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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras, Fantástico

Los pueblos que el tiempo olvido (4 page)

BOOK: Los pueblos que el tiempo olvido
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Ella me dijo algo con tonos suaves y líquidos; pero no pude entenderla, y entonces señaló hacia el norte y echó a andar. La seguí, pues también me dirigía al norte; pero si ella se hubiera dirigido al sur también la habría seguido, tan ansioso estaba de compañía humana en este mundo de bestias y reptiles y semihombres.

Caminamos juntos, la muchacha charlando mucho y al parecer asombrada porque yo no podía entenderla. Su risa plateada resonó alegremente cuando yo a mi vez intenté hablarle, como si mi lenguaje fuera la cosa más extraña que hubiera oído jamás. A menudo, después de varios inútiles intentos por hacerme entender, ella me mostraba la palma de la mano, diciendo:

—¡Galu!

Y luego me tocaba el pecho o el brazo y exclamaba:

—¡Alu, alu!

Supe qué quería decir, pues había aprendido por la narración de Bowen el gesto negativo y las dos palabras que repetía. Quería decir que yo no era galu, como sostenía, sino un alu, o sin habla. Sin embargo cada vez que lo decía se reía, y tan contagiosa era su risa que sólo pude reírme yo también. Era natural, también, que se sintiera intrigada por mi incapacidad de comprenderla o de hacerme comprender, pues desde los hombres-maza, el tipo humano más bajo de Caspak en tener habla, hasta la dorada raza de los galus, las lenguas de las diversas tribus son idénticas… a excepción de las amplificaciones en la escala de la evolución. Ella, que es una galu, puede comprender a uno de los bo-lu y hacerse entender por él, o por un hombre-hacha, o un hombre-lanza o un arquero. Los ho-lus, o simios, los alus y yo mismo éramos las únicas criaturas de aspecto humano con los que no podía conversar. Sin embargo, era evidente que su inteligencia le decía que yo no era ni ho-lu ni alu, ni simio antropoide ni hombre sin habla.

No desesperó, sino que se dispuso a enseñarme su lenguaje, y si no hubiera sido porque me preocupaba enormemente el destino de Bowen y de mis compañeros del Toreador, podría haber deseado que el periodo de instrucción se prolongara.

Nunca he sido lo que se llama un mujeriego, aunque me gusta inmensamente la compañía femenina, y durante mis días universitarios y desde entonces he hecho varias amistades entre el bello sexo. Creo que atraigo a cierto tipo de muchacha por el motivo que nunca pretendo cortejarlas; dejo esa labor a los numerosos hombres que lo hacen infinitamente mejor que yo, y disfruto de la compañía femenina en lo que considero modos más razonables: bailando, jugando al golf, paseando a caballo, jugando al tenis y demás. Sin embargo, en compañía de aquella pequeña salvaje semi-desnuda encontré un nuevo placer que era completamente diferente a todo lo que había experimentado jamás. Cuando ella me tocaba, me entusiasmaba como nunca lo había hecho en compañía de otra mujer. No podía comprenderlo, pues soy lo suficientemente sofisticado para saber que esto era un síntoma de amor y desde luego no amaba a esta pequeña bárbara sucia con sus uñas rotas y descuidadas y su piel tan manchada de barro y el verde del follaje aplastado que era difícil decir de qué color había sido originalmente. Pero si por fuera estaba sucia, sus ojos claros y sus dientes blancos, fuertes y regulares, su risa argentina y su porte de reina indicaban una nobleza innata que la suciedad no podía ocultar del todo.

El sol estaba bajo en el cielo cuando llegamos a un riachuelo que desembocaba en una gran bahía al pie de unos acantilados bajos. Nuestro viaje hasta el momento había estado cuajado de constante peligro, como todo viaje en esta tierra espantosa. No quiero aburriros con un recital de la cansina sucesión de ataques por parte de la multitud de criaturas que constantemente cruzaban nuestro camino o nos atacaban deliberadamente. Siempre estábamos alerta; pues allí, por parafrasear la frase, la vigilancia eterna es en efecto el precio de la vida.

