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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

El hombre que susurraba a los caballos (10 page)

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Limpió unas gotas de saliva de la boca de Grace y le arregló un mechón de pelo. Dejó reposar allí su mano y la miró. Al cabo de un rato reparó en que la enfermera había terminado de vendar la pierna y estaba mirándola. Se sonrieron. Pero en los ojos de aquella mujer había algo peligrosamente próximo a la compasión y Annie pasó rápidamente a otra cosa.

—¡Es hora de entrenar! —dijo.

Se arremangó y arrimó una silla a la cama. La enfermera recogió sus cosas y Annie se quedó sola otra vez. Siempre empezaba por la mano izquierda de Grace, que tomó entre las suyas; empezó a moverle los dedos uno a uno y luego todos juntos. Hacia atrás y hacia adelante, abriendo y cerrando cada articulación, notando como crujían los nudillos al apretárselos. Ahora el pulgar, dándole vueltas, masajeando con fuerza el músculo y amasándolo con los dedos. Oyó el lejano sonido de la ópera de Mozart a través de los auriculares y acopló el ritmo al mensaje a que ahora sometía la muñeca de Grace.

Esa nueva intimidad que disfrutaba con su hija le resultaba extrañamente sensual. Annie sintió que no tenía una relación tan íntima con aquel cuerpo desde que Grace era un bebé. Fue como una revelación, un volver a una tierra antaño muy querida. Había manchas, lunares y cicatrices que ella no recordaba haber visto. La parte superior del antebrazo era un firmamento de pecas diminutas cubierto de un vello tan suave que a Annie le dieron ganas de restregar la mejilla contra él. Hizo girar el brazo de Grace y examinó la piel traslúcida de su muñeca y el delta de venas que la recorría por debajo.

Siguió hacia el codo, abriendo y cerrando la articulación cincuenta veces para dar luego un masaje al músculo. El trabajo era duro y al término de cada sesión a Annie le dolían las manos y los brazos. Luego le tocó el turno al otro costado. Annie apoyó suavemente el brazo de su hija en la cama y se disponía a levantarse cuando notó algo. Fue algo tan pequeño y rápido que pensó que lo había imaginado. Pero una vez hubo soltado la mano de Grace, le pareció ver que había movido los dedos. Por un rato permaneció a la expectativa por si volvía a ocurrir. No pasó nada. Levantó de nuevo la mano y la apretó.

—¿Grace? —dijo en voz baja—. ¿Gracie…?

Nada. La cara de Grace seguía impávida. Lo único que se movía era su pecho al subir y bajar al compás del resucitador. Tal vez lo que había visto era sólo la mano acomodándose bajo su propio peso. Annie desvió la mirada hacia el montón de aparatos que controlaban las constantes vitales de su hija. Aún no había aprendido a leer aquellas pantallas tan bien como Robert. Quizá confiaba más que él en su instinto de alarma. Pero sí sabía cuáles eran las más importantes, las que vigilaban el pulso de Grace, la actividad cerebral y la presión sanguínea. El monitor que indicaba el ritmo cardíaco tenía un pequeño corazón electrónico anaranjado, que Annie encontraba pintoresco, incluso conmovedor. Durante días no se había movido de las setenta pulsaciones por minuto, pero Annie se fijó en que habían aumentado. Ochenta y cinco, pasando a ochenta y cuatro mientras ella miraba. Frunció el entrecejo. Miró alrededor. No había ninguna enfermera a la vista. No quería dejarse llevar por el miedo, seguramente no era nada. Volvió a mirar a Grace.

—¿Grace? —Apretó la mano de su hija y, al mirar, vio que el monitor se volvía loco. Noventa, cien, ciento diez…—. ¿Gracie?

Annie se puso de pie sin soltar la mano de su hija y escrutando su rostro. Se volvió para llamar a alguien, pero en ese momento llegaban ya una enfermera y un joven interno. Habían registrado los cambios en las pantallas centrales.

