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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (6 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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Caleb tuvo que llevarse las manos a la cabeza al intensificarse los golpeteos que resonaban por todas partes; tanto era así, que sus sienes percutían en dolorosa sincronía con los motores del barco. De nuevo pensó en su padre, rodeado por todos aquellos polvorientos textos; pensó en el faro de dos pisos que se alzaba sobre la casa de su infancia, la alargada sombra que proyectaba sobre la hierba los días de verano, cuando él y Phoebe se perseguían por la colina que presidía la bahía.

—De acuerdo, te ayudaré —susurró.

—Fantástico…

—Pero no lo hago por ti.

—Está bien —repuso Waxman.

—Y tampoco por mi madre, ni siquiera por Phoebe —alzó la vista—. Lo hago por mi padre. Si la encuentro, si te ayudo a localizar la entrada, el pasaje o lo que sea que estás buscando, lo habré hecho por él. En su memoria.

Waxman asintió, sonriendo.

—Lo que te parezca mejor. Me alegra que estés de vuelta, muchacho.

5

-D
ÓNDE está Helen? —exclamó George cuando regresó al vestíbulo del yate.

Los motores estaban en marcha, con Elliot al timón; el barco viraba hacia el puerto mientras el sol iniciaba su lento descenso sobre las agujas y las mezquitas, sobre las cúpulas de centelleante vidrio que remataban la recién acabada biblioteca de Alejandría. En el vestíbulo se encontró con Victor y Mary, que veían la CNN en un televisor con pantalla de cristal líquido. Tras la barra se sentaba una italiana de piel morena, Nina Osseni, cuyos cabellos, cortos y rizados, enmarcaban unos penetrantes ojos verdes. Llevaba una camiseta sin mangas que dejaba al aire los tatuajes que decoraban sus hombros: se trataba de símbolos egipcios, los dos ojos de Horus, el izquierdo y el derecho. Se apoyaba en la barra con una pose a un tiempo seductora y comedida.

Era joven, pero se ajustaba a la perfección a las necesidades de Waxman. La había reclutado a las afueras de Anápolis, cuando Nina consideraba la posibilidad de trabajar para el FBI. Sabía siete idiomas aparte del italiano, incluidos el egipcio y el saudí; era experta en técnicas de combate cuerpo a cuerpo; conocía los secretos de la mayor parte de las armas de fuego, especialmente pistolas; y para redondear todo aquello, sus talentos psíquicos eran de primera.

—Aún no he visto a la señora Crowe —dijo Nina—. Pero tenemos otro… problema —le mostró dos pequeños objetos que tenían la forma de una moneda de diez centavos, sólo que de ellos sobresalían algunos cables—. He encontrado esto en el barco, justo después de barrer. Creo que no hemos actuado con mucho cuidado.

Waxman estaba furioso.

—¿Qué más?

Nina inclinó ligeramente el portátil Dell plateado, de manera que sólo Waxman pudiera ver la pantalla. Mostraba a un hombre cuyo aspecto le resultaba familiar: era el tipo del muelle, vestido en su terno color gris.

—Tomé esta foto con el
zoom
mientras hablabas con el chico ese, Crowe. Está en la costa, tratando de pasar desapercibido.

Waxman sonrió.

—No es que lo haga muy bien. ¿Has pasado el programa de reconocimiento facial sobre nuestra base de datos?

—Por supuesto.

—¿Y?

—Se trata de Wilhelm Miles.

—Ah, Miles —Waxman rellenó su bebida, y le dio un buen trago—. Debe de tratarse del hijo. El padre enfermó el año pasado.

—Murió hace dos semanas —replicó Nina.

—Muy bien. Entonces puede decirse que estamos de suerte. Nos hará estar despiertos —miró a Nina a los ojos—. ¿Sabes lo que debes hacer?

El labio superior de Nina se curvó ligeramente, y sus ojos centellearon:

—Me muero por hacerlo.

Cerró el portátil, hizo un ademán con la cabeza hacia Elliot y Victor, que se habían enzarzado en un ardiente debate sobre su reciente inmersión, y abandonó el cuarto. Waxman también salió, y observó la costa hacia la que se iban acercando, sin dejar de mirar las ondeantes banderas que flameaban sobre la fortaleza Qaitbey. Pestañeó, luego estrechó los párpados y, en aquel caluroso yermo, imaginó el faro, lo imaginó tal y como Caleb lo había visto: casi terminado, con el andamiaje todavía incrustado en sus costados y el enorme espejo emplazado en el lugar que le correspondía, mientras Sostratus, de brazos cruzados allá en su base, se regocijaba al pensar en un secreto que sólo él conocía.

