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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

Tierra de bisontes (12 page)

BOOK: Tierra de bisontes
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—¿Lo has matado?

—Creo que no.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Esperar a que amanezca.

—¡Mierda!

El resto de la noche se les antojó demasiado larga, sentados espalda contra espalda, con todos los sentidos alerta y las armas en la mano junto al cuerpo de un semidesnudo muchacho que se había sumido en un profundo sueño del que no parecía tener la más mínima intención de despertar.

Y es que un puñetazo en la nuca de quien en un tiempo llamaron muy acertadamente Brazofuerte, era como para no volver a levantar cabeza en varias horas.

Les llegaron confusos rumores, y por tres veces se repitió el canto de un búho a unos cien metros de distancia.

—Sioux… —musitó el andaluz—. Ésa es su señal de llamada.

—¡Ya!

Continuó la tensa espera, pero no ocurrió nada hasta que el alba decidió que había llegado el momento de barrer de la faz de la tierra a sus eternas enemigas, las tinieblas.

Las fue alejando como si soplara sobre ellas con el fin de que ocupara su lugar una glauca claridad de imprecisos contornos que, minuto a minuto, fue dando forma a los copudos árboles y a la parda maleza, para concluir por extraer los más brillantes colores a las miles de flores que crecían en el profundo bosque.

Tan sólo entonces pudieron observar a sus anchas al durmiente, que no aparentaba tener, en efecto, más de diez o doce años.

—¡País de locos! —masculló un furibundo Cienfuegos—. ¿A quién se le ocurre semejante pendejada?

—A un cretino que pretende ganarse el honor de ser considerado un gran guerrero antes de tiempo.

—Por poco lo desnuco.

—Y le has dejado el brazo hecho un Cristo.

—Suerte ha tenido que no le quebrara el cuello de igual modo —señaló el gomero—. Pues a punto he estado.

—¡Allí se mueve algo!

Prestaron atención, se alzaron atisbando sobre la maleza y al poco pudieron advertir que, en efecto, cinco guerreros avanzaban con infinitas precauciones por entre los arbustos.

Cienfuegos alzó al muchacho en brazos, como si se tratara de una pluma, y se encaminó con él hacia la cercana orilla del río, hasta un abierto playón en el que depositó su carga en el suelo para desenvainar a continuación el ancho machete que colocó sobre el cuello del durmiente.

Silvestre Andújar le siguió, se situó a su izquierda y aguardaron a que los indígenas abandonaran a su vez la maleza.

—Adviérteles que el chico está bien, pero que le cortaré la cabeza al menor movimiento sospechoso —puntualizó el canario—. No acostumbro a matar niños, pero fue él quien empezó este lío.

El gaditano tradujo sus palabras y los nativos se detuvieron a unos diez metros de distancia; al parecer, no sólo se encontraban confusos, sino también impresionados por el sorprendente aspecto de los dos barbudos extranjeros, y, sobre todo, por el machete que uno de ellos empuñaba con fuerza.

Resultaba evidente que jamás habían visto un arma tan afilada y reluciente.

Cuchichearon entre sí y, al fin, el que parecía comandarlos, un hombretón inmenso, que más se asemejaba a un oso que a un ser humano, señaló:

—Éste es territorio dakota, y quien penetra en él sin nuestro permiso debe morir. Es lo que ordena la ley.

—Venimos desde muy, muy lejos, viajamos en son de paz, y lo que esperábamos era que se nos recibiera con hospitalidad, no intentando asesinarnos en plena noche.

—Nadie avisó de vuestra llegada.

—No encontramos a nadie a quien avisar.

—Las señales de humo se distinguen a gran distancia —hizo notar el malcarado gigante—. Y no hemos visto ninguna que mostrara el humo blanco que indica la paz.

Silvestre Andújar dudó, tradujo al canario la conversación con intención de ganar tiempo y, por último, mintió con absoluto descaro:

—Provenimos de un lugar, más allá de los mares, donde nada se sabe de señales de humo que avisan de la presencia de los viajeros.

—Más allá de los mares no hay nada.

—Lo hay; un país tan grande y hermoso como el vuestro.

—¿Y matan allí a los niños?

—Únicamente a los que tienen intención de matar a quien duerme —fue la firme respuesta del andaluz, que luego añadió—: Si os comportáis de ese modo es porque no debéis pertenecer a la pacífica familia de los dakotas del noble pueblo sioux, sino probablemente a la abominable tribu de los comanches.

Le respondió un rugido, como si aquel nombre tuviera la virtud de exacerbar a los guerreros, que optaron por apartarse unos metros para cuchichear entre sí, aunque sin perder ni por un instante de vista a sus enemigos.

Al fin, el que hasta entonces había hablado, se aproximó de nuevo y señaló:

—No podemos dejaros atravesar nuestro territorio, a no ser que uno de vosotros me venza luchando en un
sakcsawua
. Si lo consigue sois libres; en caso contrario, os convertiréis en esclavos.

—¿Y qué hay de la vida del muchacho?

