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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (2 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Aparecieron varios paquetes. Roscoe Heyward gimió:

—¿Está seguro de que le conviene hacerlo?

Ben Rosselli le miró sardónicamente y no contestó. No era un secreto que, aunque el viejo respetaba el talento de Heyward como banquero, los dos hombres nunca habían logrado intimar.

Alex Vandervoort encendió el cigarrillo que había tomado el presidente del banco. Los ojos de Alex, como los de otros en la habitación, estaban húmedos.

—En un momento como éste hay algunas cosas de las que uno se alegra —dijo Ben—. Que nos den un consejo es una, es la posibilidad de atar cabos perdidos… —el humo del cigarrillo giró a su alrededor—. Naturalmente, por otro lado uno lamenta la forma en que se han producido algunas cosas. Deben ustedes reflexionar y meditar también sobre esto.

Todos sabían qué era lo que más había que lamentar: Ben Rosselli no tenía herederos. Su único hijo había muerto en la Segunda Guerra Mundial; y más recientemente un nieto, que prometía, había muerto en la insensata pérdida de vidas del Vietnam.

Un ataque de tos sacudió al viejo. Nolan Wainwright, que estaba más cerca, se adelantó, tomó el cigarrillo que le tendían con dedos temblorosos, y lo apagó. Se hizo, entonces, evidente hasta qué punto estaba debilitado Ben Rosselli, cuánto le había fatigado el esfuerzo de hoy.

Aunque nadie lo sabía, era la última vez que el presidente iba a acudir al banco.

Se acercaron a Rosselli individualmente, le dieron la mano con suavidad, buscando unas palabras que decir. Cuando llegó el turno a Edwina D'Orsey, ella le besó levemente en la mejilla, y él parpadeó.

Capítulo
2

Roscoe Heyward fue uno de los primeros en dejar el salón. El vicepresidente supervisor ejecutivo tenía dos objetivos urgentes, resultado de lo que acababa de saber.

Uno era lograr una suave transición de autoridad, después de la muerte de Ben Rosselli. El segundo objetivo era asegurar que Heyward fuera nombrado presidente y ejecutivo principal.

Heyward era ya un fuerte candidato. También lo era Alex Vandervoort y posiblemente, dentro del mismo banco, Alex tenía más seguidores. Sin embargo, en el cuerpo de directores, donde la cosa tenía más peso, Heyward creía contar con más apoyo.

Versado en la política bancaria y con una mente acerada y disciplinada, Heyward empezó a planear su campaña, incluso cuando la reunión de la mañana no había terminado.

Se dirigió a sus oficinas, unos cuartos con paneles, espesas cortinas beige y una vista de la ciudad, allá abajo, capaz de cortar el aliento. Sentado ante su escritorio llamó a la principal de sus dos secretarias, mistress Callaghan, y le dio instrucciones como para un rápido incendio.

La primera era la de telefonear a los directores, con los que Roscoe Heyward iba a hablar, uno por uno. Tenía ante sí, en el escritorio, una lista de los directores. Fuera de las llamadas del teléfono directo, pidió no ser molestado.

Otra instrucción fue la de cerrar la puerta exterior de la oficina cuando la secretaria salió —cosa en sí desusada, ya que los ejecutivos del FMA conservaban una tradición de puertas abiertas iniciada hacía un siglo y estólidamente mantenida por Ben Rosselli. Aquella era una tradición que debía desaparecer. La intimidad, en aquel momento, era esencial.

Heyward había sido rápido en observar que, en la reunión de aquella mañana, sólo dos miembros del cuerpo del First Mercantile American, aparte de los antiguos gerentes, habían estado presentes. Ambos directores eran amigos personales de Ben Rosselli —y era evidentemente por este motivo que habían sido convocados. Pero esto significaba que quince miembros del cuerpo no estaban informados, todavía, de la próxima muerte del presidente. Heyward quería que los quince recibieran las noticias por su boca.

Calculó dos probabilidades: primero, los hechos eran tan súbitos y estremecedores que iba a producirse una alianza instintiva entre quien recibiera la noticia y quien la diera. Segundo: algunos directores iban a resentirse por no haber sido informados de antemano, especialmente porque algunos funcionarios menores del FMA habían escuchado la noticia en el salón de reuniones. Roscoe Heyward pensaba capitalizar este resentimiento.

Se oyó el zumbido de un timbre. Recibió la primera llamada y empezó a hablar. Después siguió otra llamada, y otra más. Varios directores estaban fuera de la ciudad, pero Dora Callaghan, una ayudante leal y experimentada, les seguía los pasos.

Media hora después de empezar a telefonear, Roscoe Heyward informaba con calor al honorable Harold Austin:

—Aquí, en el banco, como es lógico, terriblemente trastornados y emocionados. Lo que Ben nos ha dicho no parece real, o posible.

