Read Me llaman Artemio Furia Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (7 page)

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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Andrew y William añoraban las largas temporadas en
Grossvenor Manor
y en
Saint Ailish,
donde nadie gritaba ni se lanzaban cosas, las personas no caminaban dando tumbos ni amanecían cerca del mediodía, aunque a Andrew —William era demasiado pequeño y no lo recordaba— le tocó vivir los días en que el tío Horatio y su único hijo se miraban con dureza, no compartían las comidas y se encerraban a discutir en el despacho. Lo desconcertó que el primo Horatio —varios años mayor que él— le informara una noche que se marchaba para casarse con una muchacha "de otra condición". "Tú nos contaste", le recordó Andrew, al borde del llanto, "que tío Horatio casó en contra de la voluntad del abuelo, porque tu madre era española, y que, con el tiempo, él lo perdonó y aceptó su matrimonio". "Es cierto", admitió Horatio, "pero mi madre poseía algo que Emerald, no: provenía de una de las familias más antiguas de España, los Alba de Tormes. Emerald, en cambio, es una campesina".

La huida del primo Horatio tiñó de gris a
Grossvenor Manor.
El conde se recluía en el despacho y pasaba las noches en casa de su amante. Al saberse la noticia de que Horatio había partido hacia la España para poner a resguardo a su esposa encinta, ya que sospechaba que su padre había mandado asesinarla, el conde sufrió un acceso de ira y tachó del libro familiar el nombre de su único hijo. Llamó a su sobrino Andrew, de apenas siete años, y le informó que, a su muerte, se convertiría en el undécimo conde de Grossvenor.

Se dijo que sobre la familia de Lacy pendía una maldición el día en que Andrew de Lacy falleció a causa de una bala perdida en el coto de caza de
Saint Ailish.
Se especuló acerca de quién se haría con el título. Se pensó en William, aunque pronto quedó fuera de juego; su tío lo consideraba un bueno para nada. "William, no tienes oficio ni beneficio", rezongaba el viejo conde, a lo que su sobrino respondía con chanzas y carcajadas.

Descartado William de Lacy, las miradas se dirigieron hacia el ilegítimo de Horatio de Lacy, John Joe Fitzgerald, que había recibido la educación de un aristócrata. Las hablillas acabaron cuando se supo que el conde había decidido buscar a su hijo Horatio para restablecerlo en el sitio de heredero, para lo cual se tragó el orgullo y pidió ayuda a su cuñado en Madrid, al cual siempre había detestado. El duque de Alba y Tormes le informó lo que sabía: Horatio y su familia habían partido del puerto de Cádiz en 1775 con destino a Buenos Aires, una ciudad en la Sudamérica. "No he vuelto a saber de ellos", expresó. "Las comunicaciones entre la España y sus colonias han sido difíciles en los últimos tiempos. Quizá me escribió y la correspondencia se extravió." La excusa sonó pobre a los oídos del conde de Grossvenor, que temió lo peor. Regresó a Londres muy abatido, y los sirvientes se preocuparon pues casi no probaba bocado y se lo pasaba en su dormitorio. Hasta un día, a mediados de febrero de 1811, en que recibió la visita de Roger Blackraven, hijo de un viejo amigo, que renovó las esperanzas. Mandó por comida y, mientras saciaba el hambre de días, lanzaba órdenes a su secretario —que reservara pasajes en el próximo buque con destino a la Sudamérica— y a su asistente de cámara —que preparara las maletas para un largo viaje—.

