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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (10 page)

BOOK: Opiniones de un payaso
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Me sentía tan desgraciado como Marie, cuando regresamos a Colonia con el último tren. A duras penas habíamos reunido el dinero para el viaje, ya que Marie tenía gran interés en aceptar la invitación. Nos encontrábamos mal, porque comimos poco y bebimos más de lo que estábamos acostumbrados. El viaje se nos hizo inacabable, y cuando bajamos en Kóln-West tuvimos que ir a casa a pie. No nos quedaba dinero para el tranvía.

En casa de Kinkel se pusieron inmediatamente al teléfono. «Aquí Alfred Kinkel», dijo una arrogante voz joven.

«Aquí Schnier», dije, «¿podría hablar con su padre?»

«¿Schnier el teólogo, o Schnier el payaso?»

«El payaso», dije.

«Ah», dijo, «espero que no se lo habrá tomado muy a pecho.»

«¿A pecho?», dije fatigado, «¿qué puedo tomarme a pecho?»

«¿Cómo?», dijo, «¿no ha leído el periódico?»

«¿Cuál?», dije.

«
La Voz de Bonn
», dijo.

«¿Me dejan de vuelta y media?», pregunté.

«Oh», dijo, «creo que más bien se trata de una esquela mortuoria. ¿Quiere que vaya a buscárselo y se lo lea?»

«No, gracias», dije. El chico tenía en su voz un dejo marcadamente sádico.

«Pues debe leerlo, le será instructivo.»

Dios mío, otro con ambiciones pedagógicas.

«¿Y quién lo ha escrito?», dije yo.

«Un tal Kostert, que dicen que es el corresponsal en la cuenca del Ruhr. Escrito con brillantez, pero bastante maligno.»

«Claro», dije, «también ése es cristiano.»

«¿Y usted no lo es?»

«No», dije, «¿no podría hablar con su padre?»

«No quiere que se le moleste, pero, por ser usted, le molestaré con mucho gusto.»

Era la primera vez que el sadismo me resultaba útil.

«Gracias», dije.

Oí cómo colocaba el auricular sobre la mesa y atravesaba la habitación, y otra vez oí aquellos silbidos malvados en las habitaciones de atrás. Sonaba como si toda una familia de serpientes estuviese riñendo: dos serpientes machos y una hembra. Siempre me es penoso ser testigo ocular o auditivo de sucesos no destinados a mis ojos u oídos, y el don místico de notar olores por teléfono, lejos de ser un placer, se me hace una carga. El piso de los Kinkel olía a caldo de carne, como si hubiesen guisado un buey entero. El siseo en las habitaciones traseras zumbaba de un modo asesino, como si el hijo fuera a matar al padre o la madre al hijo. Pensé en Laoconte, y el hecho de que tales siseos y silbos (hasta pude oír ruido de golpes, gritos de «fuera» y «oh», expresiones como «eres una bestia asquerosa», «cerdo brutal») se profirieran en el piso de alguien que fue calificado de «eminencia gris del catolicismo alemán», no contribuyó a regocijarme. Pensé también en el miserable Kostert, de Bochum, que ayer por la noche estaba pegado al teléfono y dictando su artículo, y hoy por la mañana arañó la puerta de mi habitación como un sumiso mastín y representó el papel de hermano cristiano.

Era evidente que Kinkel se resistía, literalmente con pies y manos, a acudir al teléfono, y que su esposa (yo descifraba gradualmente los ruidos y los movimientos en las habitaciones de atrás), se oponía aún con más ardor, mientras que el hijo se negaba a decirme que se había equivocado, que su padre no estaba en casa. De repente se hizo un silencio absoluto, como cuando alguien se desangra. Eso era: una hemorragia de silencio. Oí ruido de pasos que se arrastraban, oí cómo alguien tomaba el auricular de la mesa y sospeché que colgarían. Sabía exactamente dónde está el teléfono en el piso de Kinkel. Justamente bajo una de las tres madonas barrocas, la que Kinkel siempre describe como la de menor valor. Casi hubiese preferido yo que él colgara. Le compadecí, debía resultarle espantoso hablar ahora conmigo, y para mí mismo yo no esperaba nada de la conversación, ni dinero ni un buen consejo. De ser su voz ahogada, hubiese prevalecido mi compasión, pero la voz era tan sonora y tan vital como siempre. Alguien comparó una vez aquella voz a todo un cuerpo de trompetas.

