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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (9 page)

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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Pese a que la plaza, de reminiscencias obviamente europeas, había sido concebida como lugar de residencia de familias bien, iba poco a poco cediendo el testigo al paseo de Gracia y a zonas más amplias del Ensanche. Aun así, era hermosa, con unos amplios arcos que llegaban hasta el segundo piso de los edificios, la bella cornisa y sus características buhardillas. En el restaurante, los dos policías aguardaban en una buena mesa rodeados de hombres de negocios y prebostes que aprovechaban aquel local para relacionarse y hacer negocios que les reportaban pingües beneficios.

—Mira, ahí está —dijo Víctor señalando con la barbilla a la vez que apuraba su vermú.

López Carrillo agitó la mano y se dirigió hacia ellos:

—No he podido llegar antes —dijo mientras tomaba asiento.

—Hemos pedido ya para los tres —apuntó Víctor-. Si no te importa. Lomo relleno con alubias, creo que aquí lo hacen especial, y luego
bacallà a la llauna.

—Perfecto, perfecto. Estoy hambriento. Tráigame una cerveza, por favor —indicó López Carrillo al camarero, a la vez que atacaba un trozo de pan—. Luego pediremos un vinito, aquí la bodega es excelente.

—¿Has hecho los deberes?

—Sí, lo tengo, aunque me ha costado trabajo encontrarlo. ¿Y vosotros?

—Algo hemos adelantado —dijo Víctor.

Don Alfredo tomó la palabra:

—En la casa de enfrente no habían pedido ningún coche, así que debemos suponer que estaba ahí parado por algún motivo.

—¿Como cuál? —preguntó Juan de Dios con la boca llena de pan.

—Hacer de pantalla. Con un coche a cada lado de la calle, lo que pasara en medio quedaría medio oculto a los ojos de la gente. Además, el incidente del Tuerto hizo que todo el mundo mirara hacia allí. Ese fue el momento. O lo metieron en una alcantarilla que había entre los dos coches o lo subieron al carruaje que había en la casa de enfrente. Los dos coches estaban a un paso.

—Ya.

Les sirvieron el primer plato y López Carrillo pidió un buen vino.

Víctor, tras entornar los ojos al probar aquella delicia, dijo muy resuelto:

—Hay otra cosa: el incidente. Si el Tuerto hubiera montado el numerito él solo atacando una pobre viandante, la cual me parece probado que no estaba en el ajo, el mismo cochero hubiera podido bajar en su ayuda...

—¡Y entonces hubieran secuestrado a don Gerardo!

—No, el cochero se habría dado cuenta al volver —dijo Víctor—. No sé por qué pero quisieron ganar tiempo. Era obvio que lo querían trasladar a algún sitio. Los secuestradores quisieron que el cochero se llegara hasta el apeadero. Eso les dio, al menos, una hora extra para escapar. Por eso intervinieron dos hombres, bien vestidos, que redujeron al Tuerto. Para que la gente mirara hacia allí pero el incidente no interrumpiera la salida del coche de don Gerardo.

—No lo veo claro —dijo don Alfredo—. Me parece muy retorcido. Además, eso implica que hicieron falta dos hombres para reducir al Tuerto, el propio Tuerto y, como poco, otros dos más para reducir a don Gerardo. O sea, un mínimo de cinco tipos.

—¿No estará metido el cochero? —preguntó López Carrillo con mirada desconfiada.

—No creo —continuó Víctor—. Tenemos muchos puntos que aclarar, amigos. Pero por ahí van los tiros. Aquello fue una maniobra de distracción. Roma no se hizo en un día.

—Sigo sin verlo claro, Víctor, ¿cómo iban a trasladar a un tipo contra su voluntad de un coche a otro en tan poco tiempo? Es, simplemente, imposible.

Víctor se quedó pensativo y declaró:

—Ahí me pillas, sin paliativos. Tendré que buscar una teoría alternativa. Junto al apeadero hallé un montón de tierra que me da qué pensar, no sé. Tal vez saltó. ¿Y qué hay de lo tuyo?

