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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (5 page)

BOOK: Tirano
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Niceas meneó la cabeza.

—A duras penas. —Tenía una copa de vino en la mano y se aprestó a echar una libación al suelo por su aparente ingratitud a los dioses—. Por las sombras de los que no lo lograron.

Todos asintieron.

—Me alegra veros de nuevo. Cabalgaremos juntos desde aquí. No quiero saber nada más de barcos.

Fueron en busca de los caballos, con excepción de Diodoro, que se quedó de centinela. Algo aprendido a las duras. Justificado en demasiadas ocasiones.

Los caballos estaban en buena forma, las pezuñas duras de triscar por las piedras y la arena del suelo, los pelajes relucientes. Tenían quince caballos pesados y seis ligeros, así como seis bestias de carga, un antiguo caballo de batalla ya viejo pero aún valeroso y dos mulas que habían capturado cuando atacaron a los tracios con el niño rey y que nunca habían perdido. Para Kineas, cada caballo tenía una historia; en su mayoría eran caballos de batalla persas procedentes del botín de guerra de la batalla del río Issos, aunque había uno bayo que había comprado en el mercado militar después de la caída de Tiro, y el caballo de batalla gris metálico, la yegua más grande que había visto jamás, la había encontrado suelta y sin jinete tras una escaramuza en un vado del Éufrates. Aquel caballo tan grande le recordaba a otro gris, el semental del que se había apropiado en Issos, muerto tiempo atrás a causa de la mala alimentación y el frío. Y los hombres. Kineas se emocionó al ver los pocos que quedaban. Pero su pecho se henchía por la alegría de verlos.

—Buen trabajo. Necesito un par de días; no nos esperan en Olbia hasta la Kharisteria, de manera que hay tiempo. Dejad que vuelva a sentirme las piernas, y entonces nos iremos.

Niceas les hizo señas con los brazos.

—¿Nos vamos dentro de un día? Hay mucho que hacer, caballeros. Arreos, armaduras, armas.

Comenzó a dar sugerencias que más bien parecían órdenes y los demás hombres, casi todos nacidos en familias ricas y pode rosas, le obedecieron, por más que hubiese nacido en un burdel.

Kineas apoyó una mano en el hombro de su hipereta—. Traeré mi equipo de campaña y me uniré a vosotros esta tarde. —Otra costumbre: cada hombre limpiaba sus cosas, como los hoplitas—.
[5]
Envíame a Diodoro. Voy a ir al gimnasio.

Niceas asintió y se llevó a los demás a trabajar.

En lo que pasaba por ser el centro de la ciudad, había tres cosas construidas con piedra: los muelles, los almacenes y el gimnasio. Kineas fue al gimnasio con Diodoro. Filocles se unió a ellos cuando salían y Calco insistió en hacerles de guía y valedor.

Si el tamaño de su residencia no había delatado de inmediato su riqueza, el recibimiento de que fue objeto en el ágora y en el gimnasio la hizo bien manifiesta. En el ágora fue saludado con respetuosas inclinaciones de cabeza y varios hombres le solicitaron favores a su paso. En el gimnasio, los otros tres hombres fueron admitidos de inmediato sin pagar entrada por insistencia de Calco.

—Lo construí yo —dijo Calco con orgullo, y acto seguido pasó a referir los méritos del edificio.

Kineas, quizá más próximo mentalmente a Atenas, lo encontró satisfactorio aunque provinciano. La jactancia de Calco le molestaba. No obstante, el gimnasio le ofreció la mejor ocasión de hacer ejercicio que había tenido en muchos meses. Se desnudó y dejó caer las prendas prestadas encima de sus sandalias.

Calco soltó una carcajada.

—¡Mucho tiempo en la silla de montar! —dijo riendo.

