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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (13 page)

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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—Convengo contigo en lo que se refiere a su abnegado modo de actuar, del que yo también fui fugaz recipiendario. Pero todo lo que me cuentas no nos ayuda a resolver el enigma. Porque estoy convencido de que su muerte guarda estrecha relación con la del rico Epulón. Por este motivo hemos de hacer un esfuerzo para recordar todo cuanto sabemos de ella y cuanto ella nos dijo. Mi relación fue brevísima, pero algunas cosas alcanzó a contarme. Por ejemplo, que había habitado en varios lugares antes de afincarse en Nazaret. Tal vez en uno de esos lugares coincidió con Epulón, pues éste viajaba con regularidad. O con José el carpintero en su hermético pasado. Mañana hablaré con él, a ver si consigo arrancarle de su mutismo. O con su mujer. Parece más inteligente y más locuaz. Tú, oh infeliz Mateo, trata también de recordar alguna cosa referente a Zara la samaritana, poniendo especial atención en la cronología y en la toponimia. Luego nos reuniremos de nuevo e intercambiaremos nuestras averiguaciones. Ahora, vete. Es tarde y necesito dormir.

—¿Puedo quedarme contigo? Me siento muy solo y soy buena compañía. Estudié en Grecia.

—Entonces sabrás que el mejor remedio en el desconsuelo es la filosofía. Vete y extrema las precauciones. No sé a quién nos enfrentamos, pero quienquiera que sea, no se detiene ante nada. Eres valiente, fogoso y seguramente hábil en el manejo de la espada. Tres razones poderosas para apuñalarte por la espalda. Ah, una cosa más: ¿conoces la historia del rey Amram?

—No —repuso el joven Mateo—, ¿tiene algo que ver con el caso?

—No lo sé —repuse yo.

CAPÍTULO XIV

Dormí mal y antes de que la Aurora se alzara del lecho de Titonio me levanté y salí a la calle, donde fui saludado por los gruñidos de unos perros sarnosos que rebuscaban entre los escombros. Seguí caminando por la ciudad vacía hasta rebasar su perímetro. La neblina se alzaba sobre los campos de trigo mecidos por la brisa y se oía el canto de la alondra. Finalmente me encontré ante la casa que había sido de Zara la samaritana. La puerta seguía entreabierta. Empujé y entré. Los cuerpos habían desaparecido, enterrados por los guardias del Sanedrín o por ciudadanos piadosos. Me tendí en el lecho y dejé vagar el pensamiento, hasta que creí percibir un lamento, y, al dirigir los ojos hacia el lugar de donde procedía, creí entrever a Zara la samaritana, como una sombra pálida entre las sombras. Como no creo en apariciones ni visitas de ultratumba, tuve por cierto ser mi aflicción la que convocaba aquel espectro, pero aun así no pude evitar las lágrimas y con voz entrecortada dije:

—Oh, tú, infeliz entre las mujeres, ¿acaso has venido a revelarme la identidad de la persona que puso fin a tus breves días? Porque si es así, hazlo pronto, antes de que Hades vuelva a reclamarte, y yo te juro por todos los dioses, los tuyos y los míos, falsos o verdaderos, que no cejaré hasta dar con ella y hacerle pagar su crimen. Y si no es venganza lo que buscas, dime, ¿a qué has venido?

Pero la amada sombra persistía en mantener la mirada fija en el suelo, en vista de lo cual agregué:

—Es posible que sólo te sea permitido aparecer ante mis tristes ojos y no comunicarte conmigo por medio de la palabra, o que, en fin de cuentas, sólo seas fruto de mi imaginación, pero aunque así sea, no permitiré que emprendas el odioso sendero que conduce a la noche profunda sin haberte dicho…

Pero ya su figura se desvanecía como se oculta la luna entre las nubes y su desconsolado lamento fue sustituido por una voz desagradable que decía en tono altanero:

—El necio de Pomponio está peor que la última vez que le vimos. Si me hubieras dejado aplicarle un remedio expeditivo, seguramente se habría ahorrado esta adversidad.

