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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (5 page)

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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Me volví a Jesús, extrañado por su prolongado silencio, y advertí que a causa del calor y el vaho estaba pálido, arrugado y casi inconsciente. Me disculpé ante Filipo, lo tomé en brazos y lo saqué del caldarium con gran prisa.

CAPÍTULO VI

En cuanto hubo recuperado Jesús tanto la lozanía infantil como las facultades cognitivas, entramos de nuevo en el caldarium a fin de proseguir el diálogo con Filipo, mas el lugar estaba vacío, y de la presencia del efebo sólo quedaban el breve paño y la manopla. Como el caldarium no tenía salida sino por la antecámara de donde procedíamos, inferí que el untuoso griego se había escurrido a mis espaldas mientras yo estaba ocupado reanimando a Jesús. Visto lo cual nos vestimos apresuradamente y ganamos la calle, a la sazón desierta.

—Si tu rústico primo se hubiera quedado de guardia —me quejé—, ahora sabríamos si Filipo ha abandonado verdaderamente las termas, cuándo y cómo, y si su actitud era la de un ciudadano virtuoso o, por el contrario, la de un transgresor.

—¿Tú crees que nos ha estado tomando el pelo? —preguntó Jesús.

—En principio, no tiene motivo alguno para mentir. A ti no te conoce y mi habilidad oratoria no le ha permitido percibir la intencionalidad de las preguntas. Aun así, nada es seguro: los griegos son de natural falaces.

—Entonces, ¿estamos como al principio?

—No. Nadie miente del todo, y aun si lo hace, toda mentira contiene un elemento de verdad. O su contrario.

—No lo entiendo,
raboni
—dijo Jesús.

—Lo mismo da. ¿Sabrías ir desde aquí a la villa del rico Epulón?

—Está en el extrarradio, pero recuerdo haberla visto y te puedo guiar.

—Pues vamos allá sin perder un instante. Quiero examinar el lugar de los hechos. Y si en el camino encontramos una tienda de comestibles, cómprame algo o la debilidad me impedirá rematar con éxito el trabajo.

—A estas horas está todo cerrado —respondió Jesús—. Más tarde iremos a casa y mi madre te preparará unas frituras. Las hace buenísimas.

Con esta tenue esperanza emprendimos el arduo camino a pleno sol. Las calles estaban desiertas y las casas cerradas a cal y canto, bien para protegerse del calor, bien para preservar de intromisiones la intimidad de los hogares. En este áspero ambiente anduvimos largo rato. Nazaret es una ciudad populosa, de unos diez mil habitantes, si mis cálculos no fallan, y su extensión es considerable, pues todas las casas son de una planta, por lo general de adobe enjalbegado, con estrechas aberturas a modo de ventana. Por otra parte, su trazado es incomprensible, las calles estrechas, sinuosas y dispuestas del modo más arbitrario. En vano el viajero buscará aquí el cardo y el decumano, por no hablar del foro, el anfiteatro u otro punto de referencia. Por fortuna, tampoco existe el perímetro amurallado propio de nuestras urbes, pues la ciudad carece de interés estratégico respecto de los enemigos exteriores y en previsión de una revuelta interna conviene que carezca de protección, a fin de poder tomarla, si conviene, sin necesidad de asedio, y pasar por las armas a sus habitantes, mientras las autoridades locales, la tropa y los ciudadanos leales se refugian en el Templo.

Cuando, tras una extenuante caminata dejamos atrás las últimas casas de la ciudad y nos adentramos por un sendero solitario y polvoriento, que discurría entre olivos y campos de labor, Jesús, que había permanecido silencioso hasta entonces, me preguntó:


Raboni
, ¿por qué le has dicho a Filipo que soy tu hijo adoptivo?

—Porque de este modo te conviertes en ciudadano romano. Y del orden ecuestre, nada menos.

—Yo no quiero ser ciudadano romano —dijo Jesús—. Además, ya tengo un padre. Y otro putativo. No me hace falta un tercero. Y por añadidura, decir mentiras es ofender a Dios.

—Mira, Jesús —le expliqué—, a veces, para realizar un proyecto o cumplir una misión, uno se ve obligado a ocultar su verdadera identidad y a utilizar un nombre y una apariencia ficticias. Los dioses del Olimpo, sin ir más lejos, cuando han de dar consejos o hacer advertencias a los mortales o entablar contacto con ellos por cualquier otra causa, adoptan formas humanas, cuando no de animales u objetos, y de este modo consiguen sus propósitos, no siempre educativos, sin llamar la atención. Sobre estas metamorfosis, como las llamamos, un poeta romano ha publicado hace poco un libro entero. Y si está permitido a los dioses, que no lo necesitan, recurrir a este ardid, también ha de estar permitido a un niño judío indefenso acogerse al poderoso amparo del Imperio.

Jesús se queda un rato pensativo y luego pregunta de nuevo:

—Y ese Orfeo al que se refirió Filipo en las termas, ¿quién era?

—Un hombre que descendió al reino de los muertos para recobrar a la mujer que amaba.

—Oh, ¿y lo consiguió?

