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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (6 page)

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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—¡Madre, te ruego que me disculpes —dijo el joven Mateo con voz sorda—, pero estos dos individuos, romanos, para mayor escarnio, pretendían introducirse con engaños en nuestra casa y sonsacar a la inocente Berenice!

—¿Romanos? ¡Mentira! —retumba en aquel preciso momento una voz procedente de la sombra del atrio. Y en pos de estas palabras sale el sumo sacerdote Anano, agitando un puño, mesándose con la otra mano la barba enmarañada y diciendo—: ¡Conozco a este niño insoportable desde que llegó a Nazaret! Durante un tiempo acudió a la sinagoga a recibir instrucción, pero acabé expulsándolo por sus opiniones heréticas y su persistente insubordinación. ¡Ya entonces le auguré una carrera delictiva, y le vaticiné que acabaría sus días en la cárcel o incluso en la cruz, como su padre, que no es otro que José, el convicto asesino!

Al oír esto, el joven Mateo desenvaina una daga para agredirnos, pero la noble dama lo contiene con ademán imperioso.

—No infrinjamos las leyes de la hospitalidad —dice—, y respetemos el tiempo de duelo que fija la ley sin apartarnos de las ceremonias prescritas. Partid de inmediato, forasteros, y que nadie me vuelva a molestar: el Sumo Sacerdote y yo estamos ocupados en los asuntos que mi difunto esposo dejó pendientes.

—¿Acaso —exclama el fogoso Mateo— no soy yo el primogénito de mi padre? ¿No me incumbe a mí ocuparme de su hacienda?

—Antes —replica el Sumo Sacerdote— hemos de poner orden en sus bienes y negocios. Tu padre siempre confió en mí y me hizo prometer que si él llegaba a faltar, yo velaría por sus asuntos patrimoniales. No me propongo sustraer nada. Sólo regularizar la situación. Refrena tu impaciencia, joven Mateo, y acata la voluntad del difunto. Tiempo tendrás de disfrutar las riquezas que él ganó con su esfuerzo para que vosotros las podáis dilapidar en antojos de chiquillo.

Antes de que el fogoso joven pudiera responder, dijo la noble dama dirigiéndose a Filipo:

—Acompáñanos, Filipo. Como mayordomo de mi marido, tu cooperación nos será de gran utilidad.

Sonrió con sarcasmo el taimado griego y se llenó de rubor el rostro de Mateo. Por un momento pareció que iba a dejarse llevar por la ira, pero seguramente nuestra presencia lo contuvo. Y dando media vuelta desapareció en el interior de la casa. Poco después le siguieron la dama, el sacerdote y el mayordomo, y volvimos a quedarnos a solas con Berenice, de pálida frente.

—Lamento que la travesura de un niño haya causado tanto trastorno —dije.

—No te disculpes —respondió—. Mi hermano está permanentemente irritado. Es su manera de ser. Entre él y mi padre siempre hubo altercados y enfrentamientos. A menudo mi padre amenazaba con desheredarlo.

—¿Llegó a hacerlo?

—Lo ignoro.

—¿A quién iría a parar su hacienda, si tu hermano hubiera sido excluido del testamento?

—También lo ignoro. Hasta tanto no tenga esposo que me conozca y me preñe, sólo me ocupo de orar y bordar tapetes de lino y púrpura auténtica para el Templo.

Y con estas dulces palabras nos conduce al exterior y cierra la verja a nuestras espaldas, dejándonos a Jesús y a mí en el polvo del camino.

—En mala hora se te ha ocurrido meterte por la ventana —reprendí al niño—. Estaba a punto de obtener valiosa información.

—Lo siento —dijo Jesús—. Quise aprovechar el accidente del muro para despejar las dudas que tú mismo expresaste acerca de la ventana. Desde luego, es angosta. Tal vez yo podría penetrar por ella, aunque tengo la cabeza grande. Pero eso tampoco nos serviría de mucho, ¿verdad,
raboni
?

