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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (3 page)

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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En el caso presente, los hechos están claros, de modo que sólo me restaría supervisar la correcta ejecución del culpable. Por desgracia, pocas veces en este maldito país las acciones se ven libres de connotación política, y ésta no es excepción. Existe una rebelión, unas veces larvada, otras, activa, y no debemos desaprovechar ninguna ocasión de demostrar la firmeza de nuestra autoridad. Por este motivo el procurador ha dispuesto que esta ejecución revista caracteres de ejemplaridad. Esto significa que no podemos recurrir a la decapitación, que es un método limpio, rápido y discreto, siendo preferible la crucifixión. El problema estriba en que la ciudad no dispone de ninguna cruz, por lo que hemos tenido que encargársela al carpintero, y se da la incómoda circunstancia de que el carpintero es precisamente el reo que hemos de ajusticiar.

—Por Júpiter, no debe de estar contento con el encargo ni mostrará celo en cumplirlo —digo.

—Ése es mi temor —dice Apio Pulcro—. Aunque para evitar demoras injustificadas le hemos amenazado con ejecutar también al resto de su familia si no la tiene lista para mañana al atardecer. Si todo sale como está previsto, podemos crucificarlo a la puesta del sol, dejando un pequeño retén de guardia para evitar que alguien lo descuelgue. Y pasado mañana, cumplida nuestra misión, regresar a Cesarea. Hasta entonces, rebus sic stantibus, ocuparemos nuestro tiempo como mejor nos parezca. Yo, por ejemplo, me voy a dormir.

Y con estas palabras nos despedimos y nos fuimos a nuestros respectivos alojamientos.

CAPÍTULO IV

Las cabras, Fabio, pertenecen, por la natural disposición de sus partes, a la misma especie animal que las ovejas, pero en tanto que éstas son dóciles, tranquilas, timoratas y, al decir de Aristóteles, estúpidas, las cabras son rebeldes, fogosas, audaces y malintencionadas.

Apenas me desperté, al primer canto del gallo, fui directamente en busca de mi patrona y le indiqué por señas que me acuciaba el hambre, a lo que ella, mostrando las encías en una mueca horrible, señaló un cubo y un escabel, luego a mi propia persona y por último a las dos cabras que por allí retozaban, dando a entender que yo debía ordeñarlas. Yo rehúso y ella insiste acentuando la horrísona mueca y los aspavientos, de los que deduzco que tal es el acuerdo a que se llegó ayer con mi consentimiento tácito. Como no tengo otra opción y el hambre es mucha, trato de hacer lo que me pide. Por desdicha, todo cuanto sé sobre los animales proviene de muchas y útiles lecturas, por lo que en la práctica me resulta muy difícil manipularlos, sobre todo si ellos no se dejan. Cuando trato de asir a una de las cabras, la otra me embiste por detrás. Caigo del escabel y la primera, encabritándose sobre las manos delanteras, me golpea fuertemente en la cara con las ubres, a la manera de un púgil, tras lo cual huyen ambas balando, mientras el viejo basilisco me pega con la escoba sin dejar de proferir insultos en su incomprensible lengua vernácula. Al final se cansa y se va, dejándome en el suelo, maltrecho y humillado.

Así permanecí un rato, demasiado débil para incorporarme y demasiado confuso para decidir qué hacer, hasta que oí una voz débil que me decía al oído:

—Levántate, Pomponio.

Me senté con esfuerzo y vi a mi lado un niño de corta edad, rubicundo, mofletudo, con ojos claros, pelo rubio ensortijado y orejas de soplillo. Supuse que sería el nieto de la arpía y traté de ahuyentarlo con ademanes coléricos, pero él, haciendo caso omiso de las amenazas, dijo:

—He venido a pedir tu ayuda. Me llamo Jesús, hijo de José. Mi padre es el hombre injustamente condenado a morir en la cruz esta misma tarde.

