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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

Concierto para instrumentos desafinados (9 page)

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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Faustino, ¿de quién es esa fotografía?: «madre»

Imposible saber si se trata realmente de su madre, o el retrato lo recogió de un cubo de basura, junto al mango del paraguas. Subjetivamente da igual, porque él la identifica como su madre, y dentro del reducto estrecho en que ha quedado limitada su vida afectiva, ocupa el lugar prevalente. Es el ancla sentimental que fija su corazón al pasado.

Cuanto más se observa a Faustino, resulta más interesante y distinto a los restantes enfermos. Su jornada sigue un esquema fijo, casi un ceremonial litúrgico. Llegado al patio, se dirige a «su» puesto de meditación, bajo la sombra del árbol. Como los demás pacientes son también muy rutinarios, suele estar vacío, pero si alguno lo ocupa Faustino no disputa. Marcha a otro punto similar, siempre en el límite del sol y la sombra.

Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y un pie bajo cada muslo al modo de los orientales, coloca la bolsa en el centro. Deshace el nudo y abriéndola rebusca en el interior. Saca con pausa, con solemnidad, el retrato de su madre. Tras mirarlo un rato lo besa y vuelve a guardar. Entonces alternan sus éxtasis inmóviles, con los que tiene, apasionados, con el mango del paraguas. Muchas veces quedo escudriñando, de lejos para no turbarle, cómo Faustino contempla su objeto amado. Lo acaricia, mira, remira, contempla al trasluz, lo vuelve a acariciar. Cambia de iluminación, sacándolo de la sombra a la luz del sol. Quizá por eso busca siempre la zona limítrofe. Contempla con perceptible embeleso los destellos de luz vibrando en las volutas nacaradas y cómo varían al pasar de nuevo a la sombra. Lo deja reposar en la palma de la mano izquierda, lo mira inmóvil, o lo gira lentamente con la mano derecha. Sólo cuando le llaman para la comida, para retirarse, o sale espontáneamente en ayuda de alguien, interrumpe el diálogo amoroso con aquel pedazo materializado de su corazón, y lo vuelve a guardar en la bolsa fláccida, la más vacía de todo el departamento. En un sentido es el más pobre. En realidad el más rico porque no desea otra cosa, y tiene lo que quiere con toda el alma.

Es difícil dilucidar quién merece más piedad en un grupo como éste que parece acumular todas las deprivaciones. La propia gravedad de la dolencia hace que algunos pacientes parezcan insensibles, y por tanto sin sufrimiento. Tampoco el que más llora es siempre quien más sufre, pero en este caso sí: Luisito.

Me opuse tenazmente a su ingreso, impuesto por «la superioridad, porque con sólo 15 años no tiene la edad reglamentaria, y su angustiado desvalimiento hace más patente la miserable condición del hospital.

Es un retrasado mental, y no existía un solo centro especializado en subnormales. Su madre gravemente enferma no puede atenderle, y la familia aunque parezca increíble ha movido influencias para que ingrese precisamente en nuestro hospital, que es el más próximo al pueblo donde residen. Tenemos otros subnormales, pero de más edad y más profundos, y no es tan cruel su mezcla con los psicóticos. Además Luisito va a ser la víctima, codiciada e inmediata, de los homosexuales a la espera de una presa similar.

Paradójicamente en el pabellón de profundos es donde corre menos riesgos mientras gestiono su traslado. ¿A dónde?

Luisito nunca se ha separado de las faldas de su madre, ahora agonizante sin que él lo sepa. Padece tardíamente el trauma de separación, en el tétrico escenario de nuestro pabellón de profundos.

Pasa los primeros días llorando asustado, sin querer soltar el hábito de sor Aniceta, un tanto desconcertada por su repentina asignación maternal, a la que va tomando apego.

No pudiendo cargar todo el día con Luisito, procura buscarle niñeras suplentes, en alguno de los enfermos menos tarados e inofensivos. No tiene mucho donde elegir, y algún rato lo deja junto a Faustino.

Por algún motivo Faustino no puede soportar ver llorar a otro, y Luisito vuelve a deshacerse en llanto en cuanto marcha la monja. Faustino apenas habla. Comprendiendo lo que se le dice si no es muy complicado, prefiere hacerse entender por señas y gestos. Sonríe a Luisito, luego le acaricia. El crío sigue llorando, ahora silenciosamente, y Faustino saca el mango del paraguas, y lo hace brillar al sol. Hay un momento de silencio. Lentamente el chico extiende la mano e intenta coger aquel objeto que también a él le atrae de modo singular. El psicótico retira bruscamente el tesoro. ¡Todo tiene un límite! Luego, al ver que Luisito frunce de nuevo el ceño y asoman las lágrimas, lo muestra otra vez y se lo deja tocar, sin soltarlo.

Fue el comienzo de una relación extraña y cordial, que Faustino procura distanciar porque prefiere estar solo, pero que reanuda siempre que ve al crío atribulado. Luisito por su parte se va independizando tanto de la sor como del enfermo. Familiarizado con el ambiente, y más rápido que los demás, corretea, juega, y empieza a ser él quien gasta bromas a los otros. Tiene su «bolsa del tesoro», llena con algunas chucherías que le trae la monja.