«Hola, Schnier», tronó, «me place que me telefonee.»

«Hola, doctor», dije, «estoy en un apuro,»

Lo único mal intencionado en mis palabras era lo de doctor, pues su título de doctor es, como el de papá, un flamante
h
.
c
.

«Schnier», dijo, «¿hasta este punto hemos llegado, que usted crea que debe darme el tratamiento de doctor?»

«No tengo la menor idea de hasta dónde hemos llegado», dije yo.

Riose con estrépito: vital, católico, franco, con «barroca alegría». «Mi simpatía por usted es invariablemente la misma.» Esto me resultaba difícil de creer. Probablemente para él yo había caído tan bajo, que ya no valía la pena empujarme todavía.

«Atraviesa usted una crisis», dijo, «eso es todo, usted es joven aún, recóbrese y verá cómo todo se arregla.» Lo de recobrarme sonaba al I.R. 9 de Anna.

«¿De qué habla usted?», pregunté con voz suave.

«¿De qué iba a hablar?», dijo, «de su arte, de su carrera.»

«Pero yo no me refería a esto», dije, «como usted sabe, por principio, no hablo de arte, y menos aún de mi carrera. Me refiero —quiero decir— busco a Marie», dije.

Profirió un sonido difícil de clasificar, entre gruñido y eructo. Oí aún, en el fondo de la sala, restos de siseo, oí cómo Kinkel dejaba el auricular sobre la mesa, volvió a cogerlo, su voz era más débil y más opaca, tenía un cigarro encendido en la boca.

«Schnier», dijo, «deje usted que lo pasado, pasado esté. Su presente es el arte.»

«¿Pasado?», pregunté, «trate usted de imaginarse que su esposa se va de repente con otro.»

Calló de un modo que a mí me pareció expresar un: ojalá, y después prosiguió, dando chupadas a su cigarro: «No era su mujer, y no ha tenido con ella siete hijos.»

«¿De veras?», dije, «¿no era mi mujer?»

«Ah», dijo, «ese anarquismo romántico. Sea hombre.»

«Maldita sea», dije, «precisamente porque pertenezco a este sexo me van mal las cosas, y los siete hijos pueden llegar aún. Marie no tiene más que veinticinco años.»

«Por hombre», dijo, «entiendo yo alguien que se resigna.»

«Esto suena muy cristiano», dije.

«Dios mío, sólo me falta que usted me explique lo que es ser cristiano.»

«Sí», dije, «por lo que he entendido, ¿no son los consortes los que se administran mutuamente el sacramento, según la interpretación católica?»

«Naturalmente», dijo.

«En cambio, si están dos o tres veces casados, civilmente y por la Iglesia, y no se administran ellos el sacramento, el matrimonio no existe.»

«Hum», hizo él.

«Óigame, doctor», dije, «¿le importaría quitarse el cigarro de la boca? Parece que estemos hablando de cotizaciones bursátiles. En cualquier caso, sus chupadas al cigarro me ponen nervioso.»

«Bien, oiga usted», dijo, pero se quitó el cigarro de la boca, «y sepa que lo que usted piense sólo a usted le importa. Por lo visto la señorita Derkum piensa de modo distinto sobre el particular y obra según le ordena su conciencia. Y hace muy bien: no puedo decir otra cosa.»

«¿Y por qué ninguno de vosotros, católicos asquerosos, me dice dónde está ella? Vosotros me la escondéis.»

«No sea usted ridículo, Schnier», dijo, «no vivimos ya en la Edad Media.»

«Me gustaría que viviéramos en la Edad Media», dije, «entonces se me permitiría tenerla de concubina y ella no estaría aprisionada sin cesar por las tenazas de la conciencia. Pero volverá.»

