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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Rescate en el tiempo (11 page)

BOOK: Rescate en el tiempo
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Pero su exhaustivo conocimiento del pasado lo había llevado a una peculiar desconexión con el presente. La repentina marcha del profesor había dejado a los demás componentes del proyecto apesadumbrados e inquietos; corrían descabellados rumores, sobre todo entre los estudiantes que aún no tenían la licenciatura: la ITC retiraría la financiación; la ITC convertiría el proyecto en una Medievolandia; la ITC había asesinado a alguien en el desierto y estaba en un aprieto. El trabajo se interrumpió; la gente no hacía más que hablar.

Finalmente Marek decidió convocar una reunión para sofocar los rumores y a primera hora de la tarde los congregó a todos en la tienda de campaña verde plantada junto al granero. Marek explicó que habían surgido ciertas discrepancias entre el profesor y la ITC, y el profesor había viajado a la sede de la ITC para aclarar el asunto. Marek aseguró que se trataba sólo de un malentendido, y quedaría resuelto en unos días. Dijo que permanecerían en continuo contacto con el profesor, quien se había comprometido a telefonearles cada doce horas; y añadió que el profesor regresaría en breve y todo volvería a la normalidad.

Sus palabras no sirvieron de mucho. La profunda sensación de inquietud no disminuyó. Varios universitarios insinuaron que hacía demasiado calor para trabajar, y que con aquella temperatura lo más indicado era ir a remar al río en los kayaks. Marek, percibiendo por fin el ánimo general, les dio permiso.

Uno por uno, los estudiantes de postgrado optaron también por tomarse el resto del día libre. Kate apareció con varios kilos de metal tintineando en torno a la cintura y anunció que se iba a escalar en el despeñadero situado detrás de Gageac. Preguntó a Chris si le apetecía acompañarla (para sostenerle las cuerdas, pues sabía que no practicaba el alpinismo), pero él tenía previsto ir a la caballeriza con Marek. Stern declaró que se marchaba a cenar a Toulouse. Rick Chang salió hacia Les Eyzles para visitar a un colega en el yacimiento paleolítico. Sólo Elsie Kastner, la grafóloga, se quedó en el granero, revisando documentos pacientemente. Marek le preguntó si quería ir con él.

—No seas tonto, André —contestó ella, y siguió trabajando.

El club ecuestre de las afueras de Soulllac se hallaba a seis kilómetros, y era allí donde Marek se ejercitaba dos veces por semana. En el rincón más apartado de un campo casi en desuso, había instalado una peculiar barra en forma de T sobre un eje giratorio. En un extremo de la barra pendía una especie de cojín cuadrado, y en el otro una bolsa de cuero piriforme que semejaba un saco de boxeo. Eso era el estafermo, un artilugio tan antiguo que ya mil años antes lo dibujaban los monjes en los márgenes de los manuscritos iluminados. De hecho, Marek había diseñado el suyo a partir de uno de esos dibujos.

Construir el estafermo había sido relativamente sencillo; mayores dificultades le había acarreado conseguir una lanza aceptable. Ésa era la clase de problema que se repetía una y otra vez en la historia experimental. Ni siquiera los objetos más simples y corrientes del pasado podían reproducirse en el mundo moderno. Y eso a pesar de que, gracias al fondo para la investigación concedido por la ITC, el dinero no suponía un obstáculo.

En tiempos medievales, las lanzas de torneo se modelaban en tornos de casi tres metros y medio de largo, que era la longitud habitual de una lanza de justador. Pero ya apenas existían tornos de madera de ese tamaño. Tras mucho buscar, Marek localizó en el norte de Italia, cerca de la frontera austriaca, un taller de carpintería especializado. Podían tornear lanzas de pino de las dimensiones especificadas, pero quedaron atónitos al saber que su pedido inicial era de veinte unidades. «Las lanzas se rompen —adujo Marek—. Necesitaré muchas». Para protegerse el rostro de las astillas que salían despedidas, acopló una malla metálica a la parte frontal de un casco de fútbol americano. Cuando montaba con ese casco, llamaba bastante la atención. Parecía un apicultor enloquecido.

Al final, Marek sucumbió a la tecnología moderna y encargó lanzas de aluminio a un fabricante de bates de béisbol. Las lanzas de aluminio permitían una sujeción más equilibrada y, pese a no corresponderse con la época, le producían una sensación de mayor autenticidad. Y como no se astillaban, podía usar un casco de equitación corriente.

Que era lo que llevaba puesto en ese momento.

A lomos de su caballo en el extremo del campo, Marek hizo una señal a Chris, que se hallaba junto al estafermo.

—¿Listo, Chris?

Chris asintió con la cabeza y colocó la barra en forma de T en posición perpendicular respecto a Marek. En cuanto Chris alzó la mano, Marek bajó la lanza y espoleó al caballo.