Mientras servían el bacalao, y tras limpiarse con la servilleta, López Carrillo dijo:

—En respuesta a tu pregunta, Víctor, te diré que me ha costado encontrar el atestado porque nadie se acercó a identificar el cadáver ni se interesó por el cuerpo. Agapito Marín, alias el Tuerto, salió de la cárcel tras su fechoría del sombrero en la calle Calabria el 18 de mayo por la mañana, n las siete y cuarto. A las dos de la tarde del mismo día yacía en el depósito del cementerio a consecuencia de una puñalada en el corazón. Lo enterraron donde los indigentes, en una fosa común. He podido hablar con el médico que certificó la defunción: una sola herida, mortal, una buena cuchillada que entró por la axila izquierda, por detrás, buscando el corazón. Según me ha dicho el matasanos, «un trabajo de profesional».

Víctor sonrió como diciendo: «Ahí lo tenéis. Un trabajo de profesionales».

—Me parece de perogrullo que a este fulano se lo quitaron de en medio. Es mucha casualidad que lo mataran nada más salir de la cárcel tras el incidente. Esta misma tarde espero poder hablar con su hijo, en un pequeño poblado de chabolas junto a la Sagrera —dijo Ros.

—No deberías ir por allí —repuso López Carrillo— Ni siquiera nosotros entramos en esos sitios, ¡ni la Guardia Civil!

—Descuida, lo tengo bien atado.

Juan de Dios dijo entonces:

—Esta tarde he recibido una esquela del gobernador civil, dice que quiere resultados, que tanta histeria no es buena y que ahora que están las cosas tranquilas no quiere complicaciones. La idea de que pueda ser un asunto de socialistas le pone los pelos de punta. Prefiere incluso lo del infierno.

—Ya —dijo Víctor.

Permanecieron en silencio, pensativos.

Ros tomó de nuevo la palabra:

—Os diré qué haremos, éste es el plan. Por cierto, este
bacallà
está de muerte...

—Víctor, el plan —dijo don Alfredo.

—Sí, sí —repuso Ros volviendo a entornar los ojos—. Alfredo, tú, con la familia, no te despegues de ellos. Por si el Endemoniado recupera la cordura. Observa mientras tanto por si ves algo raro. Vigila. Tu sobrino, ese...

—Alfonsín.

—... eso, no me gusta ni un pelo. Tú, Juan de Dios, a lo tuyo, sigue con tus cosas, Iremos necesitando que nos mires informes en comisaría, como ahora. Y yo, a lo mío, a patear la calle. Comenzamos a intuir el buen husmillo. Y ahora, amigos, disfrutemos de este placer, que enseguida vienen los postres y me han dicho que aquí hacen una crema catalana de impresión.

Madrid, 15 de junio de 1881

Querido Víctor:

Comienzo a escribirte estas líneas pese a que aún es pronto y no he recibido noticias tuyas. Aquí, en casa, todo va bien. Los niños preguntan por ti constantemente y yo les digo que su papá está persiguiendo a los hombres malos. La prensa recoge los detalles del caso que has ido a investigar: lo llaman «El caso del Endemoniado de la calle Calabria», y debo decir que los hechos que relatan me ponen los pelos de punta. Mantenme informada de todo, porque ardo en deseos de saber. Ni me planteo otra línea de investigación (conociéndote como te conozco) que el posible secuestro. Ten cuidado, me parece obvio que tratas con gente inmoral. ¡Hacerle algo así a un pobre hombre!

Nuria y Teodoro siguen bien, cumpliendo con los trabajos de la casa y viendo crecer a su retoño, que dicho sea de paso hace buenas migas con nuestro Victítor. Sé que te agrada que juegue con el hijo de los criados y no se lo recrimino.Tu «preferida», Blasa, sigue como siempre. Ahora que te has ido se empeña en cocinar tus platos favoritos. Al final será verdad que te tiene manía. Mi madre y su conde acaban de llegar de Lisboa de ver a mi hermana Aurora. ¡Parecen tan felices!

