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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (8 page)

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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—Sí, sí, pero me parece mucha casualidad y yo...

—No crees en casualidades —sentenció don Alfredo Blázquez—. Debo reconocer que ni aquí Juan de Dios ni un servidor habíamos dado con el asunto ese del Tuerto, y tú nada más llegar descubriste la existencia del incidente, que es quizá lo único a lo que podemos agarrarnos. Siempre llegas allí donde los demás no sabemos ni podemos; pero, chico, no lo veo claro, aunque reconozco que al menos nos da algo que pensar.

—Exacto —dijo Víctor—. Supongo que habrá alguna diligencia referente a la muerte del Tuerto, necesito que me consigas ese sumario, Juan de Dios.

—Mañana mismo te lo miro. ¿Tienes alguna idea de qué ocurrió?

—La verdad, no. Pero me da que lo del incidente fue una maniobra de distracción. Había un coche al otro lado de la calle. Mañana haré unas averiguaciones al respecto, quiero pasarme por la casa de enfrente a hacer una gestión. No tengo muy claro lo que pudo pasar, pero me da que éste es un asunto complejo y raro, muy raro.

—Por cierto —dijo López Carrillo tendiendo una esquela a Ros—, aquí tienes la dirección del hijo de Monturiol. Creo que el hombre no está para fiestas.

—¿Cómo?

—Sí, ya sabes, en este país se encumbra a la gente y luego, de golpe, se la deja caer sin más. Me da que pasó de ser un héroe en su momento para caer en el anonimato. Una pena, según se dice, porque creo que fue un hombre notable.

—Mañana por la mañana iremos a verlo.

—Tengo un asunto urgente, no puedo —contestó Juan de Dios.

—Es igual, Alfredo y yo nos pasamos y luego te lo contamos. Este caso parece complicarse y estamos en blanco con respecto a los icarianos. Es un hilo que no debemos dejar escapar.

Don Alfredo tomó la palabra:

—Esta tarde me he acercado a ver a mi prima. Me temo que cada vez hay más curiosos alrededor de la casa de la calle Calabria. Hoy han enviado a más guardias y éstos han tenido que dar unos buenos cachiporrazos para despejar la calle. Se ha liado una buena, de veras. Lo del Endemoniado ha llamado mucho la atención.

—Mal asunto —repuso Víctor.

—Hay varios periodistas pululando por allí y alguna que otra curandera pegando gritos. Todos quieren ver al Endemoniado y mi prima Huberta comienza a ponerse nerviosa de veras. Sólo faltaba ese maldito cura, Celestino Guadarrama, menudo elemento, está haciendo que la pobre dama pierda la poca cordura que podía quedarle.

—Me gustaría verlo en un ataque. A don Gerardo, digo, igual así salíamos de dudas y sacábamos algo en claro... —dijo Víctor.

—¿Para qué? —preguntó López Carrillo.

—No sé, a lo mejor aclarábamos alguna cosa más.

—No creo que sea bueno para la salud de Gerardo, Víctor.

Este puso cara de pensárselo y ladeó la cabeza al momento, como el que sale de un gran error.

—Perdona, Alfredo, tienes toda la razón. No sé en qué pensaba, pero es que me niego a creer en la posibilidad de que éste sea un suceso paranormal. Sabes que nos hemos visto en situaciones similares y siempre hay una mano muy humana detrás.

—Ya, pero la propia mujer cree que hay algo sobrenatural en el asunto —dijo López Carrillo—. Para mí es evidente que se fue de juerga a París, como poco, y cuando se le acabó la pasta, un par de chulos le dieron una buena somanta de palos.

—Buena teoría —apuntó Víctor sonriendo.

Se hizo un silencio. Pensaban.

—Bueno, señores —dijo don Alfredo—. Uno que se va a la piltra.

—Estás viejo, amigo —contestó Víctor a la vez que hacía un gesto al camarero para pedir otra botella—. Juan de Dios y yo nos quedaremos aquí, a la fresca, hablando de los viejos tiempos. Si no tienes prisa, claro.

