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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

El hombre que susurraba a los caballos (9 page)

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Un pálido resplandor entraba ya por los ventanales del vestíbulo. Annie dejó la bolsa en el suelo y entró en la cocina sin encender ninguna luz. Pensó que antes de escuchar los mensajes del contestador se prepararía una taza de café. Mientras esperaba a que hirviera el agua en el viejo hervidor de cobre, se acercó a la ventana.

Fuera, y a pocos metros de donde estaba ella, había un grupo de ciervos de Virginia. Estaban completamente inmóviles, mirándola. ¿Era comida lo que buscaban? Nunca los había visto tan cerca de la casa, ni siquiera en el más crudo de los inviernos. ¿Qué significaba esa proximidad?

Los contó. Eran doce, no, trece. Uno por cada año de la vida de su hija. Annie se dijo que no debía ser ridícula.

El silbido del agua al hervir llegó hasta ella. Los ciervos también lo oyeron y todos a una dieron media vuelta y echaron a correr con las blancas colas botando alocadamente mientras dejaban atrás el estanque para adentrarse en el bosque. «Dios Todopoderoso —pensó Annie—, Grace debe de haber muerto.»

Capítulo 3

Harry Logan aparcó el coche bajo un cartel que rezaba HOSPITAL DE ANIMALES, y le pareció raro que una universidad no fuese capaz de idear un nombre más preciso y menos equívoco para una de sus instituciones. Se apeó y caminó por los surcos de barro grisáceo en que se había convertido la nieve caída el fin de semana. Habían transcurrido tres días desde el accidente y mientras Logan se abría paso entre los coches y remolques aparcados, pensó en lo asombroso que era que el caballo aún estuviese vivo.

Había tardado casi cuatro horas en suturar la herida del pecho. Estaba llena de fragmentos de vidrio y pintura negra del camión y tuvo que quitarlos uno a uno y lavar la herida con abundante agua. Luego recortó con unas tijeras los bordes mellados de carne, grapó la arteria y cosió unos tubos de drenaje. Después, mientras sus ayudantes supervisaban la anestesia, el suministro de aire y la muy postergada transfusión de sangre, Logan se puso a trabajar con aguja e hilo.

Lo hizo en tres etapas: primero el músculo, luego el tejido fibroso y, por último, la piel; unos setenta puntos en cada capa, las dos internas con hilo soluble. Y todo por un caballo que en su opinión no recobraría el conocimiento. Pero, increíblemente, el animal volvió en sí y, además, se mostró tan belicoso como en el río. Mientras
Pilgrim
pugnaba por levantarse en la sala de recuperación, Logan rezó para que no desgarrara los puntos de sutura. La idea de tener que coserlo otra vez le resultaba insoportable.

Mantuvieron sedado al caballo durante las siguientes veinticuatro horas, al término de las cuales pensaron que habría recuperado el suficiente equilibrio como para soportar el viaje de cuatro horas hasta Cornell.

Logan conocía bien la universidad y su hospital veterinario, pese a que había cambiado mucho desde su época de estudiante a finales de los sesenta. Le traía muy buenos recuerdos, la mayor parte de ellos relacionados con chicas. Dios mío, qué bien se lo habían pasado. Especialmente aquellas tardes de verano en que uno podía tumbarse a la sombra de un árbol y contemplar el lago Cayuga. Era el campus más bonito que conocía. Pero ese día no. Hacía frío, empezaba a llover y el maldito lago ni siquiera se veía. Además, se encontraba fatal. Se había pasado la mañana estornudando, lo cual, sin duda, era consecuencia de haber estado metido hasta las pelotas en el río helado. Se apresuró a entrar en el calor de la acristalada zona de recepción y preguntó a la joven que había detrás del mostrador si se encontraba Dorothy Chen, la médico que se ocupaba de
Pilgrim.