Espero que vuelvas pronto. Siempre tuya, te quiere,

Clara

Después de dormir una reconfortante siesta, don Alfredo acudió a la casa de la calle Calabria y Víctor se dirigió dando un paseo hacia la oficina de don Gerardo Borrás. López Carrillo tenía asuntos pendientes en la comisaría y había prometido averiguar algo más sobre la muerte del Tuerto.

La oficina de don Gerardo era amplia, bien iluminada y parecía funcional, moderna, propia de un hombre práctico. Allí trabajaban dos oficinistas más su secretario personal, Guzmán, un tipo con cara de roedor, fino bigote, pulcro y muy delgado.

Víctor le hizo saber que quería ver el despacho del desaparecido hombre de negocios y de inmediato lo llevaron a un despacho lujoso, con alfombras y amplias ventanas. Había una inmensa chimenea y las cortinas eran de terciopelo rojo. Se acercó a una gran estantería repleta de libros y extrajo uno:
Ivanhoe.
Era un libro de pega. Sólo tenía lomo, una excentricidad de nuevo rico que pretendía dárselas de hombre culto.

—Los cajones —dijo.

Guzmán abrió los dos primeros cajones de la mesa del despacho de su jefe: había dietarios, algún pagaré y cartas comerciales.

—Abra el tercer cajón, por favor.

—No tengo la llave, es de uso personal.

—Ya —dijo Víctor.

Entonces tomó una carta escrita de puño y letra del propio Endemoniado y sacó la copia del grabado hallado en su carruaje, el que rezaba: «Icaria», para comparar las escrituras.

Su cara dibujó al instante una amplia sonrisa. Se giró y dijo:

—¿Podría aclararme la naturaleza de las actividades de su jefe?

—Pues, comenzar, comenzar... lo hizo como constructor. No crea, ha ganado mucho dinero con el asunto del Ensanche, pero últimamente hemos ido diversificando los riesgos y hemos invertido en textiles, en varias fábricas. También hemos adquirido varios barcos y traemos materias primas desde Filipinas y llevamos allí manufacturas.

—¿Hemos?

El otro, algo azorado, repuso:

—Perdone, llevo catorce años en la empresa y me implico mucho en ella. Don Gerardo me consulta en casi todas sus transacciones y...

—¿A qué iba a Madrid?

—A comprar tres inmuebles. Quería actuar como rentista. Creo que da dinero.

—¿A quién se los compraba?

—A tres propietarios distintos. Lo hacíamos a través de un corredor.

—¿Su nombre?

—Augusto de las Heras.

Víctor tomó nota:

—Haré que lo investiguen —dijo—. ¿Iba a hacer algo más su jefe en Madrid? No mienta.

Guzmán puso cara de pensárselo y entonces comentó en voz baja:

—Bueno, disponía de cierta información. Al parecer, se rumorea que hay un caballero en Barcelona, un gallego llamado don Eugenio Serrano, que ha tenido una idea para la que pretende recabar apoyos: realizar una Exposición Universal. Al principio la gente se lo tomó a broma. Aún hay quien hace chanzas al respecto, pero mi jefe, según me dijo, adquirió cierta información de primerísima mano que indicaba que la cosa saldrá adelante. Por eso iba a Madrid, a cerrar unos contratos con varias empresas que serán proveedoras. Quería hacerse con la exclusiva.

—¿Qué empresas?

—No lo dijo.

—¿En qué hotel iba a hospedarse?

—En el Londres.

—¿Hizo usted la reserva?

—No, me dijo que la haría él aprovechando que iba a pasar por correos: envió un cablegrama. —Ya veo. ¿Hay caja fuerte?

