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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

Concierto para instrumentos desafinados (5 page)

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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La perorata, elocuente y divertida, tiene como punto central la injusticia histórica que supone llamar América a América, en lugar de Colombia como debiera ser en recuerdo del descubridor. Barbas y melena son una rareza en aquellos años, y contribuyen a dar empaque a Cristobalia, quien sobre el pedestal de su prestancia física, ampuloso y tonante, con voz de barítono bien matizada provoca curiosidad, risas, desconcierto y una buena dosis de respeto. Feliz si al terminar le invitan a tomar algo, sólido o líquido le da igual, en cualquiera de los bares próximos. Acepta discretamente si se tercia algún modesto «donativo para la causa». Unos céntimos, o una peseta si algún donante quiere presumir de rumboso.

Cristobalia fue tema de discusión frecuente entre los estudiantes madrileños a finales de los cuarenta. Nunca llegamos a estar de acuerdo sobre si estaba loco, o se hacía el loco para sobrevivir. La misma duda debían tener en las comisarías pues unas veces le enviaban a la cárcel y otras a los manicomios. Allí al parecer también persistía la duda, pues en algunas ocasiones le retenían y otras le echaban a la calle, en la que inmediatamente reunía el corro de papanatas, nos iba a buscar a los estudiantes que es lo que más le gustaba, y vuelta a empezar.

¿Por qué le llevaban a la comisaría? Ah, hijo mío, eran otros tiempos. No se podía andar por ahí dando mítines por muy locoides que fueran. Dependía de las buenas o malas pulgas del guardia de turno. ¿Con qué pretexto o motivo? Probablemente la ley de «Vagos y Maleantes». Maleante no parecía. Vago un rato largo, pero no como para meterle en la cárcel por eso.

En el reencuentro en torno a la cama de Manuel, de cuyas tertulias Cristobalia se hizo asiduo, nos fue contando sus trucos para pasar de la comisaría al hospital en lugar de a la cárcel. Confesó que muchos de los encierros los provocaba para escapar del hambre y especialmente del frío. Por eso solía reaparecer en primavera por las calles de Madrid, como años después empezó a ocurrir con los tulipanes. También resultaba, como ellos, muy decorativo.

En este encierro estaba menos decorativo porque le trajeron afeitado y con la cabeza rapada al cero. Manuel le conocía de una estancia simultánea en la sala de Psiquiatría del Hospital Provincial de Madrid, y recordando el buen comportamiento de Cristobalia con él le recibió con alegría.

—¡Qué pena que te hayan rapado!

—Es que hubo otra epidemia de piojos en el Provincial, y nos pelaron a todos.

Los hospitales además de escasez de medicamentos la tenían del DDT. Los jóvenes de hoy, tan orgullosos de sus ñoñerías ecológicas contra los insecticidas no saben, casi ni por referencia, lo que son pulgas, chinches y piojos, que por vez primera en la larga historia de la Humanidad se vieron frenados precisamente en esa triste década.

Cristobalia sí lo sabe. Durante su encierro en los manicomios no pone mucho entusiasmo en los discursos en pro de Cristóbal Colón. Hay demasiada competencia. Resulta poco halagador presumir de «abogado defensor» de alguien, cuando puede uno encontrarlo en persona en la cama de al lado. Le cuesta renunciar al corro de oyentes asombrados, y los reúne con otros trucos:

—Tengo un sistema fenomenal para matar los chinches.

Un grupo expectante se reúne de inmediato. — ¿Cómo?

—Así — y ríe mientras aprieta la uña del pulgar contra la del dedo índice.

Nadie corea su risa. El sentido del humor no es el fuerte de Cristobalia, sólo tiene gracia cuando no se lo propone. En cambio sí tiene buen corazón, y una curiosidad inagotable sobre la vida de los otros asilados, que casi constantemente logra agrupar en su torno. Tres o cuatro le siguen donde va.

