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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Viaje a Ixtlán (10 page)

BOOK: Viaje a Ixtlán
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—¡Mira! ¡Mira! —me instó.

Miré con toda la intensidad de que era capaz. Quería ver aquello a lo que él se refería, fuera lo que fuera, pero no advertí nada que no hubiera visto an­tes; había únicamente arbustos que parecían agitados por un viento suave: ondulaban.

—Aquí está —dijo don Juan.

En ese momento sentí una bocanada de aire en la cara. Al parecer, el viento había en verdad empezado a soplar después de que nos levantamos. Yo no po­día creerlo; tenía que haber una explicación lógica.

Don Juan soltó una risita suave y me dijo que no forzara mi cerebro buscando las razones.

—Vamos a juntar otra vez los arbustos —dijo—. No me gusta hacerles esto a las plantitas, pero hay que pararte.

Recogió las ramas que habíamos usado para cubrir­nos y apiló piedras y tierra sobre ellas. Luego, repi­tiendo los movimientos que hicimos antes, cada uno de nosotros juntó otras ocho ramas. Mientras tanto, el viento soplaba sin cesar. Yo lo sentía encrespar el cabello en torno a mis oídos. Don Juan susurró que, una vez que me cubriese, yo no debía hacer el más leve sonido o movimiento. Con mucha rapidez puso las ramas sobre mi cuerpo, y luego se tendió y se cubrió a su vez.

Permanecimos en esa posición unos veinte minutos, y durante ese tiempo ocurrió un fenómeno extraordi­nario: el viento volvió a cambiar, de una racha dura y continua, a una vibración apacible.

Contuve el aliento, esperando la señal de don Juan. En un momento dado, apartó suavemente las ramas. Hice lo mismo y nos incorporamos. La cima del cerro estaba muy quieta. Sólo había una leve y suave vi­bración de hojas en el chaparral en torno.

Los ojos de don Juan se hallaban fijos en una zona de los matorrales al sur de nosotros.

—¡Allí está otra vez! —exclamó en voz recia.

Salté involuntariamente, casi perdiendo el equili­brio, y él me ordenó mirar, en tono fuerte e impe­rioso.

—¿Qué se supone que vea? —pregunté, desesperado.

Dijo que aquello, el viento o lo que fuese, era como una nube o un remolino que, bastante por encima del matorral, avanzaba dando vueltas hacia el cerro donde estábamos.

Vi un ondular formarse en los arbustos, a distancia.

—Ahí viene —me dijo don Juan al oído—. Mira cómo nos anda buscando.

En ese momento una racha de viento fuerte y cons­tante golpeó mi rostro, como anteriormente. Pero esta vez mi reacción fue distinta. Me aterré. No había visto lo descrito por don Juan, pero sí un extraño escarceo agitando los arbustos. No deseando sucum­bir al miedo, busqué deliberadamente cualquier tipo de explicación adecuada. Me dije que en la zona debía haber continuas corrientes de aire y don Juan, conocedor de toda la región, no sólo tenía conciencia de eso sino era capaz de calcular mentalmente su re­currencia. No tenía más que acostarse, contar y es­perar que el viento amainara; y una vez de pie sólo le era necesario esperar que empezase de nuevo.

La voz de don Juan me arrancó de mis delibera­ciones. Me decía que era hora de irse. Hice tiempo; quería quedarme para comprobar que el viento amai­naría.

—Yo no vi nada, don Juan —dije.

—Pero notaste algo fuera de lo común.

—Quizá debería usted volver a decirme qué se su­ponía que viera.

—Ya te lo dije —repuso—. Algo que se esconde en el viento y parece un remolino, una nube, una niebla, una cara que da vueltas.

Don Juan hizo un gesto con las manos para des­cribir un movimiento horizontal y uno vertical.

—Se mueve en una dirección específica —prosi­guió—. Da tumbos o da vueltas. Un cazador debe conocer todo eso para moverse en forma correcta.

Quise decir algo para seguirle la corriente, pero se veía tan concentrado en dejar claro el tema, que no me atreví. Me miró un momento y aparté los ojos.

—Creer que el mundo sólo es como tú piensas, es una estupidez —dijo—. El mundo es un sitio miste­rioso. Sobre todo en el crepúsculo.

Señaló hacia el viento con un movimiento de bar­billa.

—Esto puede seguirnos —dijo—. Puede fatigarnos, o hasta matarnos.

—¿Ese viento?

—A esta hora del día, en el crepúsculo, no hay viento. A esta hora sólo hay poder.

Estuvimos sentados en el cerro durante una hora. El viento sopló fuerte y constante todo ese tiempo.

Viernes, junio 30, 1961

AL declinar la tarde, después de comer, don Juan y yo nos instalamos en el espacio frente a su puerta. Tomé asiento en mi «sitio» y me puse a trabajar en mis notas. Él se acostó de espaldas, con las manos unidas sobre el estómago. Todo el día habíamos per­manecido cerca de la casa por razón del «viento». Don Juan explicó que habíamos molestado adrede al vien­to, y que lo mejor era no buscarle tres pies al gato. Incluso debería dormir cubierto de ramas.