—Dime, pues, cuervo presuntuoso —respondió otra voz sarcástica— de qué modo habría evitado la muerte de la mujer amada.

—De ningún modo, zorra incisiva —repuso el cuervo—, pero la habría aceptado con resignación. Cuando al cuerpo le dan por el culo, el espíritu revierte en la metafísica. Así lo afirma Parménides en un texto que, por desgracia, se ha perdido.

A sabiendas de estar sumido realmente en un sueño, pugné por regresar al mundo consciente. Cuando lo conseguí, vi un cuervo que me miraba con el recelo propio de las aves. Comprendí que un cuervo vulgar había entrado por la ventana en busca de comida. Lo ahuyenté y el cuervo emitió un graznido y salió volando. Al hacerlo dejó caer al suelo un objeto metálico que llevaba en el pico. Reconocí la llave de la puerta que la víspera había encontrado en el suelo. La recogí y con la manga de mi toga procuré eliminar el contacto de aquel inmundo animal. Luego quise introducirla en la cerradura, pero por más que probé distintas posiciones, no logré que encajara. Finalmente hube de admitir que la llave pertenecía a otra puerta. En aquel momento se me hizo la luz. Lancé una exclamación y salí de la casa precipitadamente. La luz del día me deslumbró, di un paso, tropecé con algo y a punto estuve de caer.

—¿Qué haces tú aquí? —exclamé irritado.

—Fui a buscarte a tu alojamiento —dijo Jesús— y al ver que no estabas supuse que habrías venido a este lugar. ¿Adónde ibas con tanta prisa? ¿Y por qué gritabas
eureka
?

—Por nada. Y voy a un lugar al que tú no puedes venir. Déjame tranquilo. Ya estoy cansado de tu compañía y de tus preguntas. A partir de ahora, lo que haya de hacer, lo haré solo.

Mientras decía esto en tono tajante, me iba alejando. Jesús me seguía, pero lo fui dejando atrás, hasta que se convenció de lo inútil de su persecución y se detuvo. Yo no, y llegué sin aliento al mercado, donde ya reinaba una intensa actividad. Entre la gente y las bestias busqué al pobre Lázaro, convencido de que andaría mendigando. No me costó dar con él.

—Lázaro —le digo—, necesito tu ayuda.

—¿Cuánto me pagarás? —responde.

—¿Sólo te mueves por interés?

—La pobreza es mi negocio y no soy negligente. ¿Para qué me quieres?

—Llévame al lugar donde está enterrado el rico Epulón, sin perder un instante y sin hacer preguntas. Si cumples bien tu cometido, te daré cinco denarios. Es mucho, pero no me importa gastarlo en aras de una buena causa. Ahora bien, si en vez de ayudarme me traicionas o tratas de engañarme, te arrepentirás. Antes me has visto en compañía de un legionario. Está a mis órdenes y tiene instrucciones de cortarte las dos manos y las dos piernas si algo me ocurre. Y las orejas. Tú sabrás lo que te conviene hacer.

Medita un rato apoyado en su andadera y luego dice:

—No creo nada de lo que has dicho: no tienes cinco denarios y Quadrato te busca para retorcerte el pescuezo por haberle engañado dos veces. Pero te llevaré adonde quieres ir sin pedir nada a cambio. Yo también tengo una deuda pendiente con Zara la samaritana. En una ocasión fui a su casa a pedir limosna. Ella vendó mis heridas echando en ellas aceite y vino. Luego me dio de comer y de beber. Yo le prometí corresponder a su caridad, pero nunca se me presentó la ocasión de cumplir mi promesa. El resto es vanidad y atrapar viento.

