El asesinato de Rogelio Ackroyd (6 page)

BOOK: El asesinato de Rogelio Ackroyd
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— ¡Ackroyd! Soy Sheppard. Déjeme entrar.

Nada, el silencio más absoluto. No se oía la menor señal de vida al otro lado de la puerta cerrada. Cambié una mirada con Parker.

—Mire usted, Parker. Voy a echar la puerta abajo o, mejor dicho, vamos a echarla. Yo asumo la responsabilidad.

—Como usted quiera, señor —dijo el mayordomo algo indeciso.

—Es preciso. Estoy sumamente inquieto respecto a Mr. Ackroyd.

Miré en derredor y cogí una pesada silla de roble que se había en el vestíbulo. Parker la cogió también por uno de sus extremos y avanzamos ambos al asalto. Una, dos y hasta tres veces golpeamos la cerradura con todas nuestras fuerzas. Cedió al tercer embate y entramos tambaleándonos en la habitación.

Ackroyd estaba sentado tal como lo había dejado en su sillón, colocado delante del fuego. Tenía la cabeza caída a un lado y, saliendo del cuello de su chaqueta, se veía un objeto de metal brillante y retorcido.

Avanzamos hasta encontrarnos a un paso de la inmóvil figura. El mayordomo respiró hondamente y exclamó:

— ¡Apuñalado por la espalda! ¡Horrible! —Se enjugó la frente, empapada de sudor con el pañuelo, y alargó la mano hacia el puño de la daga.

— ¡No toque usted eso! —dije rápidamente—. Vaya a telefonear en seguida a la policía. Dígales lo que ha ocurrido y avise luego a Mr. Raymond y al comandante Blunt.

—Muy bien, señor.

Parker se alejó, siempre enjugándose la frente.

Hice lo poco que era preciso hacer. Tuve la precaución de no cambiar la posición del cuerpo y de no tocar la daga. No adelantaríamos nada con eso. Hacía ya un buen rato que Ackroyd había muerto.

Oí de pronto la voz del joven Raymond, horrorizado e incrédulo.

— ¿Qué dice usted? ¡Es imposible! ¿Dónde está el doctor?

Apareció impetuoso en el umbral de la puerta y entonces se detuvo con el rostro blanco como la cera. Una mano le apartó y Blunt entró en el cuarto.

— ¡Dios mío! —exclamó Raymond a sus espaldas—. ¡Es cierto!

Blunt se acercó al cadáver. Me pareció que, al igual que Parker, iba a poner la mano sobre el puño de la daga. Le retuve.

—No deben tocar nada —expliqué—. La policía tiene que verlo todo tal como está ahora.

Blunt hizo un gesto de asentimiento. Su rostro se mostraba impasible, pero me pareció ver señales de emoción bajo su máscara de entereza. Geoffrey Raymond se había reunido con nosotros y contemplaba el cuerpo por encima del hombro de Blunt.

—Esto es terrible —dijo en voz baja.

Había recuperado la compostura, pero, cuando se quitó las gafas y las limpió, noté que la mano le temblaba.

—Supongo que habrá sido un robo —dijo—. ¿Por dónde ha entrado el criminal? ¿Por la ventana? ¿Ha desaparecido algo? —Se acercó a la mesa.

— ¿Cree usted que se trata de un robo? —le pregunté ansioso.

— ¿Qué otra cosa puede ser? Supongo que hay que descartar la idea de un suicidio.

—Nadie puede apuñalarse de ese modo —afirmé—. Se trata de un crimen. Pero, ¿cuál es el motivo?

—Roger no tenía un solo enemigo en el mundo —señaló Blunt en voz baja—. Esto es cosa de ladrones, Pero, ¿qué buscaban? Parece que todo está en su sitio.

Echó una ojeada por el cuarto. Raymond continuaba arreglando los papeles de la mesa.

—No me parece que falte nada y esos cajones no muestran señales de haber sido forzados —observó finalmente el secretario—. Es muy misterioso.

Blunt meneó la cabeza.

—Hay unas cuantas cartas en el suelo —dijo.

Tres o cuatro cartas yacían donde Ackroyd las había dejado caer horas antes. Sin embargo, el sobre azul que contenía la carta de Mrs. Ferrars había desaparecido. Me disponía a decirlo, cuando se oyó un timbre en el vestíbulo, luego un murmullo confuso de voces y, un minuto después, apareció Parker acompañado de nuestro inspector local y un agente.

—Buenas noches, caballeros —dijo el inspector—. Siento en el alma lo ocurrido. Mr. Ackroyd era una bellísima persona. El mayordomo me dice que se trata de un crimen. ¿No hay posibilidad de que se trate de accidente o suicidio, doctor?

—En absoluto.

— ¡Ah! Mal asunto. —Se acercó al cuerpo—. ¿Alguien lo ha tocado?

—Aparte de lo necesario para cerciorarme de que no daba señales de vida, lo cual ha sido fácil, no he tocado el cuerpo para nada.