Yo había conseguido progresar un poco en la adquisición del conocimiento de su lengua, así que conocí a muchos de los animales y reptiles por sus nombres caspakianos, así como los árboles y los helechos y las hierbas. Supe las palabras para nombrar al mar y el río y el acantilado, para nombrar el cielo y el sol y las nubes. Sí, estaba progresando, y entonces se me ocurrió que no sabía el nombre de mi acompañante. Así que me señalé a mí mismo y dije:

—Tom.

Ella alzó las cejas, sin comprender. Se pasó los dedos por aquella mata de pelo y pareció aturdida. Repetí la acción una docena de veces.

—Tom -dijo ella por fin con aquella voz clara, dulce y líquida-. ¡Tom!

Yo nunca había pensado mucho en mi nombre antes, pero cuando ella lo pronunció, me pareció por primera vez en la vida un nombre potente y hermoso, y entonces ella sonrió de repente y se señaló el pecho y dijo:

—¡Ajor!

—¡Ajor! -repetí, y ella se echó a reír y batió las palmas.

Bueno, ahora sabíamos nuestros nombres, y eso fue bastante positivo. Me gustaba el suyo: ¡Ajor! Y a ella parecía gustarle el mío, pues lo repetía.

Llegamos al acantilado junto al riachuelo donde éste desemboca en la bahía con el gran mar interior detrás. Los acantilados estaban gastados y podridos, y en un lugar un profundo hueco corría tras la piedra durante varios metros, sugiriendo un refugio para la noche. Había rocas sueltas dispersas con las que podría construir una barricada en la entrada de la cueva, y así me detuve y le señalé el lugar a Ajor, intentando hacerle comprender que podríamos pasar la noche allí.

En cuanto comprendió, asintió con el equivalente caspakiano de un gesto afirmativo, y luego tocó mi rifle y me indicó que la siguiera hasta el río. Se detuvo en la orilla, se quitó el cinturón y la daga, dejándolos caer al suelo a su lado: luego soltó la parte inferior de su atuendo de la banda de metal que llevaba en la pierna, lo hizo resbalar por su hombro izquierdo y lo dejó caer a sus pies. Lo hizo de manera tan natural, tan sencilla y rápidamente que me dejó boquiabierto como un pez fuera del agua. Dándose la vuelta, me dirigió una sonrisa y entonces se zambulló en el río, y allí se bañó mientras yo montaba guardia. Durante cinco o diez minutos estuvo nadando, y cuando emergió su piel brillante era suave y blanca y hermosa. Sin medios para secarse, simplemente ignoró lo que para mí habría sido una necesidad, y en un momento se vistió de nuevo con su sencillo pero efectivo ropaje.

Hacía ya una hora que había oscurecido, y como yo estaba muerto de hambre, la conduje medio kilómetro hasta un prado donde habíamos visto antílopes y pequeños caballos un rato antes. Aquí abatí a un pequeño ciervo; la detonación de mi rifle hizo que todos los demás corrieran al bosque, donde fueron recibidos por un coro de horribles rugidos cuando los carnívoros se aprovecharon de su pánico y saltaron sobre ellos.

Con mi cuchillo de caza corté un cuarto trasero, y luego regresamos al campamento. Recogí gran cantidad de leña de los árboles caídos, con la ayuda de Ajor; pero antes de que pudiera encender una hoguera, también recogí suficientes rocas sueltas para construir mi barricada para protegernos de los espantosos terrores de la noche que se acercaba.

Nunca olvidaré la expresión del rostro de Ajor cuando me vio prender una cerilla y encender la estopa bajo nuestra hoguera. La expresión de asombro era tal que parecía el rostro de un mortal que de pronto contempla la misteriosa obra de la divinidad. Era evidente que Ajor desconocía los métodos modernos para hacer fuego. Había considerado maravillosos mi pistola y mi rifle, pero estas diminutas lascas de madera que al frotarlas mágicamente producían llamas eran en efecto milagros para ella.

