El asesinato de Rogelio Ackroyd (10 page)

BOOK: El asesinato de Rogelio Ackroyd
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Poirot miró al mayordomo.

— ¿Puede usted describirme a ese joven, mi buen Parker?

—Era rubio, señor, y de baja estatura. Bien vestido, llevaba un traje azul marino. Un muchacho muy presentable, señor, para ser un sencillo empleado.

Poirot se volvió hacia mí.

—El hombre que usted vio ante la verja era alto, ¿verdad, doctor?

—Sí. Mediría un metro ochenta por lo menos.

—Entonces, no van por ahí los tiros —declaró el belga—. Gracias, Parker.

El mayordomo se dirigió a Raymond.

—Mr. Hammond acaba de llegar, señor. Desea saber si puede ser útil en algo y le gustaría hablar un momento con usted.

—Voy en seguida —respondió el joven y salió apresuradamente.

Poirot interrogó al jefe de policía con la mirada.

—Es el notario de la familia —aclaró el jefe.

—Mr. Raymond está muy atareado —murmuró Poirot—. Parece diligente.

—Creo que Mr. Ackroyd le consideraba un secretario muy valioso.

— ¿Hace tiempo que está aquí?

—Unos dos años.

—Desempeña sus funciones concienzudamente, de eso estoy seguro. ¿Cuáles son sus diversiones? ¿Es aficionado a algún deporte?

—Los secretarios particulares no tienen mucho tiempo para divertirse —señaló el coronel con una sonrisa—. Creo que Raymond juega al golf y en verano al tenis.

— ¿No va a las carreras de caballos?

—No creo que le interesen.

Poirot asintió y dio la sensación de perder todo interés por el asunto. Lanzó una mirada al despacho.

—He visto lo que había que ver, me parece.

Yo también eché una ojeada.

—Si estas paredes pudiesen hablar —murmuré.

Poirot movió la cabeza.

—No basta con una lengua. También deberían tener ojos y oídos. Pero no esté demasiado seguro de que estas cosas inertes —tocó ligeramente la estantería al hablar— permanezcan siempre mudas. A veces me hablan: las sillas, las mesas, me envían su mensaje. —Se volvió hacia la puerta.

— ¿Qué mensaje? —exclamé—. ¿Qué le han dicho hoy?

Miró por encima del hombro y enarcó las cejas enigmáticamente.

—Una ventana abierta. Una puerta cerrada. Un sillón que ha cambiado de sitio. A las tres cosas les digo: ¿Por qué? Y no encuentro contestación.

Meneó la cabeza, hinchó el pecho y se quedó mirándonos y pestañeando. Tenía un aspecto sumamente ridículo y parecía convencido de su propia importancia. Me cruzó por la mente la duda de que no fuera en realidad tan buen detective como decían. ¿Acaso no se debería su gran reputación a una serie de felices casualidades? Creo que la misma idea asaltó al coronel, que frunció el entrecejo.

— ¿Desea usted ver algo más, Mr. Poirot? —preguntó el coronel bruscamente.

— ¿Tal vez tendrá usted la bondad de enseñarme la vitrina de donde fue extraída el arma? Después de lo cual no abusaré más de su amabilidad.

Fuimos al salón. Pero, por el camino, el policía detuvo al coronel y, tras cambiar con él unas palabras, éste se excusó y nos dejó solos. Enseñé la vitrina a Poirot y, después de abrir y cerrar dos o tres veces la tapa, el detective abrió la ventana y salió a la terraza, yo le seguí.

El inspector Raglán doblaba la esquina de la casa y se acercaba hacia nosotros. Parecía satisfecho de sí mismo

— ¡Ah, ah, Mr. Poirot! Este asunto nos dará poco trabajo. Lo siento. Un muchacho como él echado a perder.

Poirot cambió de expresión y habló con gran mesura.

—Temo que no voy a serle de gran utilidad en este caso.

