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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (6 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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Almodis se retiró a sus estancias para preparar las galas que debería lucir durante la cena. Mientras sus criadas la atendían, ella se abandonó a sus pensamientos, y sabiendo quién era el visitante recordó la profecía que había tenido siempre presente a lo largo de su azarosa existencia.

Aunque los sucesos databan de veintidós años atrás, los recordaba tan vivamente como si hubieran acaecido el día anterior.

La ciudad había amanecido cubierta por un blanco manto de nieve que desfiguraba el perfil de las cosas. Los copos caían lentos y dubitativos, flotando en el aire como plumas de cisne. Almodis se asomó al ventanal de su habitación y fue consciente de que el paisaje que veían sus ojos, y que había sido durante doce años su único escenario, iba a cambiar definitivamente a partir de aquel día. Alzó la vista hacia la torre del campanario de la iglesia mayor, atraída por el alegre repiqueteo de los bronces que parecían celebrar su matrimonio con Guillermo III, futuro conde de Arles y observó cómo las gárgolas de hielo parecían derramar lágrimas de agua sobre los tejados de las casas vecinas, sollozando por su despedida. En su alma se enfrentaban una legión de sentimientos encontrados. De una parte la añoranza de una niñez que se alejaba sin remisión, llevándose consigo los dulces paisajes de su amada región, los juegos infantiles con sus hermanos, los caudalosos ríos, sus maravillosos atardeceres, los dorados trigales y las cabalgadas en primavera por los espesos bosques. Una voz interior le decía que todas aquellas sensaciones pasarían, desde aquel mismo día y en cuanto pronunciara las obligadas palabras de su compromiso, a ocupar un lugar querido pero cada vez más lejano en los arcanos de sus más íntimos recuerdos. Sin saber por qué, tales pensamientos la deprimían. En cambio, un aura de esperanza parecida a un arco iris que se perdía en el horizonte le auguraba grandes momentos que sin duda se aprestaba a vivir y que colmarían su espíritu aventurero. En aquel instante recordó el extraño episodio que había vivido una tarde de aquel invierno. Había salido al bosque en compañía de su hermano Adalberto a montar por vez primera a su yegua Hermosa. Cuando por la mañana la vio enjaezada esperándola en el patio de armas del castillo como regalo de tan significado día de parte de su padre Bernardo de la Marca, su tierno corazón brincó de contento. Era blanca como la nieve que en aquel momento estaba cayendo, la cabeza pequeña, la mirada inteligente y los cuatro extremos de sus patas, negros como mitones. Presintió que nacía una extraña simbiosis entre ella y el animal. La tarde era perfecta: la luz se filtraba entre el ramaje del bosque repleto de carámbanos creando enigmáticas figuras de una extraordinaria belleza. Un céfiro blando, huésped eterno de aquellos pagos, silbaba en sus oídos propiciado por el suave galope de la yegua. Adalberto, que corría tras ella, apenas podía darle alcance, así que Almodis detuvo al animal para aguardar a su hermano. La yegua irguió las orejas, relinchó suavemente y arañó el boscaje con su pata diestra; su hermano, con un fuerte tirón de bridas, detuvo su montura junto a ella.

—¡Mira! ¡Allí, Almodis!

Alzó la mirada y a menos de media legua divisó una fina columna de humo blanquecino que ascendía perezosa hacia el cielo; jamás hasta aquella tarde, pese a haber recorrido muchas veces aquel trozo de bosque, habían observado los hermanos nada parecido.

—Vamos, hermano, veamos qué habita en nuestro bosque.

Lo de «nuestro» era adecuado: ambos consideraban aquel reducto como una propiedad. Sin dar tiempo a que Adalberto pusiera objeción alguna, azuzó a su yegua y ésta partió como el viento en la dirección adecuada.

