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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Ensayo, Política

Perplejidades de fin de siglo (18 page)

BOOK: Perplejidades de fin de siglo
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«Patria es humanidad», dijo José Martí, y el Tercer Mundo no quiere desconectarse de la porción europea de esa patria conjunta. Y no teman. Dejaremos en casa las manos de mendigo y tenderemos las que transmiten confianza. Con esa extraña solidaridad que a veces el débil puede brindar al fuerte.

(1992)

Una federación de identidades

Hace algunos meses, el presidente Mitterrand y el canciller Kohl enviaron a sus colegas de «los 12» una carta en la que sostenían que «América Latina y Asia serán prácticamente las dos únicas zonas del mundo en las que la Comunidad Europea no declare tener
intereses comunes prioritarios
». En la carta no se mencionaba a África, pero se sobreentendía que la omisión era deliberada, puesto que los países africanos se encuentran ya «dentro de la CE» a través del acuerdo de Lomé; no obstante, hubo quienes se preguntaron si en rigor la incorporación africana habría sido a la planta principal o más bien al sótano de la tan anunciada Casa Europea.

En cuanto a América Latina, como bien ha señalado Eduardo Galeano, «ya no es una amenaza. Por lo tanto ha dejado de existir. Rara vez las fábricas universales de la opinión pública se dignan echarnos alguna ojeada». Habría que agregar que se ocupan de América Latina cuando es arrasada por huracanes o dictaduras, por terremotos o por
marines
norteamericanos, por narcotraficantes o por «escuadrones de la muerte», por refinados torturadores o por mafias que secuestran y asesinan niños para vender sus órganos. La catástrofe ha sido hasta ahora nuestra única tarjeta de presentación, pero no nuestra tarjeta de crédito.

A pesar de los delirios de algún presidente, América Latina no quiere ser Primer Mundo sino que la dejen ser Tercer Mundo pero con decoro y sin hambre, con dignidad y sin un puñal en la garganta. Entre los varios monopolios que nos consumen y nos desgastan, no es por cierto el menos grave el monopolio de la fuerza. Tras la computada e implacable Guerra del Golfo y a partir del desplome de la URSS y el Pacto de Varsovia, la hegemonía militar de Estados Unidos, ya sin la presencia disuasiva del poder soviético, parece anunciar el sometimiento inevitable de América Latina, sobre todo si se tiene en cuenta que a la CE le interesa poco y nada el desarrollo de esos países tan inermes como dependientes.

Sin embargo, creo que todavía quedan resquicios para el optimismo. Es cierto que el fiasco de la Unión Soviética significó una fuerte sacudida, no sólo para los partidos comunistas locales sino para toda la izquierda latinoamericana. Se compartieran o no los presupuestos ideológicos de la URSS, y aun rechazando explícitamente los procedimientos estalinistas, a los latinoamericanos nos constaba que movimientos revolucionarios como los de Cuba y Nicaragua, que tan singular importancia adquirieron para toda la zona, tal vez no habrían podido consolidarse sin la ayuda económica, la asesoría técnica y la provisión de petróleo de los soviéticos.

Curiosamente, esa contribución solidaria generó a la postre otro tipo de dependencia. Los sectores progresistas de América Latina estuvieron demasiado condicionados por la orientación que la Unión Soviética iba adoptando en los severos enfrentamientos de la Guerra Fría. Concluida inopinadamente esa dependencia con la disgregación de la Unión Soviética, el abrupto cambio generó crisis de diversa intensidad en los partidos satélites de todo el mundo, incluidos por supuesto los de América Latina. Como era previsible, los coletazos de tales reajustes alcanzaron al resto de las izquierdas. Ya es tiempo de preguntarnos si las consecuencias de la demolición soviética son positivas o negativas para los países latinoamericanos.

Son indudablemente negativas si se tiene en cuenta que la invalidación de la Unión Soviética y en consecuencia del Pacto de Varsovia, como conjunción militar de primer orden, deja a Estados Unidos, en ese terreno, como potencia hegemónica mundial, y América Latina ya sabe con creces qué significa esa supremacía para sus frágiles fronteras y precarias economías.

No obstante, también se puede especular sobre derivaciones positivas. A diferencia de la URSS, la CEI de Boris Yeltsin no muestra el menor interés por América Latina. Bastante preocupación ha tenido con la explosión de los nacionalismos y con disputarle a Ucrania y a Georgia los remanentes del ex Ejército Rojo. Si dejó abandonada a Cuba, con la que existía toda una tradición de intercambio y solidaria asistencia, menos le van a preocupar a Yeltsin los conflictos internos que la disolución de la URSS pueda haber provocado en partidos meramente subsidiarios. De modo que, no sólo para éstos sino para toda la izquierda latinoamericana, Moscú ha dejado de ser obligada referencia.