—Otro día será —añadió Raglán con amabilidad—. Aunque no tenemos crímenes a diario en este tranquilo rinconcito del mundo.

Poirot le miró con admiración.

—Ha trabajado usted con una rapidez maravillosa —observó—. ¿Cómo ha llegado a este resultado, si me permite preguntárselo?

—Por supuesto. Ante todo con método. Eso es lo que digo siempre: método.

— ¡Ah! —exclamó su interlocutor—. Éste es también mi lema. Método, orden y las pequeñas células grises.

— ¿Las células grises? —dijo el inspector asombrado.

—Las pequeñas células grises del cerebro —explicó el belga.

— ¡Desde luego! Supongo que todos las usamos.

—Más o menos. Hay diferencias de calidad. Además, es preciso tener en cuenta la psicología de un crimen. Hay que estudiarla.

— ¡Ah! Usted es partidario de esa teoría del psicoanálisis. Mire, yo soy un hombre sencillo.

—Estoy seguro de que Mr. Raglán no estaría de acuerdo —le interrumpió Poirot con una leve reverencia.

Raglán, un tanto sorprendido, le devolvió la cortesía.

—No me entiende —añadió con una sonrisa—. Son, las confusiones derivadas de hablar idiomas distintos. Me refiero a cómo he empezado a trabajar. Ante todo método. Mr. Ackroyd fue visto vivo todavía a las diez menos cuarto por su sobrina, miss Flora Ackroyd. Éste es el hecho número uno, ¿verdad?

—Si usted lo dice.

—Pues bien, así es. A las diez y media el doctor, aquí presente, afirma que Mr. Ackroyd estaba muerto hacía media hora. ¿No es así, doctor?

—Así es, media hora o algo más.

—Muy bien. Eso nos da exactamente un cuarto de hora, durante el cual debe de haber sido cometido el crimen. He hecho una lista de todos los habitantes de la casa, apuntando al lado de cada uno el lugar donde se encontraban y lo que hacían entre las 9.45 y las 10 de la noche.

Alargó una hoja de papel a Poirot. La leí por encima del hombro de éste. Decía, en una letra muy clara, lo siguiente:

Comandante Blunt
:

En la sala del billar con Mr. Raymond. (Este último confirma el hecho.)

Mr. Raymond
:

En la sala del billar. (Ver comandante Blunt.)

Mrs. Ackroyd:

A las 9.45 presenció la partida de billar. Se fue a la cama a las 9.55. (Raymond y Blunt la vieron subir la escalera.)

Flora Ackroyd:

Fue directamente del despacho de su tío a su cuarto del piso superior. (Confirmado por Parker y Elsie Dale, la camarera.)

CRIADOS

Parker:

Mayordomo. Fue directamente a la cocina. (Confirmado por miss Russell, el ama de llaves, que bajó a hablarle a las 9.47 y se estuvo allí por lo menos diez minutos.)

Miss Russell:

(Ver Parker.) Habló con Elsie Dale, la camarera, arriba, a las 9.45.

Úrsula Bourne:

Camarera. Estuvo en su cuarto hasta las 9.55. Luego en el comedor del servicio.

Mrs. Cooper:

Cocinera. Estaba en el comedor del servicio.

Gladys Jones:

Segunda camarera. Estaba en el comedor del servicio.

Elsie Dale:

Arriba, en su dormitorio. Vista por miss Russell y miss Flora Ackroyd.

Mary Thripp:

Ayudante de la cocinera. Estaba en el comedor del servicio.

—La cocinera lleva aquí siete años, la camarera dieciocho meses y Parker un año. Los demás son nuevos en la casa. Excepto Parker, que resulta algo sospechoso, todos parecen excelentes personas.

—Una lista muy completa —dijo Poirot, devolviéndola a su propietario—. Estoy seguro de que Parker no ha cometido el crimen —añadió gravemente.

—Lo mismo dice mi hermana —interrumpí—. Y acostumbra a tener razón.