Al llegar a las proximidades del claro de donde procedía el humo, desmontaron, y tras atar sus cabalgaduras a una de las ramas bajas de un alcornoque prosiguieron a pie su inspección con sumo sigilo. La progresión fue lenta: Adalberto iba en cabeza cuidando de no dejar excesivamente atrás a su hermana; ella avanzaba más despacio porque la maleza le trababa las sayas. Era como si cientos de manos trataran de impedir que el éxito coronara su intento. Finalmente una autoritaria señal de la diestra de su hermano la detuvo en seco: el muchacho había separado las ramas que impedían la visión y observaba atento lo que la floresta había ocultado con tanto celo. Almodis dio los últimos pasos hasta llegar a la altura del muchacho y se acuclilló a su lado para observar mejor. A unas cuarenta brazas de donde se hallaban se podía ver un gran árbol en el que, a una considerable altura sobre el suelo, en el cruce de tres frondosas ramas, se alzaba una cabaña hecha con troncos, brezos, ramas y hojarasca y por cuya primitiva chimenea salía la columna de humo que había requerido su atención. Todavía no habían tenido tiempo de tomar decisión alguna cuando la cortina que guardaba la entrada de tan curioso refugio se abrió, y del interior de la peculiar choza asomó un hombrecillo que no alzaría una cuarta del suelo y cuyo leve y curvo cuerpo se sustentaba sobre dos cortas piernecitas. Vestía una camisola de un desvaído tono pardusco ceñida a la cintura mediante una soga, y cubría sus cortas extremidades con unas ajustadas calzas, breves como un suspiro, amarradas a sus flacas pantorrillas por sendas cintas de piel que morían en unos diminutos borceguíes; una zamarra de piel de cordero abrigaba su torso y su larga cabellera, tan enmarañada como la barba, le caía sobre la arqueada espalda. Recordaba Almodis que Adalberto le dio un leve codazo y que llevó a sus cerrados labios el dedo índice pidiendo silencio. El enano, impertérrito, se giró hacia ellos, y alzando una aguda voz que estaba en patente consonancia con su cuerpo, habló alto y claro.

—Enaltecidos señores, estáis en los dominios del amo de este bosque. Sean bien recibidos si venís en son de paz y que el infierno se os trague si vuestras intenciones son aviesas y el mal anida en el fondo de vuestros corazones.

Adalberto se quedó mudo, pero ella salió de su escondite y avanzó hasta situarse en el claro y a los pies del gran árbol.

—¿Sabes quién soy?

—Almodis de la Marca, la joven condesa de estos pagos, cuya evidente curiosidad la ha conducido hasta mis territorios y que acude hasta aquí acompañada de su hermano, al que invito a salir de la espesura y a mostrar su rostro.

Almodis vio que Adalberto salía del bosque y se acercaba a su lado, más asustado de lo que quería reconocer.

—¿Y quién eres tú?

—Como podéis colegir, sé más yo de vos que vos de mí. Pero conversaremos mejor si hacéis la merced de aceptar la hospitalidad de mi palacio.

Diciendo estas palabras el enano desenganchó una sencilla escalera de cuerda que descansaba a su lado y la lanzó por el tronco de alcornoque hasta que el último travesaño de la misma cayó junto a los pies de la asombrada pareja.

