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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

Sin tetas no hay paraíso (7 page)

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Aunque los nuevos narcos no eran menos desafiantes que los miembros de los desmantelados carteles de Medellín y Cali, sí eran más cautelosos, menos ostentosos y se podría decir que más inteligentes y más escurridizos. No repetían ya, por ejemplo, la historia del narco que no fue aceptado en un prestigioso club social de la ciudad de Cali y que en un ataque de soberbia mandó a construir un club idéntico para él solo en una de sus fincas. Ni la historia de otro narco que mandó a construir en Caquetá, departamento enclavado en las selvas colombianas, una plaza de toros utilizando los mismos planos arquitectónicos de la plaza de toros de «Las Ventas» de Madrid, España. Ni la historia de un capo que mandó a construir en una de sus propiedades una réplica exacta, pero a escala de la Casa Blanca de Washington. Ni la historia del mafioso que le mandó a poner aire acondicionado y hasta una obra de Picasso a sus caballerizas. Ni la historia de otro mafioso que mandó a colgar en el portal de su finca la avioneta con la que coronó su primer cargamento. Finca que además poseía, para la diversión de los hijos del narco, un zoológico con especies de los cinco continentes que envidiaría cualquier capital de una potencia mundial. Ni la historia de un narcotraficante que quería comprar más de dos millones de hectáreas de terreno para construir una carretera particular que saliera de Pacho, un municipio de Cundinamarca en el centro del país y terminara en el mar, luego de recorrer cerca de 1000 kilómetros. Ni la historia de un traqueto que compró varios chalecos antibalas y resolvió probarlos contra la humanidad de su mayordomo a quien destrozó con balas de fusil Galil para luego exclamar: —¡Qué malos! A lo que el vendedor repostó: —Le advertí patrón que sólo resistían balas de revolver y pistola.

Tampoco se desplazaban en aviones privados a lo largo y ancho del país. Ya no instalaban grifos de oro en sus baños ni construían piscinas olímpicas, y discotecas en sus casas. Renunciaron, también, a poseer equipos completos de fútbol profesional para coleccionar títulos, porristas para sus fiestas y jugadores talentosos para las fotografías de sus álbumes familiares o para lavar dólares vendiéndolos al exterior por la mitad del precio declarado.

Tampoco regalaban, ya, barrios enteros y no participaban en política regalando motores fuera de borda, motocicletas y dinero a sus electores y despertando la ira de los políticos profesionales que veían en ellos una seria amenaza para sus curules.

Aunque seguían siendo inmisericordes y despiadados matones como los de antaño, los nuevos narcos no ambicionaban la tierra de manera tan obsesiva como lo hacían los antiguos capos de los carteles de Medellín y Cali. A ellos los motivaba más la empresa, la inversión de riesgo, la capitalización, la rumba, los relojes costosos, acostarse con modelos y actrices, las propiedades en el exterior y las cuentas secretas en Suiza, Islas Caimán y Panamá. Ya no compraban carros de cien mil dólares en efectivo transportados en tulas de lona. Ahora preferían los carros de gama media y los pagaban con créditos bancarios para no despertar sospechas entre las autoridades.

Pertenecían a una generación más preparada que la de los narcos que iniciaron el negocio en Colombia y, por lo mismo, diseñaban mejor sus estrategias para lavar sus capitales y legalizar sus enormes ganancias. Para ello contaban con expertos en finanzas, preparados en las mejores universidades del mundo y con estrategas militares importados de la antigua Unión Soviética como lo demuestra el hallazgo de varios submarinos encontrados en las costas del departamento de Nariño, en el municipio de Facatativa y en la Guajira, fabricados con tecnología rusa. Uno de esos sumergibles, el hallado en Facatativa, a escasos 30 kilómetros de Bogotá, tenía una capacidad para transportar 10 toneladas de cocaína. Pero no causaba más asombro su gran capacidad de carga y su tecnología para desplazarse por las profundidades del océano sin ser detectado por los radares gringos, que el hecho de estarlo construyendo a 2600 metros sobre el nivel del mar y a más de mil kilómetros de distancia del lugar donde debía ser botado, para luego empezar sus travesías que consistían en llevar la droga desde los muelles de embarque hasta los buques anclados en alta mar.