—A medias. Primero la recobró y luego la volvió a perder por no cumplir las condiciones… Bah, dejémoslo estar, sólo es una fábula. Un mito. En definitiva, una mentira, pero no como la nuestra, que está justificada por las circunstancias, sino una mentira insustancial, inventada por los poetas para entretener a la plebe. Un filósofo no debe prestarles atención. Ni tú tampoco.

Distraídos con esta plática, llegamos ante un muro de piedra como de cuatro codos, que rodea la finca del rico Epulón e impide vislumbrar lo que hay al otro lado.

—Quienquiera que haya penetrado en la villa —dije—, por fuerza ha de haber empleado una escala.

—O la puerta —dijo Jesús.

—Es verdad. Vamos a buscarla.

Fuimos circundando el muro hasta dar con una cancela de gruesos barrotes de bronce, a través de los cuales se veía un ameno jardín y una casa grande, de mármol blanco, semejante a una villa romana, con columnas de fuste grácil y capitel corintio. Atada a la parte superior de la cancela había una rama de ciprés, con la que se señalaba la condición de casa funesta a consecuencia del duelo. Por ninguna parte se advertía presencia humana ni nada que impidiera entrar, salvo una lápida incrustada en un pilar de la cancela en la que podía leerse: cave canem, en latín, en arameo, en caldeo y en griego.

—Debe de ser un perro de cuidado para merecer un aviso tan pleonástico —dije—. Por si acaso, tratemos de obtener el máximo de información antes de dar a conocer nuestra presencia y arriesgarnos a una recepción adversa. Tratemos de ver desde fuera la ventana de la biblioteca.

—¿Cómo sabremos cuál es sin conocer la distribución de las habitaciones? —preguntó Jesús.

—Filipo dijo que la Aurora temprana siempre sorprendía al rico Epulón trabajando en la biblioteca, ergo, la biblioteca ha de estar orientada al este.

Rodeamos de nuevo el muro hasta llegar al lugar donde debía de estar la ventana, si bien allí la altura del muro tampoco permitía verificar la certeza de mi suposición.

—Súbete a mis hombros —le digo al niño— y dime lo que ves.

Hace Jesús como le indico, pero ni así sobrepasa con los ojos la altura del muro, por cuanto me dice si puedo auparle un poco más y yo, como es liviano, lo agarro de los tobillos y lo voy izando hasta que puede encaramarse a la parte superior del muro. Entonces le pregunto si ve algo y responde:

—Ten paciencia. Las hojas de una higuera me obstaculizan la visión. Si consigo apartar esta rama podré…

De repente oigo un grito, un golpe y una débil voz que masculla:

—¡Maldita sea esta higuera! ¡Que nunca jamás brote fruto de ti!

—¡Por Júpiter! ¿Te has hecho daño?

—Unos rasguños y un desgarrón en la túnica. Pero sácame de aquí antes de que me encuentre el perro,
raboni
.

Deshice a la carrera el camino andado y, llegado a la cancela, me encaramé a la reja y empecé a proferir grandes gritos con el propósito de atraer la atención de algún sirviente o, en su defecto, la del perro.

El perro no acudió, pero sí una doncella que en talle y belleza igualaba a las diosas, la cual, desde una prudencial distancia, me preguntó con pudor y zozobra quién era y cuál era la causa de mi conducta desaforada.

—Nada temas, hermosa doncella de ruborosas mejillas —le digo—. Mi nombre es Pomponio Flato, ciudadano romano de noble ascendencia. Si ahora me ves así, harapiento y maltrecho, es porque el afán de conocer los secretos de la Naturaleza me ha traído a estas tierras, lejos de mi patria y de mi gente. Por buscar la sabiduría he corrido incontables peligros y he sufrido percances de salud, el último de los cuales podría manifestarse de súbito si continúo vociferando y dando tirones de la reja. Y ahora que ya sabes quién soy, responde a mi pregunta más urgente: ¿Dónde está el perro?

—¿Qué perro? —responde la doncella de ruborosas mejillas.

Sin bajar de los barrotes señalo la inequívoca admonición.

—Se murió hace un año. ¿Por qué te interesa tanto?

—Antes dime tú quién eres.

—Soy Berenice —responde la doncella de delicado porte—, hija del difunto Epulón. Como habrás podido inferir de mi túnica con mangas, soy virgen. Y que estoy de duelo, por las acciones que me dispongo a realizar.

Y diciendo esto, rasgó las mangas de la túnica dejando al descubierto sus cándidos brazos y se echó un puñado de ceniza sobre la cabeza. Algo sorprendido, dije:

—Ignorante de las costumbres de estas tierras, mal podría haber deducido de tu ropa y tu conducta tu identidad y tu condición. Háblame, sin embargo de todo ello, pues es sabido que a las personas golpeadas por la desgracia les sirve de consuelo explayarse con extraños sobre las causas de su congoja.

—Tal vez tengas razón: en verdad mi alma rebosa de pena que difícilmente puedo compartir con quienes se hallan en la misma situación, ya que con ellos sólo conseguiría aumentar mis sufrimientos y asimismo los de ellos. No obstante, me cuesta mostrar mi alma a un zarrapastroso colgado de la puerta.