—¡Dios mío! —la otra voz en el teléfono todavía reflejaba la angustia expresada unos momentos antes—. ¡Y tener que decirlo personalmente a la gente! —Harold Austin era uno de los pilares de la ciudad, tercera generación de una vieja familia y, hacía tiempo, había estado una única temporada en el Congreso… de ahí el título de «Honorable», alentado por la costumbre. Ahora poseía la mayor agencia de publicidad del estado y era un veterano director del banco, con fuerte influencia en el consejo.

El comentario acerca del anuncio personal dio a Heyward la apertura que necesitaba.

—Me doy cuenta perfectamente de tus sentimientos sobre la manera de informar, y, la verdad, es que ha sido algo desusado. Lo que más me preocupa es que no se haya avisado a los directores. Opino que debía haberse hecho. Pero, ya que no fue así, considero que ha sido mi deber informaros en seguida a ti y a los otros… —la cara aquilina austera de Heyward mostró concentración; detrás de las gafas sin aro sus ojos grises eran fríos.

—Estoy de acuerdo contigo, Roscoe —dijo la voz en el teléfono—. Creo que debimos ser informados, y te agradezco que te hayas ocupado de esto.

—Gracias, Harold. En un momento como éste uno nunca sabe qué es mejor. Lo único cierto es que alguno debe ejercer el mando.

El uso del tuteo era fácil para Heyward. Provenía de una antigua familia, sabía cómo moverse entre las más poderosas bases del estado, y era miembro, con buena base, de lo que los ingleses llaman un muchacho de «adentro». Sus relaciones personales se extendían más allá de los límites del estado, hasta Washington y otras partes. Heyward estaba orgulloso de su status social y de sus amistades en altas esferas. También le gustaba que la gente recordara su directa descendencia de uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia.

Sugirió:

—Otro motivo para tener informados a los miembros del consejo es que estas tristes noticias sobre Ben van a producir un tremendo impacto. Y la cosa correrá rápidamente.

—No cabe duda —corroboró el honorable Harold—. La posibilidad es que mañana se haya enterado la prensa y empiece a hacer preguntas.

—Exactamente. Y una publicidad inadecuada puede inquietar a los depositantes, y reducir el precio de nuestros valores.

—Hum…

Roscoe Heyward podía sentir las ruedecillas en la mente de su compañero. El Austin Family Trust, representado por el honorable Harold, tenía gran cantidad de acciones del FMA.

Heyward se apresuró a decir:

—Naturalmente, si el consejo toma una decisión enérgica para asegurar a los accionistas y depositantes, al igual que al público en general, toda esa pérdida será desdeñable.

—Excepto para los amigos de Ben Rosselli —recordó secamente Harold Austin.

—Hablaba fuera del marco de la pérdida personal. Mi pesar, te lo aseguro, es tan hondo como el de cualquiera.

—¿En qué estás pensando, Roscoe?

—En general, Harold… en una continuidad de la autoridad. Concretamente no debe quedar vacante el cargo de ejecutivo principal ni siquiera por un día —prosiguió Heyward—. Con el mayor respeto hacia Ben, y sin tener en cuenta nuestro profundo cariño hacia él, este banco ha sido considerado durante mucho tiempo como una institución de un solo hombre. Lógicamente hace años que la cosa no es así: ningún banco puede figurar entre los veinte principales de la nación y ser dirigido individualmente. Pero, hay gente fuera que lo sigue creyendo. Por eso, por triste que sea este momento, los directores tendrán la oportunidad de disipar esa leyenda.

Heyward sintió que el otro hombre pensaba astutamente antes de contestar. También pudo imaginar a Austin… un hermoso tipo de
playboy
envejecido, vestido de manera llamativa y con estilizado y flotante pelo gris. Probablemente, como de costumbre, fumaba un gran cigarro. Sin embargo, el honorable Harold no se dejaba tomar por tonto por nadie, y tenía reputación de ser un hombre de negocios audaz y brillante. Finalmente declaró:

—Creo que tu punto de vista sobre la continuidad es válido. Y estoy de acuerdo contigo en que el sucesor de Ben Rosselli debe ser elegido y su nombre anunciado antes de la muerte de Ben.

Heyward escuchó intensamente mientras el otro proseguía:

—Opino que tú eres ese hombre, Roscoe. Lo he pensado hace tiempo. Tienes las cualidades, la experiencia, la rudeza… todo. Por lo tanto estoy dispuesto a darte mi apoyo, y hay otros en el consejo a los que puedo convencer para que sigan el mismo camino. Supongo que es eso lo que deseas.

—Realmente estoy muy agradecido…

—Naturalmente, a cambio podré pedirte algún ocasional
quid pro quo
.

—Me parece razonable.

—Bien. Entonces nos hemos entendido.

La conversación, decidió Roscoe Heyward al cortar la comunicación, había sido altamente satisfactoria. Harold Austin era un hombre de lealtad consistente, que cumplía con su palabra.

Las llamadas precedentes habían sido igualmente satisfactorias.