Las frecuentes visitas de Cristobalia a Manuel dan repentino volumen de romería al gotear de parejas que acuden a hacerle compañía. La tertulia se prolonga en ocasiones hasta la llegada de los demás al dormitorio común. Varios se acercan a saludar al paralítico. Otros viven en la Luna o están peleados con alguno de los que en ese momento le hacen compañía, y pasan de largo como si el grupo no existiera. Lorenzo «el Judas» nunca se acerca. Desde que se descubrió que robaba la comida de Manuel fingiendo cuidarle, se ha hecho aún más solitario. Va derecho a su cama y desde allí mira fijamente al grupo, sin pestañear. Manuel le invita.

—Lorenzo, acércate, me gusta hablar contigo.

Desviando la torva mirada que aún ensombrece más, Lorenzo no responde.

—No le llames, Manuel, no le llames, es mal bicho — tercia Cristobalia.

El grupo de esquizofrénicos, como un coro de tragedia griega asiente silenciosamente, y luego repite en sorda sibilancia: «es mal bicho».

—No es tan malo, está muy enfermo —intercede el paralítico.

—Tú no le Llames, Manuel, déjale — insiste Cristobalia.

Hace calor, el aplastante calor estival de la meseta castellana. Los árboles del manicomio no tienen conciencia de su encierro tras esos muros, que pudieran ser los de un huerto bien cuidado y han dejado crecer las hojas, tiernas y vibrantes al menor soplo de brisa. La sombra que unas hacen a otras matiza la luz, y con diferente iluminación el verde idéntico refleja mil tonos distintos. Los enfermos se cobijan en los bancos colocados a la sombra. Al mirar atentamente la copa del árbol más próximo, el burbujeo cromático de las hojas movidas por el aire ejerce una fascinación hipnótica y adormecedora, como la de las llamas de la chimenea encendida en las noches de invierno. Igual que entonces la conciencia somnolienta afloja las riendas a la imaginación que cabalga libre, teñida, no se sabe por qué, de una dulce melancolía.

Cruza el jardín central del manicomio un amplio y hermoso camino enmarcado por doble hilera de árboles robustos, a los que una poda torpe ha mutilado. La copa remata los gruesos troncos, como un muñón hipertrófico en el que se apelotonan las hojas faltas del alivio de unas ramas amplias, sobre las que extenderse esponjadas provocando la caricia del limpio aire de Castilla. La franja de sombra de cada hilera de árboles es estrecha, y por ella caminan los pacientes en fila india o en parejas apretadas, como quien anda sobre el tablón que cruza un charco y evita salirse para no mojar los pies. Así me crucé con Cristobalia y Bartolo «el Cristo de Orense, el de las barbas, que me han afeitado». Bartolo siempre añade esta coletilla aclaratoria a su identificación.

El reglamento del hospital es todavía muy cuartelero, pero poco a poco se van haciendo excepciones.

Una de ellas ha sido permitir a Cristobalia y Bartolo que vuelvan a dejar crecer las barbas frondosas que tanto añoran. Ambos las necesitan. Bartolo para su autoidentificación delirante, mutilada por el afeitado. Cristobalia para configurar adecuadamente el personaje que representa por las calles de Madrid. Sin barba y melena no le reconoceríamos y precisaría todo un nuevo lanzamiento de imagen, por eso no abandona el hospital pese a que la estación es propicia. El director simpatiza con Cristobalia y es muy tolerante con su particular conveniencia de altas y admisiones en el manicomio.

Cristobalia corresponde ayudando como puede al hospital y a los enfermos. En cuanto reingresa se convierte en una especie de enfermero honorario y recadero universal. Escribe cartas de los enfermos analfabetos, ayuda a moverse a los inválidos y, chismoso irrefrenable, se entera de todo y se mete en la vida de todos, pacientes y cuidadores. Los médicos y los estudiantes nos hemos acostumbrado a utilizarle como fuente de información, a veces irremplazable.

