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Authors: Brandon Mull

Fablehaven (2 page)

BOOK: Fablehaven
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Con la grava crujiendo bajo los neumáticos, fueron dejando atrás varios letreros en que se les advertía de que se encontraban en propiedad privada. Otros letreros prohibían el paso a los intrusos. Llegaron a una cancela metálica baja que estaba abierta, pero que podía cerrarse para impedir el acceso.

—¡Es la carretera de entrada más larga del mundo! —se quejó Seth.

Cuanto más se adentraban, menos convencionales resultaban los letreros. En vez de leerse «Propiedad privada» y «Prohibido el paso», rezaban: «ATENCIÓN: CALIBRE 12» o «LOS INTRUSOS SERÁN PERSEGUIDOS».

—Estos letreros son curiosos —comentó Seth.

—Más bien siniestros —murmuró Kendra.

Al cabo de otra curva del camino, llegaron a una verja alta de hierro forjado, coronada con unas flores de lis. La doble puerta se encontraba abierta. A cada lado, la verja se extendía entre los árboles hasta más allá de donde le alcanzaba la vista a Kendra. Cerca de la verja había un último letrero: «MUERTE SEGURA».

—¿Está paranoico el abuelo Sorenson? —preguntó Kendra.

—Los letreros son una broma —respondió su padre—. El abuelo heredó estas tierras. Estoy seguro de que la verja venía en el lote.

Una vez cruzaron la puerta, seguía sin haber casa alguna a la vista. Sólo más árboles y maleza. Cruzaron un puentecillo que salvaba un riachuelo y subieron por una suave pendiente. Los árboles terminaban allí de repente, y mostraban una casa al otro lado de una vasta explanada de hierba.

La casa era grande, pero no enorme, con un montón de tejados y hasta una torrecilla. Después de ver la verja de hierro forjado, Kendra se esperaba un castillo o una gran mansión. Construida con madera oscura y piedra, la casa parecía vieja, y sin embargo, en buen estado de conservación. El terreno impresionaba más. Delante de la casa había un brillante jardín de flores. Unos setos podados y un estanque de peces añadían un toque personal al jardín. Detrás de la casa se levantaba, imponente, un enorme granero marrón, de por lo menos cinco pisos de alto, rematado por una veleta.

—Me encanta —dijo la madre de Kendra—. Ojalá nos quedáramos todos.

—¿Nunca habías estado aquí? —preguntó Kendra.

—No. Vuestro padre vino un par de veces antes de casarnos.

—Hacen lo imposible por evitar las visitas —comentó él—. Ni yo ni el tío Cari ni la tía Sophie hemos pasado mucho tiempo aquí. No lo entiendo. Sois unos afortunados, chicos. Lo vais a pasar genial. Aunque sólo sea por una cosa: os podéis pasar todo el tiempo jugando en la piscina.

Se detuvieron delante del garaje.

La puerta principal se abrió y apareció el abuelo Sorenson, seguido de un hombre alto y desgarbado de orejas enormes y de una mujer delgada de más edad. Seth y sus padres salieron del coche. Kendra se quedó dentro y observó.

El abuelo se había presentado en el funeral perfectamente afeitado, pero ahora lucía una barba blanca de varios días. Iba vestido con unos vaqueros gastados, unas botas de faena y una camisa de franela.

Kendra estudió a la mujer mayor. No era la abuela Sorenson. Pese a su pelo blanco, con mechones negros aquí y allá, su rostro parecía joven. Sus ojos almendrados eran negros como el café y sus rasgos sugerían un vestigio de antepasados asiáticos. Baja y ligeramente encorvada, conservaba una belleza exótica.

El padre de los chicos y el larguirucho abrieron el maletero del todoterreno deportivo y empezaron a sacar maletas y bolsas de lona.

—¿Vienes, Kendra? —le preguntó su padre.

Kendra abrió la puerta y descendió al suelo de grava.