—Es mi hijo, y por lo tanto lloraré su muerte durante años, pero desobedeció mis órdenes; fue imprudente, y las desobediencias y las imprudencias se pagan. —Alzó la mano en lo que parecía ser una firme promesa y añadió—: Pero si lo matáis, no seréis esclavos; seréis cadáveres.

Cuando el gaditano hubo traducido la propuesta, Cienfuegos no pudo menos que inquirir:

—¿Qué es eso de un
sakcsawua
?

—Una lucha a muerte pero sin armas.

—¿A muerte sin armas? —se asombró el canario—. ¿Cómo es posible?

—Porque todo está permitido: golpes bajos, mordiscos, arañazos e incluso sacarse los ojos. ¡Fíjate en las uñas de esa bestia! Las lleva tan largas y afiladas como las de un jaguar, porque se las endurece con resina. ¡Y mira sus cicatrices! Está claro que es un experto en ese tipo de lucha, y me juego la cabeza a que ha matado a más de un infeliz sin arma alguna.

—¿Has asistido a alguna de esas peleas?

—Sólo una vez, y acabé vomitando porque se trata de la bestialidad más repugnante, cruel y salvaje que nadie pueda imaginar.

—¿Vomitando?

—¡Hasta mi primera papilla!

—¡Vaya por Dios! Eso me recuerda a Vasco Núñez de Balboa, un pendenciero borrachín que rondaba por las tabernas de Santo Domingo. Era el tipo más guarro del mundo. —El gomero se encogió de hombros al tiempo que señalaba—: Si, como aseguras, todo está permitido, dile a esa mala bestia que lucharé con él.

—¿Es que te has vuelto loco?

—Creo que más loco estaría si nos enfrentáramos a cinco arqueros capaces de atravesar a un bisonte a cincuenta pasos de distancia —fue la hasta cierto punto lógica respuesta—. En ese caso no tendríamos escapatoria.

—En eso puede que tengas razón.

—¡Naturalmente que la tengo! Son más, están mejor armados y por lo tanto no hay nada que hacer. O sea que pídeles que vuelvan dentro de un rato porque ahora mismo tengo hambre y no me gustaría morir con el estomago vacío.

Podría creerse que semejante aseveración superaba en mucho la capacidad de entendimiento del gaditano, que tras agitar repetidas veces la cabeza como si temiera haber oído mal, barboteó apenas:

—¿Pretendes hacerme creer que tienes hambre en un momento tan delicado como éste?

—De lobo.

—¡Pero bueno! Ese animal pretende matarte, y a ti lo único que se te ocurre es que quieres comer —se asombró el andaluz, que continuaba sin dar crédito a sus oídos—. ¡Tú no estás bien de la cabeza!

—Pero sí del estómago, y te recuerdo que son cosas distintas e independientes que van cada una a su aire… —Hizo un despectivo gesto hacia los nativos, al tiempo que insistía con una amplia sonrisa que dejaba a la vista su envidiable dentadura—: ¡Anda! Promételes a esos mendrugos que si me dejan desayunar en paz atenderé sus justas demandas a su debido tiempo.

Silvestre Andújar apenas acertó a traducir como buenamente pudo lo que su compañero de viaje le había pedido, de tal modo que se vio obligado a repetirlo con el fin de que los perplejos nativos acabaran por asumir que el extraño personaje de la larga barba y los cabellos rojos que había tomado asiento sobre el trasero del muchacho inconsciente y comenzaba a devorar con evidente apetito un enorme pedazo de carne ahumada parecía dispuesto a morir, pero con la tripa llena.

Se alejaron por la orilla del río discutiendo entre ellos, evidentemente preocupados por el hecho de que alguien pudiera hacer semejante exhibición de sangre fría cuando se encontraba a las puertas del más brutal y despiadado de los combates.

Perteneciendo como pertenecían a una raza obligada por sus milenarias costumbres a mostrarse hierática e impasible tanto frente a la felicidad como a la adversidad, no concebían que pudiera existir un ser humano que sonriera de oreja a oreja, bromeara despreocupadamente y se atiborrara de tasajo ante la perspectiva de morir.

La idea de que estuviera mal de la cabeza les inquietaba porque ni el más experimentado luchador era capaz de predecir las reacciones de un loco en mitad de una contienda.

—¿Realmente estás loco o tan sólo lo aparentas? —inquiría en esos mismos momentos Silvestre Andújar tomando asiento frente a su amigo.

—Si estuviera loco es evidente que yo sería el último en saberlo —fue la humorística respuesta—. Enfrentarme a un guerrero de ese tamaño, con las uñas que tiene, y que sin duda conoce todos los trucos de esa jodida forma de pelear no es plato de gusto; por lo tanto, lo primero que tengo que hacer es conservar la calma y analizar mis alternativas. ¿Qué suelen hacer en estos casos?

—Lo primero lanzar una lluvia de patadas a la entrepierna.

—¡Bien! Me protegeré los huevos vendándomelos a conciencia, y no estará de más que coloque en esa venda una buena piedra. ¡Tal vez se lleve una sorpresa! ¿Qué más?