Una racha repentina hizo a don Juan incorporarse en un salto increíblemente ágil.

—Me lleva la chingada —dijo—. El viento te anda buscando.

—No puedo aceptar eso, don Juan —dije, rien­do—. De veras no puedo.

No estaba terqueando; simplemente me resultaba imposible secundar la idea de que el viento tenía voluntad propia y andaba en mi busca, o de que realmente nos había localizado en la cima del cerro y se había lanzado contra nosotros. Dije que la idea de un «viento voluntarioso» era una visión del mundo bastante simplista.

—¿Entonces qué es el viento? —preguntó en tono de reto.

Con toda paciencia le expliqué que las masas de aire caliente y frío producen distintas presiones y que la presión hace a las masas de aire moverse en sentido vertical y horizontal. Me tomó un buen rato explicar todos los detalles de la meteorología básica.

—¿Quieres decir que el viento no es otra cosa que aire caliente y frío? —preguntó en tono desconcer­tado.

—Me temo que así es —dije, y en silencio gocé mi triunfo.

Don Juan parecía hallarse pasmado. Pero entonces me miró y soltó la risa.

—Tus opiniones son definitivas —dijo con un ma­tiz de sarcasmo—. Son la última palabra, ¿no? Pues para un cazador, tus opiniones son pura mierda. No importa para nada que la presión sea uno o dos o diez; si vivieras aquí en el desierto sabrías que du­rante el crepúsculo el viento se transforma en poder. Un cazador digno de serlo, sabe eso y actúa de acuerdo.

—¿Cómo actúa?

—Usa el crepúsculo y ese poder oculto en el viento.

—¿Cómo?

—Si le conviene, el cazador se esconde del poder cubriéndose y quedándose quieto hasta que el cre­púsculo pasa y el poder lo tiene envuelto en su pro­tección.

Don Juan hizo gesto de envolver algo con las manos.

—Su protección es como un…

Se detuvo en busca de una palabra, y sugerí «ca­pullo».

—Eso es —dijo—. La protección del poder te en­cierra como un capullo. Un cazador puede quedarse a campo raso sin que ningún puma o coyote o bicho pegajoso lo moleste. Un león de montaña puede acer­carse a la nariz del cazador y olfatearlo, y si el caza­dor no se mueve, el león se va. Te lo garantizo.

—En cambio, si el cazador quiere darse a notar, todo lo que tiene que hacer es pararse en la punta de un cerro a la hora del crepúsculo, y el poder lo acosará y lo buscará toda la noche. Por eso, si un cazador quiere viajar de noche, o quiere que lo tengan despierto, debe ponerse al alcance del viento.

—En eso consiste el secreto de los grandes cazadores. En ponerse al alcance, y fuera del alcance, en la vuelta justa del camino.

Me sentí algo confuso y le pedí recapitular. Con mucha paciencia, don Juan explicó que había utilizado el crepúsculo y el viento para indicar la crucial importancia de la interacción entre esconderse y mos­trarse.

—Debes aprender a ponerte adrede al alcance y fuera del alcance —dijo—. Como anda tu vida ahora, estás todo el tiempo al alcance sin saberlo.

Protesté. Sentía que mi vida se hacía cada vez más y más secreta. Él dijo que yo no lo había compren­dido, y que ponerse fuera del alcance no signifi­caba ocultarse ni guardar secretos, sino ser inacce­sible.

—Deja que te lo diga de otro modo —prosiguió, pa­cientemente—. No tiene caso esconderte si todo el mun­do sabe que estás escondido.

—Tus problemas de ahora surgen de allí. Cuando estás escondido, todo el mundo sabe que estás escondido, y cuando no, te pones enmedio del camino para que cualquiera te dé un golpe.

Empezaba a sentirme amenazado, y apresurada­mente intenté defenderme.

—No des explicaciones —dijo don Juan con seque­dad—. No hay necesidad. Todos somos tontos, todi­tos, y tú no puedes ser diferente. En un tiempo de mi vida yo, igual que tú, me ponía enmedio del ca­mino una y otra vez, hasta que no quedaba nada de mí para ninguna cosa, excepto si acaso para llorar. Y eso hacía, igual que tú.

Don Juan me miró de pies a cabeza y suspiró fuerte.

—Sólo que yo era más joven que tú —prosiguió—, pero un buen día me cansé y cambié. Digamos que un día, cuando me estaba haciendo cazador, aprendí el secreto de estar al alcance y fuera del alcance.

Le dije que no veía el objeto de sus palabras. Ver­daderamente no podía entender a qué se refería con lo de «ponerse al alcance» y «ponerse enmedio del camino».

—Debes ponerte fuera del alcance —explicó—. De­bes rescatarte de en medio del camino. Todo tu ser está allí, de modo que no tiene caso esconderte; sólo te figuras que estás escondido. Estar enmedio del ca­mino significa que todo el que pasa mira tus ires y venires.

Su metáfora era interesante, pero al mismo tiempo oscura.

—Habla usted en enigmas —dije.

Me miró con fijeza un largo momento y luego em­pezó a tararear una tonada. Enderecé la espalda y me puse alerta. Sabía que, cuando don Juan tarareaba una canción, estaba a punto de soltarme un golpe.