Kineas se puso tenso con resentimiento. Tenía las piernas un poco demasiado musculosas por arriba, y por abajo nunca había habido gran cosa que mirar. Para sus compatriotas helenos, que rendían culto al cuerpo masculino, sus piernas distaban de ser perfectas, aunque tenía que ir al gimnasio para que se lo recordaran.

Inició el calentamiento. Calco, en cambio, tenía un cuerpo duro, cuidadosamente mantenido, aunque comenzaba a asomarle un rollo de grasa en torno a la cintura. Y tenía las piernas largas. Se puso a luchar con un hombre mucho más joven en la arena del patio. Los espectadores hacían comentarios procaces. Según parecía, el joven era un habitual.

Kineas hizo un gesto a Diodoro.

—¿Qué me dices de un par de combates?

—Cuando gustes.

Diodoro era alto, huesudo y de aspecto ascético. Tampoco encajaba en el ideal helénico de belleza.

Kineas dio unas vueltas mientras esperaba a que el hombre más alto se acercara a él para atacarle; entonces arremetió y quedó al alcance de su adversario. Diodoro aprovechó el impulso de la embestida pasando los brazos por encima de su cadera, y Kineas aterrizó cuan largo era en la arena.

Se levantó despacio.

—¿Era necesario hacer eso? —dijo Kineas. Diodoro estaba avergonzado.

—No.

Kineas sonrió torvamente.

—Si pretendes hacerme saber que tu estilo de lucha es de otro orden que el mío, te advierto que hace tiempo que lo sé. Diodoro levantó una mano.

—¿Cuántas veces tengo ocasión de practicar esta llave? Me lo has puesto en bandeja. No he podido evitarlo.

Estaba sonriendo, y Kineas se frotó la parte dolorida de la espalda y dio un paso al frente para intentar otro placaje. Sintió una minúscula punzada de miedo, el fastidioso miedo que le acompañaba en cada combate, en cada batalla.

Buscó un placaje bajo, lo logró en parte, y él y Diodoro acabaron revolcándose desaforadamente por el suelo, ninguno de los dos capaz de inmovilizar al otro, y ambos rebozados en polvo y arena. De común y tácito acuerdo, dejaron de sujetarse y se ayudaron mutuamente a ponerse de pie.

Fuera, Calco había inmovilizado al muchacho con el que luchaba. No parecía tener prisa en dejar que se levantara, y los demás ciudadanos reían de buena gana. Kineas se enfrentó a Diodoro de nuevo y en esta ocasión dieron vueltas, fintaron, se hicieron llaves y se soltaron siguiendo un ritmo más normal. Era casi una danza, y Diodoro se atuvo a los movimientos de sus lecciones de gimnasia, logrando que Kineas se sintiera a gusto. Incluso le derribó una vez.

Diodoro se frotó el labio y sonrió. Kineas había caído encima de él, maniobra perfectamente lícita del juego aunque inevitablemente dolorosa para la víctima.

—¿Tablas?

—Tablas.

Kineas le tendió la mano para ayudarle a levantarse.

Calco estaba charlando con el joven y unos pocos ciudadanos. Levantó la voz:

—Ven y lucha conmigo, Kineas.

Kineas frunció el entrecejo y volvió la cabeza, incómodo ante todos aquellos desconocidos, y con la punzada de miedo azuzando porque Calco era más corpulento y mejor luchador, y de niño en Atenas gustaba de aprovechar su ventaja para hacer un poco de daño. A Kineas no le gustaba el dolor. Diez años de guerra no le habían acostumbrado a soportar los esguinces, las magulladuras y los cortes profundos que tardaban semanas en curarse; en todo caso, diez años viendo vivir o morir a los hombres a capricho de los dioses le habían vuelto más temeroso.