De vez en vez se acerca a Faustino, que contempla embelesado el ámbar de celuloide. En ocasiones lo muestra a Luisito y lo admiran juntos. Otras sigue abstraído, hipnotizado por la pieza fascinadora, y el chico aprende a sentarse silenciosamente al lado del enfermo, y como un espectador en el teatro presenciar esta singular escena de amor. A Luisito no se le ocurre, pero muchas veces da ganas de aplaudir.

Faustino cada vez está más transportado, más ausente en su embeleso, y al niño le empiezan a aburrir estas aproximaciones sin eco visible en el otro. Poco a poco deja de acercarse a Faustino. Parecen haberse olvidado.

Una mañana fría de noviembre, en la que el sol lucha con los nubarrones, Luisito tiene visita. Los parientes vienen en comitiva, a comunicarle que su madre ha muerto.

De nuevo en el patio de «profundos», el niño llora silenciosamente, junto a la monja que le intenta consolar. Faustino se levanta y acerca. Sor Aniceta le susurra: «Ha perdido a su madre».

El esquizofrénico queda perplejo. Acaricia a Luisito. Luego silencio. Al fin un arranque aparentemente trivial, de los que pasan inadvertidos en la tierra, pero que retumban en las bóvedas del cielo como el tronar de mil cañones: Faustino regala a Luisito el mango del paraguas. El niño lo acepta y sigue llorando. Faustino, con un gesto dolorido, como quien separa los bordes de una herida, abre lentamente, muy lentamente, la bolsa, y le entrega el retrato de su madre.

6. La fuga de los grandes capitales

D
urante mucho tiempo la llamaron así, «La fuga de los Grandes Capitales». Las primeras semanas no se habló de otra cosa en el hospital. Cuando alguien preguntaba de alguno de sus protagonistas: «ése, ¿quién es?», recibía siempre la misma respuesta: «ése, uno de los Grandes Capitales», después solían contar la historia de la fuga.

Esta fuga fue causa de un bonito susto para el director. La fuga de un enfermo siempre preocupa al director del hospital, por lo que le pueda ocurrir al prófugo y porque según la Ley es responsable de los desmanes que corneta el paciente. Pero ¡la desaparición simultánea de cuatro enfermos, llevándose además con ellos el portero! Eso alarma al más templado.

El portero, Aquilino, era en realidad otro enfermo más. Jubilado el titular de la portería, el sueldo era tan mezquino que tardaron en encontrar sustituto. Durante unos meses suplieron su ausencia en la vigilancia de la puerta tres pacientes, elegidos entre los menos graves, que por una gratificación hacían sus turnos.

Siendo la portería de un manicomio puesto de responsabilidad, habían elegido enfermos «insobornables», pero ya se sabe: la carne es floja. Aquél fue precisamente un asunto de «la carne», y eso explica todo.

Debimos haber sospechado al notar cómo miraba Aquilino a las alumnas de Psicología cuando acudían al hospital a realizar su examen práctico. Solían hacerlo en la sección de mujeres, para no alborotar con su fragante presencia a los enfermos. Eran otros tiempos. El control de las manifestaciones externas de la sexualidad tenía carácter casi obsesivo. La televisión ha cambiado las cosas con rapidez y profundidad no previstas. En los pueblos las mujeres iban vestidas de negro, y con falda hasta la pantorrilla. Según se instalaban repetidores de televisión por la geografía española, podía adivinarse al pasar en coche si ya en el pueblo tenían o no televisión, según siguiesen de negro, o vistieran minifaldas multicolores. Ésta es una historia de antes de la televisión, cuando aquellos pobres asilados pasaban años sin ver más silueta femenina que la de las Hermanas de la Caridad con sus grandes hábitos y tocas monumentales. Las Hermanas se encargaban de dejar bien claro que ellas no eran «mujer objeto», eran monjas.

Por otra parte, hay que ser justos, las estudiantes de Psicología no tenían la culpa de ser tan jóvenes, ni de haber engordado por la vida sedentaria de la preparación de los exámenes, ni de que éstos se celebrasen durante los calores del final de junio teniendo que acudir con el ligero atuendo apropiado a la canícula.

En el «Don Juan» de Mozart hay una escena inesperada en el primer acto, cuando Don Juan olfatea el aire nocturno y dice, imponiendo silencio a su acompañante: «Zitto, mi pare sentir odor di femmina…» (calla, me parece sentir olor a mujer), y efectivamente por la esquina opuesta de la plaza aparece una «femmina». Quizá el entusiasmo por esta ópera me haga asociar la presencia de las estudiantes en el patio de entrada, de paso hacia el departamento de mujeres, con la desazón colectiva que se notaba en el de hombres. No era posible que todos tuvieran un olfato como el del Burlador de Sevilla.

