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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

Concierto para instrumentos desafinados (13 page)

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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Los médicos, lógicamente, no quisimos intervenir en el uso del dinero, y pretendimos pasar la papeleta al administrador. El administrador nos echó una ducha de agua fría: Todo ese tinglado tan bonito que habíamos montado era ilegal. Cada peseta que entrase en el hospital debía pasar por los libros de administración, y la administración entregarla a Sanidad, que no tenía posibilidad burocrática de devolverla, pues no había precedente. Por tanto si los enfermos trabajaban tenían que hacerlo gratis. Comprendiendo el administrador que esto era un desatino y vistos los beneficios de la «operación bolsas», proponía: no darse por enterado y lavarse las manos.

Insatisfecho, no comprendía que aquello no pudiese tener solución, recurrí a mis distantes jerarquías burocráticas, el jefe provincial y después el director general de Sanidad. Debía de haber una epidemia de limpieza en los despachos oficiales, porque con rara unanimidad se lavaron también las manos, añadiendo que a ver si alguna vez les iba a visitar al despacho, para algo que no fuese antirreglamentario y a la vez un lío de mil pares de diablos. ¡Bolsas para huevos…! De momento no se daban por enterados (era otro rasgo epidémico y al parecer contagioso), que siguiese si quería con mis innovaciones. Si trascendía procurarían ayudarme… «ma non troppo», por que tendrían que hacerse de nuevas y muy sorprendidos.

No muy alentador, pero con inconsciencia juvenil me pareció suficiente. Y tenía razón, porque nunca pasó nada, y en cuanto les fue posible proporcionaron permiso oficial y ayuda económica estable…

Al no recibir solución quedamos abocados a la única agradable: que los propios enfermos decidiesen el destino de sus ganancias. Un efecto terapéutico no buscado inicialmente, pero que surgió con el trabajo y el reparto de beneficios fue la resocialización de los enfermos. Estando el taller en un pabellón, los enfermos de los demás departamentos, hasta entonces incomunicados, se reunían en la tarea común, colaboraban en los equipos, cada uno tenía que contar con la ayuda de otros. Hubo que organizar reuniones, hoy las llamarían asambleas, en las que votar, delegar, asociarse, etc. Todo un remedo de la política, en una congregación de perturbados que tenían que decidir cómo y en qué gastar su dinero.

La primera sorpresa fue la actitud conservadora de los habitantes del manicomio. Casi todos los que eran capaces de emitir opinión eligieron ahorrar. Guardar el dinero para comprar algo útil para todos, que la mayoría decidió fuese un proyector de cine sonoro. Aunque los médicos habíamos pensado no intervenir, no resistimos la tentación de convencerles de que repartiesen al menos la mitad de lo ganado, tanto por hora de trabajo y el resto para el anhelado cine. El «Príncipe de Hernán-Borbón», que no trabajaba pero acudía asiduamente a «vigilar SU fábrica», pretendió cobrar «derechos reales». Con buen sentido desistió al primer abucheo. Era mucha su dignidad.

Compraron un proyector usado, de 16 milímetros sonoro. Funcionaba bien, pero había muy pocas películas de alquiler y caras, con lo que la base de las proyecciones eran films prestados gratuitamente por la Embajada inglesa y la Casa Americana que brindaban ese servicio a centros docentes, (decidimos que éramos «centro docente»), y alguna película del Ministerio de Educación. La población manicomial adquirió una gran información sobre la agricultura en Minesota y el ciclo biológico del gusano de seda, en vez de recibirla sobre el ciclo sentimental de Juanita Reina, que es lo que a ellos les hubiese gustado. El dinero no trae siempre felicidad.

El cumplidor «Señor Macario» no daba a basto, componiendo mesas, haciendo con tableros y caballetes otras alargadas muy útiles para el «trabajo en cadena», el bastidor para la sábana-telón-de-cine, etcétera. Necesitó ayudantes, y eligió como aprendices de ebanista a Bermúdez, por habilidoso, y a «El Eufrasio», por vigor físico. En el taller de carpintería hacia él casi todo el trabajo, sin apenas dejarles meter mano, pero en cuanto salían del recinto invertía los términos. Parecía un safari: en cabeza el «señor Macario» como el bwana, descargado, detrás Bermúdez también con poco peso y en cola «El Eufrasio» llevando a cuestas todo el material.

El equipo del «Señor Macario» funcionaba bien. «El Eufrasio» que fue pastor y llevaba años en el hospital, inactivo y aislado; sintiéndose útil se espabiló. Recordó habilidades de pastor y volvió a hacer bastones tallados y objetos de madera o cuerno con dibujos geométricos trazados a navaja. Los fue regalando a otros pacientes y éstos aceptándole. Todo marchó a las mil maravillas hasta el incidente.

En realidad fueron dos incidentes simultáneos: La aparición de las revistas porno y la desaparición de las herramientas de la carpintería.