—Nada me apetece más —contestó López Carrillo mientras encendía con parsimonia un buen Veragua que había sacado del bolsillo de su chaqueta.

Charlaron sobre la ciudad que crecía y cambiaba. Aquella misma semana se había inaugurado la Cascada, una inmensa fuente con un impresionante conjunto escultural que desembocaba en un pequeño lago en los ahora jardines de la Ciudadela. Poco a poco aquel parque comenzaba a convertirse en un espacio dedicado a los ciudadanos, como históricamente demandaba la ciudad.

—Habrá que ir a verla —dijo Ros.

—Es impresionante, te gustará. El parque está quedando muy bien.

—¿Aquello progresa? —preguntó Víctor.

—Sí, sí, gracias a la insistencia de Prim, al que aquí recuerdan con cariño, y aprovechando el periodo revolucionario la Ciudadela fue derruida, apenas quedan tres edificios, pero la idea de convertirla en un gran espacio para solaz de la población avanza lentamente. Antes de que se construyera la fortaleza allí había un barrio, la Ribera, que fue derruido. Ahora, al tirar los muros y devolver ese espacio a la ciudad, muchos de los antiguos propietarios han reclamado indemnizaciones y eso, unido a que el presupuesto municipal es escaso, está ralentizando mucho las reformas.

—Este país cambia, amigo, pero muy lentamente. Como un dinosaurio que despierta después de una siesta de millones de años. No se puede luchar contra el sistema, pero tenemos la obligación de hacerlo.

Capítulo 4

A la mañana siguiente, tras desayunar como es debido, Víctor y don Alfredo tomaron un coche de alquiler y se llegaron a Sant Martí de Provençals. No tardaron en hallar la casa del hijo de Monturiol, donde residía el inventor con su mujer, rodeado de sus hijas y nietos. Los recibió en una especie de despacho-taller donde permanecía enfrascado en complejísimos cálculos matemáticos.

A Víctor le pareció un hombre cansado. Calvo, de pelo cano, lucía unas inmensas patillas y unos bigotes blancos que enmarcaban un rostro severo, serio y pleno de determinación.

—Ustedes dirán —dijo sin apenas levantar la cabeza de su trabajo.

—Inspectores Ros y Blázquez —anunció Víctor.

—Dejen sus tarjetas ahí —contestó el inventor sin mirarlos. Era uno de esos hombres dotados de una gran energía, capaces de hacer varias cosas a la vez— Sean breves, el tiempo es oro.

Víctor comprobó algo sorprendido que en el cuarto había un crucifijo y algunas imágenes religiosas. Monturiol, por primera vez, los miró:

—No se asuste, joven, y no mire así mis cosas, con los años he redescubierto la religión. Pero digan, digan...

Los dos policías se miraron. No sabían muy bien cómo atacar el asunto:

Queríamos preguntarle sobre Icaria —se atrevió a decir Ros. Monturiol había vuelto a su trabajo.

—Aquello fracasó. Pura utopía. Como tocio.

Estaba claro que no iba a ponerles las cosas fáciles.

—Ya, pero usted fue el... líder del grupo en Barcelona.

—He sido muchas cosas, joven. Yo soy el inventor de un sistema para mover los submarinos con motor y de otro para generar oxígeno dentro de la nave; he inventado una máquina para fabricar carpetas, otra para imprimir papel de música, otra para liar cigarrillos, por no hablar de mi fusil, llamado la «culebrina»; diseñé un tranvía-funicular y un velógrafo; también he sido el descubridor de un procedimiento para sacar papel engomado que llegué a introducir en la Fábrica Nacional del Sello cuando fui su director y, ¿saben?, no me ha servido de nada. Me hallo enfermo, viejo y cansado. Bien es cierto que mis submarinos, los dos Ictíneo, gozaron del apoyo económico y emocional de unos cuantos buenos amigos, pero ¿tuve ayudas de la Administración? Ninguna. Ni siquiera la sociedad catalana, que tanto me encumbró en su momento, ha sabido valorar mis invenciones. Ahora he de verme acosado por las deudas, acogido por mi hijo, y dirán ustedes: ¿para qué?