—Se ha movido —dijo Annie—. La mano…

—Siga apretándosela —dijo el interno. Sacó de su bolsillo una pequeña linterna y abrió uno de los ojos de Grace. Dirigió la luz hacia la pupila y esperó una reacción. La enfermera comprobaba los monitores. El pulso se había estabilizado en ciento veinte pulsaciones. El interno le quitó los auriculares del walkman—. Háblele.

Annie tragó saliva. Por un instante se quedó sin palabras. El interno la miró a los ojos.

—Da igual lo que diga. Usted hable.

—Gracie… Soy yo. Cariño, es hora de despertarse. Vamos, despierta, por favor.

—Mire —dijo el interno, que mantenía el ojo de Grace abierto.

Al mirar, Annie advirtió un ligero parpadeo que le hizo aspirar profundamente.

—La tensión ha subido un poco —dijo la enfermera.

—¿Qué significa eso? —preguntó Annie.

—Que está respondiendo —contestó el interno—. ¿Me permite? —Cogió con una mano la de Grace, que Annie sostenía entre las suyas, sin dejar de mantener el ojo abierto con la otra, y dirigiéndose a la chica, dijo—: Grace, voy a apretarte la mano y quiero que trates de devolverme el apretón. Prueba con toda la fuerza de que seas capaz, ¿de acuerdo?

El interno apretó, mirando todo el tiempo al ojo.

—Eso es —dijo. Pasó la mano de la chica a Annie—. Ahora quiero que le hagas lo mismo a tu madre.

Annie respiró hondo, apretó la mano… y lo notó. Fue como el primer contacto, tenue y vacilante, de un pez con el sedal. En el fondo de aquellas oscuras aguas tranquilas relució algo que quería salir a flote.

Grace estaba en un túnel. Se parecía al metro, salvo que era más oscuro y estaba inundado de agua. Ella nadaba. El agua, sin embargo, no estaba fría. De hecho no parecía agua siquiera. Era demasiado caliente y espesa para serlo. A lo lejos distinguió un círculo de luz y de alguna manera supo que podía escoger dirigirse hacia allí o volverse e ir en la otra dirección, donde también había una luz pero más difusa, menos acogedora. No estaba asustada. Sólo era cuestión de escoger. Las dos posibilidades estaban bien.

Entonces oyó voces. Venían del lugar donde la luz era más difusa. No podía ver quién era pero sabía que una de las voces era la de su madre. También había una voz de hombre, que no era la de su padre sino de alguien que ella no conocía. Intentó avanzar hacia ellos por el túnel, pero el agua era demasiado espesa. Semejaba cola de pegar; estaba nadando en un mar de cola que le impedía moverse. «La cola no me deja pasar, la cola…» Intentó pedir ayuda a gritos, pero no le salía la voz.

Al parecer ellos no sabían que estaba en el túnel. ¿Por qué no podían verla? Sus voces sonaban muy lejanas y de pronto le inquietó pensar que podían irse y dejarla allí sola. Pero ahora, sí, el hombre la llamaba. La habían visto. Y aunque ella no podía verlos, sabía que trataban de alcanzarla y que si conseguía hacer un último y supremo esfuerzo, tal vez la cola la dejase pasar y pudieran sacarla del túnel.

Capítulo 4

Robert pagó en la tienda y cuando volvió a salir los dos chicos ya habían atado el árbol con cordel y estaban cargándolo en la trasera de la furgoneta Ford Lariat que había comprado el verano anterior para trasladar a
Pilgrim
desde Kentucky. Tanto Grace como Annie se llevaron una sorpresa cuando un sábado por la mañana aparcó delante de la casa arrastrando un remolque plateado. Las dos salieron al porche, Grace entusiasmada y Annie bastante furiosa. Pero Robert se había encogido de hombros y con una sonrisa había dicho que no iba a meter un caballo nuevo en un trasto viejo.