El ejercicio del estafermo era engañosamente sencillo. El jinete galopaba hacia la barra e intentaba acertar con la punta de la lanza en el cojín cuadrado. Si lo conseguía, hacía girar la barra, lo cual lo obligaba a picar de espuelas a su montura para evitar que la bolsa de cuero suspendida en el otro extremo de la barra lo golpeara en la cabeza. Antiguamente, como Marek sabía, la bolsa era un saco de arena con peso suficiente para derribar a un jinete; pero él se había limitado a darle el peso necesario para que administrara un doloroso correctivo.

En su primera carrera, atinó de pleno en el cojín, pero le faltó rapidez, y la bolsa lo alcanzó en la oreja izquierda. Tiró de las riendas y volvió al trote hacia el punto de partida.

—¿Por qué no pruebas tú una vez, Chris? —propuso.

—Quizá después —respondió Chris, colocando de nuevo la barra para la siguiente embestida.

Últimamente Marek había convencido a Chris en un par de ocasiones para que hiciera algún intento con el estafermo. Sin embargo sospechaba que Chris había accedido sólo por su reciente interés en las distintas facetas de la equitación.

Marek volvió el caballo, se irguió y cargó otra vez. Cuando empezó a adiestrarse en aquella técnica, dirigirse a todo galope hacia un blanco de unos diez centímetros de lado le resultaba asombrosamente difícil. Pero ya casi le había cogido el truco. Por lo general, daba en el blanco cuatro de cada cinco veces.

El caballo avanzó en medio de un atronador sonido de cascos. Marek bajó la lanza.

—¡Hola, Chris!

Chris se volvió y saludó con la mano a la muchacha que cabalgaba hacia allí. En ese momento Marek hincó la punta de la lanza en el cojín, y la bolsa de cuero giró, golpeando a Chris y tirándolo de bruces al suelo.

Chris yació inmóvil, aturdido, oyendo las carcajadas de la muchacha. Pero de inmediato ella desmontó y lo ayudó a levantarse.

—Perdona que me ría, Chris —dijo la muchacha con su elegante acento inglés—. Además, ha sido culpa mía. No debería haberte distraído.

—Estoy bien —respondió él, un tanto irritado. Se limpió el polvo del mentón y la miró, esforzándose por sonreír.

Como siempre, su belleza lo encandiló, pero más aún en aquel instante, iluminado desde atrás su cabello rubio por el sol vespertino de tal modo que su piel perfecta parecía resplandecer, realzando el color azul violáceo de sus ojos. Sophie Rhys-Hampton era la mujer más hermosa que Chris había conocido. Y la más inteligente. Y la más refinada. Y la más seductora.

—Ay, Chris, Chris —dijo ella, acariciándole la cara con sus dedos fríos—. No puedo menos que disculparme. Bueno, ¿estás ya mejor?

Sophie estudiaba en el Cheltenham College y tenía veinte años, cuatro menos que Chris. Su padre, Hugh Hampton, era un abogado londinense, propietario de una casa de campo que el proyecto alquilaba durante el verano. Sophie pasaba las vacaciones con unos amigos en una casa de las inmediaciones. Un día acudió para recoger algo de la biblioteca de su padre. Chris la vio y al instante tropezó con el tronco de un árbol. Lo cual, al parecer, había marcado el tono de la relación, pensó Chris con pesar.

—Me halaga tener ese efecto en ti, Chris, pero me preocupa tu seguridad —comentó ella, mirándolo. Se rió y lo besó en la mejilla—. Te he telefoneado esta mañana.

—Lo sé. Estaba ocupado. Ha surgido una crisis.

—¿Una crisis? ¿En qué consiste una crisis arqueológica?

—Ah, líos de financiación, ya sabes —respondió Chris.

—Ah, ya, con esa gente de la ITC. De Nuevo México. —Lo dijo como si fuera el fin del mundo—. Por cierto, ¿sabías que le hicieron una oferta de compra a mi padre?

—¿Sí?

—Según ellos, tendrían que alquilar sus tierras durante tantos años que les salía más a cuenta comprarlas —explicó Sophie—. Él se negó, claro.

—Claro. —Chris le sonrió—. ¿Cenamos juntos?

—Esta noche me es imposible, Chris, lo siento. Pero podemos salir a montar mañana. ¿Qué tal?

—De acuerdo.

—¿Por la mañana? ¿A las diez?

—Está bien —aceptó Chris—. Nos veremos a las diez.

—¿No interrumpiré tu trabajo?

—Ya sabes que sí.

—No me importa quedar otro día.

—No, no —contestó él—. Mañana a las diez.

—Hecho, pues —dijo Sophie con una sonrisa deslumbrante.

En realidad, Sophie Hampton era casi demasiado bonita, su figura demasiado perfecta, sus modales demasiado encantadores para ser auténticos. A Marek, sin ir más lejos, no le inspiraba la menor simpatía.

Pero Chris estaba fascinado.

Cuando Sophie se marchó, Marek volvió a cargar contra el estafermo. Esta vez Chris se apartó de la trayectoria de la bolsa giratoria. Cuando Marek retrocedía al trote, advirtió:

—Están jugando contigo, amigo mío.

—Puede ser —respondió Marek.