— ¡Ah! Y todo parece indicar que el criminal ha escapado por el momento. Ahora, haga el favor de explicármelo todo. ¿Quién ha encontrado el cuerpo?

Relaté las circunstancias detalladamente.

— ¿Una llamada telefónica, dice usted? ¿Del mayordomo?

—Una llamada que no hice —declaró Parker con la mayor seriedad—. No me he acercado al teléfono en toda la noche. Los demás pueden corroborar que digo la verdad.

—Eso es muy extraño. ¿Le pareció que era la voz de Parker, doctor?

—No estoy seguro. No me fijé apenas. Creí, desde luego, que se trataba de él.

—Es natural. Pues bien, usted ha llegado aquí, ha echado la puerta abajo y ha encontrado al pobre Ackroyd tal como está ahora. ¿Cuánto tiempo cree que llevaba muerto, doctor?

—Media hora, tal vez algo más —declaré.

— ¿La puerta estaba cerrada por dentro? ¿Y la ventana?

—Yo mismo la cerré con el pasador a petición de Mr. Ackroyd.

El inspector se acercó a la ventana y descorrió las cortinas.

—Sin embargo, ahora está abierta.

En efecto, la parte inferior de la ventana estaba abierta completamente. El inspector sacó del bolsillo una linterna e inspeccionó el alféizar por la parte de fuera.

—-Por aquí es por donde ha entrado y salido —dijo—. Miren.

La intensa luz de la linterna revelaba claramente unas huellas que parecían hechas por unos zapatos con tacones de goma. Una dé las huellas, muy nítida, se dirigía a la casa y otra, un tanto superpuesta a la primera, se alejaba de ella.

— ¡Claro como el agua! —dijo el inspector—. ¿Falta algo de valor?

Raymond meneó la cabeza.

—No hemos observado nada. Mr. Ackroyd no guardaba nunca nada de valor en este cuarto.

—Un hombre encuentra una ventana abierta, entra en la casa, ve a Mr. Ackroyd sentado ahí, tal vez durmiendo, le apuñala por la espalda, pierde la sangre fría y escapa, pero ha dejado huellas muy claras —dedujo el inspector—. No será difícil encontrarlo. ¿No han visto forasteros sospechosos por los alrededores?

— ¡Oh! —exclamé de pronto.

— ¿Qué hay, doctor?

—He visto un hombre esta noche cuando salía de la casa. Me ha preguntado por dónde se iba a Fernly Park.

— ¿A qué hora sería?

—A las nueve. El campanario daba las horas cuando cruzaba la verja.

— ¿Puede usted describírmelo?

Lo hice lo mejor que pude.

El inspector se volvió hacia el mayordomo.

— ¿Alguien que responda a esas señas ha llamado a la puerta?

—No, señor. Nadie ha llamado en toda la noche.

— ¿Y por la puerta trasera?

—No lo creo posible, señor, pero voy a cerciorarme.

Se encaminó hacia la puerta, pero el inspector levantó una mano.

—No, gracias. Yo haré las preguntas. Pero antes deseo fijar el tiempo con más exactitud. ¿Quién vio a Mr. Ackroyd con vida por última vez y a qué hora?

—Creo que habré sido yo. Cuando salí a... déjeme pensar... a las nueve menos diez aproximadamente. Me había dicho que no deseaba ser molestado y he transmitido la orden a Parker.

—Eso mismo, señor —dijo el mayordomo respetuosamente.

—Mr. Ackroyd estaba vivo a las nueve y media —intercaló Raymond— Le oí hablar aquí dentro a esa hora.

— ¿Con quién hablaba?

—Eso no lo sé. Desde luego, entonces pensé que el doctor Sheppard estaba con él. Quería preguntarle algo sobre unos papeles que ocupaban mi atención, pero, cuando escuché voces, recordé su deseo de hablar con el doctor sin ser molestado y lo dejé para otra ocasión. ¿Ahora resulta que el doctor ya se había ido?

Asentí.

—Estaba en casa a las nueve y cuarto —concreté—. No he vuelto a salir hasta recibir la llamada telefónica.

— ¿Quién estaría con él a las nueve y media? —inquirió el inspector—. ¿No era usted, señor...?

—Comandante Blunt —le informé.

— ¿Comandante Héctor Blunt? —preguntó el inspector con un tono más respetuoso.

Blunt se limitó a hacer un brusco movimiento afirmativo.

—Creo haberle visto aquí en otra ocasión, señor —dijo el inspector—. Aquella vez no le reconocí, pero usted estuvo en Fernly Park en mayo del año pasado.

—En junio —corrigió Blunt.

—Eso es. En junio. Tal como acabo de decir, ¿usted no estaba con Mr. Ackroyd a las nueve y media?

—No le volví a ver después de la cena —señaló.

El inspector se volvió de nuevo hacia Raymond.

— ¿No oyó nada de la conversación, señor?