Víctor y don Alfredo se miraron. Aquel hombre parecía cargado de razón.

—Intentamos resolver un secuestro, don Narcís —dijo Ros—. Hemos hallado una pista: alguien grabó la palabra «Icaria» en el interior del coche del secuestrado, don Gerardo Borras.

Monturiol levantó la cabeza por segunda vez en toda la entrevista:

—Maldito sea —profirió.

Volvió a sus cálculos al momento y dijo tras un rato de silencio:

—Sólo hay dos hombres a los que nunca perdonaré, y bien que me pesa. Uno, un secretario que se enriquece en Inglaterra con un invento mío para conservar la carne, y el otro, ese maldito mercader que usted ha nombrado.

—¿Don Gerardo?

—En efecto. Nunca me gustó.

—¿Lo conocía?

—Ojalá nunca se nos hubiera arrimado. Recuerdo que fue en torno a 1848, cuando Cabet se animó al fin a crear su ciudad, Icaria. El lugar elegido fue Estados Unidos. Se esperaba a unos veinte mil icarianos y sólo se sumaron setenta. Nuestras relaciones con Cabet eran excelentes; de hecho, dos años antes, un joven idealista, Gerardo Borras, había acudido a París enviado por nosotros con unos buenos dineros. Supo ganarse la confianza de nuestro líder, no en vano era un gran contable. Se pusieron en sus manos todos los fondos que los icarianos habían recaudado a lo largo del orbe y se adelantó para comprar los terrenos. El muy ruin se puso de acuerdo con el vendedor y entre los dos se embolsaron la mayor parte del dinero. Hicieron ver que el precio pagado era más alto y a Cabet le endosaron un terreno cerca de Shreveport, Luisiana, que era arenoso, pantanoso y estaba lleno de mosquitos. Nada se pudo probar, pues el vendedor y el comprador, Borras, que actuó en representación de la comunidad, decían que ése era el precio que se había pagado. Un timo. Fueron tres catalanes a Icaria. Uno de ellos, Rovira, un buen amigo mío, se pegó un tiro en Nueva Orleans a consecuencia de aquel fracaso. Cabet murió apenado en Illinois. Unos años después, Borras volvió a casa como un hombre rico. Maldito.

—Menuda historia —dijo don Alfredo.

—O sea, que es posible que los icarianos hayan querido vengarse—repuso Ros.

—¿Qué icarianos? —contestó con tristeza Monturiol.

Quedaron en silencio. Aquel hombre volvió de inmediato a sus quehaceres y los ignoró de nuevo.

Salieron de allí apesadumbrados. Aquél era un inventor, un idealista, que había querido mejorar la sociedad en la que vivía y había terminado olvidado y frustrado, triste e impotente.

Como su modelo, Cabet.

Antes de subir al coche de alquiler, la mujer de Monturiol les despidió con una frase muy profética:

—Algún día, los logros de mi marido serán reconocidos, pero no creo que él viva para verlo.

Después de aquella triste experiencia acudieron a la calle Calabria. La pista de los icarianos tomaba fuerza. Allí, frente a la puerta, Ros colocó una piedra más o menos a un par de metros de la acera. Hizo lo mismo tomando como punto de partida la acera contraria y se quedó mirando hacia el suelo.

Medía la distancia que quedaba entre los dos carruajes.

Había una treintena de curiosos a la puerta de la casa de los Borras. Querían ver al poseído, pero, a falta de otro espectáculo, se acercaron a mirar las extrañas maniobras del detective.

—Puede hacerse. Apenas dos metros —dijo Ros mesándose la barba—. Aunque sacar a un hombre de un coche y pasarlo a otro a rastras es complicado, y a poco que se resista... difícil negocio. Aunque...

Víctor seguía mirando, ensimismado, el suelo. Había una boca de alcantarilla entre el espacio que aquel día ocuparon los dos carruajes.

—¡Eeeeh!