—¿Y a mí, qué se me da? —repuse—. Tu padre ha cometido un asesinato, el Sanedrín lo ha condenado y un tribuno romano ha refrendado la sentencia. ¿Acaso no es bastante?

—Pero mi padre —porfió el niño— es inocente del crimen que se le imputa.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Él mismo me lo ha dicho, y mi padre nunca miente. Además, él jamás haría una cosa mala.

—Mira, Jesús, todos los niños de tu edad creen que sus padres son distintos al resto de las personas. Pero no es así. Cuando crezcas descubrirás que tu padre no tiene nada de especial. En cuanto a mí, no veo motivo alguno para intervenir en algo que no me concierne.

Jesús rebuscó entre los pliegues de su túnica y sacó una bolsita.

—Aquí hay veinte denarios. No es mucho, pero sí suficiente para pagar el hospedaje y la comida sin necesidad de ordeñar las cabras.

—La oferta es tentadora. Dime qué debo hacer. Pero te advierto, en aras de la probidad, que ni Apio Pulcro ni el sumo sacerdote Anano escucharán una petición de clemencia por venir de mí.

—No has de pedir nada —dijo Jesús—. Sólo demostrar que mi padre no mató a ese hombre.

—Vaya, ¿y cómo lo haré?

—Descubriendo al verdadero culpable.

—Imposible. Lo desconozco todo sobre la ciudad y sus habitantes. No sabría por dónde empezar.

—No hay elección. Ningún nazareno moverá un dedo por mi padre si eso supone enfrentarse al Sanedrín. Tu caso es distinto: eres romano y asimismo un hombre sabio. Algo se te ocurrirá.

—No te engañes. En verdad me he esforzado siempre por alcanzar la sabiduría, pero ni mis atributos naturales, ni mi empeño, ni la suerte me han conducido a nada. Sólo tienes que verme.

—Yo confío en ti —dijo Jesús—. Además, puedo ayudarte en tus investigaciones.

—Buena ayuda vas a ser tú, por Hércules —exclamé alargando la mano hacia la bolsa del dinero.

Antes de que pudiera hacerme con ella, Jesús la volvió a guardar entre los pliegues de su túnica y dijo:

—Cuando hayas hecho tu trabajo recibirás la paga.

Asentí a regañadientes, me puse en pie, arrojé el escabel contra una cabra, cogí de la mano al niño y juntos salimos a la calle.

—Llévame a tu casa —le dije—. Lo primero que haremos será hablar con tu padre.

De camino le pregunto cómo ha sabido de mi existencia y responde que Nazaret es una ciudad pequeña, donde las noticias y los rumores se difunden a gran velocidad, y que desde la víspera se habla de un romano que ha enfermado buscando unas aguas milagrosas y ahora va por las calles tirándose pedos. Unos dicen que soy un hombre sabio y me llamaban rabí o
raboni
, que en su lengua significa «maestro». Otros me llaman simplemente imbécil.

—¿Y tú? —le pregunté—, ¿qué piensas?

—Yo —dijo Jesús— pienso que eres un hombre justo.

—En esto te equivocas. Yo no creo en la justicia. La justicia es un concepto platónico. No sé si me entiendes: una idea, nada más. Por otra parte, aunque no oculto mi inclinación por la filosofía, sólo soy un estudioso de las leyes de la Naturaleza, lo que Aristóteles denomina con propiedad un fisiólogo. Y si algo he aprendido es esto: que la Naturaleza no es justa ni la justicia es parte del orden natural. En el orden natural, al que pertenecemos todos, el animal más fuerte se come al más débil. Por ejemplo, un león, si tiene hambre, se come un ciervo o un ave estruz, y nadie se lo reprocha. Luego, al envejecer, el león pierde sus fuerzas y los ciervos o las aves estruces se lo podrían comer si quisieran. De este modo restablecerían la justicia, pero, ¿acaso lo hacen?

—No —dijo Jesús—, porque son herbívoros.

