Read Nervios Online

Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (9 page)

BOOK: Nervios
9.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En el interior del número Cuatro, Grissom presentaba las cosas mejor que Briggs. El encargado había protestado pero en aquel momento ya tenía a todos sus hombres en los lugares que les correspondían. Parecían temerosos, pero eso les iría bien. Un poco de adrenalina en la sangre quizá les proporcionara un poco de vitalidad.

—Coloquen bien ese alimentador —le dijo a Grissom. Lo habían ensamblado mal a pesar de los incentivos que se habían ofrecido aquella tarde, y se había abierto parcialmente, con lo que no cesaba de vibrar debido a los cambios de presión que se desarrollaban en el interior del convertidor. Pero ya era de esperar que se hicieran trabajos poco cuidadosos, pues el disecador del convertidor había insistido en colocar aquellos edificios a su alrededor, para amortiguar los efectos en caso de accidente, según habían dicho, en lugar de dejar las máquinas al aire libre, donde se las pudiese alcanzar con rapidez.

Subió trabajosamente hasta el centro de control y repasó de nuevo toda la operación, ideando un modo de extender los brazos para poder leer los indicadores. Los contempló mecánicamente y de repente fijó en ellos los ojos.

Las agujas no estaban fijas.

Iban de lado a lado, en un baile errático. Sus periódicas oscilaciones le recordaron algo más. Sobresaltado, indagó en la memoria y examinó lo que halló.

El ritmo era el mismo que el del alimentador reparado.

Las presiones interiores eran variables, y era algo que esperaba que así fuese, pero aquello no debería afectar a las restantes lecturas. Sin embargo, la fluctuación era obvia.

Recorrió con la mente sus páginas de anotaciones, repasándolas con la misma rapidez que si las tuviese escritas delante. No había nada en ellas que pudiera predecir aquel comportamiento. Sólo podían darse en el caso de una reacción totalmente diferente a la planificada.

Rehizo las nuevas ecuaciones, que cuadraban, y las ajustó a los hechos de que disponía. Era un trabajo opresivo, que le iba a dejar la cabeza dolorida durante horas.

Odiaba tener que trabajar de aquel modo, y nunca había logrado que un trabajo realizado en aquellas condiciones fuera totalmente digno de confianza. Pero en aquel momento algo le gritaba desde el fondo de su cerebro que aquellas nuevas ecuaciones eran totalmente ciertas.

¡Jenkins! ¡Aquel maldito impertinente había apuntado la posibilidad de una ecuación parecida a aquella! Había tenido el valor de sugerir que había una segunda posibilidad de la que Jorgenson no había querido hablar. Y ahora incluso los hados se aliaban con el temor de aquellos pigmeos para demostrar su razón y que el hombre que había planificado todo el proceso se había equivocado.

Gritó a través del casco y llamó la atención de los hombres que estaban bajo él.

Todavía tenían tiempo, si trabajaban con rapidez. Iba a ir justo, pero podían hacerlo.

Se echó hacia adelante, casi a punto de perder el equilibrio, hasta alcanzar el desconectador de emergencia de la unidad de fusión. Con el otro brazo, indicó al supervisor que fuera a la estación de emergencia.

Grissom se quedó mirándolo como un conejo acobardado. Los demás observaron sus gestos sin dar señales de comprenderlos.

—¡Muévanse! —les aulló Jorgenson, poniendo al máximo el volumen del altavoz de su casco y gastando rápidamente la batería—. Empuje a tope los imanes lastrados principales, a tope. ¡Auméntenme la corriente por las inductancias primarias! ¡Maldita sea, muévanse! ¿Quieren que les estalle en la cara todo esto? ¡Dentro de treinta segundos nos las vamos a ver con el isótopo R!

Grissom se movió entonces, pero hacia donde no debía.

Con un grito frenético que amplió el diafragma de su casco, se precipitó en la cámara de seguridad norte del convertidor. Durante unos segundos los demás vacilaron. Luego dejaron lo que estaban haciendo y se reunieron a Grissom en su loca carrera.

Tras aquello ya era demasiado tarde para salvar nada.

Jorgenson observó cómo la puerta de una cámara se estaba ya cerrando. Hizo un cálculo y comprendió que iban a poder cerrarla a tiempo. También comprendió que él mismo se podía poner a salvo antes de que se cerrara, aun con el peso de aquel traje protector. Ordenó a sus piernas que echaran a correr.

Y le respondieron, pero no como él esperaba. Le lanzaron lejos del muro interior, aterrizó y comenzó una carrera enfermiza y en dirección contraria a los demás hombres que se encontraban en la otra parte del convertidor. Vio que algunos de ellos miraban, y que probablemente no habían oído lo que había dicho, pero se estaban asustando al ver correr a sus compañeros.

—¡A la cámara! —aulló. Con el volumen a tope, el altavoz apenas transmitía sus palabras, pues la batería se estaba agotando—. ¡A la cámara!

Cuando comprendieron lo que decía se comportaron como corderos desvalidos.