—Intentará clavarte las zarpas y sacarte los ojos.

—Estaré atento. ¿Qué más?

—Si te has fijado habrás notado que se ha limado los colmillos, lo cual quiere decir que en cuanto pueda intentará morderte la yugular para que te desangres.

—¡Hijo de la gran puta! —protestó el impresionado canario—. ¡Eso sí que es jugar sucio!

—Ya te he advertido que la esencia del
sakcsawua
se basa en que absolutamente todo está permitido. —El andaluz le hizo un significativo gesto apuntándole con el dedo directamente a los ojos y puntualizó—: Ten presente que si dudas un solo instante, si no haces algo, por brutal que te parezca, porque consideras que estás obrando contra tus más sagrados principios, eres hombre muerto. ¡Aquí no hay principios ni moral que valgan! O matas o mueres.

—Lo tendré en cuenta.

—Más nos vale, porque si pierdes me cortaré las venas. No quiero pasar el resto de mi vida como esclavo, o sea que no te estás jugando una vida, sino dos.

En esos momentos el muchacho lanzó un corto lamento e hizo intención de moverse, por lo que el gomero se limitó a propinarle un seco papirotazo que le sumió de nuevo en el mundo de los sueños.

—¡Jodido mocoso! —masculló furibundo—. ¡Mira la que has armado!

—¿Me lo llevo por delante si las cosas se ponen feas? —quiso saber el gaditano.

—¿Para qué? He hecho muchas cosas incorrectas a lo largo de mi vida, pero cargarse a un crío no es una de ellas y no creo que sea momento de empezar.

—Es que el muy cabrón quería matarte. De noche y a traición.

—¿Y qué otra posibilidad le quedaba? —argumentó el cabrero en buena lógica—. No creo que fuera tan imbécil como para intentarlo de día y cara a cara.

—La verdad es que con excesiva frecuencia me desconciertas… —admitió Silvestre Andújar en un arranque de sinceridad—. Estamos sentados aquí, hablando de tonterías, cuando es muy posible que esta misma noche estemos muertos.

—No conozco a nadie que haya sobrevivido un minuto más de lo que tenía marcado por el hecho de que su último día lo dedicara a decir cosas profundas, altisonantes o trascendentes —fue la respuesta—. A la muerte, todas esas bobadas le saben a mierda; cuando decide llevarte con ella te lleva y a tomar por culo.

—En eso estoy totalmente de acuerdo.

—¿Entonces…? ¿A qué viene darle más vueltas?

El gigante, que no vestía más que un minúsculo taparrabos, se había recogido la larga melena en una especie de moño alto y se había embadurnado de grasa de pies a cabeza, lo que le confería un aspecto aún más impresionante, si es que ello era posible, e indicaba, al primer golpe de vista, que resultaría harto difícil aferrarse a él.

—¡Este cabronazo se las sabe todas! —señaló Cienfuegos pasándole el dedo por el pecho y dejando escapar una corta carcajada, sin cesar ni por un instante de sonreír puesto que había llegado a la conclusión de que el humor era lo único que tenía la virtud de poner nervioso a su enemigo—. Dile que más parece un ciervo a punto de ser asado que un valiente guerrero dispuesto a enfrentarse a la muerte. ¡Y que esta grasa está rancia y apesta a demonios!

—¡Lo vas a cabrear aún más! —le advirtió el andaluz.

—¡De eso se trata! —fue la tranquila respuesta—. El capitán Alonso de Ojeda aseguraba que había despachado a más enemigos a base de provocarles una furia ciega, que con su diabólica habilidad con la espada. El muy jodido era tan certero y mordaz en sus comentarios burlones que sacaba de quicio a sus contrincantes, hasta el punto de que les he visto echar espumarajos por la boca.

—Espero que sepas lo que haces.

—Si lo supiera no estaría en estos momentos aquí, sino con mis mujeres y mis hijos —fue la rápida respuesta—. ¡Pero vayamos a lo que importa! —Le guiñó pícaramente un ojo al hercúleo guerrero mientras exclamaba con la mejor de sus sonrisas—: ¡A ver, caraculo, demuéstrame lo que sabes hacer!

Lo que sabía hacer era lanzar una lluvia de patadas y zarpazos, pero a la tercera intentona, cuando su dedo gordo tropezó violentamente contra la laja de piedra con que el gomero había protegido sus partes íntimas, lanzó un rugido de dolor, por unos instantes saltó a la pata coja y pareció desconcertarse aún más cuando su enemigo le hizo un significativo gesto con las dos manos ahuecadas como queriendo indicarle, sin necesidad de traducción, que allí abajo tenía un par de cojones muy bien puestos.

El piel roja tardó un par de minutos en reaccionar, rugió como un toro en celo, y se lanzó ciegamente al ataque intentando atrapar al gomero entre sus brazos con el fin de clavarle las afiladas uñas en la espalda y acabar por quebrarle las costillas.

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