Aquilino no precisaba ventear su presencia. Era él quien les abría la puerta e indicaba el camino a seguir. ¡Qué miradas, qué sonrisas, qué gestos zalameros, qué modo de seguirlas con la vista y con el olfato, acompasando los movimientos de su cabeza con el ritmo de las caderas de las visitantes!

Las estudiantes desaparecían por la izquierda del patio de entrada. Hacia la derecha se entra en el primer pabellón de hombres, que tiene jardincillo propio en uno de cuyos rincones cría canarios el capellán. Junto a la pajarera, sentados en un banco están el «Príncipe de Hernán-Borbón» e Iñaki.

El «Príncipe» dormita, Iñaki mira atentamente las nubes por si consigue que adquieran forma de mujer. No precisa que nadie le encandile con las hembras, porque sólo piensa en ellas y en el vino. Eso al menos se deduce de su historia clínica en la que, como debe ser, constan recogidas literalmente algunas frases características del enfermo. De la primera entrevista con Iñaki a su ingreso queda este pintoresco diálogo:

—¿Qué tipo de vida llevaba usted?


¿Yo?, pues bilbaíno rico.

—¿Y en qué consiste eso de bilbaíno rico?


Pues, comer mucho… beber mucho…, mujeres… ¡bilbaíno rico!

En el tiempo que lleva en el hospital, con una demencia alcohólica que le ha dejado pasmón y reiterativo, no ha salido de este círculo de ideas pese a la ausencia de mujeres, de la carencia de vino, de que la comida no es gran cosa y de que la riqueza ya se la había bebido y prostibuleado años antes de ingresar. Como consecuencia de tanta privación en sus valores fundamentales insiste en demostrar el único vigente: ser bilbaíno. Para ello cuenta con un argumento aplastante: la foto de un grupo de personas apiñándose a la puerta de un conocido restaurante. Esta foto ajada, con pliegues y las esquinas rotas es para él a la vez documento de identidad, ejecutoria de nobleza, y carnet de un club «muy exclusivo» como dicen ahora los cursis. Señalando con la uña del meñique un tanto enlutada una de las cabezas visibles en la foto, Iñaki pregunta sistemáticamente a su interlocutor:


¿A éste conoses, verdad?

—No, no le conozco.


Despistado eres, pues. Este es Santi, uno de los bocheros, y aquí casi a su lado, yo soy.

Inapelable, porque allí está Iñaki, con más pelo, menos años, menos kilos, y aire de muy satisfecho pese a que en el grupo no hay mujeres. Con el vino y la comida acababan de tener la más entusiasta de las relaciones, no hay duda.

En el mismo banco cabecea junto a Iñaki el «Príncipe de Hernán-Borbón». Es otro tema. Aunque alguno de los valores básicos de Iñaki también le afectan, especialmente la afición a las mujeres, tiene que compartirlos con más graves preocupaciones, de modo particular las del gobierno de España y sus restantes estados, «ahora todo usurpado por Franco, pero he dicho a mis súbditos que no quiero derramamiento de sangre,.

De sangre quizá no, pero derramamiento de palos lo exige de vez en cuando hasta por escrito: «¿Han sido ya apaleadas esas viles mujeres?» Esta nota conminatoria va dirigida al director del hospital. Las «viles» mujeres no han sido apaleadas, continúan en la cocina y el apaleado fue él.

El incidente se produjo unos días antes debido a que el «Príncipe, está a régimen, y contra las normas del reglamento de vez en cuando llegaba hasta la cocina a elegirlo. La cocina, como tantas cosas en el hospital, funcionaba gracias a los enfermos, en este caso enfermas, que ayudaban al exiguo personal de plantilla. La cocinera, dos pinchas de oficio y una monja, reforzadas por algunas pacientes. Entre ellas una robusta moza recién ingresada, de firmes caderas que excitaron el principesco apetito mucho más que las que se cocinaban en el caldero que removía la enferma. Acercándose por detrás, como para mirar por encima del hombro, el «Príncipe, se sintió con licencia para ejercer una versión actualizada del derecho de pernada, sumamente discreta todo hay que reconocerlo, con un prolongado y lascivo pellizco.

La enferma dejando el cucharón soltó de revés una soberana bofetada que echó por tierra al egregio visitante, y luego arrepentida de haber abandonado el instrumento volvió a agarrar el cucharón de madera y ¡zas!, ¡zas!, ¡zas! Cruzó repetidas veces las posaderas del obseso prócer, que luchaba con sus kilos, vergüenza y furia para incorporarse.

El episodio, por supuesto, no fue silencioso. A los insultos de la pincha se sumaron en seguida los de las demás. A escobazos, empujones y patadas, le echaron de la cocina entre menciones a la madre del pellizcador, mientras éste intentaba corregir: «Augusta Madre, ¡cretinas!, Augusta Madre».

Como muchos obesos cincuentones el «Príncipe» era hipertenso. Con el sofoco además de la dignidad quedó quebrantada su salud. No es de extrañar que reclamase «un castigo físico, público y ejemplar». Días después insiste por carta: «¿Han sido ya apaleadas esas viles mujeres?» Cada cosa en su sitio.

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