Pero no por mucho tiempo.

Waxman pensaba ahora en su más valioso pasajero, el que descansaba en la cámara de recompresión. Dos mil años ya eran suficientes. Había secretos que no estaban hechos para durar por siempre.

6

Q
UEDABAN cinco horas para partir.

Caleb, que debía permanecer arrumbado en la cámara otras cinco horas más, temía lo que le esperaba. No podía hacer otra cosa que pensar. Y posiblemente… Echó una mirada al cuaderno de dibujo. Waxman había enviado a sus buzos a buscar la cabeza de la estatua que él, durante su visión, había dejado caer en el lecho marino. Si llegaban a encontrarla, tanto esa como cualquier otra reliquia, quizá pudiera aprovechar el tiempo de una manera más productiva, intentando, por ejemplo, recobrar la visión y así poder descubrir su final.

Suspiró. Probablemente ni siquiera necesitaba la cabeza. Sus visiones jamás habían dependido del contacto o de la proximidad de un objeto. Las imágenes de su padre, torturado en aquella terrible celda iraquí, eran suficiente prueba de ello. Aunque eso había sucedido en la casa familiar, muchas veces en el cuarto de su padre, entre sus libros, sus preciosos libros, notas y dibujos. Quizá había alguna relación.

Alargó un brazo para hacerse con el cuaderno y cogió un lápiz. Apretó la punta de grafito en la hoja, cerró los ojos, tomó una profunda bocanada de aire y comenzó. Dejaría que su subconsciente ejerciese el papel del artista; y una vez soltase sus amarras, cabalgaría libremente hacia donde quisiese, a cualquier parte que se le antojase…

Abrió los ojos. Su mano se detuvo un instante, pero de inmediato procedió a trabajar, esbozando una distinguible pirámide maya emplazada en una jungla dibujada casi a brochazos. Una escalera de piedra, rota y desmochada, conducía a una enorme puerta, una puerta que Caleb coloreó febrilmente, en tonos oscuros.

Negra.

Y ónice.

Despertó envuelto en sudor, parpadeó, y el dibujo cobró vida propia, arrastrándolo a su interior.

Un húmedo golpe de aire, el aroma del coco y la papaya, el bordoneo de los insectos, el viento entre las palmeras…

Sintió que se ahogaba, y los ojos se le pusieron en blanco.

—No —susurró, pero entonces se dio cuenta de que aquello también era inevitable. No había acabado de sufir; debía pagar por sus errores—: no…

—¡Sí! ¡Adelante!

Phoebe asciende los peldaños por delante de él. Sólo tiene doce años, pero es condenadamente rápida. Lleva el cabello castaño recogido en un lazo rosa, una camiseta encostrada de lodo y polvo, y los vaqueros enrollados en los tobillos. Caleb la sigue con más cautela, buscando el mejor lugar donde asentar los pies en tan ruinosa escalera. Hace una pausa y vuelve la vista abajo, los doce metros que le separan del suelo, allí donde la jungla devora ávidamente todo cuanto se encuentra en la base de la pirámide, extendiéndose por todas partes hasta más allá de donde alcanza la vista.

En el norte, casi a un kilómetro de distancia, se encuentra el campamento base. Su madre les aguarda allí, junto a George Waxman y otras dos personas. Todos ellos se sienten en el colmo de la dicha; es la primera misión en tierra firme de la Iniciativa Morfeo. El mes anterior habían pasado una semana recluidos en Ciudad de México; Phoebe y Caleb permanecieron en su cuarto, subsistiendo a base de enchiladas y unos trozos de carne con pan que pretendían pasar por hamburguesas americanas, sin hacer otra cosa que jugar a las tres en raya o los barquitos, aparte, por supuesto, de leer. Caleb siempre estaba leyendo. Siete libros en una semana, para consternación de Phoebe. Pero entonces ocurrió: una mañana, Helen apareció en su cuarto, con un aspecto descuidado que sin embargo no podía ocultar su emoción.

—¡Lo hemos encontrado! —exclamó, antes de llevar a Caleb y Phoebe a la sala de conferencias que habían reservado, un salón cargado de humo y repleto de dibujos que revestían las paredes en orden preciso, todos ellos presididos por una pirámide y una puerta negra. Salpicaba el conjunto una repentina andanada de colores que debían interpretarse como jirones de jungla, y algunas chinchetas que sobresalían de mapas geológicos—. Lo hemos encontrado —repitió, y se acercó a Waxman, que examinaba minuciosamente un plano ayudándose de una brújula y un transportador.