Antes de poderle responder hubimos de salir del sendero para dejar paso a dos hombres fornidos que corrían llevando una silla gestatoria, dentro de la cual iba el sumo sacerdote Anano en apariencia absorto en sus pensamientos. Seguimos andando y apenas habíamos recorrido veinte pasos, retumbaron a nuestras espaldas los cascos de un caballo y, sin darnos tiempo a salir del sendero, pasó al galope un jinete rozándonos las vestiduras. Pese a que la nube de polvo en que quedamos envueltos nos impidió ver las facciones del jinete, su silueta y su actitud correspondían al joven Mateo, fogoso huérfano. Todo parecía indicar agitación en la villa que acabábamos de abandonar, tal vez provocada por nuestra intromisión, pues nada me permitía colegir aún la naturaleza del conflicto ni había tiempo para ello, porque la tarde declinaba y el sol rojizo se dirigía presuroso a su morada, alargando las sombras. Proseguimos nuestro camino en silencio, embargados por la sensación de fracaso.

Llevábamos andados otros veinte estadios, cuando en una revuelta del sendero apareció, como si hubiera brotado de la tierra, un individuo enteco, contrahecho, harapiento y muy sucio, el cual, levantando un brazo esquelético y apuntando al cielo con dedo sarmentoso, gritó:

—¡Deteneos! ¡Si dais un paso más u ofrecéis resistencia, os tocaré y os contagiaré mis infecciones y dolencias!

Su aspecto era terrible y su amenaza habría paralizado a un héroe de la antigüedad, de modo que obedecimos. El niño Jesús se escondió detrás de mí, y yo, mostrando las palmas de las manos en prueba de mi inerme condición, le pregunté quién era y qué quería.

—Soy yo quien hace las preguntas —responde desabrido—. Pero os diré quién soy. Soy el pobre Lázaro, conocido en toda Galilea por mi pobreza y por mis innumerables y execrables llagas. Hasta hace dos días me alimentaba de las migajas que caían de la mesa del rico Epulón. Ahora, muerto éste, no sé si sus herederos mantendrán esta costumbre. Por eso vigilo la casa día y noche, y trato de averiguar las intenciones de los visitantes.

—En este sentido, Lázaro, nada debes temer —digo yo para tranquilizarle—. Aunque mi aspecto actual no sugiere opulencia, soy ciudadano romano, del orden ecuestre, fisiólogo de profesión y filósofo por inclinación, y estoy de paso. Este niño es mi hijo adoptivo.

—Para ser filósofo —gruñe el mendigo— mientes mal. Conozco a la criatura que se esconde detrás de ti. En algunas ocasiones, en compañía de su primo Juan y otros rufianes de la misma calaña, me han hecho burla y me han tirado piedras. He pedido a Yahvé que los despedazara un oso, pero ni ese don me ha concedido, alabado sea su Santo Nombre. Si la vista no me falla, es Jesús, hijo de José, el carpintero homicida.

—Es verdad —admití. Y para congraciarme con él añadí: A pesar de tus afecciones, tienes buena vista y buen oído. Nada te pasa por alto, a buen seguro.

—En efecto —responde—. Soy indigente, escrofuloso, tullido y endemoniado, pero no tonto. Como me paso el día de puerta en puerta pidiendo caridad y recibiendo ultrajes, estoy al corriente de casi todo.

—En tal caso —digo—, podrás ayudarnos a descubrir quién mató realmente al rico Epulón, pues, si sabes tanto como dices, convendrás con nosotros en la inocencia de José el carpintero.

El pobre Lázaro se rascó reflexivamente unas pústulas y dijo:

—Podríais tener razón, aunque veo casi imposible que podáis demostrarlo. En cuanto a mí, no sé por qué habría de ayudaros.