—Sólo una frase —dijo el secretario—. Y suponiendo, como suponía, que era el doctor Sheppard quien se encontraba con Mr. Ackroyd, esa frase me pareció extraña. Si no recuerdo mal, las palabras textuales de Mr. Ackroyd fueron éstas: «Las demandas de dinero han sido tan frecuentes últimamente que temo que sea imposible acceder a su petición». Me alejé enseguida, desde luego, de modo que no escuché nada más. Pero me asombró porque el doctor Sheppard...

— ¡No pide dinero para él ni para los demás! —manifesté.

—Una petición de dinero —dijo el inspector pensativo—. Quizá sea una pista muy interesante. Parker —le preguntó al mayordomo de pronto—, ¿dice usted que nadie ha entrado por la puerta principal esta noche?

—Así es, señor.

—Entonces, cabe suponer que fue Mr. Ackroyd quien hizo entrar a ese forastero. Pero no acabo de entenderlo.

El inspector dio la sensación de soñar despierto durante unos instantes.

—Una cosa está clara —dijo cuando por fin salió de su ensimismamiento—. Mr. Ackroyd gozaba de buena salud a las nueve y media. Ésta es la última hora, según sabemos, que aún vivía.

Parker tosió levemente, lo que hizo atraer de nuevo la mirada del inspector sobre su persona.

—Dispense usted, señor. Miss Flora le ha visto después de esa hora.

— ¿Miss Flora?

—Sí, señor, a eso de las diez menos cuarto. Después de verle me ha dicho que Mr. Ackroyd no quería ser molestado esta noche.

— ¿Mr. Ackroyd la había enviado a darle este recado?

—No exactamente, señor. Yo iba a entrar una bandeja con el whisky y la soda, cuando miss Flora, que salía de este cuarto, me ha detenido para decirme que su tío no quería que se le molestara.

El inspector miró al mayordomo con más atención de la que le había prestado hasta ese momento.

—A usted ya le habían avisado que Mr. Ackroyd quería estar solo, ¿verdad?

Parker empezó a tartamudear y las manos le temblaron.

—Sí, señor. Es verdad, señor.

—Sin embargo, se proponía entrar.

—No me acordaba, señor. Yo traigo siempre el whisky a esa hora y pregunto si Mr. Ackroyd no desea nada más y he creído... en fin, hacía como siempre.

Entonces fue cuando empecé a darme cuenta de que Parker era presa de una agitación muy sospechosa. Temblaba como un azogado.

— ¡Ejem! Es preciso que vea a miss Ackroyd de inmediato —ordenó el inspector—. De momento dejaremos este cuarto como está y volveré en cuanto sepa lo que ella tenga que decirme. La única precaución que voy a tomar es cerrar la ventana.

Después de esto, salió al vestíbulo y le seguimos. Se detuvo un momento para mirar hacia la pequeña escalera y habló por encima del hombro al agente.

—Jones, usted se queda aquí. No deje entrar a nadie en este cuarto.

—Dispense, señor —intervino Parker cortésmente—, pero si cierra la puerta que da al vestíbulo central, nadie podrá entrar en esta parte de la casa. Esta escalera tan sólo lleva al dormitorio y al cuarto de baño de Mr. Ackroyd. No hay comunicación alguna con el resto de la casa. Hace años había una puerta, pero Mr. Ackroyd la hizo tapiar. Le gustaba saber que sus habitaciones eran completamente privadas.

Para dejar las cosas claras y ubicar el escenario de los hechos, he incluido un bosquejo del ala derecha de la casa. La escalera pequeña conduce, como explicó Parker, a un gran dormitorio (son dos dormitorios convertidos en uno), un cuarto de baño y un lavabo.

El inspector estudió la disposición de la casa con una sola mirada. Salimos al vestíbulo. Cerró la puerta y se guardó la llave en un bolsillo. Dio instrucciones al agente en voz baja y éste se alejó.

—Tenemos que ocuparnos de esas huellas que hemos descubierto —explicó el inspector—. Pero, ante todo, deseo hablar con miss Ackroyd. Es la última persona que ha visto al difunto con vida. ¿Está enterada de lo sucedido?

Raymond meneó la cabeza.

— ¡Pues bien, es conveniente no decírselo de inmediato! Contestará mejor a mis preguntas si ignora la suerte de su tío. Dígale que han robado y pregúntele si tendría la bondad de vestirse y bajar para contestar a unas cuantas preguntas.

Raymond subió deprisa las escaleras para cumplir el encargo.

—Miss Ackroyd bajará dentro de un minuto —dijo al volver—. Le he dicho lo que usted me ha sugerido.

Antes de que transcurriesen cinco minutos, Flora bajó las escaleras. Llevaba un quimono de seda color de rosa y parecía ansiosa y excitada.

El inspector se adelantó.

—Buenas noches, miss Ackroyd —dijo cortésmente— Alguien ha intentado robarles y deseamos que nos ayude. ¿Este cuarto es el del billar? Entre usted y siéntese.

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