Estaban construyendo una clínica nueva al otro lado de la carretera y, mientras hacía tiempo, Logan contempló las caras contraídas de los obreros y se sintió un poco mejor. Experimentó incluso un cierto aguijonazo de excitación al pensar que vería de nuevo a Dorothy. Su sonrisa era el motivo de que no le importara conducir más de trescientos kilómetros cada día para ver a
Pilgrim.
Dorothy era como las princesas virginales de esas películas chinas de arte y ensayo que le gustaban a su esposa. Con un tipo espléndido, además. Y lo bastante joven como para que él supiera a qué atenerse. Vio el reflejo de ella pasar por la puerta y se volvió para saludarla.

—¡Hola, Dorothy! ¿Cómo estás?

—Resfriada, y no muy contenta contigo —dijo ella sacudiendo un dedo y simulando estar enfadada.

Logan levantó las manos.

—Dorothy, he conducido un millón de kilómetros para verte sonreír, ¿qué he hecho ahora?

—¿Me envías un monstruo como ése y todavía pretendes que te sonría? —Pero Dorothy lo hizo—. Vamos. Tengo las radiografías.

Lo condujo por un laberinto de pasillos y Logan se dedicó a escucharla tratando de no mirar el suave vaivén de sus caderas dentro de la bata blanca.

Había suficientes placas como para montar una pequeña exposición. Dorothy las prendió a la caja de luz y ambos se pusieron a examinarlas. Tal como Logan había pensado había costillas rotas, cinco en total, y el hueso del testuz estaba fracturado. Las costillas se curarían solas y en cuanto al hueso del testuz, Dorothy ya se había ocupado de él. Había tenido que extraerlo, practicarle unos agujeros y meterlo de nuevo en su sitio sujetándolo con alambres. Todo había ido bien, aunque aún quedaba retirar las torundas que habían introducido en las cavidades sinusales de
Pilgrim.

—Ya sé a quién acudir cuando quiera operarme la nariz —dijo Logan.

Dorothy rió.

—Espera a verlo. Le quedará el perfil de un boxeador profesional.

A Logan le había preocupado la posibilidad de que hubiera una fractura en el codillo o en la espaldilla, pero afortunadamente no era así. Sin embargo, toda la zona estaba terriblemente contusionada por el impacto, y la red de conexiones nerviosas que hacía funcionar la extremidad había sufrido graves lesiones.

—¿Cómo tiene el pecho? —preguntó Logan.

—Bien. Has hecho un gran trabajo. ¿Cuántos puntos?

—Oh, unos doscientos. —Logan notó que se sonrojaba como un colegial—. ¿Vamos a verlo?

Pilgrim
estaba en una de las casillas de recuperación y lo oyeron mucho antes de llegar allí. Tenía la voz ronca de todo el barullo que había armado desde que se le pasara el efecto del último sedante. Las paredes de la casilla estaban muy bien acolchadas, pero aun así parecían estremecerse por el constante aporrear de sus cascos en el suelo. En la casilla contigua había unos alumnos y el poni que estaban examinando parecía muy molesto por los ruidos de al lado.

—¿Vienen a ver el minotauro? —preguntó uno de ellos.

—Sí —dijo Logan—. Y espero que le hayáis dado de comer como es debido.

Dorothy descorrió el pestillo que abría la parte superior de la puerta. Al momento, el ruido cesó. Abrió la puerta sólo un poco para que pudieran mirar dentro.
Pilgrim
estaba al fondo de la casilla, con la cabeza gacha y las orejas echadas hacia atrás, mirándolos como una criatura de una película de miedo. Tenía casi todo el cuerpo envuelto en vendajes sanguinolentos. El caballo bufó al verlos, levantó el hocico y descubrió los dientes.

—Me alegro de verte, amigo —dijo Logan.

—¿Alguna vez has visto algo más estrafalario? —preguntó Dorothy. Él negó con la cabeza—. Pues yo tampoco.