—Dejad las cosas dentro sin más —le estaba diciendo el abuelo a su hijo—. Dale las subirá a la habitación.

—¿Dónde está mamá? —le preguntó el padre de Kendra.

—Ha ido a ver a tu tía Edna.

—¿A Misuri?

—Edna se está muriendo.

Kendra apenas había oído hablar de la tía Edna en toda su vida, por lo que la noticia no significó gran cosa para ella. Levantó la vista para contemplar la casa. Se fijó en que el cristal de las ventanas presentaba burbujas. Bajo los aleros había nidos de pájaros.

Todos se dirigieron a la puerta principal de la casa. El padre de los chicos y Dale portaban las bolsas más grandes. Seth llevaba una bolsa de lona más pequeña y una caja de cereales. La caja de cereales era su kit de emergencia. Estaba llena de cachivaches que él consideraba que podrían serle útiles para alguna aventura: gomas elásticas, una brújula, barritas de cereales, monedas, una pistola de agua, una lupa, unas esposas de plástico, cuerda, un silbato.

—Esta es Lena, nuestra ama de llaves —presentó el abuelo. La mujer mayor asintió e hizo un leve gesto de saludo con la mano—. Dale me ayuda con el jardín.

—Eres una preciosidad, ¿eh? —le dijo Lena a Kendra—. Debes de tener unos catorce años.

Lena tenía un ligero acento que Kendra no consiguió identificar.

—Los cumplo en octubre.

De la puerta principal colgaba una aldaba de hierro que representaba un trasgo con los ojos entrecerrados y un anillo en la boca. La gruesa puerta tenía unas voluminosas bisagras.

Kendra entró en la casa. El suelo del vestíbulo era de madera lustrada. En una mesa baja había un jarrón de cerámica blanca con un arreglo floral mustio. En un lateral se veía un perchero alto de hierro, junto a un banco negro con el respaldo alto y tallado. De la pared colgaba un cuadro de una cacería del zorro.

Kendra podía ver el interior de otra estancia, cuyo suelo de madera aparecía cubierto en su mayor parte por una alfombra bordada de grandes dimensiones. Igual que la casa misma, los muebles eran antiguos, pero en buen estado de conservación. Los sofás y las sillas eran, casi todos ellos, del tipo que esperarías encontrar en una visita a un lugar histórico.

Dale estaba subiendo por las escaleras con algunas de las bolsas. Lena se excusó y se metió en otra habitación.

—Vuestro hogar es precioso —elogió la madre—. Ojalá tuviéramos tiempo para que nos lo enseñarais.

—Tal vez cuando regreséis —dijo el abuelo.

—Gracias por acceder a que los chicos se queden con vosotros —le agradeció su hijo.

—Un placer. Pero no quiero entreteneros.

—Vamos con el tiempo bastante justo —se disculpó él.

—Portaos bien, chicos, y haced caso al abuelo Sorenson en todo lo que sea —les dijo su madre a los chicos, y abrazó a Kendra y a Seth.

Kendra notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Luchó por contenerlas.

—Que disfrutéis del crucero.

—Estaremos de vuelta antes de que os deis cuenta —le contestó su padre, que rodeó a Kendra con un brazo y le revolvió el pelo a Seth.

Diciendo adiós con la mano, sus padres salieron por la puerta abierta. Kendra se acercó al umbral y los miró mientras ellos se montaban en el coche. Al iniciar la marcha, su padre tocó el claxon. Kendra volvió a luchar por contener las lágrimas, al tiempo que el todoterreno deportivo se perdía de vista entre los árboles.

Seguramente sus padres estarían riéndose, aliviados de hallarse solos para disfrutar de las vacaciones más largas de su vida de casados. Casi podía oír el tintineo de sus copas de cristal al brindar. Y allí estaba ella, abandonada. Kendra cerró la puerta. Seth, ensimismado como siempre, examinaba las intrincadas piezas de un juego de ajedrez ornamental.