Dio las gracias a los dos chicos, les deseó unas felices fiestas y dejó el aparcamiento embarrado y lleno de baches para dirigirse a la carretera. Era la primera vez que compraba el árbol de Navidad tan tarde. Normalmente, él y Grace iban juntos el fin de semana anterior a comprar uno, aunque siempre esperaban al día de Nochebuena para entrarlo y decorarlo. Al menos ella estaría en casa para eso, para adornar el árbol. El día siguiente era Nochebuena y Grace salía del hospital.

Los médicos no acababan de verlo claro. Sólo hacía dos semanas que había salido del estado de coma, pero Robert y Annie habían argumentado enérgicamente que aquello le haría bien. Finalmente, habían triunfado los sentimientos; Grace podía ir a casa, pero sólo por dos días. Debían pasar a buscarla al mediodía del día siguiente.

Aparcó a la puerta de la panadería y entró a comprar pan y bollos. Desayunar los fines de semana en la panadería se había convertido para ellos en un rito. La joven dependienta había cuidado algunas veces a Grace cuando ésta era pequeña.

—¿Cómo está la guapa de su hija? —preguntó.

—Viene mañana.

—¿De veras? ¡Es estupendo!

Robert advirtió que había más gente escuchando. Todo el mundo parecía estar al corriente del accidente, y personas con las que nunca había hablado le preguntaban por Grace. Sin embargo, nadie mencionaba la pierna.

—Hágame el favor de darle muchos besos de mi parte.

—Descuide, y gracias. Felices fiestas.

Robert vio que lo miraban desde la ventana mientras subía de nuevo al Lariat. Pasó por delante de la fábrica de pienso, redujo k velocidad para cruzar la vía del tren y se dirigió a casa pasando por Chatham Village. Los escaparates de la calle principal estaban repletos de adornos navideños y las estrechas aceras, adornadas con luces de colores, estaban llenas de gente haciendo compras. Robert intercambió algunos saludos. El belén —una violación, sin duda, de la Primera Enmienda— se veía bonito en la plaza del centro; al fin y al cabo, era Navidad. El que no parecía enterarse era el tiempo.

Desde que había dejado de llover, precisamente el día en que Grace pronunció sus primeras palabras, hacía un calor absurdo. Después de haber pontificado sobre las inundaciones producidas por el huracán, los meteorólogos de los medios de comunicación estaban teniendo la Navidad más lucrativa en años. El mundo era oficialmente un invernadero o, como mínimo, estaba patas arriba.

Cuando Robert llegó a casa Annie se encontraba en el estudio, hablando por teléfono con su despacho. Parecía estar abroncando a alguien, uno de los jefes de redacción, supuso él. Por lo que Robert pudo deducir mientras ordenaba la cocina, el pobre diablo había accedido a publicar un perfil de cierto actor al que Annie despreciaba.

—Conque una estrella… —dijo Annie con tono de incredulidad—. Ese tío es todo lo contrario de una estrella. ¡Es un puñetero agujero negro!

Esa clase de comentario normalmente lo hacía sonreír pero la agresividad en el tono de su mujer estaba rompiendo el hechizo navideño con que Robert había llegado a casa. Sabía que su esposa se sentía frustrada por tener que dirigir una elegante revista metropolitana desde una casa en plena zona rural. Pero había más. Desde el accidente, Annie parecía poseída por una ira tan intensa que casi daba miedo.

—¿Cómo? ¿Que vas a pagarle por eso? —aulló—. ¡Tú te has vuelto loco! ¿Es que va a hacerlo desnudo o algo así?

Robert encendió la cafetera y puso la mesa para el desayuno. Los bollos eran de los que más le gustaban a Annie.

—Lo siento John, por ahí no paso. Tendrás que llamarlo y cancelar… Me da lo mismo… Claro, puedes mandármelo por fax. Está bien.

Robert la oyó colgar el auricular. Sin decir adiós, claro que Annie raramente se despedía. Sus pasos al acercarse a la cocina le parecieron más resignados que coléricos. Cuando entró en la cocina, él la miró y sonrió.