—Pues ahí lo tienes. No hay justicia en el orden natural. Ni en el sobrenatural. También los dioses se comen los unos a los otros. No con frecuencia, bien es verdad. Que yo sepa, sólo Saturno se come o se comió a sus hijos. Pero ya ves que ni siquiera los dioses se libran de la desigualdad. Claro que vosotros no creéis en los dioses. Pero lo del león vale igual para creyentes y no creyentes. ¿Lo has entendido?

—No,
raboni
.

—No importa. Ya lo entenderás. Y no me llames
raboni
.

Entretenidos en esta plática llegamos ante una casa sencilla, en todo semejante a las demás, salvo por la presencia de dos guardias del Sanedrín, apostados ante la puerta, y por el ruido de sierra que indicaba ser aquél el taller de un carpintero. Jesús abrió la puerta y me invitó a pasar.

En la fresca penumbra interior distinguí a un hombre de cierta edad, calvo y con barba, que se afanaba en aserrar un tablón, y a su esposa, bastante más joven, que barría hacendosamente las virutas para mantener la pulcritud del hogar. Al verme, el hombre interrumpió su trabajo y exclamó secamente:

—No se admiten encargos.

—No he venido a encargar ningún mueble —respondí—, sino a ayudarte. Tu hijo Jesús ha contratado mis servicios para esclarecer tu inocencia, de modo que, para empezar, me gustaría hacerte unas preguntas. Dime la verdad, José, ¿mataste tú a ese hombre?

—No —repuso dejando la sierra en el suelo y enjugándose la calva con la mana de su humilde túnica—

Dios dijo : no matarás, y yo cumplo fielmente la voluntad de Dios. De natural soy poco dado a la violencia. Una vez dudé de la honestidad de mi esposa y estuve a punto de zurrarla. Por suerte no lo hice y todo se aclaró satisfactoriamente. Desde entonces me comporto con ejemplar mansedumbre.

—Pero, según dicen, el difunto y tú tuvisteis una discusión y tú le amenazaste.

—La gente dice muchas falsedades acerca de mí y de mi familia. Es cierto que en una ocasión reciente tuve con el difunto un breve diálogo, en el transcurso del cual ambos expusimos opiniones divergentes. Al final, sin embargo, nos separamos en paz. No nos dimos ósculos porque además de manso soy casto, pero no había rencor entre nosotros.

—¿De dónde procede, entonces, la calumnia? Esto es lo primero que debemos averiguar.

—No sé cómo.

—Preguntando.

—No servirá de nada. Nadie responderá a tus preguntas, y quien responda no dirá la verdad.

En aquel momento intervino la esposa diciendo:

—No seas tan negativo, José.

El carpintero le dirigió una mirada cargada de estoicismo.

—Mujer, ¿por qué dices esto? Tú bien sabes que debo callar.

—¿Qué debes callar? —pregunté—. ¿Acaso es algo referente a tu discusión con el muerto?

—Es algo —dijo José— que debo callar, y con esto está todo dicho. No insistas, te lo ruego.

—Pues si tú no me ayudas, yo poco puedo hacer —dije con impaciencia.

—Hágase, en tal caso, la voluntad de Dios —dijo el carpintero.

—¿De qué dios estás hablando? —aduje impacientado por su abúlico fatalismo—. Vosotros tenéis un dios. Nosotros, en cambio, tenemos muchos, y si se cumpliera su voluntad nos pasaríamos la vida fornicando. Haz a un lado la desconfianza, José, oye la voz de tu mujer y de tu hijo y no mezcles a ningún dios en este asunto. Es tu vida la que está en juego, no la de Dios. En cuanto a su voluntad, ¿cómo la conoceremos, si él mismo no se digna revelarla? A lo mejor Yahvé quiere que te salves por medio de mi intervención.