Al cruzarnos en la franja de sombra, en la que no cabemos los tres, reaccionan como quien baja a la calzada dejando libre la acera para que pase el otro, y salen de la sombra para dejármela. Es una deferencia que hay que agradecer y paro a saludarles. El Cristo de Orense aprovecha para informar que ha aumentado los días de indulgencia, concedidos a quien le rece una breve oración que ha compuesto para su culto. También es de agradecer. Tras la buena nueva nos abandona y sigue el paseo en majestuoso recogimiento.

Cristobalia tiene ganas de conversación, y se ofrece a acompañarme al despacho para ir avisando a los enfermos que tengo que reconocer esa mañana. Es un servicio que ha prestado otras veces, y que realiza muy bien… con tendencia a quedarse en el despacho, en lugar de esperar fuera durante las entrevistas. Dado que su curiosidad natural se acompaña de discreción, nos es útil y nunca ha perjudicado a un enfermo, se le ha ido considerando como un colaborador sui generis, que ayuda cuando le viene en gana.

Cristobalia cumplió tan bien aquel día, con tanta habilidad y tacto en el trato de los pacientes, que al terminar le propuse: a Cristobalia, ¿por qué no te dedicas de verdad a esta tarea? Tienes facultades para hacerlo mejor que los cuidadores que hay ahora aquí. ¿Por qué no te dejas de fantasías bohemias y quedas como empleado? En septiembre empieza un cursillo para cuidadores, se te puede matricular, y tienes inteligencia y cultura de sobra para sacar el número uno. Si consigues la plaza, ya que esto te gusta y lo haces bien, puedes ser útil a los enfermos y a la vez dejar de pasar hambre y frío haciendo el ridículo por las calles de Madrid.

Mientras pensaba si no me habría excedido en la oferta, pues yo estaba en aquel hospital simplemente de prácticas, Cristobalia ladeó la cabeza y me contempló a través de los párpados entornados antes de contestar. Luego, pausadamente, en tono monótono y sin convicción, sin la teatralidad de otras ocasiones dijo: a me gustaría, pero tengo mi tarea… Es una vergüenza lo que se ha hecho con Colón; Américo Vespucio le ha robado el nombre del continente que él descubrió, hay que conseguir que se llame Colombia…»

¿Se estaba burlando? Nada en su expresión permitía suponerlo. Tampoco era la actitud de un paranoico que expone su delirio. Comprendí que como novato, aún no estaba preparado para diagnosticar un caso tan complejo. ¿Llegaría a estarlo algún día?

Fue él quien cambió de conversación al recordarme que aún no había visto a Manuel, incluido en mi cupo de aquel día.

—Manuel está raro, a veces dice cosas extrañas.

Era cierto. Ya me lo había recordado el médico jefe del servicio al entregar las historias clínicas que debía revisar esa mañana:

—Tráeme bien hecha la exploración de Manuel, parece tener ideas delirantes de influencia, de presencia de otra persona, y posibles alucinaciones visuales.

Cristobalia recogió las historias en la carpeta e insistió en llevarla él. No teniendo bata blanca como los mozos, el caminar al lado de un estudiante portando ostensiblemente la carpeta da una especie de investidura de profesionalidad. Hasta los grandes hombres tienen sus debilidades. La de Cristobalia es representar un papel, el que sea, pero representar.

Fuimos charlando por pasillos y escaleras. Al cruzar el jardín, el sol inclemente de julio ya en su cenit había estrechado la franja de sombra de la línea de árboles de copa mutilada. Instintivamente buscamos alivio, marchando en fila india por la angosta sombra, y sin la conversación de Cristobalia fui anticipando mentalmente el encuentro con Manuel. ¡Dios mío! ¡Ha perdido lo único que le quedaba, la razón! ¡Pobre Manuel!