Aquellos estúpidos sin voluntad no podían ni salvarse a sí mismos. Tenían que esperar a que otro hombre mejor se sacrificara por ellos.

Les vio dirigirse hacia la cámara y se dio cuenta de que era casi demasiado tarde. En aquel momento hervía en él la ira, que corría por sus venas y las llenaba de adrenalina hasta el punto de dejar de sentir el peso agobiante del traje protector. Cogió a uno de los rezagados y lo arrojó materialmente al interior de la cámara. Pero no había tiempo de que todos se salvaran, pues corrían en dirección contraria a donde él pretendía llegar.

Si uno solo de ellos se quedaba atascado en la puerta cuando ésta se cerrase, nadie sobreviviría; la puerta tenía que quedar herméticamente cerrada, lo que resultaría imposible con alguien atrapado en la entrada. En aquel momento apenas quedaba espacio para que él mismo pudiera colarse en la cámara. Si saltaba y se deshacía de los dos que amenazaban con bloquear la entrada, aún tendría una posibilidad de entrar.

Pero no saltó. Balanceó sus enormes brazos y empujó adentro a uno de aquellos desgraciados. Para el otro no había posibilidad de entrar, y fuera de aquella cámara no había ninguna esperanza de supervivencia para nadie, no importaba qué protección llevase. El hombre se debatía junto a la enorme puerta, demasiado cerrada ya para que nadie pudiera entrar, e intentaba colar un brazo al interior.

Todo el odio que había ido llenando a Jorgenson explotó de repente. Alzó el puño, golpeó el casco del infeliz y lo dejó convertido en un amasijo de metal. Continuó moviéndose y apartó por fin el cuerpo de aquel hombre de la entrada que se terminaba de cerrar lentamente, dejándola libre.

Los estúpidos que se encontraban en el interior gritaban y lloraban, pero no les prestó atención. Sabía el segundo exacto en el que se encontraba, como lo había sabido durante casi toda su vida. Sabía exactamente la fracción de tiempo que le quedaba. Era el último pensamiento racional qué le quedaba.

Exactamente como había previsto, escuchó el primer estallido sobre él como un soplo que parecía torturarle los oídos, incluso a través de la pesada armadura. Pero no se detuvo a mirar. La puerta se había cerrado por fin. Aplicó su hombro contra ella, bien apoyado sobre los pies, y embistió. La puerta avanzó un poco más de prisa bajo el esfuerzo combinado del motor y de sus músculos, y algunos de los que quedaban fuera reaccionaron al menos con un poco de cordura y empujaron también, sumando sus escasas fuerzas a las del ingeniero.

¡El convertidor se resquebrajó y su contenido se derramó al exterior! Lo vio volar a su alrededor. La carga de la pila salía despedida por el punto donde se había partido la pila.

El impacto le despidió del lugar en que se encontraba y se golpeó de costado. El resplandor que despedía la pila hacía innecesarias todas las demás luces, y al cabo de pocos instantes la luz fue tan intensa que le impidió la visión. Se arrastró por el suelo y luchó contra la presión hasta que de nuevo advirtió la puerta. Encontró otro punto en el que hacer palanca y empezó a empujar otra vez, tratando de dejar totalmente cerrada aquella puerta. Finalmente, la pequeña hendidura que quedaba desapareció. Ya no podía hacer más. Los idiotas encerrados en aquella cámara vivirían o morirían, pero ninguna de ambas cosas sería ya responsabilidad suya.

Entonces se relajó, sorprendido ante el rugido y el silbido que se escuchaban. Notó algo pegajoso junto a una de las junturas de su armadura. El material emitía pequeñas explosiones que parecían tener la suficiente potencia para atravesar su coraza protectora.

Luchó por ponerse de pie e hizo caso omiso de las señales agónicas que recibía de sus nervios y de las contracciones de sus músculos. En aquel momento todo él era rabia y furor, y era aquella emoción la que le hacía moverse. Sabía que iba a morir y ya no le preocupaba aquella certeza. Pero aquel proceso atómico fuera de control era obra suya, y tenía que demostrar que era él quien mandaba. ¡Aquel convertidor no iba a vencerle!

Zarandeado y golpeado, con un infierno lloviendo a su alrededor y en ocasiones casi sobre él, luchó por seguir avanzando, al tiempo que se hacía una representación mental completa de la cámara del convertidor y de todo lo que contenía en aquel momento. Vio las herramientas que los hombres habían abandonado y les hizo una fotografía mental.

Vio el cadáver del hombre que había matado por una razón tan idiota como la salvación de otros que tampoco la merecían. Y entonces lo descubrió. Se trataba de la gran caja de plomo que se había traído para guardar las primeras pruebas de los resultados hasta que se pudieran comprobar.

La cabeza le dolía terriblemente, mientras intentaba hacer que su cerebro rindiera al máximo. Trataba de introducir la máxima cantidad posible de factores para hacerse una imagen cuatridimensional más auténtica de lo que le rodeaba. Nunca antes había forzado tanto su pensamiento. Tenía que darse cuenta de cada uno de los movimientos de su propio cuerpo, luego sentir las corrientes y pulsaciones que se agitaban en su derredor y hacerlos corresponder a continuación con el movimiento de la caja. No podía estar muy lejos, pero en los pocos segundos de energía que aún le quedaban no podía dedicarse a perseguirla.