El abuelo estaba en el vestíbulo, observando a Seth con semblante cortés pero incómodo.

—Deja esas piezas de ajedrez en su sitio —dijo Kendra—. Parecen caras.

—Oh, no pasa nada —replicó el abuelo. Por cómo lo dijo, Kendra estaba segura de que se sentía aliviado al ver que Seth depositaba las piezas en el tablero—. ¿Os enseño vuestra habitación?

Siguieron al abuelo por las escaleras y por un pasillo alfombrado hasta llegar al pie de una angosta escalera de madera que conducía a una puerta blanca. El abuelo reanudó la subida por los peldaños crujientes de esta segunda escalera.

—No solemos tener invitados, y menos aún niños —dijo el abuelo por encima del hombro—. Creo que estaréis más cómodos en el desván.

Abrió la puerta y los chicos entraron detrás de él. Kendra se había preparado para encontrarse telarañas e instrumentos de tortura, y se sintió aliviada al ver que el desván era una alegre estancia de juegos. Espaciosa, limpia y luminosa, la alargada estancia contaba con dos camas, estanterías repletas de literatura infantil, armarios roperos independientes, unos pulcros tocadores, un unicornio balancín, varios arcones para juguetes y una gallina en una jaula.

Seth se fue derecho a por la gallina.

—¡Cómo mola!

Metió un dedo entre los finos barrotes para intentar tocar las plumas del ave, color naranja dorado. —Cuidado, Seth —le avisó Kendra.

—No le pasará nada —la tranquilizó el abuelo—.
Ricitos de Oro
es más una mascota doméstica que una gallina de corral. Vuestra abuela es quien suele ocuparse de ella. Pensé que no os importaría sustituirla mientras está fuera. Tendréis que darle de comer, limpiarle la jaula y recolectar los huevos.

—¡Pone huevos! —exclamó Seth, maravillado y encantado.

—Un huevo o dos al día, si la mantenéis bien alimentada —puntualizó el abuelo. Y señaló un cubo blanco de plástico lleno de grano, cerca de la jaula—. Un cucharón por la mañana y otro por la noche deberían bastar. Tendréis que cambiarle el relleno de la jaula cada dos días, y aseguraros de que tiene agua suficiente. Todas las mañanas le damos un pequeño cuenco de leche. —El abuelo guiñó un ojo— Ese es el secreto de su producción de huevos.

—¿Podemos sacarla alguna vez?

La gallina se había acercado lo bastante como para que Seth pudiera acariciarle las plumas con un dedo.

—Sólo tenéis que meterla después en la jaula otra vez. —El abuelo se inclinó para meter un dedo en la jaula y
Ricitos de Oro
le dio un picotazo de inmediato. El hombre retiró la mano—. Nunca le he caído muy simpático.

—Algunos de estos juguetes parecen caros —observó Kendra, que estaba de pie junto a una recargada casita de muñecas victoriana.

—Los juguetes están hechos para que se juegue con ellos —respondió el abuelo—. Procurad mantenerlos en buen estado y será más que suficiente.

Seth dejó la gallina para acercarse a un pequeño piano que había en un rincón de la habitación. Aporreó las teclas, y a Kendra le pareció que las notas que sonaron tenían un timbre diferente al que había esperado. Se trataba de un pequeño clavicémbalo.

—Considerad esta habitación vuestro espacio —dijo el abuelo—. Dentro de lo razonable, no os daré la lata con que tengáis el cuarto recogido, siempre que tratéis el resto de la casa con respeto.

—De acuerdo —dijo Kendra.

—Tengo también malas noticias que daros. Estamos en el momento álgido de la temporada de garrapatas. ¿Habéis oído hablar alguna vez de la enfermedad de Lyme?

Seth negó con la cabeza.

—Creo que yo sí —contestó Kendra.