La historia clínica reseña escueta y rutinariamente, casi como datos burocráticos, las penas que fueron lloviendo sobre él, tras una infancia feliz:

«Hijo único y tardío de un matrimonio de edad madura. El padre, funcionario municipal, fallecido de infarto cuando el enfermo tiene 11 años. La madre fallece de neumonitis dos años más tarde. Pasa a un internado y a vivir con el abuelo materno y una tía subnormal. Sin antecedentes patológicos excepto las enfermedades habituales de la infancia. Buen desarrollo físico e intelectual. Conducta normal, muy buena escolaridad. Termina el Bachillerato a los 17 años, meses antes de iniciarse la enfermedad actual…

En este relato casi telegráfico puede leerse entre líneas el manantial de sufrimientos que brota con la muerte del padre; y creciendo constantemente como un río de dolor al que se unen nuevos afluentes, va a acompañarle el resto de su vida. El derrumbamiento de un mundo grato y acogedor que giraba en torno a ese hijo tardío y adorado. Se convierte a la vez en un niño vital y en un viejo precoz que comprende que las espaldas de su madre no están hechas a la carga que ahora pesa sobre ellas.

Espectador impotente y asustado del descenso a otro tipo de vida. Hay una frase ramplona muy empleada por entonces: «Murió y se llevó con él la llave de la despensa», que encierra una realidad, que él palpa ahora, incluso en el estómago.

La mísera pensión no permite que siga en el colegio, en el que ya está bien encajado y con tantos amigos. ¡Qué amargura la de su madre!, cuántos rodeos al decirle que el próximo curso irá interno al colegio de huérfanos.

Manuel en esos meses la ha oído comentar lastimeramente con las visitas, cada vez más escasas: «…una mujer sola…», «…sin un hombre en la casa…». Con madurez prematura comprende la urgencia de que ese hombre sea él. Decide no añadir un lamento a los de su madre, y ya no se quejará jamás. Nunca. De nada. Aprende a realizar piruetas para buscarle al mal tiempo esa buena cara que le ha escondido: «Mamá, creo que es muy buen colegio. A lo mejor me eligen para cantar la lotería. Nosecuantossetentaydooos dieeezmil pesetas». Y se aleja saltando por el pasillo antes de que su madre pueda ver las lágrimas que aún no sabe dominar.

En las visitas de su madre no mencionó el despego, y las novatadas crueles que como los otros recién llegados tuvo que soportar. Es curioso que al año siguiente le escogiesen, efectivamente, para cantar la lotería. No sacó ningún premio importante, pero es su mejor recuerdo de esa etapa. Como si el destino quisiera mostrarle que no le iba a dejar levantar cabeza, a las pocas semanas muere su madre…

Vacaciones. ¿Por qué siendo verano nota un escalofrío al pasar ante la casa, donde nació y vivió, y en la que ya no hay nada suyo? En la del abuelo, jubilado hace muchos años, le han arreglado un cuarto al lado del de su tía deficiente mental. Abuelo y tía le tratan con cariño, y vuelve a sentir la urgencia por ser hombre, el hombre que pueda ayudar a esos dos seres desvalidos que ahora intentan ampararle.

Fin del Bachillerato. Beca para la universidad. Todo un nuevo horizonte de esperanzas, y la tragedia. En rápida sucesión el accidente y la enfermedad. ¿Qué importan los nombres técnicos? Cuadriplegia espástica, atrofia muscular… El horror de saberse para toda la vida una cabeza sin cuerpo útil. Cabeza, que como quien se asoma a un muro tras el cual se están cometiendo atrocidades, ve cómo se las hacen a él mismo. Un día le cuentan que falleció el abuelo, y apresuradamente se ve trasladado del sanatorio a un hospital de beneficencia. En éste de la sala de Traumatología al departamento de Psiquiatría y Neurología. ¿Por qué se atreven a añadir «y de Neurología», si no tiene la menor condición para enfermos de esta índole? ¿Para justificar atropellos como el que ahora cometen con él?

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