Aparte del osado y novedoso método de sacar la droga del continente en submarinos a prueba de radares fabricados en sus propios astilleros, los narcotraficantes alcanzaron su máxima hazaña y atrevimiento al enviar la droga a los Estados Unidos con soldados de ese país, irónicamente instalados en territorio colombiano para combatir a los carteles de la droga y lo que es peor, en aviones con bandera estadounidense. Eso sucedió en la primavera del año 2005 y el hecho llenó de vergüenza e indignación al Gobierno del país del norte empeñado, aunque equivocadamente, en acabar este flagelo que estaba acabando con la salud mental de millones de jóvenes en todo el mundo. Pero este no fue el único hecho mediante el cual los narcos se vengaron de las extradiciones a las que estaban siendo sometidos por los gringos. En alguna ocasión sucedió que un militar de ese país envió droga en las valijas diplomáticas que salían de la Embajada de los Estados Unidos con sede en Bogotá, amparado en su relación sentimental con una funcionaria de esa representación consular. Desde luego casos aislados que no comprometían al gobierno de ese país, pero que sí dejaba en claro que cuando el dinero en cantidades no despreciables está de por medio, nada es imposible para los narcotraficantes empeñados en burlarse de sus peores enemigos, para mitigar en parte las humillaciones y los grandes golpes que aquellos les estaban infringiendo con la ayuda económica y militar que les brindaban a los gobiernos de Colombia.

Sin embargo, los sobornos en esta etapa del narcotráfico eran más selectivos y el cuidado de sus laboratorios y cultivos estaba a cargo, según la zona geográfica, de la guerrilla o de los paramilitares, grupos que justificaban este contradictorio accionar en la premisa de no dar ventaja al enemigo, ya que ambos conseguían con los monumentales ingresos de esta actividad ilícita, el dinero suficiente para comprar las armas que les garantizaran su permanencia en la guerra sin sentido que desangraba a la patria y que ya cobraba la vida de más de un millón de personas desde los años 60 y el desplazamiento de 3 millones de colombianos desde los años 80. Ningún otro país del mundo vería caer asesinados en un lapso de 9 años, entre 1986 y 1995, a cinco candidatos presidenciales: Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo y Álvaro Gómez Hurtado quienes se atravesaron con valentía en el camino de los osados y soberbios narcotraficantes de los carteles de Medellín y Cali.

Capítulo 3

El final de la flor

Catalina y Albeiro se encontraban discutiendo, de nuevo, en la sala de su casa, cuando Yésica se apareció en la puerta, pálida del susto, y la llamó con señas. Albeiro se opuso a que saliera, pero como siempre, Catalina pasó por encima de su voluntad y corrió hacia la calle a escuchar la noticia que por largas semanas estuvo esperando:

—¡Marica, llegó Mariño de México! —Le dijo con la garganta seca y los ojos desorbitados.

De inmediato, por la mente de Catalina se cruzaron varias imágenes. Una, la de la operación de sus senos, otra, la de un brasiere inmenso donde ella se columpiaba, aunque triste y una más, la de su cuerpo bailando al viento con una blusa escotada que se robaba la mirada de un sinnúmero de hombres con la boca abierta. Al volver a la realidad saltando de la dicha, pero con un dejo de tristeza en el fondo de su alma, empezó a tejer todo tipo de preguntas. Que a qué horas llegó, que dónde estaba, que como se enteró de su llegada, que cómo lucía, que si era simpático, que si con él sí podría conseguir los 5 millones de pesos de la operación, que cómo iban a hacer para encontrarse y que Albeiro no se podía enterar de nada o la mataba, a lo que Yésica contestó con el mismo desorden. Que acababa de llamarla, que venía coronado y por ende luqueado, que el man no era ni tan feo ni tan simpático y que le había pedido que le alistara un par de nenas bien lindas y bien buenas, que se vieran mañana por la noche porque el día lo iba a dedicar a arreglar cuentas con sus jefes y que no se preocupara por que el bobo del Albeiro no se iba a enterar de nada, que cómo se le ocurría tal cosa y que le daba rabia que se lo advirtiera.