Ese rincón en el enorme vestíbulo de
Grossvenor Manor
lo había complacido desde niño, desde que comenzó a visitar la casa del conde y se ocultaba para observar. Lo recibían en carácter de protegido de Horatio de Lacy, a cargo de su alimentación y vestimenta y del costoso colegio en Dublín. En la actualidad lo hacía como amigo, aunque todos sabían que John Joe Fitzgerald era su hijo ilegítimo. Su bastardo. Odiaba el sonido de esa palabra y todavía se acordaba del día en que la escuchó por primera vez. "Ahí va el bastardo del conde", gritó un aldeano, a lo que siguió una lluvia de guijarros. Apretó el vaso de coñac y se acomodó en el canapé, enfurecido por el efecto de ese recuerdo, aborrecía el sentimiento que le inspiraba, no por malo sino porque le restaba concentración y fuerza. A veces, las memorias inundaban su visión y lo ahogaban, como la del conde apeándose del caballo y entrando en la cabaña que ocupaban en las afueras de la ciudad de Trim, y la de él abandonando la cabaña, por mandato de Devona, su madre, y aguardando en el granero donde se dedicaba a odiar a ese hombre y a Devona por permitirle que lo humillase. Pronto le revelaron un gran secreto: ese hombre era su padre; les había comprado la cabaña, les daba dinero y lo enviaría a estudiar al
Trinity College
en Dublín. Poco valoraba las limosnas del conde, él quería ser como su medio hermano Horatio, al que los aldeanos y campesinos saludaban con una sonrisa cuando, después de pasar el invierno en el internado de Eton, regresaba a
Grossvenor Manor
y paseaba a caballo por la calle principal de Trim. "Él perdió a su madre cuando apenas tenía días de nacido", trataba de convencerlo Devona. "Tú nos tienes a los dos, a tu padre y a mí. Eres mucho más afortunado que Horatio." El argumento no sólo le resultaba fatuo sino que lo ponía de malas. Él no tenía a su padre, ni siquiera lo llamaba de ese modo sino "milord", y ser su ilegítimo le servía bien poco. Los aldeanos los marginaban; a su madre la llamaban "ramera" y a él, "bastardo". Aprendió a entretenerse solo y a soportar las pullas con una idea fija: "Algún día me vengaré", y, como no aceptaba el dinero que le entregaba su madre puesto que salía de la bolsa de de Lacy, también aprendió a arreglárselas solo desde muy joven. No necesitó demasiado tiempo para entender que le convenía una alianza con las autoridades inglesas. Todavía recordaba la satisfacción que experimentó el día en que embolsó sus primeras libras por informar sobre movimientos extraños entre los aldeanos, los mismos que tantas veces lo habían despreciado por su origen, y tampoco olvidaría las cincuenta libras —una pequeña fortuna— que ganó al ayudar a desbaratar el plan que se proponía asesinar a su padre y por el cual cayeron tres jóvenes cofrades, entre ellos, Fidelis Maguire, cuñado de Horatio.

Con los años, cuando llegó la sabiduría, la que le enseñó que el orgullo era un lujo demasiado costoso, aceptó el ofrecimiento de de Lacy e ingresó en el
Trinity College,
donde recibió una esmerada educación y obtuvo su título de abogado. Gracias a las conexiones de su padre, trabajó en un bufete de Dublín y adquirió renombre entre los latifundistas debido a que jamás perdía un juicio contra los arrendatarios ni los campesinos. Ya nadie mencionaba su condición de hijo natural, ni lo miraba con desprecio, ni le arrojaba guijarros e insultos. El golpe de suerte llegó cuando su padre le ofreció el escaño en el Parlamento irlandés por el distrito de Trim, en manos de los condes de Grossvenor desde la época de las confiscaciones cromwellianas. A Trim se lo definía como un "distrito podrido", es decir, un distrito que aún contaba a los fines electorales a pesar de que, por haber decrecido el número de sus pobladores, debería haber sido absorbido por uno mayor. En 1800, cuando se sancionó el Acta de Unión, John Joe recibió un soborno suculento y un título nobiliario por votar la unificación de los parlamentos de la Irlanda y de la Gran Bretaña. Como su padre se mostraba orgulloso y satisfecho con sus logros, John Joe fantaseó con que terminaría por heredarle el título de conde de Grossvenor. Hasta ese día de enero de 1820, el ofrecimiento no había llegado.

