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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (2 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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E
n la casa olía a cerrado. Annie abrió todas las puertas y ventanas para que el aire fresco soplara por todas las habitaciones. La corriente estuvo a punto de volcar un jarrón, pero ella consiguió atraparlo en el último segundo.

Sam estaba acostado en la pequeña habitación contigua a la cocina. Siempre la habían llamado el cuarto de invitados, pese a que era la suya. Sus padres dormían en el piso de arriba. Se asomó a verlo, se echó un pañuelo por los hombros y fue a buscar la enorme llave oxidada que solían colgar de un clavo en la cara interior de la puerta de la casa. Luego se encaminó con ella a las rocas. El viento le traspasaba la ropa y, con la casa a su espalda, contempló el horizonte. El único edificio que se veía, aparte de esa casa, era el faro. El cobertizo que había junto al embarcadero era tan pequeño que apenas contaba. Se encaminó al faro. Gunnar habría engrasado la cerradura, porque la llave giró con una facilidad sorprendente. La puerta chirrió un poco cuando la abrió. Una vez dentro, los peldaños empezaban casi directamente, y Annie se agarró a la barandilla mientras subía por la escalera angosta y empinada.

La belleza de las vistas la dejó sin aliento, como siempre. A un lado se veían solo el mar y el horizonte; al otro se extendía el archipiélago con sus islas, islotes y atolones. Hacía muchos años que había dejado de usarse el faro. Ahora se mantenía en la isla como un monumento a tiempos pretéritos. La luz se había extinguido y las planchas metálicas y los pernos se oxidaban poco a poco bajo el efecto del viento y del agua marina. De niña le encantaba jugar allí arriba, en un espacio tan reducido, como una casa de juegos elevada muy por encima del suelo. Los únicos muebles que cabían eran la cama, donde descansaban los vigilantes del faro durante las largas guardias nocturnas, y una silla desde la que observaban las aguas.

Se tumbó en la cama. La colcha olía a moho, pero los sonidos que la rodeaban eran los mismos de la niñez. El grito de las gaviotas, las olas azotando el acantilado, el crujido y el jadeo del propio faro. Entonces todo era tan sencillo. Sus padres se preocupaban pensando que, al ser la única niña de la isla, llegara a aburrirse. No tenían por qué. A ella le encantaba estar allí. Y no estaba sola. Aunque eso no podía contárselo a sus padres.

M
ats Sverin suspiraba y arrastraba los documentos de un lado a otro de la mesa. Era uno de esos días en que no podía dejar de pensar en ella. No podía dejar de preguntarse… En días como aquel, no le cundía mucho el trabajo, aunque cada vez eran menos frecuentes. Había empezado a olvidarse, al menos eso quería creer. La verdad era más bien que nunca lo conseguiría del todo. Aún era capaz de imaginar su cara perfectamente y, en cierto modo, se alegraba de ello. Al mismo tiempo, deseaba que la imagen se volviera borrosa, desvaída.

Trató de concentrarse otra vez en el trabajo. Los mejores días podía incluso pensar que era entretenido de verdad. Constituía un reto entender y controlar la economía de un ayuntamiento, con sus eternas alternativas entre consideraciones políticas y lo razonable desde el punto de vista del mercado. Claro que, durante los meses que llevaba trabajando allí, había tenido que invertir gran parte de su tiempo en el Proyecto Badis. Se alegraba de que hubieran rehabilitado por fin el viejo edificio. Al igual que la mayoría de los habitantes de Fjällbacka, tanto los que seguían viviendo allí como los que se habían mudado a otra ciudad, lamentaba siempre que pasaba el abandono en que había caído un edificio tan hermoso. Ahora había recuperado su esplendor.

Esperaba que Erling tuviera razón y se cumplieran sus promesas grandilocuentes sobre el éxito del negocio. Pero él tenía sus dudas. El proyecto ya había acarreado grandes costes de renovación, y la planificación económica se basaba en cálculos demasiado optimistas. Mats había intentado exponer sus opiniones en más de una ocasión, pero nadie se dio por enterado. Además, tenía la desagradable sensación de que algo no encajaba, pese a que había repasado el proyecto económico una y otra vez sin encontrar nada, salvo que el gasto acumulado era enorme.

Miró el reloj y comprobó que era la hora del almuerzo. Hacía mucho que no tenía apetito de verdad, pero sabía que debía alimentarse. Hoy era jueves, así que tocaban tortitas y sopa de guisantes con tocino en el Källaren. Por lo menos algo debería poder comer.

S
olo los más allegados asistirían al entierro. Los demás se fueron marchando en silencio en sentido contrario, hacia el centro del pueblo. Erica se agarró fuerte de la mano de Patrik. Iban los dos justo detrás del ataúd y sentía cada paso como una descarga eléctrica en el corazón. Había intentado convencer a Anna para que no se organizara así, pero su hermana había insistido en que quería que fuera un entierro de verdad. Y aquel deseo la había sacado momentáneamente de la apatía, de modo que Erica abandonó todo esfuerzo por tratar de convencerla y le ayudó con los preparativos necesarios para que Anna y Dan pudieran enterrar a su hijo.