Pero la verdad era que le traía sin cuidado.

Capítulo 9

Al día siguiente Marek se hallaba en el monasterio, ayudando a Rick Chang en las excavaciones de las catacumbas. Trabajaban allí desde hacía semanas, y el avance era lento porque continuamente encontraban restos humanos. En cuanto advertían la presencia de huesos, abandonaban las palas y seguían buscando con paletas y cepillos.

Rick Chang era el antropólogo médico del equipo. Estaba especializado en el análisis de restos humanos; podía examinar un fragmento óseo del tamaño de un guisante y dictaminar si era antiguo o contemporáneo, si procedía de la muñeca izquierda o la derecha, de un hombre o una mujer, de un niño o un adulto.

Pero los restos humanos descubiertos allí resultaban desconcertantes. En primer lugar, sólo aparecían varones, y en algunos de los huesos largos se observaban indicios de heridas de guerra. Varios de los cráneos presentaban impactos de flecha. Ésa era la muerte más habitual entre los soldados del siglo
XIV
, a causa de un flechazo. Sin embargo no existía constancia de batalla alguna en el monasterio.

Acababan de encontrar algo que parecía un trozo de yelmo herrumbroso cuando sonó el teléfono móvil de Marek. Era el profesor.

—¿Cómo va? —preguntó Marek.

—De momento, bien.

—¿Se ha reunido con Doniger?

—Sí. Esta tarde.

—¿Y?

—Aún no sé qué pensar —respondió el profesor.

—¿Todavía insisten en seguir adelante con la reconstrucción?

—Bueno, no estoy seguro. Las cosas aquí no son exactamente como esperaba —dijo el profesor. Parecía distraído, preocupado.

—¿Y eso?

—No puedo hablar del asunto por teléfono. Pero quería avisarte de que no me pondré en contacto en las próximas doce horas, o quizá veinticuatro.

—Ajá. De acuerdo. ¿Va todo bien?

—Sí, André, todo bien.

Marek no quedó muy convencido.

—¿Necesita una aspirina? —Era una de sus frases en clave previamente acordadas, una manera de preguntar si ocurría algo en caso de que la otra persona no pudiera hablar con libertad.

—No, no. Nada en absoluto.

—Lo noto un poco distante.

—Más bien sorprendido, diría yo. Pero todo va bien. —El profesor guardó silencio por un instante—. ¿Y qué tal en el yacimiento? ¿En qué andas ocupado?

—Ahora estoy con Rick en el monasterio. Excavamos las catacumbas del cuadrante cuatro. Creo que llegaremos a las galerías subterráneas hoy a última hora o como mucho mañana.

—Excelente. Mantén en marcha los trabajos, André. Volveremos a hablar dentro de uno o dos días.

Y colgó.

Marek se prendió el teléfono móvil al cinturón y arrugó la frente. ¿Qué demonios significaba aquello?

El helicóptero pasó sobre ellos con las cajas de los sensores acopladas debajo. Stern lo había alquilado un día más para realizar barridos por la mañana y por la tarde; quería reconocer el terreno para ver hasta qué punto exactamente registraban los instrumentos la presencia de los restos arqueológicos mencionados por Kramer.

Marek sintió curiosidad por saber si tenía ya algún resultado pero para hablar con él necesitaba una radio, y la más cercana se hallaba en el granero.

—Elsie —dijo Marek al entrar en el granero—. ¿Dónde está la radio para comunicarse con David?

Como de costumbre, Elsie Kastner no le contestó. Siguió absorta en el documento que tenía ante ella. Elsie era una mujer de facciones agradables y complexión robusta, capaz de una intensa concentración. Permanecía allí sentada durante horas, descifrando la escritura de los pergaminos. Su tarea exigía conocer no sólo las seis lenguas principales de la Europa medieval, sino también abreviaturas, jergas y dialectos locales olvidados hacía mucho tiempo. Marek consideraba una suerte contar con su colaboración, pese a que mantenía una actitud distante respecto a los demás miembros del equipo. Y a veces se comportaba de un modo un tanto peculiar.

—¿Elsie? —repitió.

Ella alzó repentinamente la vista.

—¿Qué? Ah, André, perdona. Es que estoy…, en fin… un poco… —Señaló el pergamino extendido en la mesa—. Es una factura presentada por el monasterio a un conde alemán. Por alojarlo a él y su séquito personal durante una noche: veintinueve personas y treinta y cinco caballos. Con eso recorría el conde la campiña. Pero está escrita en una mezcla de latín y occitano, y la caligrafía es ilegible.

Elsie cogió el pergamino y lo llevó a la mesa de fotografía situada en el rincón. En ésta había una cámara montada sobre un soporte de cuatro patas, con luces estroboscópicas acopladas en todos los costados. Elsie centró el documento, añadió al pie el código de barras correspondiente, colocó bajo el ángulo inferior izquierdo una regla ajedrezada de cinco centímetros para determinar las dimensiones, y pulsó el disparador de la cámara.

—¿Elsie? —dijo Marek—. ¿Dónde está la radio para hablar con David?

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