Se abrió la puerta del despacho y salió un grupo nutrido encabezado por Sebastian de Lacy, hijo de su medio hermano, que marchaba con Sophia de la mano y con ese gato gigante pegado a la rodilla. Lo estudió desde su rincón.
Sauvage de l'Amerique
(salvaje de la América) lo había apodado la esposa del cónsul francés en Londres, al distinguirlo en una fiesta, impactada por la extraña combinación de su porte sajón, el parche negro en el ojo izquierdo, varias argollas de plata en la oreja derecha y la actitud distante, como de cansado desinterés, con que observaba y se dirigía, sin caer en un comportamiento altanero, más bien la natural disposición de quien conoce su propia valía y se siente seguro. Esa reserva y frialdad le habían granjeado la fama de orgulloso y desagradable; sin embargo, cuando se tenía la oportunidad de verlo sonreír —no la mueca sardónica que empleaba en eventos sociales sino el gesto que le suavizaba las facciones y le iluminaba el ojo derecho—, se decía que conquistaba cualquier corazón, como el de la esposa del cónsul francés, que había sido su amante hasta que el diplomático solicitó el traslado, temeroso de verse obligado a enfrentar en un duelo al
sauvage de l'Amerique.

John Joe cambió de posición en el canapé para mejorar el ángulo de visión. Su sobrino, de cuclillas al pie de la escalera, despedía a los hijos de Prudence, que se marchaban a dormir. Sophia se colgó de su cuello y le pidió que le contase un cuento. Verlo sonreír y besar la cabeza de la criatura le provocó a John Joe la misma incomodidad y curiosidad de quien espía a alguien desnudo. Le miró fijamente el perfil y concluyó que era como estar viendo a su tío, Fidelis Maguire, con excepción del cabello rubio, herencia de los de Lacy.

Se escucharon unos bastonazos sobre el parquet, y todos giraron para encontrarse con la figura, todavía altiva pese a sus casi ochenta y seis años, del décimo conde de Grossvenor.

—La señorita Powell —dijo el anciano, y miró a la institutriz—, te contará un cuento, Sophia. Tu tío Sebastian está ocupado esta noche. Ah, William, veo que has llegado.

—También es un gusto verte, querido tío Horatio.

—Ve a cambiarte —le ordenó—. Vamos —apremió al resto—. Mis invitados llegarán de un momento a otro.

Artemio le ofreció el brazo a Tessie, y John Joe notó por primera vez que la campesina formaba parte del grupo. Se sorprendió, aunque sin motivo; bien conocía las extravagancias del hijo de su medio hermano. Sí lo sorprendió que su padre admitiera que una mujer de condición tan baja empañara el boato de la cena. "Entonces", meditó, "resultan ciertas las hablillas que sostienen que el viejo baila al son de su nieto". Se preguntó si lo habría enfadado la novedad de que Sebastian hubiera mandado editar antiguos poemas de los bardos en gaélico y organizado tertulias con los campesinos de Trim y Navan donde se los recitaba en abundancia de comida y bebida, y todo a costa del dinero de los de Lacy, dinero que le pertenecía por derecho de nacimiento y que el hijo de su medio hermano malgastaba en sandeces, como la de comprar toneladas de naranjas en Sicilia y repartirlas entre sus cientos de arrendatarios, los de
Grossvenor Manor
y los de
Saint Ailish,
para prevenir el escorbuto. Había generado malestar entre las autoridades y los políticos de Dublín la noticia de que el nieto del conde de Grossvenor estaba completando un plan por el cual se reemplazaban las cabañas de barro y techos de bálago de los arrendatarios por casas de ladrillos y argamasa, cada una con su chimenea para evitar las fogatas en el interior que inundaban de humo los ambientes y provocaban oftalmía e incluso ceguera entre los campesinos, quienes en un principio objetaron la opulencia de contar con chimenea, dado el impuesto de dos chelines —casi una semana de trabajo— que pesaba sobre cada una de ellas, cuestión que Artemio zanjó al hacerse cargo de él. Tanto la noticia de la construcción de las casas como la del pago del impuesto a las chimeneas por parte de de Lacy comenzaban a propagarse por el país y a generar efervescencia entre los habitantes de otros condados, que pretendían obtener los mismos beneficios.