—¿Tienes hambre?

—No. He comido unos cereales.

Robert trató de no parecer desilusionado. Ella vio los bollos.

—Lo siento.

—Tranquila. Así me tocarán más. ¿Quieres café?

Annie asintió y se sentó a la mesa, mirando sin excesivo interés el periódico que él había comprado. Permanecieron un rato en silencio; por fin, ella preguntó:

—¿Has traído el árbol?

—Sí. Es bonito, pero no tanto como el del año pasado.

Se produjo un nuevo silencio. Robert sirvió el café y se sentó. Los bollos estaban muy buenos. Había tanta quietud que se le oía masticar. Annie suspiró.

—Bueno, supongo que habrá que hacerlo esta noche —dijo. Sorbió un poco de café.

—¿El qué?

—El árbol. Quiero decir, decorarlo.

Robert arqueó una ceja.

—¿Sin Grace? ¿Por qué? No le gustaría nada que lo hiciésemos sin estar ella.

Annie aporreó la mesa con la taza.

—No digas estupideces. ¿Cómo demonios va a adornar el árbol con una sola pierna? —Se puso de pie, haciendo chirriar la silla, y se acercó a la puerta. Robert la miró fijamente, escandalizado.

—Yo creo que se las apañará —dijo con voz firme.

—Ni hablar. Qué quieres que haga la pobre, ¿ir saltando alrededor? Por Dios, si apenas se sostiene en pie con esas muletas.

Robert dio un respingo.

—Vamos, Annie…

—No, vamos tú —dijo ella, y cuando ya se disponía a marcharse se volvió hacia él—. Tú quieres que todo sea como siempre, pero es imposible. Trata de darte cuenta, ¿quieres?

Se quedó un momento allí, enmarcada por el azulado cerco que formaban las jambas y el dintel. Luego dijo que tenía cosas qué hacer y se marchó. Y con una sorda opresión en el pecho, Robert supo que su esposa tenía razón. Nada volvería a ser como antes.

Grace se dijo que habían sido listos a la hora de hacerle descubrir lo de su pierna. Porque mirando retrospectivamente le resultaba imposible señalar el momento exacto en que se había dado cuenta. Suponía que tenían un arte especial para eso y que sabían cuánta droga suministrar para que uno no se traumatizara. Grace fue consciente de que algo le había pasado allá abajo antes de poder moverse o hablar otra vez. Sentía una cosa extraña y advirtió que las enfermeras se demoraban más en aquel punto que en otro cualquiera. Fue como si la noticia se deslizase hacia su conciencia, tal como había ocurrido con otros muchos hechos a medida que la sacaban de aquel túnel de cola de pegar.

—¿A casa?

Grace levantó la vista. Apoyada en el marco de la puerta estaba la mujer que iba cada día a ver qué querías comer. Era afable y corpulenta, con una risa capaz de traspasar paredes de ladrillo y mortero. Grace sonrió y asintió con la cabeza.

—Algunos lo prefieren así —dijo la mujer—. Claro que eso significa que te perderás mi cena de Nochebuena.

—Guárdame un poco. Volveré pasado mañana. —La voz le sonó ronca. Aún llevaba una tirita sobre el orificio que le habían hecho en el cuello para el tubo del resucitador.

La mujer le guiñó el ojo.

—Es exactamente lo que voy a hacer, cielo.

Cuando la mujer se hubo marchado, Grace consultó su reloj. Aún faltaban veinte minutos para que llegaran sus padres y estaba sentada en la cama, vestida y a punto para irse. La habían trasladado a esa habitación una semana después de salir del coma y por fin la habían liberado del resucitador para que, además de mover los labios, pudiese hablar. La estancia era pequeña, con una fantástica vista del aparcamiento, y estaba pintada de ese verde claro tan deprimente que suelen usar en los hospitales. Pero al menos había un televisor, y como las flores, las tarjetas y los regalos lo llenaban todo, hasta resultaba alegre.

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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