¿Qué puede significar este distanciamiento para la franja progresista de América Latina? Por lo pronto, es previsible que cada partido o movimiento o coalición de izquierdas, en un país determinado, llegue a la conclusión de que tanto su acción futura como la definición y el ajuste de su rumbo político deberá resolverlos por sí mismo o en alianza con sectores ideológicamente afines o de pragmática y recíproca conveniencia. Cabe recordar que las actitudes internas o externas de la Unión Soviética han sido, a través de los años, notorios factores de irritación dentro de la izquierda latinoamericana. Aunque los matices fueron múltiples, siempre existieron, por un lado, la tendencia que consideraba prioritaria la atención, poco menos que exclusiva, al contexto latinoamericano, y por otro, la propensión a defender, adoptar y aplicar casi religiosamente las posturas asumidas por la URSS. También el marxismo leninismo, como sostén ideológico, constituyó en esencia una frontera en la que siempre hubo escaramuzas.

No creo, sin embargo, que ni entre los marxistas más irreductibles ni entre los más encarnizados antimarxistas, abunden los lectores de
El Capital
. Tanto el marxismo como el antimarxismo se recibían como legados, casi como dogmas que no era necesario verificar ni desentrañar. Se era partidario o enemigo de sus consecuencias (lucha de clases, factores del salario, recurso de la huelga, etcétera) antes que de sus esencias. No es imposible que, de ahora en adelante, para la clase trabajadora el factor refinadamente ideológico pese menos en la adopción de tácticas y estrategias que la circunstancia concreta, esa que atañe directamente a sus necesidades y derechos, asumidos en la lucha diaria y a través de la propia historia del movimiento sindical. Por supuesto que ello no significa propugnar un analfabetismo doctrinario sino más bien clarificar el discurso teórico a fin de no apabullar al destinatario social con fórmulas intrincadas y poco menos que esotéricas.

Naturalmente, el gran riesgo es caer en el utilitarismo ramplón, algo así como una excrecencia del famoso mercado de consumo. Un aceptable objetivo, para los complejos tiempos que se avecinan, sería hallar una vía movilizadora que no caiga ni en un ideologismo exquisito ni en un pragmatismo de supermercado. Con mucha intensidad y probablemente con mayor eficacia que antes de la trepanación del Golfo y su posterior autopsia, las masas serán bombardeadas, ya no tanto por propagandas reblandecedoras como por hechos consumados (digamos, la intervención «humanitaria» en la destrozada Somalía). De todos modos, cuando pasen las explicables zozobras y vibraciones de los recientes sismos y cismas políticos, es posible que la gente (no la
jet society
sino la gente común y corriente, la que vive para trabajar y trabaja para vivir) empiece a comprobar, en carne y pellejo propios, que el capitalismo es cada vez más salvaje y menos filantrópico, más mezquino y menos indulgente.

Frente a perspectiva tan desalentadora, ¿qué factores podrían estimular un vuelco positivo en (y para) América Latina? Algunos son externos. Por ejemplo, la situación económica que hoy vive Estados Unidos, sitúa a nación otrora tan pujante ante una sorprendente emergencia. Las cifras que se manejaron durante la reciente campaña electoral fueron, no sólo para el ciudadano norteamericano sino para la opinión pública mundial, reveladoras del desastre. ¿Qué Nuevo Orden Internacional podría esperarse a partir de semejante Desorden Nacional? Al parecer, el presidente Bush y el Pentágono calcularon mal: creyeron que una victoria contundente y fácil en el Golfo (50 muertos propios contra 300 mil ajenos), ante un rival sin motivación ni envergadura, ahuyentaría para siempre los fantasmas de Vietnam, pero no tuvieron en cuenta que podrían ser sustituidos por otros fantasmas: los de la recesión económica. ¿Qué le importaba en definitiva a la sociedad norteamericana, que desde el parvulario ha sido educada en la exaltación del utilitarismo y el sagrado confort, que las tropas yanquis se cubrieran de problemática gloria en un remoto desierto y que incluso enterraran vivos en la arena a los desprevenidos soldados iraquíes, si en el mercado interno quebraban Bancos, cerraban fábricas, expiraban la Pan American y otras compañías aéreas, y, gracias a la nueva e idílica relación entre Este y Oeste, en las industrias bélicas crecía el número de parados en varios cientos de miles?