Muy despacio por la suma de nuestras flaquezas, recorrimos la ciudad en dirección opuesta y salimos por un lugar hasta entonces desconocido para mí. Allí el campo era yermo, la tierra blanquecina y cuarteada. Entre breñas crecían cardos y abrojos y en el cielo broncíneo los grajos describían círculos siniestros. Pronto aparecieron a los lados del sendero lápidas torcidas, rotas, que indicaban la presencia de tumbas a cuyos ocupantes había sido negada la entrada en el cementerio: criminales, perjuros y adoradores de divinidades adventicias y deleznables. Las inscripciones, en runas indescifrables, alfabetos foráneos o jeroglíficos extraños, estaban medio borradas por la lluvia, el viento y la profanación. Algunas presentaban signos de haber sido escarbadas por los perros, de resultas de lo cual podían verse huesos esparcidos, resecos por el sol. Más adelante, dispuestas con cierto orden, había tumbas griegas y fenicias y en una loma se alzaban las altas torres rectangulares donde los nabateos entierran a sus muertos.

Finalmente llegamos al cementerio judío, donde reina la soledad, pero no la desolación. En lugar de maleza crecen plantas aromáticas y los sepulcros están limpios y enteros.

Lázaro me conduce ante una cueva cerrada por una gigantesca piedra circular a modo de losa, en torno a la cual la tierra presenta signos de haber sido removida recientemente, y pregunta:

—¿Qué querías ver?

—Lo que hay dentro —respondo.

El pobre Lázaro se lleva a la cabeza sus sarmentosas extremidades y exclama:

—¿Has perdido el juicio? No se pueden violar las sepulturas. Y aunque se pudiera, ¿cómo piensas mover esta piedra?

—Tienes razón. Habremos de confiar nuevamente en la mudable Fortuna.

Indico a Lázaro un grupo de lúgubres cipreses sobre un promontorio y él se dirige hacia allí mientras yo examino la piedra que clausura el sepulcro en busca de intersticios. No habiéndolos hallado, me reúno con el pedigüeño y nos tendemos a esperar el desarrollo de los acontecimientos. Por curiosidad o para hacer más llevadero el acecho, Lázaro me cuenta sus enfermedades y yo logro conciliar un sueño reparador, del que me saca su repentino silencio. Antes de poder formular una pregunta me cubre la boca con su mano corrompida y con el dedo que conserva en la otra me impone silencio. Me incorporo y veo tres figuras fantasmales avanzar entre las tumbas del cementerio. La del medio parece, por sus formas, una mujer, cubierta enteramente por un velo púrpura bordado en oro. Las otras dos corresponden a hombres corpulentos, posiblemente gladiadores, vestidos con túnicas negras. Uno lleva en las manos un arca ricamente labrada; el otro carga al hombro un saco irregular, en cuyo interior se agita un animal pequeño destinado al sacrificio.

La comitiva se detiene ante el sepulcro del rico Epulón. La mujer se arrodilla, pronuncia una fórmula ininteligible y da tres veces con la cabeza en tierra. Luego, a una señal suya, los hombres unen sus esfuerzos para separar la losa, dejando una abertura por donde los tres penetran en la cueva.

—Ya tenemos el camino expedito —digo a mi acompañante—. Acerquémonos con sigilo.

—¿No será peligroso? —pregunta el pedigüeño.

—Seguramente sí. Pero ahora no podemos abandonar la empresa. Te diré lo que haremos: tú vuelve a la ciudad, acude al Templo y di de mi parte a Apio Pulcro que venga con sus soldados. Dile que esto redundará en su fama y también en su peculio. Tal vez este pensamiento le mueva. Ve corriendo.

—No soy una gacela, Pomponio. Además, tanto ajetreo…

—Diez denarios.

Empuña las muletas y se va renqueando entre las lápidas. Cuando se ha ido salgo de mi escondite y me deslizo hasta la boca del sepulcro de Epulón, desde donde puedo atisbar parte de una amplia cueva labrada en la montaña, en el centro de la cual, sobre una plataforma, reposa un sarcófago. A la luz mortecina de una antorcha distingo esparcidas por el suelo vasijas de terracota de distintos tamaños.

