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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (4 page)

BOOK: Una noche de perros
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—¿Cuál sería ese robo, señor?

Solomon llamaba a todo el mundo «señor», excepto a sus superiores.

—El robo de mi timbre.

—Si lo que pretende, a su manera sarcástica, es referirse a mi silenciosa entrada en su morada, entonces debo recordarle que soy un practicante de la magia negra, y que los practicantes, para merecer ese término, deben practicar. Ahora compórtese como un buen chico y vístase. Se nos hace tarde.

Desapareció en la cocina y oí los chasquidos y los zumbidos de mi tostadora del siglo xiv.

Me levanté de la cama, me dolió el brazo izquierdo al apoyarlo, me puse una camisa y un pantalón y me llevé la afeitadora eléctrica a la cocina.

Solomon había puesto la mesa para mí y había dejado unas tostadas en una parrilla que yo ni siquiera sabía que tenía en casa. A menos que él la hubiese traído, cosa poco probable.

—¿Más té, monseñor?

—¿Tarde para qué?

—Una reunión, amo, una reunión. Veamos, ¿tiene usted una corbata?

Sus grandes ojos castaños me miraron, expectantes.

—Tengo dos —respondí—. Una es del club Garrick, al que no pertenezco; la otra aguanta la cisterna del váter contra la pared.

Me senté a la mesa y vi que incluso había encontrado en alguna parte un frasco de mermelada Keiller's Dundee. No tenía ni idea de cómo lo hacía, pero Solomon podía rebuscar en una papelera y sacar un coche de ella si era necesario. Un buen tipo para llevarte al desierto.

Quizá era allí adonde iríamos.

—¿Quién le está pagando las facturas estos días, amo? —Aparcó medio culo en la mesa y me miró comer.

—Esperaba que vosotros.

La mermelada estaba deliciosa, y quería hacerla durar, pero advertí que Solomon tenía prisa por marcharse. Consultó su reloj y desapareció de nuevo en el dormitorio. Lo oí trastear en el armario en un intento por encontrar una chaqueta.

—Debajo de la cama —grité. Recogí el magnetófono. La casete seguía allí.

Mientras me bebía el té, entró Solomon con un blazer cruzado al que le faltaban dos botones. Lo sostenía como un ayuda de cámara. No me moví de donde estaba.

—Oh, amo. Por favor, no ponga pegas. No antes de recoger la cosecha y que las mulas estén descansadas.

—Sólo dime adónde vamos.

—Carretera abajo, en una espléndida carroza. Le encantará, y en el camino de regreso podrá comerse un helado.

Me levanté lentamente y me puse la chaqueta.

—David.

—Estoy aquí, amo.

—¿Qué pasa?

Frunció los labios y el entrecejo. No era la manera correcta de hacer preguntas de ese tipo. Me mantuve firme.

—¿Estoy en un lío?

Frunció el entrecejo un poco más y después me miró con su mirada serena.

—Eso parece.

—¿Eso parece?

—Hay treinta centímetros de cable en aquel cajón; el arma preferida del joven amo.

—-¿Y?

Me obsequió con una fugaz y cortés sonrisa.

—Puede causarle problemas a alguien.

—Corta el rollo, David. Lleva meses en el cajón. Lo compré para unir dos cosas que están muy juntas.

—Sí. La factura es de hace dos días. Todavía está en la bolsa.

Nos miramos el uno al otro durante unos momentos.

—Lo siento, amo. La magia negra. Vámonos.

El coche era un Rover, y eso significaba que era oficial. Nadie conduce estos coches absurdamente esnobs, con sus ridículos revestimientos de madera y cuero, mal pegados en todas las juntas y los recovecos del interior, a menos que sea absolutamente necesario. Sólo el gobierno y los directivos de Rover tienen que hacerlo.

No quería interrumpir a Solomon mientras conducía, porque tiene una relación inestable con los coches y ni siquiera tolera que enciendas la radio. Llevaba los guantes, la gorra, las gafas y la expresión que debe llevar todo buen conductor, y giraba el volante de la misma manera en que todo el mundo lo hace hasta cuatro segundos después de haber aprobado el examen. Pero cuando dejábamos atrás Horseguards Parade, casi rayando los treinta kilómetros por hora, decidí arriesgarme.

—Supongo que no hay ninguna posibilidad de saber qué se supone que he hecho...

Solomon se mordió el labio inferior, sujetó aún con más fuerza el volante, absolutamente concentrado en pilotar un muy complicadísimo tramo de calle recta y desierta. Cuando acabó de controlar la velocidad, las revoluciones, la cantidad de combustible, la presión del aceite, la temperatura, la hora y el enganche del cinturón, todo por partida doble, decidió que podía permitirse una respuesta.

—Lo que se supone que debería haber hecho, amo —respondió con las mandíbulas prietas—, es comportarse noble y caballerosamente como siempre ha hecho.

Entramos en un patio trasero del Ministerio de Defensa.

—¿Y no lo he hecho?

—Bingo. Una plaza de aparcamiento. Esto es el paraíso...