Ambos hermanos se acercaron a la base de la escalerilla que pendía entre los dos. El hombrecillo había abandonado la plataforma y había entrado de nuevo en la cabaña. Adalberto vaciló un instante, y cuando se disponía a comentar a su hermana que tal vez fuera más prudente abandonar el lugar, vio que ésta, con las sayas recogidas, ya había comenzado la ascensión e iba por el tercer travesaño. La base de la escalera culebreaba a su lado, y en vistas de lo inútil de su intento se limitó a apoyar el pie derecho en el extremo del artilugio para sujetar la escalerilla y facilitar la subida de su hermana. En un santiamén se hallaron ambos sobre la plataforma que soportaba la cabaña. Vistas desde aquella altura las copas de los árboles formaban un mar blanco a sus pies. Las dimensiones de la choza eran otras. La puerta estaba cubierta por una especie de cortina de saco y en el interior se escuchaba el trajinar de alguien que arrastraba algún objeto. De repente una mano pequeña apartó la cortina y el hombrecillo, con su aguda voz, invitó a sus huéspedes a entrar en su habitáculo. Almodis no dio tiempo a Adalberto a emitir una sola palabra: en el acto encogió su espigada figura y accedió al interior. Su hermano hizo lo propio, y el enano, que había salido a recoger la escalera, los siguió. El techo de la cabaña estaba hecho con hojas de palma que formaban un pico central, de manera que ambos muchachos pudieron incorporarse sin problema. Almodis observaba curiosa la estancia y el enano acompañaba la inspección con una mirada socarrona e inteligente. Adalberto permanecía a un lado, encogido y expectante, todavía incrédulo ante la situación que estaba viviendo.

—Como podéis observar —dijo el enano—, mi casa no es adecuada para recibir visitas y el tamaño de mis cosas está proporcionado a mi persona, pero sentaos en mi catre, pues así las cabezas de vuesas mercedes no tocarán el techo.

Los hermanos intercambiaron una mirada y se sentaron en el camastro del enano, que yacía arrumbado a una de las paredes; su anfitrión hizo lo mismo en un minúsculo escabel junto a la mesa del centro. Los ojos de Almodis captaban hasta el último rincón del chamizo alumbrado por la difusa luz de un candil e iban desde el fuego del pequeño fogón hasta el ventanuco del fondo, y de la mesa del centro hasta la jaula de madera desde cuyo interior los redondos ojos de una pequeña lechuza la observaban con curiosidad. El hombrecillo se dio cuenta.

—¿Os place mi refugio?

—Nos sorprende en gran medida. Hemos recorrido el bosque en mil ocasiones y no habíamos atinado en dar con él hasta hoy. —Fue Almodis quien tomó la palabra, ya que Adalberto permanecía a su lado sin atreverse a abrir la boca.

—Veréis, ésta es mi pretensión. El lugar está alejado de cualquier sendero, la leyenda habla de brujas y genios del bosque que habitaban en una de las grutas que abundan por estos pagos hace ya mucho tiempo. Yo, por cierto, jamás he visto ninguno; los lugareños son reacios ante la sospecha de encontrarse seres vivos o muertos que se aparten de lo común, y yo no acostumbro a provocar humo que conduzca hasta mi persona si no es éste mi deseo. Para ello quemo la madera apropiada. Por lo demás, mi cabaña se disimula entre el follaje y las gentes más bien miran hacia abajo, pues pocos son los peligros que puedan venir desde lo alto.

—Has dicho: «Si no es éste mi deseo». ¿Acaso tenías la intención de que nosotros encontráramos tu escondrijo?

—Es evidente; jamás traigo a nadie a mi casa y si me he de entrevistar lo hago en una gruta que tengo habilitada para ello.

En aquel instante Almodis oyó la voz dubitativa de su hermano, que se atrevía a intervenir en la conversación.

—Y ¿cuál es la finalidad de nuestro mutuo conocimiento?

El hombrecillo posó sus ojos en el rincón donde Adalberto estaba instalado.

—Voy a explicaros mi verdad. Al fin y a la postre, por eso os he conducido hasta aquí.

Hubo un largo silencio y luego el hombrecillo habló.

—La naturaleza fue mezquina conmigo en lo físico, pero compensó ciertas carencias con otros dones que, usados de manera prudente, pueden reportarme grandes beneficios; por contra, si los utilizo mal, pueden acarrearme no poca desgracia.

—Ni sé quién eres, ni adónde quieres ir a parar.