Estuvieron allí un rato, mirando a
Pilgrim.
Logan se preguntó qué demonios harían con él. La señora Maclean lo había llamado un día antes y había estado muy simpática. Seguramente, pensó Logan, se avergonzaba un poco del mensaje que le había hecho llegar por intermedio de Mrs. Dyer. Él no estaba enfadado, de hecho sentía lástima por la mujer después de lo que le había ocurrido a su hija. Pero cuando viera el caballo probablemente querría demandarlo por dejar con vida a aquel despojo de animal.

—Deberíamos inyectarle otro sedante —dijo Dorothy—. El problema es que no hay muchos voluntarios para hacerlo. Se trata de pinchar y salir pitando.

—Sí. Claro que el animal no puede estar todo el tiempo sedado. Se le ha administrado suficiente droga como para hundir un transatlántico. A ver si puedo echar una ojeada a ese pecho.

Dorothy lo miró sorprendida.

—Espero que hayas hecho testamento —dijo, y empezó a abrir la parte inferior de la puerta.
Pilgrim
comenzó a moverse inquieto, piafando y resoplando al ver acercarse a Logan. Y tan pronto como éste hubo entrado en la casilla, el caballo volvió sus ancas hacia él. Logan se arrimó a la pared e intentó situarse de modo que pudiera alcanzarle la espaldilla, pero
Pilgrim
no estaba dispuesto a que lo hiciese. Empezó a agitarse de un lado a otro y a tirar coces. Logan saltó para ponerse a salvo, tropezó y luego se batió en rápida e indigna retirada. Dorothy cerró rápidamente la puerta en cuanto él salió. Los alumnos reían disimuladamente. Logan lanzó un silbido y se sacudió la chaqueta.

—Le salvas la vida ¿y qué recibes a cambio?

Llovió durante ocho días sin parar. Y nada de esa llovizna malsana típica de diciembre, sino lluvia con todas las de la ley. La pícara progenie de un huracán caribeño de simpático nombre había llegado al norte y por lo visto le había gustado, porque seguía allí. Los ríos del Medio Oeste estaban desbordándose y en la televisión los noticiarios mostraban imágenes de gente subida a los tejados de sus casas y cuerpos abotagados de reses dando vueltas como colchones neumáticos en campos que parecían piscinas. En Missouri, los cinco miembros de una familia se habían ahogado dentro de su coche mientras hacían cola delante de un McDonald y el presidente viajó a la zona y la declaró en situación de desastre, cosa que la gente subida a los tejados ya había deducido.

Ajena a todo aquello mientras sus maltrechas células se reorganizaban silenciosamente, Grace Maclean yacía en la intimidad de su coma. Al cabo de una semana le habían retirado el tubo que tenía en la garganta sustituyéndolo por otro insertado en un pequeño orificio pulcramente practicado en su cuello. La alimentaban con bolsas de un líquido marrón de aspecto lechoso a través del tubo que le entraba por la nariz y le bajaba hasta el estómago. Y tres veces al día un fisioterapeuta venía a moverle las extremidades, como si fuera una marioneta, a fin de evitar que sus músculos y articulaciones se deterioraran.

Tras la primera semana, Annie y Robert se turnaron a la cabecera de su cama; mientras uno velaba, el otro bajaba a la ciudad o intentaba trabajar en la casa de Chatham. La madre de Annie se ofreció a trasladarse desde Londres, pero no costó mucho disuadirla. Fue Elsa quien se ocupó de ellos, haciéndoles la comida, contestando las llamadas y llevando recados al hospital. Y fue quien permaneció junto a Grace en la única ocasión en que Annie y Robert se ausentaron al mismo tiempo, la mañana del funeral de Judith. En el empapado césped del cementerio del pueblo habían esperado al igual que los demás bajo un dosel de paraguas negros, para regresar luego en silencio al hospital.

Los compañeros de bufete de Robert habían sido como siempre muy atentos, quitándole tanto peso de encima como fueron capaces. En cuanto a Annie, el presidente del grupo editorial para el que trabajaba, Crawford Gates, le había telefoneado al conocer la noticia.

—Queridísima Annie —le dijo con un tono más sincero del que ambos estaban habituados—. Ni se te ocurra venir aquí hasta que la chica haya mejorado un ciento por ciento, ¿me oyes?