Mis ponderados argumentos parecieron hacer mella en su determinación. Abrió la boca como disponiéndose a decir algo importante. Luego se detuvo, miró a su mujer, se encogió de hombros y volvió a sus ocupaciones. La mujer nos acompañó a la puerta. Ya en el exterior se dirigió a mí con estas palabras:

—No te sientas ofendido por mi marido ni atribuyas su actitud al hecho de ser tú romano. Nosotros respetamos a todo el mundo, pagamos religiosamente los tributos a las dos administraciones, guardamos las fiestas y vamos todos los años a Jerusalén por la Pascua. Si se obstina en no romper su silencio, es porque tiene razones poderosas para ello, y no seré yo quien le lleve la contraria.

Y con una modesta inclinación, vuelve a entrar y cierra la puerta dejándonos en la calle a mí y a Jesús.

—Bien —digo—, tú mismo has visto la inutilidad de mis esfuerzos. Si el principal interesado en que resplandezca la verdad es quien con más decisión la oculta, yo nada puedo hacer. Dame el dinero y dejemos las cosas como están.

—De ningún modo —dice Jesús—. Aún no has cumplido tu parte del acuerdo. Yo te contraté para descubrir al verdadero culpable y hasta que no lo descubras el contrato sigue vigente.

Como la calle estaba concurrida, no me atreví a darle dos bofetones y arrebatarle lo que en justicia me había ganado. Reflexioné y dije:

—De acuerdo. Tampoco tengo nada mejor en qué ocupar mi tiempo. Haré alguna averiguación adicional. Lo primero es saber de dónde proceden las falsas acusaciones, si en verdad son falsas, y cuál es la causa última de la difamación. También convendría saber algo más del asesinato propiamente dicho. El tiempo apremia: el sol ya está cerca del mediodía y al crepúsculo se cumplirá la sentencia. Dividamos nuestras fuerzas para doblar su eficacia. Yo trataré de saber el origen de las calumnias. Tú averigua cuanto puedas acerca del muerto: sus actividades, el origen de su fortuna, sus parientes y sus siervos, en especial los libertos. También cuanto se refiere a sus amigos y a sus enemigos. Cuando sepas algo, ven a buscarme. No sé dónde estaré, pero si tanta curiosidad despierto entre el vulgo, no te costará dar conmigo. Ah, y una cosa más antes de separarnos: si nuestros trabajos no llegan a buen fin y tu padre es ejecutado, yo cobro igual.

—Trato hecho,
raboni
—dijo Jesús.

CAPÍTULO V

Como en la mayoría de las ciudades, en ésta, Fabio, el Templo está edificado sobre una sólida colina. Es un edificio de grandes dimensiones, pues además de estar destinado al culto y a sus sacerdotes, hace las veces de ciudadela y alberga la guarnición judía. Allí también tienen su sede el Sanedrín y la oficina de recaudación de impuestos, y allí se guardan los archivos y registros y el tesoro público. Lo rodea un muro de trescientos codos y sólo tiene una puerta de acceso, lo que lo hace prácticamente inexpugnable, salvo para quien disponga de grandes máquinas de guerra. La parte más importante del Templo es el atrio, donde se encuentra el altar de los sacrificios, que se celebran a diario. En tiempo de paz las puertas del Templo están abiertas desde el amanecer hasta el crepúsculo. Ahora están abiertas.

Al guardia que me salió al paso le dije que quería ver a Apio Pulcro o, en su defecto, al sumo sacerdote Anano. El tribuno había salido, pero el Sumo Sacerdote se avino a recibirme al término de las ceremonias matutinas. El olor a carne asada, de la que en aquel momento debía de estar dando buena cuenta la clase sacerdotal, invadía el recinto.

Al cabo de poco Anano me hace pasar a un cuarto donde se cambia la túnica de lino empapada de la sangre del novillo recién inmolado a Yahvé por ropa limpia de paisano. A mis preguntas responde en términos comedidos, pero sin reserva. Del acusado dice saber poco y aun eso de oídas. Que se llama José, hijo de Simón, y que, según algunos, se atribuye orígenes ilustres.

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