Al hablar poco después con otro director —Philip Johannsen, presidente del Mid Continent Rubber —surgió otra oportunidad. Johannsen reconoció que francamente no se entendía con Alex Vandervoort, cuyas ideas le parecían poco ortodoxas.

—Alex es antiortodoxo —dijo Heyward—. Naturalmente tiene algunos problemas personales. No sé si las dos cosas podrán marchar juntas.

—¿Qué clase de problemas?

—Cosas de mujeres. Pero no me gustaría…

—Es algo importante, Roscoe. Y también confidencial. Habla.

—Bueno, en primer lugar, Alex tiene dificultades matrimoniales. Segundo, tiene relaciones con otra mujer. Tercero, esa mujer es una activista de izquierda, aparece con frecuencia en las noticias, y no precisamente en el tipo de contexto que puede ser útil al banco. A veces me pregunto si tiene mucha influencia sobre Alex. Como he dicho no me gustaría…

—Has hecho bien en decírmelo, Roscoe —dijo Johannsen—. Es algo que los directores deben saber. Izquierdista, ¿eh?

—Sí, se llama Margot Bracken.

—Creo que la he oído nombrar. Y lo que he oído, no me gusta.

Heyward sonrió.

Pero quedó menos contento, sin embargo, dos llamadas después, cuando se comunicó con un director de fuera de la ciudad. Leonard L. Kingswood, presidente del consejo de la Northam Steel.

Kingswood, que había iniciado su vida como fundidor en los hornos de una fábrica de acero, dijo:

—No me vengas con esa mierda, Roscoe —cuando Heyward sugirió que los directores del banco debían ser informados de antemano de la situación de Ben Rosselli—. Ben ha hecho las cosas como las hubiera hecho yo. Decir las cosas primero a las personas que están más cerca, y después a los directores y a otros cuellos almidonados.

En cuanto a la posibilidad de una declinación en los depósitos del First Mercantile American, la reacción de Len Kingswood fue:

—¿Y qué?

—Seguramente —añadió— el FMA bajará un punto o dos en la pizarra cuando se sepan las noticias. Sucederá porque la mayoría de las transacciones de depósitos están en manos de niños de mamá nerviosos, que no saben distinguir la histeria de los hechos. Pero, seguramente, los depósitos volverán a subir en una semana, porque los valores están ahí, el banco es bueno, y todos los que estamos dentro lo sabemos.

Y más adelante, en la conversación:

—Roscoe, este trabajo de antecámara que estás haciendo es tan transparente como una ventana recién lavada, por eso te diré con igual claridad mi posición, para que no perdamos tiempo. Tú eres un supervisor de primera categoría, el mejor hombre para números y dinero que he conocido nunca. Y si algún día tienes ganas de venirte aquí, a la Northam, con un buen cheque como paga y mejor opción en los depósitos, daré vueltas a mi gente y te pondré en lo alto de la pirámide financiera. Es un ofrecimiento y una promesa. Hablo completamente en serio.

El presidente de la compañía de acero declinó el ofrecimiento de Heyward y prosiguió:

—Pero, pese a lo bueno que eres, Roscoe, lo que quiero decir es que… no eres un directivo para todo alcance. Por lo menos, es como yo veo las cosas, y también es lo que diré cuando el consejo decida quién va a sustituir a Ben. Y otra cosa que quiero también decirte es que mi candidato es Vandervoort. Es algo que debes saber.

Heyward contestó sin perder la calma:

—Te agradezco la franqueza, Leonard.

—Bien. Y si piensas alguna vez con seriedad en la oferta que te he hecho, llámame cuando gustes.

Pero Roscoe Heyward no tenía intenciones de trabajar para la Northam Steel. Aunque el dinero era para él importante, su orgullo no se lo hubiera permitido después del mordiente veredicto de Leonard Kingswood, de hacía un instante. Además, todavía seguía confiando en obtener el cargo principal en el FMA.

Nuevamente zumbó el teléfono. Cuando contestó, Dora Callaghan anunció que otro director estaba en la línea.

—Es míster Floyd LeBerre.

—Floyd —empezó Heyward, con la voz afectada en un tono bajo y serio—, lamento muchísimo tener que ser portador de una noticia trágica y triste.

Capítulo
3

No todos los que habían estado presentes en la grave reunión del consejo salieron tan rápidamente como Roscoe Heyward. Algunos se demoraron fuera, todavía bajo la impresión, conversando en voz baja.

El viejo funcionario del departamento de inversiones, Pop Monroe, dijo con suavidad a Edwina D'Orsey:

—Éste es un día triste, muy triste.

Edwina asintió, sin poder hablar. Ben Rosselli había sido importante para ella como amigo y él se había enorgullecido al verla subir y formar parte de las autoridades del banco.

Alex Vandervoort se detuvo junto a Edwina, dirigiéndose después a su oficina, algunas puertas más allá:

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