Nadie de los allí presentes hizo el menor caso de mi observación.

—Ahora llegamos a un detalle muy grave —continuó el inspector—. La mujer que vive frente a la entrada, Mary Black, corría las cortinas anoche cuando vio a Ralph Patón entrar por la verja y acercarse a la casa.

— ¿Está segura de eso? —pregunté ansioso.

—Completamente segura. Le conoce muy bien de vista. Andaba con paso rápido y tomó el sendero que lleva en pocos minutos a la terraza.

— ¿Qué hora sería? —preguntó Poirot impávido.

—Exactamente las nueve y veinticinco —contestó el inspector—. La cosa está clara como el agua. A las nueve y veinticinco el capitán Patón pasó por delante de la entrada. A las nueve y media, más o menos, Mr. Geoffrey Raymond oye a alguien pedir dinero, petición que Mr. Ackroyd rehusa. ¿Qué ocurre luego? El capitán Patón se marcha por el mismo lugar que ha entrado: por la ventana. Recorre la terraza, furioso y desilusionado. Llega delante de la ventana abierta del salón. Digamos que entonces eran las diez menos cuarto. Miss Flora Ackroyd está dando las buenas noches a su tío. El comandante Blunt, Mr. Raymond y Mrs. Ackroyd están en la sala del billar. El salón está vacío. Se introduce en la estancia, coge la daga de la vitrina y vuelve a la ventana del despacho. Se quita los zapatos, se desliza en el interior y... no entraré en más detalles. Vuelve a salir y huye. No tiene el valor de regresar a la posada. Se va a la estación y telefonea desde allí.

— ¿Por qué? —dijo Poirot.

Me sobresalté al oír la interrupción. Estaba inclinado y en sus ojos brillaba una extraña luz verde.

Raglán se mostró desconcertado por la pregunta.

—Es difícil decir exactamente por qué lo hizo —manifestó—. Los asesinos suelen hacer cosas asombrosas. Lo sabría usted si estuviese en el cuerpo de policía. Los más hábiles cometen a veces errores estúpidos. Venga y le enseñaré las huellas.

Le seguimos por la terraza hasta la ventana del despacho. Allí, a una orden de Raglán, un agente le entregó los zapatos de Patón que habían recogido en la posada.

El inspector los colocó sobre las huellas.

—Como verá, huellas y zapatos coinciden. Es decir, no son los mismos zapatos que dejaron estas huellas, pues se fue con ellos. Éste, es un par absolutamente igual, pero más viejo. Vea cómo la goma está gastada.

—Mucha gente lleva zapatos con tacones de goma —apuntó Poirot.

—Es verdad. No daría mucha importancia a las huellas si no fuera por los demás indicios.

—El capitán Patón es un joven muy alocado —opinó Poirot pensativamente—. Ha dejado numerosas huellas de su presencia.

—Verá usted. Era una noche seca y hermosa. No dejó huellas en la terraza ni en el sendero de grava, pero por desgracia para él debió de haber un escape de agua últimamente al final del sendero. Mire aquí.

Un estrecho sendero de grava desembocaba en la terraza a pocos pasos. A unos cuantos metros de su extremo, el suelo estaba húmedo y fangoso. Más allá de aquel punto húmedo se veían de nuevo huellas de pisadas y entre ellas las de los zapatos de tacones de goma.

Poirot siguió el sendero un trecho acompañado del inspector.

— ¿Se ha fijado usted en las huellas de mujer? —dijo de pronto.

El inspector se echó a reír.

—Desde luego, pero distintas mujeres han venido por aquí, al igual que hombres. Es un atajo muy usado. Sería una tarea imposible identificar todas esas huellas. Después de todo, las de la ventana son las únicas importantes.

Poirot asintió.

—Es inútil ir más lejos —añadió el inspector, cuando llegamos a corta distancia del camino de entrada—. Aquí todo está otra vez cubierto de grava y no veremos nada.