—Se descubrió por primera vez en la ciudad de Lyme, en Connecticut, no muy lejos de aquí. Se contagia por la picadura de la garrapata. Este año el bosque está llenito de ellas.

—¿Y en qué consiste? —preguntó Seth.

El abuelo hizo una pausa solemne.

—Empieza con un sarpullido. En poco tiempo puede provocar artritis, parálisis e insuficiencia cardíaca. Aparte de eso, con enfermedad o sin ella, estoy seguro de que no os gustaría que se os metan garrapatas en la piel y se pongan a chuparos la sangre. Cuando intentas arrancarlas, se les desprende la cabeza. Y cuesta sacarlas.

—¡Qué asco! —exclamó Kendra.

El abuelo asintió con semblante muy serio.

—Son tan pequeñas que casi no se ven, al menos hasta que se atiborran de sangre. Entonces, se hinchan hasta alcanzar el tamaño de una uva. En cualquier caso, la cuestión es que no tenéis permiso para meteros en el bosque bajo ninguna circunstancia, chicos. Quedaos en la pradera de hierba. Violad esta norma, y vuestros privilegios de permanencia al aire libre os serán revocados. ¿Nos entendemos?

Kendra y Seth asintieron.

—Además, no debéis entrar en el granero. Demasiadas escaleras de mano y trastos de labor viejos y oxidados. Las mismas normas que valen para el bosque, valen también para el granero: poned un pie allí, y os pasaréis el resto de las vacaciones metidos en esta habitación.

—De acuerdo —replicó Seth, que cruzó la habitación en dirección a un caballete colocado sobre una lona llena de manchurrones de pintura. Apoyado en el caballete había un lienzo sin estrenar. Había más lienzos blancos apoyados contra la pared próxima, junto a baldas repletas de tarros de pintura—. ¿Puedo pintar?

—Os lo digo por segunda vez: sois los amos de esta habitación —respondió el abuelo—. Sólo procurad no destrozarla. Tengo un montón de tareas que atender, así que puede que no me veáis mucho el pelo. Seguro que aquí hay suficiente cantidad de juguetes y entretenimientos para manteneros ocupados.

—¿Y tele? —preguntó Seth.

—No hay ni tele ni radio —respondió el abuelo—. Normas de la casa. Si necesitáis cualquier cosa, tenéis a Lena, que nunca andará muy lejos. —Señaló un cordón morado que colgaba de la pared, cerca de una de las camas—. Tirad de esa cuerda si la necesitáis. De hecho, dentro de unos minutos, vendrá con vuestra cena.

—¿No vamos a cenar juntos? —preguntó Kendra.

—Algunos días. Ahora mismo tengo que pasar por el henar del lado este. Puede que no vuelva hasta tarde. —¿Cuánta tierra posees? —preguntó Seth. El abuelo sonrió.

—Más de la que debiera. Vamos a dejarlo ahí. Chicos, os veré por la mañana. —Dio media vuelta para marcharse y entonces se detuvo, al tiempo que buscaba algo en el bolsillo de su abrigo. Se dio la vuelta y tendió a Kendra una pequeña arandela en la que había prendidas tres pequeñas llaves de tamaños diferentes—. Cada una de estas llaves encaja en una cerradura de esta habitación. A ver si conseguís averiguar qué abre cada una.

El abuelo Sorenson salió de la habitación y cerró la puerta tras él. Kendra se quedó escuchando sus pisadas al descender la escalera. Se colocó junto a la puerta, esperó y a continuación probó a girar el picaporte lentamente. Kendra abrió la puerta con cuidado, se asomó a mirar la escalera vacía y entonces cerró. Por lo menos no los había dejado encerrados.

Seth había abierto un baúl de juguetes y examinaba su contenido. Los juguetes eran de otra época, pero se encontraban en excelente estado. Soldados, muñecas, rompecabezas, peluches, bloques de madera.

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