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Authors: Muriel Spark

Memento mori (12 page)

BOOK: Memento mori
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—Rehúso que me visite otro doctor.

—La señora Anthony ha dado los ocho días. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Ya la persuadiré yo para que se quede —dijo Charmian—. Esta mañana ha sido sometida a una dura prueba.

—Vuelvo a salir —dijo Godfrey—. En esta casa hay demasiado hedor.

Cogió el abrigo y regresó.

—Prueba de hacer que la señora Anthony cambie de criterio. —Por precedentes experiencias sabía que sólo Charmian podía lograrlo—. Es lo menos que puedes hacer después de todo el jaleo que…

La señora Pettigrew y la señora Anthony estaban sentadas comiendo sus tortillas. Llevaban los abrigos puestos porque era forzoso tener todas las ventanas abiertas. Durante la comida, Mabel Pettigrew volvió a litigar con la doméstica y en seguida quedó malparada.

«Si al menos, yo consiguiera mantener las distancias, jugaría mejor mis cartas», pensó con un sentimiento de culpa.

Durante toda la tarde la señora Anthony permaneció sentada junto a Charmian, mientras la señora Pettigrew —consciente de cumplir un acto que le servía de satisfacción— cogió los trocitos de goma de mascar, cada uno con clara impresión de una cerradura, y los llevó a Camberwell Green a cierta persona a quien conocía.

VII

El aire más bien era fresco. Godfrey caminaba por el lado de la calle iluminado por el sol. Había aparcado su coche a la esquina de King's Road, enfrente de un edificio bombardeado. De ese modo si alguien lo reconocía, no podría sospechar por qué extraño motivo él se encontraba por esos parajes. Desde hacía más de tres años, Godfrey se desvivía diciendo a todos sus conocidos que vivían cerca de Chelsea, que en Chelsea estaba su oculista, que en Chelsea estaba su abogado, que, a menudo, él iba a Chelsea para visitar a su pedicuro. Sus conocidos más suspicaces se habían preguntado alguna vez, por qué Godfrey insistía en precisar estos detalles con tanta insistencia, casi a cada encuentro. Pero, después de todo, Godfrey tenía más de ochenta años y podía suponerse que se sintiera inclinado a insistir sobre las cosas más triviales.

Pero Godfrey pensaba que la prudencia no era nunca demasiada. Incluso después de haber precisado la existencia en aquel barrio de un oculista, de un abogado y de un pedicuro para justificar sus frecuentes apariciones en Chelsea, consideraba que era igualmente necesario aparcar el coche en un lugar anónimo y recorrer a pie el resto de la calle, escogiendo adrede las calles transversales, hasta Tite Street. Aquí, en un departamento de los bajos vivía Olive Mannering, la nieta de Percy Mannering, el poeta.

Llegado a los peldaños, se volvió. Torció a la derecha y luego a la izquierda. Miró aún a la derecha y luego empezó a bajar. Abrió la puerta y llamó:

—¡Eh! ¡Hola!

—Cuidado con los escalones —le gritó Olive desde la habitación que daba a la calle, a la izquierda. Habían otros tres peldaños para bajar, más allá del umbral. Godfrey los bajó con extraordinaria cautela y prosiguió a lo largo del pasillo hasta una habitación muy iluminada. Los muebles eran bajos y gruesos, modernos, pintados, preferentemente, de amarillo. La muchacha, por contraste, parecía más bien morena. Veinticuatro años, piel olivácea, verdusca. Parecía española. Tenía grandes ojos, ligeramente salientes. Las piernas, de grandes y llenas pantorrillas, estaban desnudas. Sentada encima de un taburete, Olive las calentaba delante de un gran radiador eléctrico mientras leía el «Manchester Guardian».

—Dios mío, ¿es usted? —exclamó al ver entrar a Godfrey—. Su voz es casi idéntica a la de Eric. Creí que era él.

—Así que está en Londres, ¿eh? —preguntó Godfrey, mirando a su alrededor, receloso.