—Oye —dijo, sonriendo, y me escudriñó—. ¿Qué pasó con tu amiga la güera? Esa muchacha que tanto querías.

Debo haberlo mirado con cara de idiota. Rió con enorme deleite. Yo no sabía qué decir.

—Tú me contaste de ella —afirmó, tranquilizante.

Pero yo no recordaba haberle contado de nadie, mucho menos de una muchacha rubia.

—Nunca le he mencionado nada por el estilo —dije.

—Por supuesto que sí —dijo como dando por ter­minada la discusión.

Quise protestar, pero me detuvo diciendo que no importaba cómo supiera él de la chica: lo importante era que yo la había querido.

Sentí gestarse en mi interior una oleada de animo­sidad en contra de él.

—No te andes por las ramas —dijo don Juan se­camente—. Ésta es la ocasión en que debes olvidar tu idea de ser muy importante.

—Una vez tuviste una mujer, una mujer muy que­rida, y luego, un día, la perdiste.

Empecé a preguntarme si alguna vez le había ha­blado de ella. Concluí que nunca había habido oca­sión. Pero era posible. Cada vez que viajábamos en coche hablábamos sin cesar de todos los temas. Yo no recordaba cuanto habíamos dicho porque no podía tomar notas mientras manejaba. Me sentí algo tran­quilizado por mis conclusiones. Le dije que tenía ra­zón. Había habido una muchacha rubia muy impor­tante en mi vida.

—¿Por qué no está contigo? —preguntó.

—Se fue.

—¿Por qué?

—Hubo muchas razones.

—No tantas. Hubo sólo una. Te pusiste demasiado al alcance.

Anhelosamente, le pedí explicar sus palabras. De nuevo me había tocado en lo hondo. Consciente, al parecer, del efecto de su toque, frunció los labios para ocultar una sonrisa maliciosa.

—Todo el mundo sabía lo de ustedes dos —dijo con firme convicción.

—¿Estaba mal eso?

—Totalmente mal. Ella era una magnífica persona.

Expresé el sincero sentimiento de que su pesquisa a oscuras me resultaba odiosa, y sobre todo el hecho de que siempre afirmaba las cosas con la seguridad de alguien que hubiera estado en la escena y lo hubiese visto todo.

—Pero es cierto —dijo con candor inatacable—. Lo he visto todo. Era una magnífica persona.

Supe que no tenía caso discutir, pero me hallaba enojado con él por tocar esa llaga abierta y dije que la muchacha en cuestión no era después de todo tan magnífica persona, que en mi opinión era bastante débil.

—Igual que tú —dijo calmadamente—. Pero eso no importa. Lo que cuenta es que la has buscado en todas partes; eso la hace una persona especial en tu mundo, y para una persona especial no hay que tener más que buenas palabras.

Me sentí avergonzado; una gran tristeza se cirnió sobre mí.

—¿Qué me está usted haciendo, don Juan? —pre­gunté—. Usted siempre logra entristecerme. ¿Por qué?

—Ahora te entregas al sentimentalismo —dijo, acu­sador.

—¿Qué objeto tiene todo esto, don Juan?

—El objeto es ser inaccesible —declaró—. Te traje el recuerdo de esta persona sólo como un medio de enseñarte directamente lo que no pude enseñarte con el viento.

—La perdiste porque eras accesible; siempre estabas a su alcance y tu vida era de rutina.

—¡No! —dije—. Se equivoca usted. Mi vida jamás fue una rutina.

—Fue y es una rutina —dijo en tono dogmático—. Es una rutina fuera de lo común y eso te da la impresión de que no es una rutina, pero yo te aseguro que lo es.

Quise deprimirme y perderme en la hosquedad, pero de algún modo sus ojos me inquietaban; pare­cían empujarme sin tregua hacia adelante.

—El arte de un cazador es volverse inaccesible —dijo—. En el caso de esa güera, quería decir que tenías que volverte cazador y verla lo menos posible. No como hiciste. Te quedaste con ella día tras día, hasta no dejar otro sentimiento que el fastidio. ¿Verdad?

No respondí. Sentí que no era necesario. Don Juan tenía razón.

Ser inaccesible significa tocar lo menos posible el mundo que te rodea. No comes cinco perdices; comes una. No dañas las plantas sólo por hacer una fosa para barbacoa. No te expones al poder del viento a menos que sea obligatorio. No usas ni exprimes a la gente hasta dejarla en nada, y menos a la gente que amas.

Jamás.

—Jamás he usado a nadie —dije sinceramente.

Pero don Juan mantuvo que sí, y quizá por eso pude declarar sin tapujos que la gente me cansaba y me aburría.

—Ponerse fuera del alcance significa que evitas, a propósito, agotarte a ti mismo y a los otros —prosiguió él—. Significa que no estás hambriento y desesperado, como el pobre hijo de puta que siente que no volverá a comer y devora toda la comida que puede, ¡todas las cinco perdices!

Definitivamente, don Juan golpeaba debajo del cinturón. Reí y eso pareció complacerlo. Tocó leve­mente mi espalda.

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