida amiga, Magdalena Ullstadius.

Para acabar, quiero escribir un pensamiento que nunca he olvidado, que siempre he conservado en mi memoria, y que tantas veces me repitió Andreas: “Todos los seres vivos están íntimamente relacionados entre sí”. Me lo repetía con frecuencia. Él sabía que también los muertos viven. Mis horas están contadas. Sin embargo, la planta de Andreas y mía vivirá, aunque pronto estaremos muertos los dos.

Las últimas palabras que escribirán mis manos y que mi boca pronunciará serán estas: «Yo siempre amé a Andreas. ¡Siempre!»

Annika dejó de leer. Se produjo un silencio en el pequeño cuarto. Había tenido que hacer un gran esfuerzo para acabar de leer las últimas líneas, pues estaba muy emocionada.

—Toma una pastilla de regaliz, Annika —le ofreció Jonás, tratando de consolarla. Esta vez Annika cogió una y se la metió en la boca.

—¿No está firmada la carta, Annika? —preguntó David—. ¿No pone quién la ha escrito?

—Si, aquí lo pone, se llama… Emilie —susurró tan bajito que casi no se oyó.

Hasta el mismo Jonás parecía impresionado.

—¡No puede ser verdad! ¡Esto es un misterio! ¡Pero si es el nombre que David oyó en la cinta!

—Ahora ya es demasiado tarde para retroceder. El único camino que nos queda es continuar —comentó Annika.

—Si, el único camino que nos queda es continuar —repitió despacio David.

—Vamos a echar una ojeada a las otras cartas —propuso Jonás. Colocaron el estuche en el suelo, encendieron una vela y se sentaron alrededor.

—Así que nosotros tres, tú, Annika y yo, somos los que debemos decidir si nuestro tiempo es capaz de comprender las ideas de Andreas.

—¡Pero no podemos hacerlo! —dijo seriamente Annika.

—¡Bueno, empecemos ya de una vez! —propuso Jonás, y alargó la mano hacia el estuche. Sacó otra carta y se la pasó a Annika.

Esta la cogió, pero no la leyó enseguida. Echó una mirada por todo el cuarto y los otros dos siguieron su mirada.

Todos pensaban lo mismo: pensaban en Emilie que, una noche, hace ya más de doscientos años, había estado sentado junto a la mesita, frente a la ventana, y había escrito su última carta. Una noche como ésta, una noche de junio. Debió de sentirse muy sola, pues había dirigido su carta a un desconocido del futuro.

Ahora había llegado el momento. A ellos, David, Jonás y Annika, les había escrito ella su última carta. A ellos les confiaba los pensamientos de Andreas.

Annika abrió la carta que Jonás le había dado y leyó:

Liared, 16 de junio de 1763

Mi muy querida Emilie:

Te escribo a vuelta de correo, pues tu última carta me ha preocupado profundamente. Queridísima Emilie, no pienses que tu enfermedad es mortal. Tu salud se ha debilitado, lo cual no es extraño después de todo lo que has pasado. ¡Pero no debes dejarte vencer por la tuberculosis! Sabes que diariamente rezamos por ti Ullstadius, mi querido esposo, y yo; y con la ayuda de Dios te recuperarás pronto.

Mi querida Emilie, estoy segura de que Malkolm Braxe, tu querido esposo, se ocupará de tus plantas, en el caso de que Dios tenga previsto que no recuperes la salud.

La planta de Andreas y tuya nos sobrevivirá a todos nosotros; estoy convencida de ello.

En tu carta te preocupas por la estatuilla funeraria de hace tres mil años que Andreas trajo consigo, para desgracia suya y de otros, de su viaje por Egipto. Yo te pido que no tomes ninguna decisión precipitada.

Que la estatua se queda arriba, en el cuarto del desván, dentro del banco.

Ullstadius opina que la maldición que, supuestamente, pesa sobre la estatuilla de madera no puede tener ningún poder después de tres mil años. Pero si el destino hubiera querido que esa desconocida deidad se vengara de Andreas y le causara la muerte, entonces sería más importante aún que la estatua se quede ahí, para que la maldición no alcance a otros.

Mi querida Emilie, tiene que escuchar a esta amiga tuya que tanto te quiere. Lo que más me horroriza es tu deseo de ser enterrada junto a Andreas en la tierra sin bendecir donde él descansa.

Querida Emilie, debes ser sepultada, cuando Dios te llame, en el panteón de los Selander, en tierra bendita.

Sin embargo, me escribes que estás segura de conseguir autorización para ser enterrada en donde deseas. Quién te ha hecho tal promesa, no me lo dices. Mi sentido común me dice que tiene que ser alguien en quien tú puedes confiar, alguien que te quiere mucho. Como tú misma dices que tu esposo no sabe nada de este deseo tuyo, yo no conozco ningún otro que pueda ser, salvo mi querido padre, Petrus Wiik.

Yo, que conozco tu preocupación, mi querida Emilie, entiendo muy bien que te hayas sentido impulsada a manifestar tal deseo. ¡Pero te pido encarecidamente que liberes a ese pobre hombre de la promesa que te hizo!

No obstante, mi mayor esperanza y mi más fuerte convicción es que te veré muy pronto, ya restablecida, y que entonces todos estos pensamientos habrán sido olvidados de una vez para siempre.

¡Qué Dios te proteja, mi querida Emilie! Muchos besos.

Tu amiga, MAGDALENA ULLSTADIUS.

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