—Mi nombre es Delfín, no tengo familiar alguno, y mi desencanto al respecto de la caridad entre los hombres es inmenso. Es por ello por lo que hace ya muchos años decidí vivir de la manera que lo hago: no tengo espíritu para servir a quien no lo merezca, y sé lo que me esperaría, con este desmedrado cuerpo que me dio natura, caso de continuar cerca de quien no sea capaz de valorar mis virtudes. En cambio, también sé que mis capacidades ocultas me conducirán, si sé hacerlo bien junto a las personas adecuadas, a desempeñar un brillante papel en este angustiado mundo en el que vivimos.

—¿Cuáles son esas capacidades a las que aludes?

El enano pareció meditar sus palabras y comenzó con su relato.

—Nací en Besalú. Según me han contado, mi madre murió en el parto, y a mi padre, que creo que fue titiritero ambulante, no llegué a conocerlo. La Providencia cuidó de mí y mi tamaño ínfimo vino en mi ayuda: un hombre atendió mis necesidades con la esperanza de que si me sacaba adelante, podría con el tiempo ser para él una saneada fuente de ganancias. Con la ayuda de una cabra a la que le sobraba leche y que en realidad fue mi nodriza, logró su propósito. Los enanos se vendían bien para divertir a los labriegos en las ferias, y si eran inteligentes y lucían una hermosa joroba, hasta podían entrar en la corte de cualquiera de los condados con el fin de entretener, junto al hogar, las largas veladas de invierno. Yo vi lo que me deparaba el destino y no me interesó el envite. Pasé el fielato del puente de Besalú escondido en la alforja de la mula de un comerciante que aquella noche había trasegado vino en demasía y confiaba a la sagacidad de su caballería el retorno a su casa. En cuanto hizo el hombre la primera parada a fin de vaciar su vejiga, me escabullí y me oculté en la floresta. Aquella zona está llena de escondrijos. Luego, de salto en salto y de mata en mata, fui pasando pueblos, villas y ciudades, y llegué a la conclusión de que el ser humano está hecho más para el mal que para el bien, y de que si no podía lograr una posición de preeminencia más valía vivir apartado de los hombres. Crucé los Pirineos, llegué hasta estos pagos; desde entonces vivo en el bosque.

—Dado que no somos otra cosa que humanos, no veo por qué has tenido interés en conocernos —preguntó Almodis.

—Hasta aquí os he contado los pasos de mi existencia, pero no os he hablado de ese poder que bien empleado me ha de sacar de la miseria y me servirá para conseguir la vida a la que aspiro, amén de rendir grandes ventajas a la persona que me proteja.

La perplejidad se dibujó en el rostro de Almodis.

—Cada vez entiendo menos tu exposición, pero prosigue: al menos tu conversación me agrada y entretiene.

—Está bien, mi señora. Aunque la circunstancia os haya distraído, sin duda recordaréis que, sin saber quiénes eran los que cruzaban el bosque, os he anunciado y os he llamado por vuestro nombre.

—Lo recuerdo, y el hilo de tu relato me ha apartado de mi primera intención, pues ésa era una de las cosas que quería preguntarte.

—Ésa es mi cualidad. En determinadas circunstancias, puedo ver el futuro de las gentes y lo hago sin alharacas: sin examinar vísceras de aves, ni mirar su vuelo; ni echar aceite sobre agua para ver los dibujos que se forman, ni tampoco verter en un cuenco la sangre de un cabrito por ver cómo coagula. Por tanto, os repito que si cerramos el trato a lo largo de vuestra vida, que, tengo la certeza, va a ser apasionante, tendréis a vuestro lado un augur que os anticipará, si no todas, muchas de las incidencias que os han de suceder de manera que podáis preveniros de las gentes que os querrán mal, que van a ser muchas, pues cuanto más alto lleguéis más envidia habréis de suscitar. Me consta que vuestra vida ha de transcurrir por vericuetos insospechados y harto comprometidos que hoy por hoy ni podéis conjeturar; si me tenéis junto a vos podréis, pues, prever las intrigas y añagazas que vuestros enemigos intentarán tenderos. Eso sin olvidar que soy harto ingenioso y muy capaz de entretener vuestros ocios en las noches de invierno.

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