Sin embargo, había un punto en el que no cedió a los deseos de la hermana. Anna quería que también estuvieran los niños, pero Erica decidió que los pequeños se quedaran en casa. Solo asistieron las dos mayores, Belinda y Malin, las hijas de Dan. Lisen, Adrian, Emma y Maja se quedaron con Kristina, la madre de Patrik, al igual que los gemelos, naturalmente. Erica se preocupó un poco pensando si no sería demasiado para Kristina, pero su suegra le aseguró muy tranquila que se las arreglaría para mantener vivos a los niños las dos horas que durara el entierro.

Se le encogía el corazón al ver la cabeza casi calva de Anna. Los médicos tuvieron que raparle el pelo para poder perforar el cráneo y aliviar la presión, que amenazaba con provocar lesiones permanentes. Ya había empezado a crecerle algo de pelusilla, pero era más oscura que su melena.

A diferencia de Anna, y del conductor del otro coche, que murió en el acto en el accidente, Erica salió milagrosamente bien parada. Sufrió una fuerte conmoción cerebral y se fracturó un par de costillas. Los gemelos nacieron muy pequeños, prematuramente y mediante cesárea urgente, pero eran fuertes y sanos y pudieron dejar el hospital al cabo de dos meses.

Erica casi se echa a llorar cuando apartó la vista de la cabeza vellosa de la hermana y posó la mirada en el pequeño ataúd blanco. Aparte de las lesiones craneales, Anna se había fracturado la pelvis. También a ella le practicaron una cesárea urgente, pero el niño había sufrido tantas lesiones y tan graves que los médicos apenas les dieron esperanzas. Y, cuando cumplió una semana, el pequeño dejó de respirar.

El entierro tuvo que esperar, ya que Anna seguía en el hospital. Pero ayer por fin pudo volver a casa. Y hoy enterraban a su hijo, que habría llevado una vida colmada de amor. Erica vio que Dan le ponía a Anna la mano en el hombro mientras aparcaba la silla de ruedas junto a la tumba. Anna lo apartó. Así se comportaba desde el accidente. Como si su dolor fuera tan intenso que no pudiera compartirlo con nadie más. En cambio Dan sí necesitaba compartir el suyo, pero no con cualquiera. Tanto Patrik como Erica habían intentado hablar con él, y todos sus amigos hacían lo que podían. Pero él no quería compartir la pena más que con Anna. Y ella era incapaz.

Para Erica, la reacción de su hermana resultaba incomprensible. La conocía muy bien y sabía por lo que había pasado. La vida había sido muy dura con ella y este golpe amenazaba con destrozarlo todo. Pero aunque Erica lo comprendía, deseaba que las cosas hubieran sido diferentes. Anna necesitaba a Dan más que nunca, y Dan la necesitaba a ella. Ahora se comportaban como dos extraños, el uno al lado del otro, mientras bajaban la cajita para enterrarla.

Erica alargó el brazo y le puso a Anna la mano en el hombro. Anna no la rechazó.

P
resa de una energía nerviosa, Annie empezó a limpiar y a fregar. Ventilar abriendo las ventanas había surtido un efecto benéfico, pero el olor a cerrado persistía en las cortinas y en la ropa de cama, y lo fue arrojando todo a un gran cesto de ropa con el que bajó al muelle. Armada con algo de jabón y la vieja tabla de lavar que había en la vivienda desde que tenía memoria, se remangó y empezó el duro trabajo de lavarlo todo a mano. De vez en cuando echaba una ojeada a la casa para asegurarse de que Sam no se había despertado y había salido a la calle. Pero el pequeño dormía mucho, demasiado. Tal vez a consecuencia de la conmoción, seguro que le hacía bien tanto descanso. Una hora más, decidió Annie, luego lo despertaría para que comiera algo.

En ese momento cayó en la cuenta de que no habría nada de comer. Tendió la ropa en el tendedero, delante de la casa, y entró para mirar en los armarios. Una lata de sopa de tomate Campbells y otra de salchichas a la cerveza de Bullen fue cuanto encontró. No se atrevió a mirar la fecha de caducidad, pero se suponía que ese tipo de comestibles duraban una eternidad, y Sam y ella se las arreglarían con eso un día, al menos.

No la tentaba la idea de ir al centro. Allí se sentía segura. No quería ver a nadie, solo estar tranquila. Annie reflexionó un instante, con la lata en la mano. Solo había una solución. Tendría que llamar a Gunnar. Él le había cuidado la casa después de morir sus padres, y seguramente, podría pedirle ayuda. El teléfono fijo ya no funcionaba, pero el móvil tenía buena cobertura, así que marcó el número.

—Sverin.

El nombre despertó en ella tantos recuerdos que dio un respingo. Le llevó unos segundos serenarse lo suficiente para poder hablar.

—¿Hola? ¿Quién es?

—Sí, hola, soy Annie.

—¡Annie! —exclamó Signe Sverin.

Annie sonrió. Siempre quiso a Signe y a Gunnar, y era un sentimiento mutuo.

—Tesoro, ¿eres tú? ¿Llamas desde Estocolmo?