Las revistas llegaron mezcladas con las demás que traía el empresario de las bolsas. Debió de comprar un lote a algún diplomático, porque en una carga vinieron muchas revistas en inglés y unos cuantos números de una porno de la época. Francesa, que se llamaba
París-Hollywood.

La primera tarea en el taller era abrir los periódicos o revistas por el pliegue central, para quitar las grapas y separar las hojas, pasando éstas a otra mesa donde los «plegadores» hacían los dobleces, que en otra mesa distinta se pegaban con engrudo.

El «desgrapado» era la tarea más fácil, encomendada a enfermos muy deteriorados, incapaces de realizar otra. Todo lo deteriorados que se quiera, pero menudo respingo! al abrir la página central y encontrarse con el póster «obsequio de la semana». Además en color, un color malísimo pero color, con la carne de un rosa cerdito, pero carne a toneladas. Toda la carne del mundo. No llevaban puestos más que unos zapatos de tacón alto. Debía de haber cristales rotos en el cochambroso estudio donde hacían las fotos, porque ese detalle era infalible. Al parecer morían con los zapatos puestos, o quizá el fotógrafo tenía un fetichismo particular. Un joven de hoy, criado entre subpornografía hasta en los anuncios murales, no puede sospechar el impacto causado en aquel ambiente pudibundo.

En el tumulto el único que conservó inicialmente la serenidad fue el silencioso inventor, intentando salvar su máquina del atropello de quienes saltaban sobre sillas y mesas para apiñarse en torno a la del desgrapado, donde cien manos se disputaban las revistas y cien ojos estaban a punto de salirse de las órbitas.

Fuera de peligro el artilugio encordelado, el inventor se unió a la turbamulta, gritando como el que más: ¡mira ésta!, ¡y ésta!, ¡y ésta!… El shock le había curado el mutismo, pero por el momento con una cierta monotonía en los comentarios. Daba igual porque nadie estaba para comentarios. Ni el enfermero que tenia los ojos tan desorbitados y la boca tan seca como cualquier otro; y como todos intentó guardar alguna revista para su uso particular. Había muchas, pero temo que el reparto no fuese de lo más democrático. La desigualdad en el acaparamiento dio lugar a rencillas, intercambios e incluso mercado negro.

Aquilino, que no estaba cuando el hallazgo, se afanó en que le dejasen ver todas, y de vez en cuando comentaba: «Mira, ésta es igual a una de las de Toledo». Comentario inútil, porque nadie le escuchaba. Nadie escuchaba a nadie. Aquilino no quería comprender que los más perjudicados eran ellos, los narradores de obscenidades. La competencia industrial les había aniquilado la clientela.

Ah, qué lección sobre la caducidad de las ambiciones humanas, sobre las pompas y vanidades y lo perecedero del encumbramiento y el prestigio. Podría haberla aprovechado el capellán para un sermón, pero con las monjas fue el único que no vio las fotos, y tardó en enterarse.

La rueda de la fortuna encumbró repentinamente a «Don Nicolás», un viejecito olvidado de todos, que no trabajaba en las bolsas por el temblor de manos y porque no le daba la gana. Remiradas mil veces las fotos, alguien cayó en cuenta de que las revistas además de ilustraciones tenían texto, y ahí debía haber algo interesante. «Don Nicolás» era el único que sabía francés. ¿Puede usted traducir esto, Don Nicolás? Podía. Vaya si podía! Estuvo a punto de ponerse malo del esfuerzo. Después de tantos años abandonado en su rincón ahora le rodeaba, ahogándole con su impaciencia, un círculo apretado de admiradores.

El repentino estrellato de «Don Nicolás» era halagador, pero a la vez aplastante. Los fans son despiadados. La vocecilla cascada de «Don Nicolás» se quebraba con el prolongado esfuerzo. «¡Más alto!» «Darle agua, que se ahoga». «Me parece que ya no le están bien esas gafas, pruebe las mías a ver si puede leer más deprisa». «Apartarse, hombre, abrir el corro y cabemos todos». Esto les parecía muy bien a los de la última fila, no a los de la primera. «Es que si nos alejamos no se le oye».

La fabricación de bolsas pasó por un serio bache de productividad y disciplina. Ahora todos querían estar en el desgrapado, en una violenta fiebre del oro fotográfica. Pero el filón se había agotado y las cosas volvieron a su cauce normal durante las horas de trabajo. No en las de inactividad. El impacto sobre la sexualidad oprimida fue tan brutal que la desbocada autosatisfacción empezó a notarse en los reconocimientos. Muchos enfermos perdieron peso y se supo que uno de ellos había hecho un agujero en un árbol y tenía amores con él todos los días.

Primero encontramos al árbol violado, luego hubo que buscar al enfermo y a las herramientas robadas al «Señor Macario» que tan preocupado le tenían a él, y a nosotros. Unos instrumentos mortíferos rodando por un hospital psiquiátrico, en manos desconocidas, son una bomba retardada que puede explotar en cualquier momento.

Enfermo y herramientas aparecieron juntos. Las tenía «El Eufrasio», el ayudante cargador del «señor Macario». Las utilizó, como un Pigmalión rupestre y elemental para esculpir su amante inmóvil, o al menos la parte que más le interesaba de ella.