«En su lugar no estaría yo tan seguro, Schnier», dijo Kinkel. «Es una lástima que a usted le falte tan evidentemente el órgano para lo metafísico.»

«Con Marie todo iba bien mientras ella se preocupaba por mi alma, pero vosotros le habéis inculcado el preocuparse por su propia alma, y ahora ocurre que yo. a quien falta el órgano para lo metafísico, me preocupo por el alma de Marie. Si se casa con Züpfner, caerá en verdadero pecado. Esto he comprendido de vuestra metafísica: es fornicación y adulterio lo que ella comete, y el prelado Sommerwild es un alcahuete.»

Consiguió reír, si bien no muy fuerte. «Todo esto resulta muy cómico, si se piensa que Heribert es digámoslo así, la eminencia seglar y el prelado Sommerwild, por así decirlo, la eminencia clerical del catolicismo alemán.»

«Y usted es su conciencia», dije con ira. «y sabe perfectamente que yo tengo razón.»

Estuvo jadeando un rato mirando hacia el Venusberg, bajo la menos valiosa de sus tres madonas barrocas. «Usted es joven, conmovedoramente joven, y lo es de modo envidiable.»

«Déjelo, doctor», dije, «no se deje conmover y no me envidie, que si no recupero a Marie mataré a vuestro más interesante prelado. Le mataré», dije, «no tengo nada que perder.»

Calló y puso otra vez su cigarro en la boca.

«Ya sé», dije, «que ahora su conciencia trabaja febrilmente. Si yo matase a Züpfner, le haría a usted un gran favor: él no le soporta a usted y se encuentra mucho más a la derecha, mientras que Sommerwild es para usted buen apoyo en Roma, donde usted tiene mala fama —completamente injusta por lo demás, en mi modesta opinión— como pajarraco de izquierdas.»

«Déjese de tonterías. Schnier. ¿Qué mosca le ha picado?»

«Los católicos me ponen nervioso», dije, «porque juegan sucio.»

«¿Y los protestantes?», preguntó riendo. «Me irritan con su manoseo de las conciencias.» «¿Y los ateos?» Seguía riéndose. «Me aburren porque siempre hablan de Dios.» «¿Y qué es usted, pues?»

«Soy un payaso», dije, «de momento, superior a mi fama. Y hay un ser católico al que necesito con urgencia: Marie y precisamente vosotros me la habéis quitado.»

«¡Qué tontería, Schnier!», dijo, «aparte de su cabeza todas esas teorías de rapto. Vivimos en el siglo veinte.»

«Precisamente», dije, «en el trece sería yo un simpático bufón, y ni siquiera, los cardenales se hubiesen preocupado de si estaba casado o no con ella. Ahora todos los seglares católicos apelan a su pobre conciencia, y la empujan a la fornicación y el adulterio sólo por un estúpido pedazo de papel. Sus madonas, doctor, en el siglo trece le habrían causado a usted la excomunión y el anatema. Sabe usted perfectamente que se las ha robado a la Iglesia en Baviera y en el Tirol; no necesito decirle que el robo sacrílego pasa, incluso hoy, por delito bastante grave.»

«Oiga usted, Schnier», dijo, «¿se propone personalizar? Me sorprende en usted.»

«Desde hace años se mete usted en mis asuntos más personales, y si yo hago una pequeña observación casual y le enfrento con una verdad que personalmente podría ser desagradable, entonces se me enfurece usted. Si algún día vuelvo a tener dinero, contrataré a un detective privado para que me descubra de dónde proceden sus madonas.»

Dejó de reír, sólo tosió ligeramente, y noté que aún no comprendía que yo hablaba en serio. «Corte, Kinkel», dije, «corte, de lo contrario comenzaré a hablarle de mínimos vitales. Le deseo a usted y a su conciencia unas buenas noches.» Pero él siguió sin comprender, de modo que corté yo el primero.

