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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (4 page)

BOOK: Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera»
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—Creo que aceptaré —dijo al fin.

—Y harás muy bien, Bolton —declaró el juez—. Ahora te dejo, pues debo preparar mi viaje. Esta noche ve a verme y te entregaré el dinero. En mi pequeño rancho tengo almacenadas mil balas de alfalfa seca. Te las cedo a cinco dólares cada una. No las encontrarás más baratas en todo Tejas. Con ese pasto podrás alimentar al ganado que vayas reuniendo y así no perderás el tiempo que necesitas para cazar bueyes. Luego, cuando liquidemos, me pagarás la alfalfa.

Animándose ante la perspectiva del gran negocio a realizar, Esley agregó con alegre sonrisa:

—Tú y yo haremos grandes negocios. Quién lo hubiese dicho hace ocho años, ¿verdad?

Viendo la sombra que pasaba por el rostro de Bolton, Esley se apresuró a agregar:

—Olvida el pasado. Te aseguro que nada de cuanto hice lo realicé por animadversión particular contra ti. Fue mi especial manera de entender mi deber, Bolton. Hasta la noche.

Los dos hombres cambiaron un apretón de manos, que por parte del juez fue, por vez primera, enérgico como el de un vaquero. Si acaso faltó en uno de los dos algún entusiasmo fue en Ralph Bolton, que no podía olvidar los años pasados en el correccional.

Al día siguiente, al emprender el viaje a California, vía Méjico, Esley iba haciendo deliciosos planes. Por fin, la suerte le favorecía.

Si en algún momento pensó en Dolores Ortiz no fue para sentir ningún remordimiento. ¿Por qué? Era lo bastante rica para que la pérdida de una buena parte de su fortuna no la afectase en lo más mínimo. Y, además, si él conseguía buscarle un marido y hacérselo aceptar, de aquel hombre podría obtener nuevos beneficios. Tal vez el mismo Bolton sería un elemento ideal para sus planes.

Capítulo IV: Encuentro bajo el árbol sin sombra

Una como nube de amarilla niebla avanzaba a ras de tierra por el desierto, elevándose lentamente y disolviéndose a quince o veinte metros del duro suelo sembrado de grisáceos manchones de resecas matas que ya parecían haber nacido muertas.

Seis hombres cabalgaban a ambos lados y detrás de la nube, y precediéndoles iba, cabeceando como un navío en mar difícil, una galera de fuertes ruedas y blanco toldo. La nave destinada a cruzar aquel mar de piedra era la residencia del cocinero, y detrás iban atados unos siete u ocho caballos.

A cada traqueteo, de la galera desprendíase el polvo acumulado en ella durante los largos días de viaje a través de Tejas, Nuevo Méjico y Arizona.

Desde su puesto de conductor de la manada, Ralph Bolton abarcó el ganado. No podía dársele el nombre de brillante ni de que su estado fuese bueno. Los animales, todos viejos, salvajes, huesudos, eran un exponente de la baja calidad que habían alcanzado en aquellos años de descuido. Gran parte los había reunido Bolton mediante su esfuerzo. Los demás los cazó con la ayuda de los hombres que le acompañaban, a excepción de unos quinientos que compró a bajo precio. En total la manada había sido, en un principio, de unos cinco mil seiscientos animales; pero durante el viaje habíase ido reduciendo y en aquellos momentos no pasaba de cuatro mil ochocientos. Suponiendo que sólo llegaran cuatro mil, aún ganaría lo suficiente para considerar aquello como un buenísimo negocio.

Mientras cabalgaba lentamente, siguiendo el cansino paso de los animales, Ralph Bolton iba reflexionando sobre los posibles proyectos del juez Esley. ¿Para qué podía necesitar aquellos animales? Y sobre todo, ¿para qué podía necesitarlos en California? Al fin, se encogió de hombros y dejó para otro momento la solución de aquel problema. Al fin y al cabo, no era cuenta suya lo que pensara hacer Esley.

El joven clavó la mirada en los ya próximos picachos de San Jacinto, cubiertos de eternas nieves que prometían un violento contraste con el desierto que había sido el último obstáculo importante en el penoso camino. El Valle de Coachella quedaba atrás. Palm Springs, donde el ganado se repuso de las penalidades sufridas, también quedaba atrás, y por el paso de San Gorgonio penetrarían en las ya mejores tierras, donde si algún animal se perdía sería más por la acción del hombre que por la dificultad del terreno. Luego vendría el ascenso hacia Los Ángeles y la entrega de las reses a los hombres que enviaría Esley.

Aquella noche, al fin, dejando a la izquierda el Pico de San Jacinto y viendo a lo lejos, a la derecha, el Pico de San Gorgonio, se acampó en un territorio surcado por infinitos arroyos, de tierra húmeda, herbosa, cubierta de flores de suave caricia, tan distintas de las que vieron crecer en los cactos y mezquites del desierto, cuya hermosura quedaba anulada por las espinas que las rodeaban.