Al árbol le ocurrió lo mismo que a «Don Nicolás»: de repente se convirtió en el centro de la curiosidad pública. Todos acabamos pasando disimuladamente a verlo, un tanto intrigados. No parecía tener ningún encanto especial. Había elegido «El Eufrasio» un árbol de tronco grueso y corteza suavecita, creo que un chopo boleana, esbelto y de copa afilada, como todos. El orificio delator perforado a la altura conveniente para «El Eufrasio», que es bajito, y en verdad el agujero lo tenía hecho un asco.

Llegó noticia de una discusión. Un protagonista, el celador nocturno que descubrió al culpable «in fraganti», no sentía simpatía por «El Eufrasio» e intentó desde el principio, quizá para darse importancia como detective, dramatizar el asunto. Frente a él el enfermero, que a quien no tenía simpatía era al celador.

—Mira qué cochino, cómo lo ha lijado. —Hombre, si se clava astillas no puede. Además ha elegido el mejor árbol. —Claro, no va a escoger al más feo. —El árbol se va a secar.

—Pues yo lo veo tan lozano.

Enrabietado el celador por haber llevado la peor parte en la discusión, al día siguiente tapó el agujero con cemento. Todavía no sé si para molestar a Eufrasio o al enfermero. Dijo que era para que los insectos no pudriesen el árbol. Jamás había mostrado tanta devoción forestal. Nunca es tarde.

Todo esto resulta bastante divertido para comentarlo con los otros médicos durante la pausa del cafecito, y me hallaba embalado en el relato del episodio cuando entró sor Domitila y me Llamó aparte: «Doctor, ¿qué vamos a hacer con Eufrasio?» Contagiado del estilo polémico del enfermero se me escapó: «Qué quiere usted que haga, no pretenderá que le casemos con el árbol». Por la cara de la monja comprendí que esta vez el sarcasmo estaba fuera de lugar. Sor Domitila era una mujer inteligente, trabajadora, con verdadero cariño por sus enfermos y abierta a comprender cualquiera de los problemas. Uno de SUS enfermos, Eufrasio, estaba de nuevo en problemas, y lo que pretendía era ayuda, no ironías.

Marché contrito con la monja a su departamento. Era el que ofrecía mejores condiciones de seguridad. Se alojaban allí, mezclados con otros pacientes, los «enfermos judiciales». Por suerte tentamos pocos. Los «enfermos judiciales» son personas que habiendo cometido un delito se demuestra durante el proceso que padecen una perturbación mental que impide la conciencia del acto, y que éste está relacionado con la enfermedad. En ese caso el juez no puede imponer una pena, pues la enfermedad mental resulta eximente, y se les envía a un hospital psiquiátrico para su curación. La única diferencia con los restantes pacientes es que están ingresados por orden judicial, y que bajo ningún pretexto pueden salir del establecimiento sin permiso del juez, quien lo da una vez que los médicos certifiquemos que está completamente curado de la enfermedad que provocó su peligrosidad, y que no hay riesgo de que la patología le lleve de nuevo a delinquir. Son una pesadilla para el director del hospital, que no desea retenerles más de lo indispensable, como a todos, pero que se encuentra con la amenaza de que si certifica la curación y el paciente recuperada la libertad vuelve a cometer un delito, el médico queda responsabilizado. Lógico, a la vez injusto y muy difícil de modificar.

«El Señor Macario» y «El Eufrasio» eran enfermos judiciales, por eso estaban en el mismo departamento, y el primero había elegido al segundo como colaborador. Conocía bien la historia del ebanista, superficialmente la del pastor. Absorto en los primeros meses con las reformas colectivas, con la psiquiatría social del hospital, aún no había tenido tiempo de familiarizarme con todos los pacientes individualmente, y «El Eufrasio» era una de mis lagunas. Sor Domitila trajo la historia clínica.

Cualquier vestigio de comicidad del «caso Eufrasio» se disipó al repasar su historia. Eufrasio estaba en el hospital por la violación de una niña de ocho años, sodomizándola. En el juicio salieron a relucir los frecuentes actos de bestialismo con las ovejas, sorprendidos por vecinos del pueblo en que era pastor.

Durante el proceso, los informes de los forenses mostraron retraso intelectual y perturbación. El tecnicismo aplicado fue «psicosis injertada en una oligofrenia», y el dictamen final: irresponsabilidad. Pasó de la cárcel a un hospital, y de éste al nuestro. Al profundizar en su análisis la figura de «El Eufrasio» adquiría rasgos cada vez más siniestros, pues en la ficha consta que a poco de llegar forzó sexualmente a un subnormal, indefenso frente al hercúleo pastor.

Todo esto ocurrió cuatro años antes de mi arribada al manicomio. Con el tratamiento inicial, según la historia, mejoró de la parte activa de su enfermedad, la desorganización del pensamiento y las alucinaciones, quedando sin modificar la deficiente inteligencia.

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