—Primero, por lealtad a tu difunto benefactor, cuyo espíritu no encontrará descanso en el más allá si el verdadero asesino queda impune de su crimen. En segundo lugar, porque los herederos ciertamente agradecerán tu intervención y te obsequiarán con nuevas y suculentas migajas.

—De lo primero, no estoy convencido, y de lo segundo, tengo mis dudas. Discurre otro estímulo para mi cooperación.

—¡Por Hércules! Los desgraciados siempre pensáis que el mundo se mueve a vuestro alrededor. ¿Tan poco valor das a mis argumentos?

—En mi penosa condición, una moneda vale más que toda la virtud de los patriarcas. Por diez estarcios os cuento algo realmente sustancioso.

—Cuatro.

—Seis.

—Cinco y suelta esa información.

—Primero el numerario.

Con dedos trémulos sacó Jesús la bolsa, contó unas monedas y se las tendió al mísero pedigüeño, el cual, cuando hubo comprobado su autenticidad y su valor, las guardó entre los repliegues de sus harapos y murmuró:

—No confiéis en las apariencias. Los hombres son malos. Las mujeres también. No todos ni todas. En distinguir estriba la dificultad. Uno parece bueno y no lo es; el de al lado, lo contrario. Con las mujeres pasa lo mismo, pero nos engañan más, alabado sea Dios, porque nos gustan. A mí como al que más, no os dejéis engañar por mi abyecta figura. Pero volviendo al asunto: el mundo es un nido de serpientes venenosas. Lo mejor es ser pobre y llagado. De este modo no se concita envidia ni se excita la codicia ajena. Claro que las mujeres tampoco me hacen mucho caso. Una cosa va por la otra. Tener riqueza y mujeres no sirve de nada si acabas apuñalado. Los últimos serán los primeros.

—¿No podrías ser más concreto? El tiempo no se detiene. ¿Qué hombre y qué mujer son malos? ¿La viuda de Epulón? ¿El Sumo Sacerdote?

—Malos. Muy malos. Él es un sepulcro blanqueado. Ella, una Betabel.

—¿Tan malos como para mancharse las manos de sangre humana?

—Tanto no puedo afirmar. No hablo mal de nadie. Ni siquiera soy malpensado.

—¿Y el mayordomo?

—Filipo es falso. Malo, no lo sé. Mucha doblez, eso es seguro. ¿Traicionaría a su amo? Lo dudo. Le debe cuanto tiene, pero los griegos son violentos de natural. Razonables a ratos. Luego, de repente, les ciega la pasión y despedazan a sus propios hijos. Borrachos, corruptos y libidinosos. Amantes del dinero. Los varones gustan de mostrar en público sus partes pudendas.

—¿Y el hijo de Epulón? Parece un joven de mal carácter.

—Su padre lo trataba mal o él así lo creía. Alocado, despiadado. Cuando vivía el maldito perro, lo azuzaba contra mí. Una vez me lanzó una flecha. Por suerte no me dio. A veces es una ventaja estar en los huesos.

—Pues yo te los quebraré aunque me infectes si continúas diciendo generalidades. Hemos hecho un trato. Cumple tu parte o devuélvenos el dinero.

Diciendo esto tomo una rama caída del borde del sendero y la agito ante su desabrigado rostro. La bravata surte efecto, pues nadie se muestra más solícito de su integridad que quien carece de ella.

—No me hagas daño —suplica el pedigüeño—. No os he dicho más porque no sé nada más. Pero hay una persona que podría proporcionaros conocimientos útiles. La encontraréis en una casa situada en el camino de Jericó, según se sale por la tienda de Jonás el guitita, un poco apartada de la ciudad. No digáis que yo os he enviado ni reveléis a nadie este dato, pues si bien al rico Epulón nada puede causarle un perjuicio directo, su memoria podría resultar dañada si algunos secretos salieran a la luz. Partid ya, se acerca el ocaso y habréis de apresuraros.

Dejamos al pobre Lázaro entregado a sus imprecaciones y corrimos hacia el lugar donde, según Jesús, se encontraba la casa señalada.