Poirot hizo una seña significativa, pero tenía la vista fija en un pequeño cobertizo, situado a la izquierda del sendero y al que llevaba un camino estrecho.

Poirot se entretuvo allí hasta que el inspector regresó a la casa. Entonces me miró.

— ¡Usted —exclamó jocosamente— debe de haber sido enviado por Dios para reemplazar a mi amigo Hastings! Observo que no se aleja de mi lado. ¿Qué le parece la idea de ir a inspeccionar ese cobertizo, doctor Sheppard? Me interesa.

Fue hasta la puerta y la abrió. El interior estaba muy oscuro. Sólo se veían un par de sillas rústicas, un juego de croquet y algunas tumbonas plegadas.

La conducta de mi nuevo amigo me asombró. Se había dejado caer de rodillas y se arrastraba por el suelo. De vez en cuando meneaba la cabeza como si no estuviera satisfecho. Finalmente se sentó en cuclillas.

—Nada. Claro que no había que esperarlo, pero habría ayudado mucho.

Calló y se irguió de pronto. Alargó la mano hacia una de las sillas rústicas y cogió algo que colgaba de ésta.

— ¿Qué es eso? —exclamé—. ¿Qué ha encontrado?

Sonrió, abriendo la mano para que viera lo que tenía en la palma. Era un pedacito de batista blanca y almidonada.

Lo cogí para examinarlo con curiosidad y se lo devolví a continuación.

— ¿Qué le parece esto, amigo mío? —preguntó, mirándome fijamente.

—Un trozo de un pañuelo —sugerí, encogiéndome de hombros.

Dio un respingo y recogió una pluma del suelo. Me pareció una pluma de oca.

— ¿Y esto? —gritó triunfalmente—. ¿Qué le parece esto?

Me limité a contemplarlo.

Se puso la pluma en el bolsillo y miró de nuevo el pedazo de tela blanca.

—Un fragmento de pañuelo —dijo pensativamente—. Tal vez tiene usted razón. Pero recuerde esto: en un buen lavado no debe almidonarse un pañuelo.

Asintió con aire de triunfo y guardó con cuidado el pedazo de tela en su cuaderno de notas.

Capítulo IX
-
El estanque de los peces dorados

Regresamos a la casa juntos. No se veía al inspector por ninguna parte. Poirot se detuvo en la terraza y, de espaldas al edificio, volvió lentamente la cabeza a todos lados.


Une belle propiété!
—dijo con tono convencido—. ¿Quién la hereda?

Sus palabras fueron un golpe para mí. Cosa extraña. Hasta entonces la cuestión de la herencia no se me había ocurrido. Poirot me miraba con atención.

—Una idea nueva para usted, ¿verdad? —No había pensado en ello antes.

—No —confesé—. Y lo siento.

Volvió a mirarme con curiosidad.

— ¿Qué quiere usted decir con eso? No, no —añadió al ver que iba a hablar—.
Inutile!
No me diría la verdad.

—Todo el mundo tiene algo que esconder —dije, sonriendo.

—Eso mismo.

— ¿Continúa usted creyéndolo?

—Más que nunca, amigo mío. Pero no es nada fácil ocultarle cosas a Hercule Poirot. Tiene la especialidad de descubrirlas.

Bajó la escalinata del jardín.

—Paseemos un poco —dijo por encima del hombro El día es agradable.

Le seguí. Me llevó por un sendero situado a la izquierda y bordeado de tejos. Un camino, que llevaba al centro del jardín, se abrió delante de nosotros, estaba orillado de flores y terminaba en una plazoleta redonda empedrada, donde había un banco de piedra y un estanque con pececillos dorados. En vez de seguir andando, Poirot subió por un sendero que zigzagueaba por una pendiente poblada de árboles. En un punto habían cortado los árboles y colocado un banco. Se admiraba desde allí una vista espléndida de la campiña y se dominaba la plazoleta del estanque.

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