Efectivamente, cierta tarde que había ido a ver a Olive, resultó que también estaba Eric, su hijo. Inmediatamente Godfrey preguntó a la muchacha: «He pensado que usted podría tener la dirección de su abuelo. Debo ponerme en contacto con él».

Olive se había echado a reír. «¡Ah, hum.!», había comentado sólo Eric con un tono lleno de significado y —como más tarde le dijo Olive— poco respetuoso. —«Deseo ponerme en contacto con él a causa de ciertas poesías»— había continuado Godfrey mirando directamente a la cara de su hijo.

Olive era una buena muchacha. Lo era tanto que hasta pasaba a Eric buena parte de la asignación mensual que recibía de Godfrey. Creía que era su deber para con Eric, desde el momento que su padre no le daba a él un solo céntimo desde hacía ya casi diez años. Ahora Eric tenía cincuenta y seis.

—¿Está Eric en Londres? —preguntó de nuevo Godfrey.

—Sí.

—Entonces será mejor que no me entretenga.

—Hoy no vendrá. Voy a ponerme las medias. ¿Quiere una taza de té?

—Sí, gracias.

Godfrey dobló el abrigo por la mitad, lo depositó sobre el diván-cama y, encima, colocó el sombrero. Miró si las cortinas de las ventanas estaban bien cerradas y, finalmente, se dejó caer sobre una de las butacas amarillas, las cuales, para su gusto, eran demasiado bajas. Cogió el «Manchester Guardian». A intervalos, mientras seguía esperando, echaba una ojeada al reloj.

Olive regresó, llevando ya las medias puestas, con la bandeja de té.

—¿Tiene prisa? —preguntó cuando vio que Godfrey miraba al reloj.

No. No es que tuviese prisa. Pero no había aún conseguido comprender la razón de su impaciencia de esa tarde.

Olive depositó la bandeja encima de una mesita baja y sentóse sobre el taburete. Se levantó un borde de la falda hasta el punto en el cual las ligas se encuentran con el borde de la media, y manteniendo las piernas comedidamente juntas y ladeadas, empezó a servir el té.

Godfrey no sabía lo que le había ocurrido. Su mirada estaba fija en los corchetes de las ligas, pero —quién sabe por qué— el espectáculo no le daba la acostumbrada satisfacción. Miró el reloj.

Olive, al pasarle el té, notó que la atención de Godfrey por las ligas era menos considerable de lo que solía.

—¿Algo que no va? —preguntó.

—No —contestó él, y empezó a sorber el té mirando el orillo de las medias y esforzándose claramente a dejarse hipnotizar.

Olive encendió un cigarrillo y se puso a observarle. Los ojos de Godfrey no tenían su habitual vivacidad.

—¿Qué le pasa? —preguntó ella de nuevo.

También él se lo estaba preguntando mientras sorbía el té.

—El coche da muchos gastos —contestó.

—¡Oh, vamos!

A ella se le escapó una risita.

—El costo de la vida… —murmuró Godfrey.

Olive cubrió las ligas con el extremo de la falda y se sentó juntando las rodillas, como quien ha malgastado sus esfuerzos. Él ni pareció haberse dado cuenta de su ademán.

—¿Ha leído en el periódico —preguntó Olive— lo de ese predicador que ha dicho un sermón en el día que cumplía cien años?

—¿En qué periódico? ¿Dónde? —dijo él, tendiendo la mano para coger el «Manchester Guardian».

—En el «Daily Mirror». No sé dónde lo he dejado. El predicador dijo que cualquiera puede vivir hasta los cien años si obedece las leyes de Dios y se conserva joven de espíritu. ¡Imagínese!

—Esos ladrones del Gobierno no te permiten que te conserves joven de espíritu —rezongó él—. Es un verdadero, un auténtico, un real robo.

Olive no le había escuchado. De otra manera no hubiera escogido ese momento para decir:

—Eric está con el agua hasta el cuello, ¿lo sabe?