Mientras la carne se asaba al fuego, Ajor y yo tratamos de hablar una vez más; pero aunque copiosamente llena de incentivos, gestos y sonidos, la conversación no fluyó demasiado. Y entonces Ajor se tomó en serio la tarea de enseñarme su lenguaje. Comenzó, como supe más tarde, por la forma de habla más simple conocida en Caspak o, para el caso, en el mundo: la empleada por los bo-lu. No me resultó difícil, y aunque resultaba un gran hándicap para mi instructora no poder hablar mi lengua, lo hizo notablemente bien y demostró que poseía ingenuidad e inteligencia de un orden superior.

Después de comer, añadí leña al fuego para poder aumentar la hoguera ante la entrada de nuestra barricada, creyendo que sería una buena protección contra los carnívoros, y luego Ajor y yo nos sentamos ante la hoguera, y la lección continuó, mientras alrededor sonaban los extraños y horribles ruidos de la noche en Caspak: los gemidos y las toses y el rugido de los tigres, las panteras y los leones, los ladridos y el distante aullido del lobo, el chacal y el hyaenadon, los agudos alaridos de las presas abatidas y el siseo de los grandes reptiles: sólo la voz del hombre guardaba silencio.

Pero aunque la voz de este terrible coro se alzaba y caía lejos y cerca en todas direcciones, alcanzando en ocasiones un volumen de sonido tan tremendo que la tierra se estremecía, yo estaba tan absorto en mi lección y en mi maestra que a menudo no oí lo que en otro momento me habría llenado de espanto. El rostro y la voz de la hermosa muchacha que se inclinaba tan ansiosamente hacia mí mientras intentaba explicarme el significado de alguna palabra o corregir mi pronunciación ocupaba todas mis capacidades de percepción. La luz de la hoguera brillaba sobre sus animados rasgos y sus chispeantes ojos; acentuaba los graciosos movimientos de sus gesticulantes manos y brazos; resplandecía en sus dientes blancos y sus adornos de oro, y brillaba en la suave firmeza de su piel perfecta. Me temo que a menudo me ocupaba más de admirar este hermoso animal que del deseo de conocimiento: pero fuera como fuese, aprendí mucho esa noche, aunque parte de lo que aprendí no tenía nada que ver con ningún nuevo lenguaje.

Ajor parecía decidida a que yo hablara caspakiano lo más rápidamente posible, y me pareció ver en su deseo un poco de esa tendencia femenina que se ha transmitido a través de las épocas desde la primera dama del mundo: curiosidad. Ajor deseaba que yo hablara su lengua para poder satisfacer una curiosidad referida a mí que la acuciaba hasta tal punto que corría el peligro de estallar: de eso estaba seguro. Era un signo de interrogación animado. Borboteaba con preguntas que nunca quedarían satisfechas a menos que yo aprendiera a hablar su lengua. Sus ojos chispeaban de excitación; su mano volaba con gestos expresivos: su lengüecita corría velozmente; todo para nada. Yo podía decir hombre y árbol y acantilado y león y varias otras palabras en perfecto caspakiano: pero ese vocabulario era sólo el inicio; no permitía entablar una conversación general, y el resultado fue que Ajor se enfadaba tanto que cerraba los puños y me golpeaba en el pecho con todas sus fuerzas, y luego se echaba a reír cuando comprendía el humor de la situación.

Estaba intentando enseñarme algunos verbos a través de las acciones que ella misma ejecutaba mientras repetía la palabra adecuada. Estábamos muy concentrados, tanto que no prestamos atención a lo que sucedía fuera de nuestra cueva. Y entonces Ajor se detuvo de repente y exclamó:

—¡Kazor!