Entonces las imágenes se hicieron concretas. Con el cerebro se pudo ver a sí mismo y el punto en que estaba localizada la caja, e incluso el punto en que estaba la tapa de la misma. Se movió hacia allí y alargó los brazos hasta localizarla.

Pero en aquel momento el destino le hizo una jugarreta, como durante toda su vida había sucedido. Había localizado la caja, pero la cubierta estaba en un ángulo diferente al de la imagen que se había hecho. Gritó y maldijo de frustración al darse cuenta de que su mente, trabajando al máximo, sólo había podido construir una imagen imperfecta.

Sus dedos recorrieron la superficie de la caja como animalitos dotados de vida propia, y la probaron a base de golpes que proporcionaban mensajes al cerebro. Acabó por localizar la tapa y la levantó dando gracias de que estuviera en la parte superior y no tuviera que darle la vuelta. Con sus últimos rastros de energía se introdujo en ella y resolvió el problema de cuál era la mejor posición que podía adoptar dejándose caer simplemente. Luego volvió a cerrar la tapa e intentó ajustarla al máximo. Notó que la caja se movía bajo las activas fuerzas externas de aquel nuevo material, pero ya no pudo preocuparse más.

Su mente quedó en blanco.

Despertó en un infierno, con el aire caliente y espeso en el interior de su traje y el sudor chorreándole por encima, aunque sentía el cuerpo seco hasta los huesos. Había un ligero movimiento de balanceo en la caja en la que se encontraba, como si un extremo fuera impulsado hacia arriba y los demás estuvieran anclados a algo.

Pero no fue darse cuenta de dónde estaba o de la situación en que se encontraba lo que le produjo la mayor impresión al despertar. Los espasmos de los músculos y su muerte cierta que iba a producirse tan pronto no representaban nada para él.

Lo que le anonadó, lo que se impuso por encima de todo, fue el descubrir que durante años había estado loco. Le dio vueltas a ello en la cabeza, intentó asumirlo, aceptarlo.

Había estado loco desde que había alcanzado la adolescencia. Antes de terminar la universidad ya lo estaba del todo. Había vivido en un mundo imposible donde lo único que contaba era la perfección absoluta, y donde se había negado a aceptar que tal perfección fuera posible, incluso en sí mismo. Había ido construyendo su odio contra aquel imposible hasta convertirlo en una fuerza imparable que había invadido cada célula de su cuerpo durante toda su vida.

¡Había perdido totalmente la razón! Y a pesar de ello, la suya había sido una locura fría y dura, capaz de ser disimulada cuando se hacía necesario. Había mantenido su furia para sí, la había apartado de los hombres que quedaban por encima de él y la había mantenido por lo menos en límites tolerables para sus inferiores. Nunca había considerado a nadie igual a él. Siempre había reservado para él solo aquella locura que escondía en su cerebro.

Y ahora aquella furia había explotado, incapaz de soportar el enorme peso de los últimos segundos transcurridos allí fuera y la muerte a la que tenía que enfrentarse. Su mente se sentía vacía, aunque más lúcida de lo que había estado nunca. Todavía tenía presente aquel truco del recuerdo visual completo. Aún era capaz de ver cada una de las páginas que había leído en su vida. Y tenía más desarrollada que nunca la facultad de imaginar toda una nueva imagen con el cerebro. Había construido toda su vida sobre aquellos trucos, y éstos le habían llevado a la locura cuando descubrió que aquella habilidad sólo daba como resultado el rechazo de su persona o pequeños diseños decorativos. Ahora eran sólo medios para llegar a un fin, no un fin en sí mismos. Eran talentos especiales que le podían ayudar a pensar, no pensamientos en sí.

Dolía el descubrir de repente que era sólo un hombre y no un dios doliente y encadenado, pero lo aceptó.

Volvió los pensamientos a su propia situación otra vez y un ligero asomo de miedo le rozó. Lo hizo desaparecer, como estaba haciéndolo con todo el dolor y toda la angustia que trataban de invadir su cabeza. Estaba en la caja, todavía por encima del material radiactivo que debía estar hirviendo en la sala del convertidor, protegido por los fuertes muros recubiertos y acorazados de plomo. Mientras siguiera estando por encima del material, donde éste no pudiera penetrar en la caja, dispondría de un poco de seguridad.

Viviría hasta que se le terminara el aire, o hasta que el sudor le deshidratara, o hasta que el calor le rindiera por fin. Cualquiera de aquellas tres cosas no iba a tardar mucho en producirse.

BOOK: Nervios
9.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Justice for All by Radclyffe
Cyber Terror by Rose, Malcolm
Fakers by Meg Collett
Port Hazard by Loren D. Estleman
Blood Brothers by Ernst Haffner
Carpe Diem by Rae Matthews