—Siempre está con el agua hasta el cuello. ¿Qué le pasa ahora?

—Lo de siempre —contestó ella.

—Lo de siempre, ¿qué?

—Dinero.

—No puedo hacer más por Eric. He hecho ya más de lo necesario. Mi hijo me ha arruinado.

Como una revelación, Godfrey se dio cuenta entonces de lo que aquella tarde había apartado su interés de las ligas de Olive. Era el pensamiento del dinero, de este compromiso fijo con Olive, que duraba ya desde hacía tres años. Horas agradables, eso era cierto… «Uno», probablemente, aún había salido ganando…, pero ahora, Mabel Pettigrew… ¡Vaya descubrimiento! Se contentaba con la propina de una esterlina, y, además, era una mujer agradable. ¿Y la pejiguera de ir hasta Chelsea? Nada tenía de extraordinario que «uno» se sintiera a ras de tierra, especialmente cuando no conseguía libertarse fácilmente de un compromiso como el que había contraído con Olive, tanto más…

—No me siento muy bien en estos últimos días —observó—. El doctor cree que me agito demasiado.

—¿Cómo? —dijo Olive.

—Sí. Debería quedarme más tiempo en casa.

—¡Dios mío! —exclamó la joven—. A su edad, usted es extraordinario. Un hombre como usted no podrá estar nunca encerrado en casa las veinticuatro horas del día…

—Claro —admitió él—, también eso es verdad.

Y sintió el impulso de mirar con deseo las piernas de la muchacha en aquel punto en el cual, bajo el vestido, los cierres de las ligas se juntan con el borde de las medias. Pero ella no hizo ningún movimiento para ponerlas al descubierto.

—Dígale al médico que se vaya al infierno —dijo Olive—. ¿Por qué le ha consultado?

—Algún dolorcito aquí y aquí, querida. Nada serio, naturalmente.

—Muchos hombres, más jóvenes que usted, están atormentados por pequeños dolores en alguna parte. Fíjese en Eric, por ejemplo…

—Nota los años, ¿eh?

—Dios mío, yo diría que sí.

—No puede culpar a nadie, sino a sí mismo —insistió Godfrey—. Digo mal, me equivoco. A mi parecer, la culpa es de su madre. A partir del momento que el muchacho nació, ella…

Se apoyó en el respaldo del sillón, las manos cruzadas sobre el estómago. Olive cerró los ojos y se relajó. Mientras, la voz de él continuó resonando en aquella tarde avanzada.

* * *

Godfrey alcanzó el coche en el claro bombardeado. Se sentía siempre completamente entumecido cuando se levantaba de aquel horrible sillón moderno de Olive. «Uno» se ponía a hablar, a hablar, y acababa permaneciendo más tiempo de lo que sus intenciones habían pensado. Subió al coche, con los miembros un tanto envarados, y cerró la portezuela; como si, desde dentro, su otra personalidad, más digna, le reprochase, la que ahora debía hablar.

«¿Por qué "uno" se comporta así, por qué? —preguntóse Godfrey mientras se dirigía y recorría King's Road—. ¿Por qué "uno" hace estas cosas sin definir con exactitud de qué "cosas" se trata? ¿Cómo ha empezado todo esto? ¿En qué punto de la vida "uno" se sorprende haciendo cosas como ésas?»

Se sentía lleno de resentimiento contra Charmian, la cual, durante toda su vida en común había sido umversalmente considerada como la compañera angelical, dotada de gran sensibilidad y de refinados gustos. En cuanto a él, el de la «Cerveza Colston», había sido siempre un hombre tosco, tolerado por amor hacia ella, y, a causa de eso, incitado —por decirlo así— hacia la sensualidad. Cargado de resentimiento contra la esposa, corría ahora a su casa para ver si, después de haber alborotado a la señora Pettigrew y Anthony, Charmian había restablecido el orden. Miró el reloj: faltaban siete minutos y medio para las seis. ¡A casa, a casa, a beber un vasito! Extraño que Olive, por lo que aparentaba, no tuviese licores en su pisito. Ella decía que no podía permitirse ese lujo. ¡Muy raro que no pudiera permitírselo! «Uno» se pregunta en qué empleaba su dinero.