Pero Albeiro no necesitaba que alguien le contara que su novia, o al menos la cabeza de su amada, andaba en malos pasos. Desde la ventana de la casa y ocultando su humanidad detrás de una sábana, que oficiaba como cortina, observaba con extrañeza y profunda sorpresa los gritos y los saltos que daba Catalina cada vez que Yésica le decía algo. Sólo la imagen de doña Hilda caminando empijamada hacia la cocina lo distrajo.

Cuando entró a su casa en estado de absoluta contentura, Albeiro ya había vuelto a su puesto del sofá de la sala, disimulando lo que acababa de ver, pero muerto de rabia por dentro al presentir que la niña de sus ojos se le esfumaba sin remedio y a pasos incontenibles. Por eso no supo si acosarla con rabia para que le dijera lo que Yésica le había manifestado o manejar la situación con inteligencia. Supuso que si la ponía contra la pared para que le contara lo que pensaba hacer, ella se iba a llenar de motivos para sacarlo de su vida y por eso optó por lo segundo:

—Cómo me gusta verla contenta, mi amor, —le dijo en perfecta actuación y con total hipocresía a lo que Catalina respondió con un beso, un abrazo y una razón tan hipócrita como la expresión exhalada por su novio.

—¡Es que me salió un puesto, mi amor, voy a trabajar!

Albeiro no se pudo contener y protestó. «Para qué un puesto si usted está muy pequeña para irse a trabajar». «Quién putas le está ofreciendo trabajo». «No se confíe porque esa persona sólo quiere aprovecharse de usted». Que de seguro algún abogado pervertido la quería emplear de secretaria para «comérsela» el día del pago de la primera quincena. Que más bien siguiera estudiando juiciosa que él, a pesar de sus limitaciones, le podía regalar, de vez en cuando, para que comprara sus cositas. El problema es que Albeiro se refería como «cositas» a una gaseosa, una empanada, un paquete de papas fritas, unas toallas higiénicas, alguna blusa de promoción, un caimán para amarrarse el pelo, un afiche de Shakira, Carlos Vives o Juanes, una pulsera de semillas de algún árbol, un sobre de champú, un cinturón, una hebilla, algunas otras galguerías y el dinero para el transporte. Pero Catalina pensaba en otras cositas, algo más, mucho más, definitivamente más costosas, como su operación de busto, ropa de marca, perfumes finos, mercados de tres carros para su mamá, carro para ella y un apartamento como el de las Ahumada, como mínimo, si llegaba a convertirse en la novia de Mariño.

Había dos problemas en todo esto. El primero, que Catalina sentía un amor sublime por Albeiro y el segundo, que doña Hilda no la iba a dejar escaparse un fin de semana con Mariño sin una explicación convincente. El primer problema lo resolvió echando mano de su remordimiento y su cargo de conciencia por lo que le iba a hacer a Albeiro. Por eso le perdonó sus cantaletas, le recibió con cariño y disimulo las migajas de dinero y los pequeños y baratos detalles que con gran esfuerzo le daba; se volvió más cariñosa con él y le prometió rebajar en tres años el plazo para entregarle su virginidad.