Se encogió de hombros. Calco era su anfitrión, un buen luchador deseoso de demostrar su superioridad. Kineas apretó los dientes y le complació: perdió el primer combate tras un estudiado forcejeo y venció el segundo por cuestión de fracciones de segundo en el ritmo, que fue más fruto de la suerte que de la destreza, y que sorprendió a ambos hombres. Calco olvió a sorprenderle levantándose gentilmente mientras se deshacía en cumplidos y prosiguiendo sin rencor. Diez años antes, el Calco adolescente habría reaccionado pasándose de la raya. El tercer combate fue como el primero; estudiado, a veces más una danza que una lucha, y cuando Kineas terminó con los hombros contra el suelo, los espectadores silbaron con admiración.

Calco respiraba pesadamente, y su brazo rodeó la cintura de Kineas al ayudarlo a ponerse de pie.

—Eres un buen contrincante. ¿Le habéis visto? —dijo. los demás alzando la voz—. Solía ser una presa fácil tiempo atrás.

Los hombres corrieron a ensalzar a Calco por su victoria y a decirle a Kineas lo bien que había luchado. Todo ello daba un poco de asco, tantas alabanzas prodigadas por semejante nimiedad, pero Kineas lo soportó porque le constaba que había hecho un regalo de huésped mucho mejor que el dinero, un combate memorable que dejaba en muy buen lugar a su anfitrión.

El muchacho con quien Calco había luchado poco antes resultó ser muy guapo cuando se acercó a presentar sus respetuosos comentarios a los luchadores. A Kineas no le conmovía la belleza masculina, pero la apreciaba tanto como cualquier heleno y sonrió a aquel joven tan serio.

—Soy Ajax —dijo el chico en respuesta a la sonrisa de Kineas—. Mi padre es Isocles. ¿Puedo decirte lo bien que has luchado? En realidad, yo…

Titubeó, se tragó sus palabras y se quedó callado. Kineas le entendió fácilmente; era un joven muy perspicaz: iba a decir que Kineas le había parecido mejor luchador. Chico listo. Kineas apoyó una mano en la piel tersa del hombro del muchacho.

—Siempre imaginé que Ajax sería más grande.

—Lleva toda la vida oyendo ese estúpido chiste —dijo el padre.

—Procuro crecer para adecuarme —replicó Ajax—. Y hubo un Ajax más pequeño, también.

—¿Boxeas? ¿Te apetece practicar un rato?

Kineas hizo un ademán hacia las vendas para los boxeadores y al muchacho se le iluminó el rostro. Miró a su padre, que negó con la cabeza fingiendo indignación.

—No te dejes lesionar demasiado, o nadie querrá llevarte a casa después del simposio —dijo. Guiñó un ojo a Kineas—. ¿O debería decir, deja que te lesionen y así no te llevarán a casa? ¿Tienes hijos?

Kineas negó con la cabeza.

—Bueno, es toda una experiencia. En fin, siéntete libre de hacerle unos cuantos moratones.

Diodoro les ayudó a vendarse las manos y luego comenzaron de mutuo acuerdo con rutinas simples, golpes y paradas, para luego pasar a contactos iniciales más prolongados y de ahí a un combate de entrenamiento.

El chico era bueno, mejor de lo que un chaval granjero de una ciudad remota del Euxino tenía derecho a ser. Sus brazos eran más largos de lo que parecían y sabía fintar: giraba los hombros para anunciar un directo que nunca llegaba y entonces largaba un gancho con el otro brazo. Obligaba a emplearse a fondo a Kineas, ya caliente y ansioso; un golpe brusco en el cuello le hizo poner interés personal en el combate, y de pronto ya estaban en ello.

Kineas no se dio cuenta de que atraían a todos los ciudadanos al gimnasio. Su mundo se limitaba a sus manos vendadas y a las de su contrincante, sus ojos y su torso. En un asalto, cada uno de ellos largó diez o doce golpes seguidos, parándolos el contrario con el brazo levantado o encajando uno alto en el pecho para buscar la cabeza del otro.