—¡Aquí! —anunció—. Nos aproximaremos al lugar a través de este sendero, y una vez allí determinaremos la mejor ruta para llegar a la tumba.

—¿Tumba? —preguntó Phoebe, con los ojos brillantes. Desde luego, era digna hija de su padre. Amaba todo cuanto era antiguo, especialmente las cosas que tuvieran que ver con momias y tesoros.

Ahora, un mes después, en el corazón del valle más oscuro y profundo de la jungla, Caleb y Phoebe acaban de encontrar la tumba de un rey maya del siglo vi llamado Nu’a Hunasco, en cuyo interior reposa el gigantesco tesoro con el que él y sus esposas decidieron enterrarse.

Los golpes que resonaban en la cámara de recompresión atronaban en su cabeza. Por un momento, unos muros blancos enjugaron los tonos de la jungla, y Caleb pugnó por concentrarse, haciendo un desganado intento por reintegrarse al tiempo presente. Concéntrate en las vibraciones de este lugar, en esta cámara, en los suaves movimientos de las olas que azotan el casco. Pero no sirvió de nada. Las paredes blancas se desmigajaron capa a capa, revelando así la seductora escena que se pintaba tras ellas, ansiando ser vista…

Caleb y Phoebe aguardan entre el montón de piedras que se alza sobre la tumba hasta una hora después del amanecer, rodeados de insectos hambrientos, enjambres alertados de su presencia, mientras su madre y los demás permanecen en sus tiendas de campaña, a punto de iniciar el día.

—Se nos está acabando el spray
anti-insectos.

Caleb palmotea irritado contra el montón de henchidos mosquitos que se abalanzan sobre él, intentando imaginar qué propósito anima sus vidas, qué posible destino podría determinar el rumbo de sus aleteos. Lanza un suspiro y se acerca a su hermana, y ambos colocan las manos extendidas sobre la fría losa de ónice que sirve de puerta de entrada a la tumba de Nu’a Hunasco.

—¿Y ahora qué hacemos?

Phoebe sonríe.

—Ambos lo hemos visto, ¿no?

—Yo vi algo —reconoce Caleb—. Pero fuiste tú quien lo dibujaste.

Recorre con una mirada cuanto le rodea, observando las alcobas repujadas de lianas, ese rebujo de sombras misteriosas que recubre las cosas como una incongruente nevada negra.

—Creo que es allí.

Phoebe señala la piedra que se yergue en lo más alto del extremo izquierdo de la puerta: un bloque octogonal, envuelto en musgo. Caleb saca su navaja y trata de alcanzarla.

—Está demasiado alta.

—Súbeme en tus hombros.

Caleb suspira.

—De acuerdo, pero démonos prisa. No quiero que mamá y George se den cuenta de que nos hemos ido.

—¿Empiezan los remordimientos?

Caleb se inclina y Phoebe se sube a su espalda.

—¿Por robarle la gloria a George? Ni por asomo. Pero mamá…

—Se enfadará.

—Sí, pero se le pasará si encontramos el tesoro.

—Lo encontraremos, tú y yo. Formamos un gran equipo. Y les demostraremos a todos lo buenos que somos, que fuimos capaces de verlo y ellos no.

—Lo vimos —Caleb se tambalea, tratando de mantener el equilibrio—. Madre mía, qué gorda te estás poniendo.

—Cállate, estoy creciendo.

—Yo diría que comes demasiados Doritos.

—¿Y qué otra cosa podemos comer aquí? Venga, estate quieto, creo que ya lo tengo.

Caleb trata de ver entre las sombras, allí donde las manos de su hermana manipulan la piedra octogonal. De pronto tiene el presentimiento de que algo terrible está a punto de suceder: que Phoebe va a hacer saltar el mecanismo de alguna trampa, como en las películas de Indiana Jones, y una lluvia de dardos les atravesará el cuerpo antes de que una roca gigante pulverice sus huesos.

—¡Lo tengo! —exclama Phoebe, y Caleb oye un desagradable chirrido que libera una cascada de polvo sobre su cabeza. Entre toses, Caleb hace bajar a Phoebe de sus hombros y se pone de rodillas, en el preciso instante en que la losa que sirve de puerta se estremece y se desliza hacia un lado, para penetrar en una gruesa hendidura horadada en la pared de piedra.

Phoebe se apresura a sacar dos linternas de su mochila y tiende la más grande de las dos a Caleb.

—¿Preparado, hermanito?