—No siempre nos permite el destino elegir el confidente —repliqué.

—En mi caso es bien cierto —convino la afligida doncella de esbelta figura—. Celosos de mi virtud, mis progenitores me han tenido encerrada en casa desde antes de que mis ojos se abrieran al mundo, del cual lo ignoraba todo hasta hace dos días, en que el asesinato de mi venerado padre me ha mostrado la realidad en toda su crudeza. Por suerte el asesino ha sido aprehendido y en breve podré asistir a su ejecución. Éste será mi primer acto público, y estoy muy excitada, como es natural —concluyó con modestia.

—¿Cuándo viste a tu amado padre por última vez?

—Cuando estaba siendo embalsamado, pues, como sabes, a pesar del avance de las costumbres romanas, los judíos rechazamos la incineración.

—¿Podrías describir su estado físico? ¿Presentaba heridas o mutilaciones? ¿Advertiste cortes, rasguños, hematomas, mordiscos u otros signos de violencia? ¿Eran flexibles sus articulaciones o habían adquirido ya la rigidez propia de los cadáveres insepultos?

—En verdad nuestra conversación no parece producirme el alivio que me habías anunciado. Aun así, responderé a tus preguntas. Cuando vi el cadáver de mi padre, ya lo habían bañado, embalsamado con aloe y envuelto en el sudario unas santas mujeres que envió el Sumo Sacerdote. A mí sólo me dejaron añadir algunos toques ornamentales antes de que lo metieran en un bonito sarcófago de madera policromada. Luego se procedió de inmediato a la inhumación a causa del calor. Y, hablando de calor, no me parece acorde con las leyes de la hospitalidad tenerte bajo el sol y encaramado. Haré que abran la cancela para proseguir el diálogo con más comodidad a la sombra de los árboles del jardín. Y te lavaré los pies en un aguamanil y te ofreceré alimento y bebida.

Con gran gozo por mi parte, la gentil doncella, de ruborosa frente, se dirige al interior de la casa y regresa con un sirviente que abre la reja y se retira, dejándonos a solas en el jardín umbrío y perfumado. Todo parecía encaminado a buen fin, cuando vino el destino a cortar de súbito el curso de mis averiguaciones.

CAPÍTULO VII

Estaba hablando con la infeliz Berenice, de níveos brazos, cuando interrumpió sus explicaciones un airado rumor de voces procedente de la casa. De inmediato salió al jardín un mozo apuesto y bizarro, de alborotada cabellera, llevando a Jesús agarrado del pescuezo. Sorprendida y alarmada, preguntó Berenice, de sonrosadas mejillas, la causa del alboroto y la procedencia de aquella criatura desconocida, a lo que respondió el bizarro mozo en tono iracundo:

—¡Por la burra de Balaam! ¡Acabo de sorprender a este bribón impúber tratando de colarse en la casa por la ventana de la biblioteca! ¡Tiemblen los cielos! ¡Ahora me dispongo a ordenar a la servidumbre que le propine cien latigazos! ¡Maldición! ¡Yo mismo le aplicaría el escarmiento si la aflicción no me hubiera mermado el ánimo! ¡Ay, dolor, con lo que me gusta azotar a los niños y que los niños me azoten a mí!

—Este bizarro y conturbado mozo —dijo Berenice dirigiéndose a mí— es mi hermano Mateo, a quien el asesinato de nuestro venerado padre tiene muy abatido.

Yo no dije nada, porque dudaba sobre si debía rescatar al imprudente Jesús de las garras del furibundo mozo o si, abandonándolo a su merecida suerte, debía proseguir el diálogo. No tuve tiempo de despejar la disyuntiva, porque en aquel mismo instante, atraído probablemente por los gritos, acudió al jardín el hermoso y escurridizo Filipo, el cual, al ver a Jesús, exclama:

—¡Por Dionisos, si es mi amigo Tito!

—¡Por la burra de Balaam! ¿Acaso conoces, Filipo, a este insolente párvulo?

—Acabamos de bañarnos juntos —dice el untuoso griego. Y señalándome, añade—: Y también con su farragoso e impertinente padre.

Al oír esto montan en cólera por igual el joven Mateo y su hermana Berenice, y se ponen a reclamar a voces sendos látigos para desahogar aquélla con éstos en nosotros. Los contuvo Filipo alegando la improcedencia de atentar contra dos ciudadanos romanos. Ante este argumento se ensombreció el rostro de Mateo, que exclamó con voz sorda:

—¡Maldita sea mil veces la ocupación extranjera y quiera Yahvé enviarnos de una vez al Mesías que habrá de liberarnos!

Apenas había pronunciado este deseo, salió de la casa una mujer de noble porte, cubierta de la cabeza a los pies por un velo que no permitía discernir su edad ni su fisonomía, la cual, dirigiéndose al exaltado joven, le reprendió en estos términos:

—¿No puedes olvidar por un momento, oh Mateo, tu perseverante pensamiento y respetar el recogimiento propio de las circunstancias o, cuando menos, el desconsuelo de una viuda?

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