—No, estoy en la isla. —Comprobó sorprendida que se le hacía un nudo en la garganta. Solo había dormido unas horas y estaría hipersensible por el cansancio. Se aclaró la garganta. Llegué ayer.

—Pero mujer, tendrías que habernos avisado y habríamos ido a limpiar, tiene que estar todo sucísimo y…

—No pasa nada —dijo Annie interrumpiendo sin brusquedad la retahíla de Signe. Había olvidado lo mucho y lo rápido que hablaba—. Lo habéis cuidado todo muy bien. Y no pasa nada porque haya lavado la ropa y limpiado un poco.

Signe resopló.

—Bueno, a mí me parece que podrías haber pedido ayuda. De todos modos, ahora Gunnar y yo no tenemos nada que hacer. Ni siquiera nietos de los que ocuparnos. Pero Matte se ha mudado, ha vuelto de Gotemburgo. Le han dado un puesto en el Ayuntamiento de Tanum.

—¡Qué alegría para vosotros! ¿Y cómo es que tomó esa decisión?

Podía imaginarse a Matte. Rubio, admirado por todos y siempre alegre.

—Pues no lo sé. La verdad es que fue bastante repentino. Pero sufrió un accidente y luego me ha dado la impresión de que… Bueno, no me hagas caso, son cosas de una vieja que le da demasiadas vueltas a la cabeza. ¿Y tú qué, Annie? ¿Quieres que te echemos una mano con algo? ¿Has venido con tu hombrecito? Nos encantaría verlo.

—Sí, he traído a Sam conmigo, pero está pachucho.

Annie calló de pronto. Nada la alegraría más que el hecho de que Signe conociera a su hijo. Pero no antes de que se hubieran instalado bien en la isla, no antes de que ella hubiera podido comprobar hasta qué punto le había afectado a Sam lo sucedido.

—Precisamente, quería preguntaros si podíais ayudarme. Aquí apenas hay comida, y no quiero sacar a Sam a la calle y llevarlo al centro…

No había terminado la frase cuando Signe la interrumpió.

—Pues claro, te ayudamos de mil amores. Gunnar tiene que salir esta tarde con el barco de todos modos, y yo puedo ir a compraros algo de comida. Dime lo que necesitas.

—Tengo aquí dinero en metálico para dárselo luego a Gunnar, si podéis adelantarlo vosotros.

—Por supuesto, querida. Venga, dime qué voy poniendo en la lista.

Annie se imaginaba a Signe poniéndose las gafas de cerca en la punta de la nariz mientras alargaba la mano en busca de papel y lápiz. Agradecida, le dijo lo que se le iba ocurriendo que podían necesitar. Incluso una bolsa de caramelos para Sam, o sería un problema cuando llegara el fin de semana. Controlaba perfectamente los días de la semana y, desde el domingo, empezaba a contar cuántos días faltaban para la bolsa de caramelos del sábado siguiente.

Cuando terminó la conversación, pensó si no debería entrar y despertar a Sam. Pero algo le dijo que más valía dejarlo dormir un rato todavía.

N
o había trabajo en la comisaría. Con una delicadeza inusitada, Bertil Mellberg le había preguntado a Patrik si quería que los compañeros fueran al entierro. Pero le respondió que no. Hacía tan solo unos días que había vuelto al trabajo y todo el mundo lo trataba con muchísima discreción. Incluso Mellberg.

Paula y Mellberg fueron los primeros en llegar al lugar del accidente. Cuando vieron los dos coches, irreconocibles de lo arrugados que estaban, pensaron que era imposible que hubiera habido supervivientes. Miraron por la ventanilla de uno de los coches y reconocieron a Erica en el acto. Solo había transcurrido media hora desde que la ambulancia fue a buscar a Patrik a la comisaría, y su mujer estaría muerta o, al menos, gravemente herida. El personal de la ambulancia no pudo darle información precisa sobre la gravedad de las lesiones, y el trabajo de los bomberos a la hora de cortar el coche para sacarla fue de una lentitud insoportable.

Martin y Gösta estaban en la calle y recibieron el aviso del accidente y del colapso de Patrik varias horas después. Se dirigieron al hospital de Uddevalla, donde dedicaron toda la noche a recorrer el pasillo, a la espera. Patrik estaba en cuidados intensivos, y tanto a Erica como a su hermana Anna, que iba a su lado en el coche, las estaban operando de urgencia.

Pero Patrik ya había vuelto. Gracias a Dios, no sufrió un infarto, tal y como temieron en un principio, sino solo una angina de pecho. Al cabo de tres meses de baja, los médicos le permitieron volver al trabajo, no sin advertirle muy seriamente que no debía estresarse. A saber cómo se hacía eso, pensó Gösta. Con un par de gemelos casi recién nacidos en casa, y lo que le había ocurrido a la hermana de Erica. El mismísimo diablo se estresaría en una situación así.

—¿No crees que deberíamos haber ido de todos modos? —preguntó Martin removiendo el café con la cucharilla—. Puede que Patrik dijera que no, pero que en realidad esperase que hubiéramos acudido.

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