El asalto terminó con una salva de aplausos que los llevó a separarse. Se miraron con recelo, todavía poseídos por el daimon del combate, pero la fuerza del espíritu enseguida menguó y volvieron a convertirse en meros mortales en un gimnasio provinciano. Se dieron la mano afectuosamente.

—¿Otro? —dijo el muchacho, y Kineas negó con la cabeza.

—No será tan bueno como éste. Dejémoslo como está. —Luego, tras una pausa—: Eres muy bueno.

El muchacho inclinó la cabeza con sincera modestia.

—He sido tan rápido como podía. No suelo hacerlo. Eres mejor que cualquiera de aquí.

Kineas se encogió de hombros y llamó por encima de la cabeza del chico a su padre, proclamando el gran talento de su hijo. Era una manera eficaz de hacer amigos en el gimnasio. Todos quisieron felicitarle por su destreza, por la belleza del momento. Se puso contento. Pero necesitaba un masaje y un poco de reposo, y así lo hizo saber declinando un sinfín de proposiciones para nuevos combates hasta que alguien anunció que todos iban a lanzar jabalinas y no se pudo resistir. Les siguió fuera y le remordió la conciencia: Filocles, olvidado o ignorado, corría dando vueltas a un gran campo lleno de ovejas.

Kineas no sabía qué hacer con el espartano que parecía estar a su cargo. Se suponía que un caballero no debía ser tan desvalido, pero Kineas sospechaba que él mismo no habría sido muy diferente si hubiese arribado a una costa extranjera sin pertenencias ni hogar. Le saludó con la mano. Filocles correspondió el saludo.

Un esclavo recogió el rebaño en el fondo del campo y los hombres comenzaron a lanzar. No fue una competición formal; los mayores que no quedaban complacidos con su primer lanzamiento efectuaban un segundo e incluso un tercero, hasta dar se por satisfechos, mientras que los más jóvenes tenían que conformarse con uno. Semejante práctica nunca habría sido válida en los Juegos Olímpicos, pero resultaba agradable, mientras las sombras se acortaban, tumbarse en la hierba, poniendo cuidado en evitar las cagarrutas de oveja, y contemplar a toda la comunidad compitiendo. Kineas era consciente de sus piernas y de otras imperfecciones de su cuerpo, pero se había demostrado a sí mismo ser un atleta y ahora era uno de ellos; conversaba animadamente con Isocles sobre la cosecha de aceitunas en Ática y los problemas del transporte de aceite por mar.

Calcó lanzó soltando un gritó tremendo y su jabalina llegó lo bastante lejos para que una de las ovejas echara a correr con inusitada velocidad. Se rió.

—Éste es el mejor, de momento. Aunque casi estoy por lanzar otra vez; el rebañó es mío, podríamos cenar cordero esta noche.

Kineas iba a lanzar el penúltimo y Filocles el último, lugares de honor, porque eran huéspedes. Diodoro había lanzado antes; un buen lanzamiento, sin gruñidos ni gritos, superado sólo por Calcó. La mayoría de los lugareños se había mostrado competente, pero el joven Ajax sorprendió a Kineas con un lanzamiento mediocre. Isocles le había superado lanzando bien aunque no alcanzara la marca final, y le había tomado el peló a su hijo.

Kineas estaba acostumbrado a lanzar montado a caballo, y lanzó demasiado bajó aunque con bastante buen resultado: de nuevo las ovejas echaron a correr cuando su jabalina aterrizó cerca de ellas.

Calcó hizo una mueca.

—Te has convertido en todo un atleta mientras yo engordaba en el exilió —dijo.

Filocles cogió varias jabalinas antes de elegir una. Fue al encuentro de Calcó, que hablaba de negocios con otro hombre.

—Esto es muy poco deportivo. Soy espartano —dijo con una sonrisa; un espartano rechoncho que manifestaba sentido del humor.

Calcó no lo entendió. Indicó con un gestó brusco de la cabeza que le habían interrumpido.

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