—¿Nos dará tiempo? —preguntó.

—No lo sé, pero nada perdemos con intentarlo.

—Di,
raboni
, ¿por qué dijo Lázaro que los últimos serán los primeros?

—Porque es un imbécil. Y no me hagas hablar, porque estoy enfermo y sin comer, y a este ritmo, se me corta el resuello.

Buscando el camino de Jericó sufrimos dos breves extravíos, pues a causa de su corta edad el niño Jesús se desorientaba fácilmente y a mí no me pareció prudente recabar la ayuda de ningún viandante. Finalmente avistamos una casa cuya ubicación respondía a la descripción del pobre Lázaro y también a las suposiciones que yo mismo me había hecho acerca del lugar que buscábamos.

La casa estaba situada fuera del perímetro de la ciudad, pero no tan lejos que llegar a ella resultara trabajoso ni presentara en horas nocturnas más riesgo que las piedras del camino. Era una construcción humilde, de una planta, con paredes de adobe encaladas, ventanas pequeñas y una puerta baja. Sobre el dintel había unas pinturas del tercer estilo pompeyano, toscas pero no feas, que representaban pájaros, frutas y flores. En este detalle y otros similares se advertía la intervención de una mujer, cosa inusual, pues aquí, como en el resto del mundo, la mujer tiene a su cargo todas las tareas domésticas, pero nunca se le consulta en lo que concierne a la decoración. En esta ocasión, la casa adonde nos dirigimos, aun cuando obviamente había sido adornada para agradar a los hombres, revelaba unas inclinaciones femeninas que infundían tranquilidad y solaz al visitante.

Pregunto a Jesús si sabe quién vive allí y responde que no. Ha visto la casa en varias ocasiones, cuando sus correrías infantiles le han llevado por aquel rumbo, pero nunca le ha prestado atención ni sabe nada acerca de sus habitantes. Le pregunto si hay más casas como aquélla en Nazaret y responde que no lo sabe. Intrigado por mis preguntas, quiere saber la razón de mi curiosidad y le explico que, a juzgar por los indicios, aquélla debe de ser una casa de putas, o de una sola puta, dado lo exiguo del inmueble. Jesús me pregunta qué cosa es una puta y se lo cuento de un modo somero, pues nunca he creído conveniente ocultar a los niños unos conocimientos que acabarán obteniendo de boca de los esclavos, los mercaderes, la soldadesca y otras gentes rudas, o por experiencia propia, en cuyo caso es mejor que conozcan las tarifas vigentes.

CAPÍTULO VIII

Desatendiendo el primer deber de una buena hetaira, o sea, la disponibilidad, la nuestra no estaba en casa. Transcurrido un rato y como nadie respondía a nuestras llamadas persistentes, hubimos de reconocer el antagonismo de los hados hacia nuestros propósitos y renunciar una vez más a realizarlos. En el fondo, ya todo daba igual, porque en aquel momento el sol se acercaba a la línea del horizonte y cubría el firmamento de ruborosos tintes. Nos disponíamos, en consecuencia, a emprender el regreso a la ciudad, cuando oímos una débil voz que nos preguntaba quiénes éramos y qué queríamos.

Miramos hacia el lugar de donde provenía la voz y vimos venir a una niña de muy corta edad, sucia y descalza, de ojos grandes y desconfiados, que corría por el prado anejo a la casa seguida de un corderito. Cuando llega a donde estamos le pregunto si vive allí y responde que sí, y que su madre, a la que sin duda buscamos, ha ido a la ciudad, dejándola a ella a cargo de la casa, pero que ha desobedecido y se ha ausentado para llevar a pastar al corderito. Acto seguido nos invita a entrar y a esperar dentro, mientras ella va a buscar agua al pozo para nuestras abluciones.

—Gracias por tu hospitalidad —dice Jesús—, pero no vale la pena esperar. A estas horas mi padre ya debe de ir camino del suplicio.

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