10

Me di muy bien cuenta de que Kinkel había sido conmigo excepcionalmente amable. Creo que me hubiese incluso dado dinero, de habérselo pedido. Pero hablar de metafísica con el cigarro en la boca, y su repentino ofenderse cuando comencé a hablar de sus madonas, me asquearon demasiado. No quise saber más de él. Tampoco de la señora Fredebeul. Aparte de esto, al propio Fredebeul ya habría ocasión de abofetearle. Es absurdo luchar contra él con «armas espirituales». A veces lamento que ya no haya duelos. La cuestión entre Züpfner y yo, a causa de Marie, sólo podría resolverse con un duelo. Fue horrible que me la sedujeran con principios de orden, declaraciones escritas y días enteros de conversaciones secretas en un hotel de Hannover. Marie, después del segundo aborto, estaba deprimida, nerviosa, iba sin cesar a la iglesia, y se disgustaba si en mis tardes libres no la llevaba al teatro, al concierto o a una conferencia. Cuando le propuse volver a jugar a la oca conmigo, mientras tomábamos té, tendidos encima de la cama, se enfadó aún más. En rigor comenzó la cosa cuando dejó de divertirle jugar a la oca. Y tampoco le divertían ya las películas que a mí me gustan: las toleradas para niños de seis años.

Yo creo que nadie en el mundo comprende a un payaso, ni siquiera otro payaso, porque siempre entran en juego la envidia o la rivalidad. A Marie le faltó poco para comprenderme, pero nunca me comprendió del todo. Siempre esperaba que yo, «hombre creador», mostrara un «ardiente interés» por absorber tanta cultura como me fuese posible. Era un error. Naturalmente que yo me arrojaré a un taxi, si en una tarde libre me entero de que en alguna parte representan a Beckett, y que de vez en cuando voy al cine, o a decir verdad voy muy a menudo, pero siempre para ver películas toleradas para menores de seis años. Marie nunca pudo comprenderlo: gran parte de su educación católica consistía únicamente en información psicológica y en un racionalismo orillado de misticismo, todo ello al nivel del «que jueguen al fútbol, que así no pensarán en chicas». Pero a mí me gustaba pensar en chicas, y más tarde sólo en Marie. A veces me parecía que yo era un monstruo, pero la verdad es que me gustan esas películas porque en ellas no se encuentra rastro de esa cursilería para adultos a base de adulterio y divorcio. En las películas de divorcio y adulterio juega siempre un gran papel la felicidad de alguien. «Hazme feliz, querido» o «¿Quieres ser un obstáculo a mi felicidad?» Por felicidad, no alcanzo a entender nada que dure más de un segundo, puede que dos o tres como máximo. Me gustan también auténticos films de prostitutas, pero hay pocos. La mayoría son tan sofisticados que no se notan las putas. Existe aún otra categoría de mujeres, ni prostitutas ni esposas: las mujeres compasivas, pero en las películas no se les presta atención. En las películas toleradas para menores de seis años abundan las prostitutas las más de las veces. Nunca he comprendido qué principios siguen las comisiones de censura que califican las películas, al permitir que los niños vean esas películas. Las mujeres en esos films, o bien son prostitutas por naturaleza o lo son en un sentido social; compasivas casi nunca lo son. Se ven chicas rubias bailando el cancán en uno de esos
saloons
del Far-West, y rudos vaqueros, buscadores de oro o cazadores de pieles, que en las soledades desérticas han pasado dos años oliendo a
skunks
, observan a las bellas y jóvenes rubias bailando el cancán, pero en el momento en que estos vaqueros, buscadores de oro o cazadores de pieles se dirigen hacia las chicas y quieren subir a sus camerinos, las más veces se le cierra la puerta en las narices, o les apalea sin piedad un cerdo hercúleo. Me imagino que con ello quiere simbolizarse algún principio de virtud. Crueldad, cuando la compasión sería lo único humano. No es extraño que luego los desgraciados se dediquen a pegarse puñetazos o tiros: es lo mismo que el fútbol en el internado, sólo que allí se trata de hombres adultos, más feroces. No comprendo la moralidad americana. Pienso que allí quemarían viva por bruja a una mujer compasiva, una mujer que no se acostara por dinero ni por pasión por los hombres, sino sólo por compasión de la naturaleza masculina.

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