Caleb echa una mirada atrás, esperando encontrarse en cualquier momento con una horda de mayas brotados de los matorrales, lanza en ristre, pero los árboles se mecen suavemente, las chicharras bordonean su melodía de siempre y el sol brilla con tan ciega ferocidad que poco menos que empuja al joven a buscar el refugio de la oscuridad, seguido muy de cerca por Phoebe.

Descienden una escalera estrecha, recta, pisando con cuidado los escombros que los rodean, producidos por los retazos de jungla que han encontrado la forma de introducirse en el templo. Raíces y lianas abrazan los muros y asfixian el techo. Más abajo, los peldaños parecen volverse más escarpados, y Caleb y Phoebe deciden no apresurarse al avanzar por ellos; utilizan sus linternas para iluminar el camino que tienen por delante y, de vez en cuando, también el que dejan atrás.

—¿Estás pensando en papá?

Caleb levanta la vista, sorprendido. Rara vez Phoebe menciona a su padre, y de hecho apenas si lo recuerda. Lo derribaron cuando Phoebe tenía tres años, pero no había cesado de observar a Caleb durante los dos últimos años y comprendía el conflicto interior que bullía en el interior de su hermano mayor. Caleb sigue avanzando por detrás de su hermana, luego se sitúa por delante de ella, barriendo la oscuridad con el chorro de su linterna, que se añade al firme rayo que emana de la que sostiene Phoebe.

—Déjame que vaya delante.

—Creo que yo también lo he visto.

Phoebe le toca el hombro.

Caleb se detiene. El aire es frío, pesado, y por todas partes flota una nube de polvo, y las paredes están historiadas por cientos de hendiduras producidas por el repunte de las raíces. La nuca de Caleb destila un sudor frío. Se vuelve, y el rayo de su linterna ilumina las facciones de Phoebe.

—¿Cuándo?

Phoebe se muerde el labio inferior y eso le hace recordar el modo en que Phoebe, cuando aún no tenía más que dos dientecitos, solía mordisquear un trocito de queso.

—A veces me embarga, no sé, como un mareo, y entonces me siento y tengo la impresión de que el mundo desaparece, y luego veo una brillante habitación blanca, y un tipo de Oriente Medio aparece en ella, con un objeto que brilla mucho entre las manos, y no puedo parar de gritar…

Los ojos de Phoebe se tornan vidriosos.

—… y las paredes cambian de color. Y de pronto estoy en el desierto, y hay un hombre metido en una jaula oxidada y un pescado asqueroso lleno de gusanos blancos, y también veo escorpiones y entonces…

A Caleb la boca se le ha resecado tanto que parece mascar arena. Intenta alargar un brazo hacia su hermana, pero no puede moverse.

—¿Entonces qué?

Phoebe se encoge de hombros, pestañea.

—No lo sé. A veces todo eso se desvanece y vuelvo al tiempo presente. Otras veces levanto la vista y veo el sol, pero en lo alto aparece la cabeza de un pájaro y un pico y unos ojillos marrones que me miran desde lo alto.

Caleb se lleva los dedos a la boca.

—¡El águila y el sol! ¡Lo mismo que yo he visto, lo mismo que he dibujado! Y papá… torturado en ese lugar.

De pronto quiere salir corriendo de allí y gritar la noticia a quien quiera escucharle, a la policía, a la embajada americana, a quien sea excepto a su madre, pues es la única que no quiere saber nada de ello. Pero enseguida se ordena conservar la calma. Quizá Phoebe, simplemente, esté influida por sus vívidas descripciones, y aunque sea inconscientemente, ha comenzado a experimentar las mismas cosas.

Phoebe entrecierra los ojos:

—No es que tenga esa visión a menudo, y tampoco puedo decir que sea muy fuerte. Mamá dice que no es nada. «También tú lo superarás», se limita a decirme cuando se lo cuento.

—Pues yo no.

—Lo harás —Phoebe le da un empujoncito para que siga bajando las escaleras—. Mamá también dice que algún día aprenderás a separar los… los sueños objetivos de los otros.

Caleb frunce el ceño:

—Ahora mismo me estás recordando a mamá.

Phoebe se encoge de hombros.

—Eres mi hermano mayor, y aunque a veces seas un empollón, me caes muy bien —dicho aquello, Phoebe se mira las puntas de los zapatos—. No quiero que también empieces a odiarme a mí.

—No odio a mamá.

—Sí que lo haces.