—Crawford…

—No, Annie, va en serio. Grace es lo único que importa. No hay nada en el mundo más importante. Si surge alguna cosa que no podamos solucionar sin tu ayuda, ya sabemos dónde estás.

Lejos de tranquilizarla, esas palabras no hicieron sino sumirla en un estado de paranoia tal que tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimir las ganas de coger el primer tren. Le caía bien aquel viejo zorro de Gates —a fin de cuentas había sido quien le había dado el trabajo— pero no se fiaba ni un pelo de él. Gates era un conspirador nato y no podía evitarlo.

Annie se paró junto al expendedor de café que había en el pasillo de la unidad de cuidados intensivos y contempló cómo la lluvia arrasaba el aparcamiento a golpes de guadaña. Un viejo forcejeaba con un paraguas mientras dos monjas eran arrastradas como barcos de vela hacia su coche. Los nubarrones estaban tan bajos que parecían a punto de dar un coscorrón a sus tocas.

La máquina de café emitió un último gorgoteo y Annie extrajo la taza de plástico y tomó un sorbo. Era tan repugnante como los otros cien cafés que había tomado ya de esa máquina. Pero al menos estaba caliente y contenía cafeína. Volvió andando lentamente a la unidad y saludó a una de las jóvenes enfermeras que en ese momento acababa su turno.

—Hoy tiene buen aspecto —le informó la enfermera al cruzarse con ella.

—¿Usted cree? —Annie la miró. Todas las enfermeras ya la conocían lo bastante bien como para no decir según qué cosas a la ligera.

—Pues sí.

La enfermera se detuvo en la puerta y por un instante pareció que iba a decir algo más. Pero se lo pensó mejor y abrió la puerta para irse.

—¡Procure hacerle mover esos músculos! —dijo.

—¡A la orden! —respondió Annie con tono marcial.

Buen aspecto. Mientras se acercaba a la cama de Grace, Annie se preguntó qué significaba tener buen aspecto cuando uno hacía once días que estaba en coma y tenía los miembros tan fofos como un pescado muerto. Otra enfermera se encontraba cambiando el vendaje de la pierna de Grace. Annie se detuvo y la observó. La mujer alzó la vista, sonrió y siguió con su trabajo. Era la única cosa que Annie no había tenido valor para hacer. Animaban a padres y familiares a comprometerse con el paciente. Ella y Robert ya casi eran expertos en fisioterapia y las otras cosas que había que hacer, como limpiarle los ojos y la boca a su hija y cambiar la bolsa de la orina que colgaba de un lado de la cama. Pero la sola idea de ver el muñón de la pierna de Grace hacía que Annie sintiese pánico. Apenas si se atrevía a mirarlo, y no digamos a tocárselo.

—Está curando muy bien —dijo la enfermera. Annie asintió y se forzó a continuar mirando. Le habían quitado los puntos hacía dos días y la cicatriz larga y curva tenía un tono rosa vivo. La enfermera percibió la mirada de Annie.

—Creo que se le ha terminado la cinta —dijo, señalando con la cabeza el walkman que había sobre la almohada.

La enfermera le estaba dando una vía de escape y Annie la aprovechó agradecida. Extrajo la cinta, unas piezas de Chopin, y encontró una ópera de Mozart en el cajón,
Las bodas de Fígaro.
La introdujo en el walkman y ajustó los auriculares a la cabeza de Grace. Sabía que su hija nunca habría escogido una cosa así; siempre decía que detestaba la ópera. Pero Annie no estaba dispuesta a ponerle uno de los apocalípticos casetes que Grace escuchaba en el coche. A saber lo que Nirvana o Ali-ce In Chains podían hacer en un cerebro dañado. ¿Estaba realmente Grace en condiciones de oír algo? Y en tal caso, ¿despertaría siendo amante de la ópera? Lo más probable, concluyó Annie, era que odiase a su madre por esa nueva muestra de tiranía.

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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