Cinco días después llegaban a Pomona, meta fijada por Esley para la terminación del viaje. Reuniendo a sus hombres, Bolton anunció:

—Tendréis que aguardar aquí unos días en tanto que yo voy a entrevistarme con el comprador. Ordenad bien el ganado y contadlo lo más exactamente posible.

Dos días después de separarse de su gente, Bolton entraba en San Alfonso del Río Cristales. Nunca había sido aficionado a beber demasiado alcohol, pero tampoco rechazaba una copa cuando la ocasión lo exigía. Y pocas ocasiones más indicadas que aquella que representaba la culminación de un penosísimo viaje a través de los peores desiertos del Sur y del Norte de América. Dejando su caballo atado ante la taberna que ostentaba el marítimo nombre de «La Sirena», Bolton entró en el local y pidió, ante todo, un gran vaso de agua.

—Para empujar abajo el barro —explicó al tabernero.

Luego llenó un par de vasitos de whisky y los vació lentamente.

—¿Viene de muy lejos? —preguntó el tabernero.

—De bastante lejos —replicó Bolton.

—Los pantalones son tejanos —sonrió el propietario del local, señalando los característicos pantalones a rayas grises y negras, y las más características botas, con la estrella en la parte superior delantera.

—Seguro —admitió Bolton—; pero no tengo interés en explicarle adonde voy ni de dónde vengo.

—Veo que viene de lejos; pero en California somos bastante curiosos. Mucho más que en Tejas. Tal vez porque aquí es menos peligrosa la curiosidad.

Bolton se echó a reír y tiró un dólar de plata sobre el mostrador, guardó el cambio y abandonó lentamente el local, seguido por la curiosidad del tabernero y de algunos de los pocos clientes que se encontraban aquella mañana allí.

Al salir de la taberna Ralph Bolton iba tan distraído que estuvo a punto de tropezar con una mujer que pasaba frente al establecimiento. Al contenerse dio un paso en falso y casi cayó al suelo. Durante un par de segundos osciló como una pila de platos demasiado alta y al fin, para no caer, tuvo que apoyar una mano en el hombro de la mujer que estaba ante él.

—¡Borracho! —dijo, despectivamente, Dolores Ortiz, apartando la cabeza de la bocanada de vapores alcohólicos que la asaltó. Luego, con un brusco movimiento, apartó la mano de Bolton.

Éste, recobrada ya la estabilidad, miró asombrado a la joven. Era la primera mujer que encontraba merecedora de este nombre desde su salida de Tejas. Era la única cara bonita que había hallado en todas las interminables semanas transcurridas desde que abandonó San Juan, y ciertamente, no podía enorgullecerse de cómo le había acogido su propietaria.

Por su parte, Dolores vio ante ella a un hombre de camisa destrozada y sucia de sudor y polvo, de sombrero deforme, de pantalones mal remendados, de botas sin lustre, de chaleco desgarrado y cuya única nota de limpieza y cuidado eran los dos revólveres que pendían de su cinturón canana. Un descolorido pañuelo aparecía anudado en torno a su cuello y las tres cuartas partes de su rostro desaparecían tras una enmarañada barba de mes y medio. Si a esto se añadía el hálito de licor que emanaba del para ella desconocido, no es de extrañar su reacción.

Antes de que Bolton pudiera decir nada, Dolores dio media vuelta y reanudó su marcha. A pesar de vestir un sencillísimo traje de percal y de cubrirse la cabeza con una papalina de la misma tela, estaba tan bonita que el tejano la siguió con admirativa mirada. Sólo cuando estuvo a casi medio centenar de metros de él y la vio entrar en un importante almacén general se dio cuenta Ralph de que no había pronunciado ni una palabra y de que había dejado escapar a aquella linda mujercita con la impresión de que había estado frente a un vulgar borracho.

Una alegre sonrisa abrióse paso a través del abundante vello de su rostro y al mismo tiempo llegó a una decisión.

—Si he asustado a esa niña, también asustaría a cualquiera —murmuró Bolton—. Será cosa de cambiar un poco de aspecto.

Hundiendo la mano en el bolsillo donde guardaba el dinero sacó una cartera atada con un cordón de cuero y contó los billetes que aún le quedaban.

—Hay bastante —dijo.

Recorrió en un momento con la mirada la calle principal de San Alfonso y no tardó en descubrir lo que le interesaba: una sastrería y una barbería adjuntas a una casa de baños.

Cruzando la calle entró en la primera y, tras una ligera discusión con el mejicano propietario de la sastrería, eligió unos pantalones nuevos, unas botas también nuevas, ropa interior, camisa, sombrero y un chaleco de cuero, así como un nuevo pañuelo para el cuello y otros dos para el bolsillo.

—Empaquételo todo —encargó—. Antes de vestirme quiero bañarme.

Cargado con el paquete que contenía la ropa nueva y llevando en la mano el blanco Stetson que acababa de adquirir, Bolton salió a la calle y entró en el establecimiento de baños. No era, desde luego, un local digno de competir con las famosas termas romanas, y la bañera era simplemente medio gran barril, cuya otra mitad debía de servir para el mismo fin en otra parte del establecimiento. Pero lo importante era el agua caliente y el jabón, y como de ambas cosas había abundancia, Bolton se sintió al cabo de una hora un hombre enteramente nuevo y feliz, aunque no pudo dejar de sentir cierta vergüenza al contemplar el agua que quedaba en la
bañera
y cuyo tinte era una acusación casi palpable.