A pesar de que había un gran cartel donde se proclamaba que todas las instalaciones del Ministerio de Defensa se encontraban en estado de alerta amarilla, los guardias de la entrada nos dejaron entrar como Pedro por su casa.

He comprobado que es algo típico de los guardias británicos; a menos que trabajes en el edificio que custodian, en cuyo caso te revisan desde los empastes hasta el dobladillo del pantalón para asegurarse de que eres la misma persona que salió a comprar un bocata quince minutos atrás. Pero si eres una cara extraña, te dejan pasar sin más, porque, francamente, sería muy embarazoso causarte alguna molestia.

Si quieres vigilar algo como está mandado, contrata a alemanes.

Solomon y yo subimos tres escaleras, recorrimos media docena de pasillos, utilizamos dos ascensores, y él firmó por mí en unos cuantos controles a lo largo del camino, hasta que nos encontramos delante de una puerta color verde oscuro con un rótulo que decía C188. Solomon llamó y oímos la voz de una mujer que dijo «Un momento», y después, «Pase».

En el interior había una pared a noventa centímetros de distancia. Entre la pared y la puerta, en ese espacio que era como una lata de sardinas tamaño baño, una joven con una camisa color amarillo limón estaba sentada a una mesa, con un ordenador, una planta, un bote con lápices, un oso de peluche y pilas de papel naranja. Era increíble que alguien o algo pudiese funcionar en un espacio tan pequeño. Era como cuando te encuentras una familia de nutrias en uno de tus zapatos.

Si es que alguna vez te ha ocurrido eso.

—Los está esperando —manifestó con los brazos extendidos sobre la mesa ante la posibilidad de que pudiésemos desordenarla.

—Gracias, señora —dijo Solomon, y metió la barriga para pasar junto a la mesa.

—¿Agorafóbica? —pregunté mientras lo seguía, y de haber tenido espacio me hubiese propinado un puntapié a mí mismo, porque seguramente debía de oírlo cincuenta veces al día.

Solomon llamó a la puerta interior y entramos sin esperar respuesta.

Cada centímetro cuadrado que había perdido la secretaria se lo había quedado ese despacho.

Aquí nos encontramos con un techo alto, ventanas a ambos lados con cortinas de red y, entre las ventanas, una mesa del tamaño de una cancha de squash. Detrás de la mesa, una cabeza calva permaneció inclinada en silenciosa concentración.

Solomon avanzó hacia la rosa central de la alfombra persa, y yo me situé ligeramente por detrás de su hombro izquierdo.

—¿Señor O'Neal? —dijo Solomon—. El señor Lang.

Esperamos.

O'Neal, si es que ése era su verdadero nombre, cosa que dudaba, tenía el mismo aspecto que todos los hombres que se sientan detrás de una mesa enorme. La gente dice que los perros se parecen a sus amos, pero yo siempre he creído que lo mismo se podría decir de las mesas y sus dueños. Tenía un rostro grande y plano, con unas orejas grandes y planas, y con muchos huecos útiles para los clips. Incluso la ausencia de cualquier rastro de barba se correspondía con el resplandeciente lustre. Estaba en mangas de camisa, y no vi chaqueta alguna por ninguna parte.

—Creía que habíamos dicho a las nueve y media —señaló O'Neal sin levantar la cabeza ni consultar el reloj.

La voz no era creíble en lo más mínimo. Intentaba conseguir una languidez, patricia, pero no iba más allá de la intención. Era ahogada y chillona, y en otras circunstancias, quizá hubiese sentido pena por el señor O'Neal. Si es que ése era su nombre, cosa que dudaba.

—El tráfico —replicó Solomon—. Vinimos lo más rápidamente posible.

Solomon miró a través de la ventana como para señalar que había hecho su parte. O'Neal lo miró, me miró a mí, y después volvió a su interpretación de Estoy-leyendo-algo-importante.

Ahora que Solomon me había llevado hasta allí sano y salvo y no había ningún riesgo de crearle problemas, decidí que era la hora de hacerme valer.

—Buenos días, señor O'Neal —dije, con un volumen de voz ridículamente fuerte. El sonido rebotó en la lejanía—. Lamento que sea un momento poco oportuno. También lo es para mí. ¿Qué tal si le digo a mi secretaria que llame a su secretaria para que concierten otra cita? Ya puestos, ¿qué le parece si nuestras secretarias comen juntas? Ya sabe, para poner las cosas en orden.

O'Neal rechinó los dientes por un instante y luego me miró con lo que obviamente consideraba una mirada penetrante.

Cuando terminó con la sobreactuación, dejó los papeles y apoyó las manos en el borde de la mesa. Luego las apartó de la mesa y las apoyó en el regazo. Después se enfadó conmigo por haber sido testigo de ese torpe comportamiento.

—Señor Lang, ¿es consciente de dónde está? —Frunció los labios en un gesto ensayado.

—Por supuesto, señor O'Neal. Estoy en el despacho C188.