* * *

A las seis y media Alec Warner estaba con Olive. Ella le sirvió un
gin and tonic,
y él lo colocó sobre de una mesita cercana a su sillón. Sacó una libreta de tapas rígidas.

—¿Novedades? —preguntó, apoyando la gran cabeza canosa en el respaldo amarillo del sillón.

—A Guy Leet lo ha visitado otra vez el médico. Algo del cuello. Se trata de una forma insólita de reumatismo, que tiene un nombre raro. Algo así como tor… torco… o una cosa parecida.

—¿Tortícolis, quizá?

—Sí, eso.

Alec Warner hizo una anotación en la libreta.

—Para que te fíes de ese tipo —exclamó—. ¡Un reumatismo raro! Y a los otros, ¿cómo les van las cosas?

—Doña Lettie ha vuelto a modificar el testamento.

—Divertido —comentó él. E hizo otro apunte—. ¿En qué sentido lo ha cambiado?

—Eric ha sido excluido otra vez. En cambio, vuelve a figurar Martín, el otro sobrino, el que está en África.

—Lettie sospecha que Eric es el responsable de las llamadas telefónicas, ¿verdad?

—Sospecha de todos. ¡Dios mío! Éste es su acostumbrado sistema de poner a Eric a prueba. Incluso también ha sido excluido del testamento el ex investigador.

—¿El inspector jefe Mortimer?

—Sí. Ella cree que puede ser el culpable. Es raro. Apenas le encarga de que se ocupe privadamente del caso, y ya empieza a sospechar de él.

—¿Cuántos años tiene Mortimer? —preguntó Alec.

—Casi setenta…

—Eso ya lo sé. Pero ¿cuándo los cumple exactamente? ¿Se ha informado?

—Trataré de saberlo con mayor precisión —contestó Olive.

—Debe informarse.

—Creo que los cumple dentro de poco —dijo Olive, para reparar su negligencia lo mejor que pudo—. Dentro de los primeros días del año, me parece.

—Infórmese con toda exactitud, querida. De momento, no es todavía uno de los «nuestros». Nos ocuparemos de «él» el próximo año.

—Lettie cree que el culpable pueda ser también usted —dijo Olive—. ¿No es verdad?

—Lo dudo —contestó Alec con aire de cansancio.

Había recibido una carta de Lettie. en la cual ella le hacía la misma pregunta.

—¡Qué manera de hablar! —comentó la muchacha—. Bien, yo no me siento inclinada a excluir que usted pueda ser el culpable. Esta mañana la señora Anthony —continuó hablando seguidamente— se ha peleado con la señora Pettigrew, y amenaza con dejar la casa. Charmian ha acusado a la señora Pettigrew de intento de envenenamiento.

—Una noticia ciertamente muy interesante —comentó Warner—. Por lo que adivino, Godfrey ha estado hoy aquí, ¿no es así?

—Sí. Estaba un poco raro. Alguna cosa debe de haberlo agitado.

—¿Ningún interés por las ligas, hoy?

—No. Y sin embargo, llegué hasta el límite. Luego me dijo que su médico no quiere que salga y vaya dando demasiadas vueltas por ahí. No sé si interpretar eso como una alusión, o bien…

—La señora Pettigrew… ¿Ha pensado en «ella»?

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Olive—. No, no se me ocurrió.

Afloró una ancha sonrisa a sus labios, que cubrió con la mano.

—Intente descubrir la verdad —recomendó él.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó aún la muchacha—. ¡Adiós las cinco esterlinas para el pobre viejo Eric! Me lo temía. Cree que la señora Pettigrew sea del tipo de…

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