Albeiro, al que ahora lo separaban algunos meses de la dicha de poseerla, creyó ganar el cielo y aceptó todas las condiciones de su pequeña y manipuladora novia. Incluso le dio permiso y un poco de dinero para que se fuera el fin de semana con sus amigas de curso a un paseo. Hasta intercedió ante doña Hilda para que la dejara ir, apelando a su doble condición de novio y papá:

—¿Usted cree, suegra, que si yo desconfiara de Catalina le daría permiso para que se fuera por allá? ¿Usted cree, doña Hilda, que Catalina es capaz de defraudarnos a usted y a mí que la queremos tanto? ¿Usted desconfía de la educación que le ha dado a su hija, doña Hilda? ¿Usted considera que Catalina es una niña loca como para no dejarla ir al paseíto? ¿Entonces por qué no la deja ir? ¡Mire que ella ha estado muy juiciosa últimamente! ¡Mire que la niña necesita salir, desaburrirse, conocer el mundo! ¡Mire que las amigas de Cata son niñas muy sanas! ¡Mire que si la encierra va a ser peor! ¡Mire que a mi hermanita, mi mamá no la dejaba salir sola ni a la puerta y sin saber cómo, ni cuándo, ni en dónde resultó embarazada!

Doña Hilda aceptó el arsenal de argumentos de su yerno, pero aclaró:

—Está bien, que se largue, pero que después no me vaya a salir con cuentos raros.

Luego se arrepintió de darle el permiso y le agregó una serie de condiciones y consideraciones: ¿Y no puede ir con su hermano? ¿Qué tal que me le pase algo? ¿Qué tal que esas niñas se emborrachen y me la dejen sola? ¿Qué tal que me le enseñen cosas raras? ¿Qué tal que aprenda groserías y Dios no lo quiera hasta a fumar? Sí, es mejor que vaya con el Bayron. Si es así, la dejo ir, si no, no.

Llorando por las imposiciones de su madre, Catalina le dijo que si tenía que llevar a Bayron entonces que mejor no iba, que gracias por desconfiar de ella y que eso le pasaba por pendeja por ponerse a pedir permiso en vez de engañarla o escaparse con sus amigas sin decirle nada o irse con ellas inventándole mentiras. Que no se le hiciera raro si la próxima vez no amanecía en su cama, porque lo que era ella, jamás se iba a poner a hacer las cosas al derecho como en ese momento las estaba haciendo y que…

En ese instante, doña Hilda la interrumpió, convencida de que su hija tenía razón y la dejó ir.

—Está bien, vaya, pero mucho juicio, —le dijo y agregó, —Se me porta bien, mucho cuidado con ponerse a loquear y si le llega a pasar algo, después no diga que no le advertí.

Catalina le agradeció a Albeiro el favor de convencer a su mamá de dejarla ir al paseo, metiéndolo en su cama, la mañana del día siguiente, después de que doña Hilda se marchó al mercado y Bayron al colegio o al billar según su estado de ánimo. Esa mañana de lluvia con las gotas de agua golpeando con alegría sobre el tejado, Catalina le entregó a Albeiro un anticipo de lo que iba a pasar en algunos meses cuando cumpliera los quince años, después de besarlo a lo ancho y largo de su humanidad.

Albeiro respondió proponiéndole matrimonio. Catalina le dijo que sí, pero que para eso tenían que esperar un tiempo porque ningún cura la iba a casar con la edad que tenía. Albeiro le dijo que para amarse no necesitaban la bendición de ningún cura y le propuso que se fueran a vivir juntos. Le juró amor eterno, le juró fidelidad a toda prueba. Le dijo que tenía unos ahorritos como para arrendar una habitación y comprar un colchón con sus almohadas y sábanas completas. Que, como ella sabía, él no era rico, pero que iba a trabajar muy duro en la vida para darle todo lo que ella necesitara, para darle un par de hijos y criarlos con buenos principios y mucho amor. Que si el Deportivo Pereira clasificaba para las finales podían pensar en salir a pasear cada diciembre a las termales de Santa Rosa, a la Feria de Manizales y por qué no, ahorrando un poco más, al Parque Nacional del Café en Armenia. Catalina, que tenía en mente viajes a Miami, París, Argentina o cuando menos San Andrés o Cartagena, le dijo que la dejara pensar y le agradeció con besos apasionados y sinceros su disposición a entregarse a ella para la toda la vida.

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