Ahora ella había estado intentando enseñarme que ju significaba alto; por eso, cuando gritó kazor y al mismo tiempo se detuvo, pensé por un momento que era parte de mi lección: por un instante olvidé que kazor significa cuidado. Por tanto repetí la palabra tras ella; pero cuando vi la expresión en sus ojos mientras miraban más allá de mí y la vi señalar la entrada de la cueva, me di la vuelta rápidamente… y vi una horrible cara en la pequeña abertura que asomaba a la noche. Era el feroz y rugiente semblante de un oso gigantesco. He cazado osos de cola plateada en las Montañas Blancas de Arizona y los consideraba los más grandes y formidables de todos; pero al ver aparecer la cabeza de esta horrible criatura me pareció que el más grande grizzly que haya visto jamás se reduciría en comparación a las dimensiones de un perro de Newfoundland.

Nuestra hoguera estaba justo dentro de la cueva, y el humo salía a través de las aberturas entre las rocas que yo había apilado de forma que se arqueaban hacia dentro en la parte superior. La abertura por la que nosotros podríamos salir quedaba bloqueada por unos cuantos grandes fragmentos que no llegaban a cerrarla por completo; pero a través de esas aberturas no podía pasar ningún animal grande. Yo contaba, más que nada, con nuestro fuego, considerando que ninguna de las peligrosas bestias nocturnas se aventuraría a acercarse a las llamas. En esto, sin embargo, me había equivocado claramente, pues el gran oso se alzaba con la nariz apenas a un palmo del fuego, que ahora era bajo, debido al hecho de que yo estaba tan entretenido con mi lección y mi maestra que me había olvidado de alimentarlo.

Ajor desenfundó su fútil cuchillo y señaló mi rifle. Al mismo tiempo habló con voz clara, completamente carente de nerviosismo o cualquier rastro de miedo o pánico. Supe que me estaba exhortando a que disparara contra la bestia, pero yo no deseaba hacer esto más que como último recurso, pues estaba seguro de que incluso mis pesadas balas no harían más que enfurecerlo… y en ese caso podría fácilmente forzar la entrada en nuestra cueva.

En vez de disparar, apilé más madera sobre la hoguera, y cuando el humo y la llamarada se alzaron ante el rostro de la bestia, ésta retrocedió, rugiendo terriblemente. Todavía pude ver dos feos puntos de luz brillando en la oscuridad de fuera y oí sus rugidos. Durante algún tiempo el oso permaneció allí, vigilando la entrada de nuestro frágil santuario mientras yo me devanaba los sesos en una fútil empresa para planear algún método de defensa o de huida. Sabía muy bien que si el oso decidía alcanzarnos, las rocas que había apilado como barrera se desmoronarían sobre sus gigantescos hombros como un castillo de naipes, y que se abalanzaría directamente contra nosotros.

Ajor, que tenía menos conocimiento de la efectividad de las armas de fuego que yo, y por tanto confiaba más en ellas, me incitó a que disparara contra la bestia, pero yo sabía que la posibilidad de detenerla de un solo disparo era remota, y que el riesgo de enfurecerla era real: por eso, esperé lo que pareció una eternidad, observando aquellos diabólicos puntos de fuego que brillaban mirándonos con odio, y escuché el volumen cada vez más fuerte de aquellos gruñidos sísmicos que parecían surgir desde dentro de las entrañas de la tierra y sacudir los mismos acantilados bajo los que nos escondíamos, hasta que por fin vi que el bruto se acercaba de nuevo a la abertura.

No había servido de nada que hubiera apilado madera en el fuego, hasta que Ajor y yo estuvimos a punto de asarnos: aquel poderoso motor de destrucción avanzó hasta que una vez más el espantoso rostro abrió la boca directamente dentro de la abertura de la barrera. Permaneció allí un momento, y luego la cabeza se retiró. Dejé escapar un suspiro de alivio: el oso había alterado su intención e iba en busca de otra presa más fácil. El fuego había sido demasiado para él.

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