John Joe había escuchado que así como los campesinos veneraban a Sebastian de Lacy por su munificencia, también le temían. Era famosa su severidad con el orden y la pulcritud, casi rayaba en la obsesión, la cual, entre otras medidas, lo había llevado a prohibir que se acumularan montañas de estiércol y hulla, utilizados para alimentar el fuego, en las puertas de las cabañas, donde gateaban los bebés y jugaban los niños. También prohibió que se bebiera alcohol, con excepción de los domingos. No perdonaba la desidia ni la vagancia, la chabacanería lo ponía de pésimo humor, lo mismo que no se cumplieran sus órdenes y planes.

Al obtener del actual conde de Grossvenor el control absoluto sobre las propiedades, su primera medida consistió en deshacerse de Jacob Burke, el administrador, un hombre cuya familia había servido a los de Lacy desde tiempos inmemoriales. "¿Por qué me despide?", le había preguntado Burke. "Porque usted le roba a mis arrendatarios y a mí. Ahora salga de mi tierra y no vuelva a pisarla o le abriré la garganta de lado a lado." No se trataba de un chisme; él lo sabía del propio Burke, que se apresuró a abandonar
Saint Ailish,
dando crédito a lo que se decía: que cada aro de plata que pendía de la oreja derecha de Sebastian de Lacy representaba a un cristiano despachado al otro mundo por sus propias manos en aquella región del sur donde se había criado como un salvaje. ¿Se avendría su padre a heredarle el título de undécimo conde de Grossvenor y erigirlo en dueño y señor de sus propiedades, incluidas las de la Inglaterra, con esos antecedentes?

La acusación a Burke no era infundada, la mayoría de los administradores cobraba un extra a los campesinos que no contabilizaba. Los señores ingleses con tierras en la Irlanda hacían la vista gorda si los salvaba de ocuparse de sus propiedades en ese país de supersticiosos y mugrientos papistas en el cual no se hallaban a gusto ni seguros. Artemio, en cambio, había emprendido la administración de sus tierras con el mismo celo empleado en los negocios y asuntos en el Río de la Plata, abrazando la causa del pueblo irlandés como propia.

John Joe debía admitir que, si bien su sobrino destinaba fortunas en mejorar las condiciones de vida de los arrendatarios, realizaba donaciones a la Iglesia Católica —conducta que le granjeaba poderosos enemigos— y fundaba hospicios y orfanatos, las ganancias de
Grossvenor Manor
y de
Saint Ailish
habían aumentado sensiblemente gracias a su administración. Algunos susurraban que era brillante para los negocios, otros hablaban de que tenía suerte. Por ejemplo, cuando la mayoría de los propietarios echó a sus arrendatarios de modo tal de lograr más espacio para criar ganado dado el incremento de la demanda de carne por parte de los ingleses, Sebastian no sólo que no despidió a ninguno sino que absorbió los de sus vecinos. Con modernas técnicas, intensificó el cultivo de maíz, trigo y cebada. "El negocio en este momento son las vacas", intentó aconsejarlo un amigo de su abuelo. "Vacas son lo que me sobra", había sido la enigmática respuesta de Sebastian. Ese año, la cosecha resultó abundante y, como el precio se hallaba en alza debido a una peste que diezmó los cultivos en la Francia, Sebastian y sus arrendatarios nadaban en dinero. Podía vérselos en las calles de Trim y de Navan, con sus sonrisas satisfechas y sus trajes y sombreros nuevos.

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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