—Está en el Ministerio de Defensa.

—Vaya, no está mal. ¿Aquí tienen sillas?

Me miró con saña, y luego movió la cabeza hacia Solomon, que fue hasta la puerta y arrastró algo que intentaba ser una reproducción del estilo de principios del xix hasta el centro de la alfombra. No me moví.

—Siéntese, señor Lang.

—Gracias, pero prefiero estar de pie.

Ahora sí que lo había desconcertado. Solíamos hacerle esto mismo a un maestro de geografía en la escuela. Se marchó al acabar el segundo semestre y se hizo monje en las Hébridas.

—Por favor, ¿qué sabe usted de Alexander Woolf? —O'Neal se inclinó hacia adelante con los antebrazos sobre la mesa, y atisbé un reloj de oro. Demasiado dorado para ser oro.

—¿Cuál de ellos?

Frunció el entrecejo.

—¿Qué quiere decir con «cuál de ellos»? ¿A cuántos Alexander Woolf conoce?

Moví los labios mientras contaba en silencio.

—Cinco.

Suspiró, irritado. Vamos, muchacho, tranquilízate.

—El Alexander Woolf al que me refiero —explicó con ese tono particular de sarcástica pedantería que cualquier inglés detrás de una mesa termina por introducir en algún momento— tiene una casa en Lyall Street, Belgravia.

—Lyall Street. Por supuesto. Vaya, vaya. Entonces, seis.

O'Neal miró a Solomon, pero no encontró ninguna ayuda por ese lado. Se volvió hacia mí con una sonrisa siniestra.

—Le pregunto, señor Lang, qué sabe de él.

—Tiene una casa en Lyall Street, Belgravia. ¿Le sirve de ayuda?

Esta vez, O'Neal lo intentó por otro frente. Inspiró hondo y exhaló poco a poco, con la intención de que creyese que detrás de aquel cuerpo regordete acechaba una máquina de matar bien engrasada, y que por un quítame allá esas pajas saltaría por encima de la mesa y me daría una paliza de padre y muy señor mío. Fue una representación patética. Abrió un cajón y sacó una carpeta de fuelle, y a continuación comenzó a buscar con furia en su interior.

—¿Dónde estaba usted anoche a las diez y media?

—Haciendo windsurf en la Costa de Marfil —contesté casi antes de que acabase de preguntar.

—Le he formulado una pregunta seria, señor Lang. Le aconsejo que, por su bien, me responda con seriedad.

—Pues yo le digo que no de su incumbencia.

—Mi incumbencia es... —comenzó.

—Su incumbencia es la defensa. —Esta vez grité, grité de verdad, y por el rabillo del ojo vi que Solomon se había vuelto para mirar—. Y a usted le pagan para defender mi derecho a hacer lo que se me antoje sin tener que responder a un montón de preguntas estúpidas. —Volví al tono normal—: ¿Alguna cosa más?

No respondió, así que di media vuelta y caminé hacia la puerta.

—Adiós, David.

Solomon tampoco me respondió. Ya tenía la mano en el pomo cuando O'Neal habló.

—Lang, quiero que sepa que puedo hacer que lo detengan en cuanto salga de este edificio.

Me volví para mirarlo.

—¿Acusado de qué?

De pronto, eso no me gustó. No me gustó porque, por primera vez desde que había entrado en su despacho, O'Neal parecía relajado.

—Conspiración para cometer un asesinato.

Se hizo un silencio absoluto.

—¿Conspiración?

Ya sabes cómo es cuando te ves arrastrado por el devenir de los acontecimientos. Normalmente, las palabras son enviadas desde el cerebro hacia la boca, y en algún punto del recorrido te tomas un momento para comprobar que, efectivamente, sean las que has pedido y que estén bien envueltas, antes de que lleguen al paladar y salgan al aire libre.

Pero cuando te ves arrastrado por el devenir de los acontecimientos, la parte de tu mente que se encarga de la comprobación te deja tirado más de una vez.

O'Neal había pronunciado cinco palabras: «Conspiración para cometer un asesinato.»

La palabra correcta que había que repetir con un tono de incredulidad era «asesinato»; sólo una parte muy pequeña, y psiquiátricamente perturbada, de la población quizá hubiese optado por «para»; pero la única palabra de las cinco que no debería haber escogido de ninguna manera era «conspiración».

Por supuesto, de haber repetido la conversación, hubiese hecho las cosas de otra forma muy diferente. Pero no lo hicimos.

Solomon me miraba, y O'Neal miraba a Solomon. Me apresuré a utilizar la escoba y el recogedor verbal.

—¿De qué demonios habla? ¿No tiene nada mejor que hacer? Si se refiere a ese asunto de anoche, entonces tendría que saber, si leyó mi declaración, que nunca había visto antes al tipo, que me vi obligado a defenderme contra un ataque ilegal, y que en el transcurso de la refriega, el tipo... se golpeó la cabeza...

De pronto fui consciente de lo mal que sonaba eso.

—La policía —continué— se declaró del todo satisfecha, y...

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