—Lo que odio es que no me crea. No quiere buscar a papá. Y papá ha estado pidiéndonos ayuda todo el tiempo, y no hemos hecho más que ignorarlo, como esperando que se muera de una vez.

—Puede que ya esté muerto —susurra Phoebe, mientras ambos vuelven a emprender el descenso. Impaciente, se abre paso por delante de su hermano, resuelta a ir en primer lugar—. ¿Acaso no lo has pensado nunca? Quizá sea como mamá dice y no haces más que remover cosas del pasado.

—Quizá, pero…

Algo suena, algo que no produce más que un ruido apenas perceptible, pero que en este cavernoso pasillo resuena en los oídos de Caleb como un trueno. Decide mover el rayo de su linterna a los pies de Phoebe y descubre que el peldaño en el que se encuentra empieza a hundirse bajo su peso.

Otro ruido.

Phoebe se queda quieta, y se vuelve con una mirada de sorpresa, una mirada que parece rogarle a su hermano mayor que le diga que todo está bien, que no es más que un peldaño demasiado frágil.

—¿Caleb?

Caleb alarga un brazo hacia su hermana…

… justo cuando ella se precipita en la oscuridad; de pronto, la escalera al completo cae al vacío, y todo cuanto hay más allá del peldaño en el que Caleb se encuentra se desvanece en el aire, succionado por el suelo lejano que se extiende en alguna parte, en la oscuridad. Pero Caleb consigue aferrarla, aunque no lo suficiente. Sólo la muñeca. Los gritos de Phoebe perforan sus oídos y hacen caer un malestrom de polvo y rocas de las paredes y del escarpado techo que se alza sobre sus cabezas.

—¡No me sueltes! —chilla la joven.

—Te tengo, te tengo.

Caleb deja en el suelo la linterna, que de inmediato rueda sobre sí misma y cae por el peldaño, girando como una hélice, golpeándose contra los salientes y, por último, desapareciendo en las sombras que la reclaman. Sólo les queda la linterna de Phoebe, que oscila sin cesar en la mano que tiene libre.

—¡Suelta la linterna, Phoebe, y cógeme el brazo con ambas manos!

Caleb se ha sujetado al peldaño superior con la mano izquierda, mientras sujeta a Phoebe con la derecha.

—Espera. Aguanta un momento. Creo…

Phoebe estabiliza la luz y apunta hacia abajo, donde ilumina algo que brilla como el sol a unos seis metros de distancia. El rayo luminoso intercepta una nube de polvo que sin embargo no impide ver la cámara que hay más abajo, repleta de objetos que le devuelven su brillo cegador. Montones de lingotes de oro, estatuas, collares de jade y rubí; dioses simiescos con ojos de zafiro que sostienen unas bandejas rebosantes de copones dorados y cadenas, monedas y esferas; y en el centro, una cripta con una inscripción en oro. Y allí… el mosaico de un rostro, de orejas y nariz agujereadas, y unos ojos rasgados que observan a los dos muchachos como burlándose de sus apuros.

—¡Phoebe!

Ella le mira, con los ojos vidriosos, y la mano se le resbala.

—¡Tira la linterna! ¡Vamos, Phoebe, vamos! Cógeme. Iremos en busca del resto del grupo y volveremos.

Phoebe deja caer la linterna, pero pasan varios segundos hasta que la luz se estrella contra el duro suelo de roca.

—Lo hemos encontrado —susurra Phoebe mientras levanta la mano, tratando de afianzarse a la de Caleb. Este le toca la palma, sudorosa tras haber sostenido tanto tiempo la linterna, y siente que se le resbala entre los dedos. Los dedos de la otra mano también comienzan a deslizarse y a soltarse de los…

—¡NO!

… Caleb contempla su mano vacía, con los dedos extendidos, que apenas cogen otra cosa que una revuelta polvareda. La oscuridad engulle a Phoebe, envolviendo en su boca voraz todo excepto, según cree ver Caleb, el fiero resplandor de sus ojos azules y las palabras que grita desde las profundidades.

—¡Hermanito!

Caleb cierra fuertemente los párpados…

… y luego vuelve a abrirlos, descubriendo ante sí los dibujos que ha hecho de la pirámide, la puerta, las escaleras, una página tras otra, bruscamente arrancadas del cuadernillo y esparcidas por el lecho y el suelo de la cámara de recompresión. Y la última de todas, que aún permanece en el cuaderno: una mano tendida hacia él en la oscuridad que se cierne sobre unas escaleras rotas. Caleb la arrancó, hizo una bola con ella y se la llevó a la boca, mascándola con saña para evitar deshacerse en gritos.

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