Vestido con el traje nuevo, y dejando las prendas viejas como regalo al chino que le había ayudado a quitarse tanta mugre, Bolton pasó a la barbería, donde se despojó de la enmarañada barba, de gran parte de su cabellera, y de la cual salió fresco y perfumado, completamente distinto al que había entrado allí.

Llevando su caballo a una cuadra que le fue indicada por el peluquero, lo hizo lavar y arreglar, y entretanto buscó la casa donde le había citado Esley.

El juez, que había logrado su traslado de Tejas a California y que ejercía ahora su cargo en San Alfonso, le saludó cordialísimamente.

—Me alegro de verle, Bolton —dijo—. Llega en el día y la hora prometidos. ¿Cómo fue el viaje?

—Bien. Tengo el ganado en las afueras de Pomona.

—¿Cuántos animales han llegado? —preguntó ansiosamente el juez.

—Pasarán algo de los cuatro mil quinientos, aunque en realidad al llegar a Pomona calculé que teníamos unos cuatro mil setecientos. Desde luego, no espere recibir bestias en muy buen estado.

—No importa, no importa —declaró Esley—. Lo verdaderamente importante es que haya llegado. Supongo que necesitarás dinero, ¿verdad?

—Tengo que pagar a los vaqueros que me han acompañado. Son seis y les prometí un total neto de mil dólares a cada uno. Ya sé que es mucho; pero elegí a los mejores hombres que había disponibles. Lo que he hecho con ellos no lo habría podido realizar con quince vaqueros corrientes. Merecen los mil dólares.

—Desde luego, desde luego —sonrió Esley, que parecía muy satisfecho—. Te acompañaré a Pomona y en cuanto vea el ganado te entregaré diez mil dólares a cuenta, y es posible que contrate a tus hombres para otro trabajo. Ahora vete al Hotel California y aguárdame allí. Dentro de cuatro horas te iré a buscar y emprenderemos el viaje a Pomona.

Cuando Bolton salía del despacho de Esley se cruzó con Dolores Ortiz. La joven le miró un momento, pero sin reconocer en él al «borracho» con quien había tropezado un par de horas antes. Bolton quiso decirle algo, pero la muchacha parecía tener prisa y antes de que el vaquero pudiese hablar penetró en el despacho particular de Esley, sin tomarse la molestia de anunciar su visita.

—Buenos días, Lolita —saludó Esley poniéndose en pie al ver entrar a su pupila—. Llegas en buen momento.

—¿Ocurre algo? —preguntó Dolores.

—No, nada malo; sólo quería anunciarte que hoy me marcho para ultimar los detalles de una venta de ganado inferior y adquirir en cambio una partida de mejor calidad. Estaré unos cuantos días fuera. ¿Necesitas algo?

Dolores expuso el insignificante motivo de su visita. Había empezado a comprar sin límite, olvidando que sus disponibilidades de dinero estaban limitadas.

—Cuando me di cuenta de lo que había gastado, vi que no podía pagarlo, pues sólo saqué veinticinco dólares de casa. Necesito quince más.

Ezequiel Esley abrió el cajón central de su mesa y tendió veinte dólares a la joven.

—¿Tienes bastante? —preguntó.

—Sí, desde luego. ¿Cuándo se marcha?

—Esta tarde o esta noche. Seguramente no nos veremos.

Cuando la joven hubo salido, Esley sacó de otro cajón un gran libro de caja y anotó la entrega del dinero. Si alguna vez el botarate de don César de Echagüe quería examinar los libros, los encontraría en perfecto orden, pues hasta el último centavo que se gastaba era anotado por él en el correspondiente libro, y de esa forma su actuación como tutor quedaría como modelo de irreprochable administración.

Al llegar a este punto, Esley soltó una carcajada y cerrando el libro lo guardó; luego, poniéndose en pie, alcanzó el sombrero de copa que tenía sobre una mesita llena de legajos y libros y abandonó su despacho, cerrándolo con todo cuidado.

Tres horas después Ralph Bolton era arrancado de un profundo sueño por la noticia de que el señor Esley deseaba verle. El joven se lavó la cara, arrancándose el sueño que tenía aún prendido en los ojos y descendió al vestíbulo, donde le esperaba el sonriente Esley, cuyo aspecto era el de un hombre muy satisfecho.

—Ya está todo arreglado, Bolton —anunció Esley—. El ganado ha sido aceptado y debes llevarlo a San Francisco. Ya sé que es un viaje un poco largo y difícil; pero el precio de venta será mejor allí que en Los Ángeles. Bordea la ciudad por el norte y alcanza la carretera de la costa. Deberás antes detenerte cerca del rancho Ortiz y recoger una partida de ganado que ya se te tendrá dispuesta. Se trata de unas cinco mil cabezas de excelentes reses.

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