Mientras yo observo, la sacerdotisa sigue recitando su letanía arrodillada delante del sarcófago. Cuando ha concluido esta parte de la ceremonia, uno de los hombres que la acompañan abre el arca y de ella extrae un cuchillo largo. El otro deposita en el suelo el saco que contiene a la víctima propiciatoria y desanuda la cuerda que lo cierra. Entonces advierto que la víctima no es, como yo había supuesto, un corderito u otro animal doméstico, sino el niño Jesús en carne y hueso.

Si todavía estás ahí, Fabio, te harás cargo de mi sorpresa y mi desconcierto. Y también te harás cargo de que en semejante situación lo único que podía hacer era salir huyendo con presteza. Pero cuando me disponía a retroceder para alejarme de la boca del sepulcro, sea por causa de los nervios, sea por un capricho de la veleidosa Fortuna, la molesta enfermedad que ha dado origen a este relato y cuyos síntomas se manifiestan de tanto en tanto, sin advertencia previas y con enfado del oído y el olfato, reapareció de un modo inesperado y, por Hércules, muy tumultuoso.

Advertidos la sacerdotisa y sus secuaces de la presencia de un extraño, vinieron éstos sobre mí, me dieron alcance, me arrojaron al suelo, me ataron de pies y manos y me condujeron al ara de los sacrificios, con gran alegría de Jesús, que exclamó al verme:

—¡Estaba seguro de que vendrías a salvarme,
raboni
!

No quise desengañarle respecto de mis intenciones y me limité a preguntarle cómo había venido a parar a semejante lugar y a una posición tan comprometida.

—Cuando me abandonaste en el camino —respondió Jesús—, decidí seguir investigando por mi cuenta y me encaminé a la villa del rico Epulón. Cerca ya de la casa vi salir de ella a estas personas y traté de ocultarme, pero fui descubierto, apresado y traído aquí para ser ofrecido en sacrificio en virtud de no sé qué rito. ¿Y tú? ¿Cómo me has encontrado y de qué modo has pensado resolver nuestro problema,
raboni
?

—¡Silencio! —dijo la sacerdotisa—. Las víctimas no están autorizadas a hablar durante la ceremonia. Ni después —añadió con sorna mientras me mostraba el cuchillo de matarife.

—No puedes sacrificarnos —dije apresuradamente—. Al menos a mí. Soy ciudadano romano, del orden ecuestre. Por añadidura, esta mañana he comido cerdo. Y crustáceos. Soy execrable a los ojos de Yahvé.

—Pero no a los de Ishtar, también llamada Astarté, diosa del amor y de la guerra, de la fecundidad y de la muerte.

—Aunque vas enteramente cubierta —repliqué—, te habría reconocido por tus formas, sobre todo de espaldas, y ahora tu voz no me deja duda acerca de tu identidad. Tú eres Berenice, de ruborosas mejillas, hija del difunto Epulón. Y si estoy en lo cierto, dime qué haces ofreciendo sacrificios a una deidad asiria. ¿Acaso no te educaron en la religión de Moisés?

—Sólo en apariencia —repuso Berenice—. Mi madre, en secreto, me instruyó en el culto a Baal. Mi madre también es judía, pero renegó de Yahvé y adoraba a los ídolos babilonios. Si lees las Escrituras verás que es una constante de nuestra raza, a pesar de las advertencias de los profetas y de las maldiciones del propio Yahvé. Esta mala costumbre nos ha ocasionado muchos contratiempos, pero no la podemos evitar.

—¿Y tu padre? ¿Acaso Epulón también había renegado de la fe de sus antepasados?

—No. Mi padre era de ideas anticuadas.

—Sin embargo, por lo que puedo apreciar, este sarcófago es idéntico a los utilizados por los nobles egipcios en sus ceremonias funerarias. Y lo mismo cabe pensar de estas vasijas, destinadas a contener alimentos y agua para sustento del muerto en su viaje al más allá.

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