Por otra parte, si bien Estados Unidos sigue en posesión de la máxima fuerza militar, es obvio que no goza de una paralela hegemonía en el plano económico y no parece en condiciones de competir exitosamente con Japón o con una Europa liderada por Alemania. En el caso de que esa relación de fuerzas se consolide, no sería improbable que la Comunidad Europea, perdido ya el complejo de inferioridad frente a Washington y Wall Street, se dedicara por fin a mirar hacia América Latina, sin indiferencia y sin altivez. De todas maneras, alumbre o no una nueva disposición europea, América Latina debe asimilar que de ahora en adelante dependerá primordialmente de sí misma. Si vienen las ayudas o los convenios equitativos, sin intereses leoninos y sin ofensa a nuestras soberanías, mejor; pero si no vienen, tampoco es cosa de desesperarse. El nuestro es uno de los continentes más ricos, con mejor material humano, con rasgos culturales propios, con suelos fértiles y nobles subsuelos, con espacios verdes y patrimonios ecológicos (verbigracia, la codiciada y agredida Amazonia), gracias a los cuales la humanidad respira. ¿Por qué entregar toda esa fortuna natural a la codicia de los modernos conquistadores?

El Nuevo Desorden Internacional está provocando que unas naciones se reunifiquen y otras se disgreguen. Tal diversidad de síntomas genera graves contradicciones y afila nuevas mezquindades. Unos muros caen y otros se construyen con urgencia. Los neofascismos y xenofobias crecen y se multiplican. La circunstancia de que América Latina, por menosprecio o por simples medidas de «higiene» ideológica o racial, esté al margen de esos atolladeros, probablemente la ayude a hallar o confirmar su identidad, o más bien sus identidades, ya que, antes que una sola nación, como concibieron los románticos, América Latina es una federación de identidades; ojalá que, cuanto más matizadas, más unidas, y cuanto más unidas, más fuertes y creadoras. El promisorio futuro de nuestra América no reside en su falsa homogeneidad sino en la real y aceptada cercanía de sus heterogeneidades. En Europa, el repudio al diferente, al no semejante, envenena el futuro; América Latina, en cambio, parece estar llegando a la reconfortante convicción de que la paz es la aceptación del otro.

(1993)

Convalecencia del compromiso

Henri Bordeaux, un escritor francés que murió hace treinta años, acuñó una definición, tocante a la política, que tiene visos de dialéctica: «La política es la historia que se está haciendo, o que se está deshaciendo». Es decir, una historia de ida o de vuelta, pero en movimiento; de ningún modo extinguida, como varios decenios más tarde sentenciaría Fukuyama. El compromiso con la política sería, pues, una actitud frente a esa historia en movimiento. De ahí el riesgo que lleva implícito.

Ocurre sin embargo que de un tiempo a esta parte la historia no sólo se mueve, sino que además zigzaguea, trepida, patina, ondula, se estremece, y en consecuencia es casi imposible escoltarla, darle alcance. La pregunta pertinente sería tal vez con quién nos comprometemos: si con los que hacen la historia o con los que la deshacen. De cualquier manera, las modas pasan, los escombros quedan, y quizá por eso, y cada vez más, el compromiso requiera cierta dosis de osadía.

Obviamente, es más cómodo quedarse al margen y mirar, desde el apogeo o desde la inercia, cómo la historia se hace o se deshace. En cambio, siempre ha sido considerablemente más expuesto «desinsularizar la inteligencia», como alguna vez sugirió Marx. El compromiso sirve, entre otras cosas, para tender puentes al mundo, a la sociedad, y en definitiva al próximo prójimo. «Desinsularizarse» es también reeducar la soledad, vaciarla de egoísmo. Sin embargo, el compromiso tiene hoy mala prensa, no está de moda, tal vez porque mira y examina la historia (tanto la que va como la que viene) y hay toda una elite intelectual (que incluye no sólo a escritores sino también a psicólogos, sociólogos y comunicólogos) que ha decidido borrarla, desentenderse de ella. Aun ciertos personajes políticos, que deberían ser los
comprometidos
por antonomasia, si bien se exhiben como alternativa de futuro, recomiendan tachar el pasado, esa indiscreta franja que a menudo revela deslealtades o sencillamente falta de principios. No son amnésicos ni olvidadizos, sino conscientes, deliberados olvidadores. Deciden que no debemos tener «ojos en la nuca», que sólo hay que mirar hacia adelante, digamos como el rinoceronte; conviene recordar que el búho, en cambio, se las arregla para mirar no sólo hacia adelante sino también hacia atrás, y tal vez por eso tiene fama de sabio.

El compromiso es en principio un estado de ánimo, y aunque comúnmente se lo relaciona con el intelectual, es obvio que puede originarse en toda persona. Cualquier ciudadano puede estar tan comprometido con su medio social como un intelectual, pero curiosamente nadie habla de un albañil comprometido, de un ingeniero comprometido, de un deportista comprometido. Lo que ocurre es que en el intelectual el compromiso toma estado público, y además, puede (o no) reflejarse en su obra. El compromiso político de un ingeniero no se refleja (al menos, en forma directa) en la construcción de un puente o de una carretera, ni el del deportista en la obtención de un campeonato o una marca olímpica. Y en ese sentido, nadie los cuestiona. Por el contrario, en el caso de un artista o un intelectual, la crítica y aun el público vigilan la presencia o la ausencia del compromiso en cada una de sus obras.

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