El secretario, solícito, se giró y descubrió la caja de caudales, que quedaba tras un cuadro que había sobre la silla de don Gerardo. Giró varias veces la ruedecilla y abrió la gruesa puerta de pesado acero.

Enmudeció señalando hacia el interior de la caja.

—¡Est... est... está vacía! —exclamó.

—¿Cómo? —Víctor miró al interior—. ¿Qué falta? ¿Qué había dentro?

—Dinero, mucho dinero. ¡Y valores! Casi toda la fortuna del señor Borrás estaba invertida en acciones y bonos.

Víctor se aplicó al momento, impregnando tanto el interior como el exterior de la caja fuerte con unos polvos que sacó de una cajita que llevaba en el bolsillo de su chaleco, luego tomó una lupa y echó un vistazo detenidamente.

—No hay huellas —dijo—. ¿Quién conocía la combinación?

—Don Gerardo y yo mismo.

—¿Se puede forzar esta caja?

—¡No, por Dios! Es una Eagleston, es americana y es inviolable.

Víctor volvió sobre sus propios pasos. —Apártese —ordenó el detective empujando al secretario con el brazo.

Sacó una pequeña navaja del bolsillo y se agachó, introduciéndola en el cierre del tercer cajón de la mesa de despacho.

—Pero... ¡debo protestar! —exclamó Guzmán. Una sola mirada de Víctor, fría y plena de determinación, lo hizo apartarse.

Víctor dio un golpe seco y el cierre salló.

En el cajón había multitud de fotografías de damas en ropa interior, algunas estaban desnudas y otras practicaban el sexo con tipos de fieros bigotes.

—Jesús, María y José! —dijo el secretario.

Víctor, sin dejar de inspeccionar el interior del cajón, dijo al secretario:

—Vaya a avisar a la policía, pregunte por López Carrillo; aquí ha habido un robo y tendrán que denunciarlo. ¡Rápido!

Entonces se fijó en una extraña cartulina de color rosa. La tomó en sus manos y la contempló con atención. Parecía una pequeña libreta; el título rezaba:
Guía nocturna.
Otro subtítulo, algo más pequeño, decía: «Casas de huéspedes para caballeros». Debajo, el precio, cincuenta céntimos.

La abrió, era una guía detallada de los mejores burdeles y casas de citas de Barcelona. También había nombres de chicas como La Francesa, Pepita o Chantal. Aquello no le sorprendió, la verdad. Don Gerardo no era tan pío, o al menos tan probo esposo como pensaba doña Huberta. Echó un vistazo y comprobó que había subrayada una casa: Las Hijas de Venus, en la calle Quintana. Había anotado un nombre al lado, Joaquina Vendrell. Tendría que ir a ver. Decididamente, don Gerardo era un tipo más complejo de lo que parecía: antiguo socialista, traidor a la causa, timador y, ahora, mujeriego. Aquel hombre tenía su miga.

Eran más de las ocho cuando Víctor hizo su entrada en la chabola de Rosalía.

—Ahí lo «tié usté» —dijo la mujer señalando a un crío que esperaba sentado en una silla con el asiento de esparto—. No vea lo que me ha costado traerlo, es listo y resabiado como él solo.

Eduardo era un niño alto, espigado. Estaba demasiado delgado, era evidente que pasaba hambre; de rostro agraciado aunque muy sucio, tenía unos hermosos ojos verdes de enormes pestañas que daban a su mirada un cierto aspecto felino. Era un pícaro, estaba claro, sus ojos brillaban inteligentes y escrutadores. Cuando Rosalía se le acercó tomó tierra del piso y se la arrojó a los ojos, lanzó la silla sobre Víctor y corrió hacia la puerta. El detective, que había caído al suelo por el impacto, logró estirar la pierna haciéndole tropezar, por lo que pudo abalanzarse sobre él para retenerlo. Se sentó encima del crío y le sujetó los brazos mientras éste le escupía diciendo: —¡A mí, no! ¡No!

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