Un grito y el fuerte brazo de don Alfredo que tiró de él le hicieron apartarse.

—No puedes estar aquí en medio —repuso Blázquez—. Ese coche casi te aplasta.

—Sí, sí —dijo Ros sin abandonar su mundo—. Quizá por la alcantarilla. Habrá que echar un vistazo. Pero ahora, hagamos la gestión que nos ha traído aquí.

Víctor llamó al picaporte de la casa de enfrente. Era bonita, aunque más modesta que la de los Borrás, pues estaba terminada en ladrillo rojo y las ventanas eran de madera blanca, con tiestos repletos de geranios que colgaban de dos pequeñas balconadas del primer piso.

Abrió una criada pequeña y de tez muy morena.

—¿Los señores de la casa? —preguntó Víctor tendiendo su tarjeta.

Los hicieron pasar a un pequeño y luminoso salón, con cortinas de terciopelo rojo y con una estantería repleta de libros. Allí bordaba una joven, muy hermosa, y un anciano dormitaba en una silla de ruedas junto a la ventana.

—No tema, señora —afirmó Víctor—. Soy el inspector Ros y vengo a hacerle unas preguntas sobre el secuestro de un vecino, don Gerardo Borrás.

—¿Cómo?—dijo ella, quien, tras ponerse en pie, tendió la mano a los recién llegados—. Pero, no sabía...

—Descuide, todo se está llevando en secreto. Cuento con su total discreción. Aunque la prensa ya ha hincado el diente al asunto, me temo —ella asintió—. Aquí mi amigo, el inspector Blázquez. Hemos venido desde Madrid.

—Tomen asiento. Felisa, café y pastas —ordenó la joven—. Me llamo Rosa, Rosa Guerra, y éste es mi padre, don Faustino Vicente, teniente coronel retirado. Está enfermo, a ratos demente. Yo lo cuido, pues mi madre murió cuando aún vivíamos en Filipinas.

La criada entró, dejó una bandeja de plata con la tetera y las pastas, y Rosa Guerra hizo los honores.

—Con leche, dos terrones —dijo Víctor.

—Yo solo, sin azúcar —añadió don Alfredo.

Se hizo un corto silencio y ella repuso:

—Ustedes dirán.

Víctor tomó la palabra:

—Su vecino, don Gerardo, fue secuestrado hace ahora un mes y creemos que lo hicieron aquí mismo, delante de su propia casa. En ese preciso momento había dos carruajes en la calle: uno, el de su vecino, y otro que paró aquí en su puerta. Sé que debe de ser imposible acordarse de ello, pero ¿recuerda usted si pidieron un carruaje por aquellos días?

—Rotundamente, no.

—¿Cómo?

—Que no. Mi padre está inválido y no sale nunca, y yo, cuando lo hago, apenas doy un corto paseo y voy a misa. No uso carruaje, no tenemos, y tampoco suelo alquilarlos. No hemos tenido una sola visita en años, mi padre no tiene ni un solo amigo o familiar en la Península.

—Vaya —dijo Víctor—. Esto resulta muy interesante, porque... —añadió mirando a su amigo—. Si esta joven no pidió un coche, ¿qué hacía uno parado en su puerta en la mañana de autos?

Víctor y don Alfredo aguardaban a Juan de Dios López Carrillo sentados a una mesa del Gran Restaurant de France, conocido más popularmente como Justin. Era un local lujoso, situado en el número 12 de la plaza Real, donde según decían se comía muy bien.

Esta plaza, que quedaba muy cerca de las Ramblas, era sin duda la obra más destacable de Francesc Molina i Casamajó. Formaba parte de un viejo proyecto que pretendía desarrollar un eje que comunicara las Ramblas con el futuro parque de la Ciudadela. La plaza Real era un recinto sereno, alejado del bullicio de las Ramblas, y que se comunicaba con el exterior por tres bellos pasos para peatones. Las farolas, de seis lámparas, eran un diseño de un joven arquitecto que comenzaba a despuntar, Antonio Gaudí, y en el centro destacaba una fuente de hierro con las Tres Gracias.

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