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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (93 page)

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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Eso le había dicho a Artai, y sus palabras habían aliviado un poco el miedo que la otra joven sentía. La elección era un tributo a su belleza; las otras doncellas —Merkit y Naiman, Kereit y Khitan, Uighur, Tangut y muchachas de ojos redondos procedentes del oeste— se encontraban entre las más bellas del campamento. Ogedei sabía cómo honrar a su padre.

Los pensamientos de Checheg fueron plácidos hasta que el campamento quedó muy atrás, las filas de deudos comenzaron a espaciarse y los rebaños sólo fueron unas figuras distantes que pastaban en las laderas que bordeaban el valle. Entonces, el terror la invadió. Ya lo había sentido antes, pero ahora se apoderó de ella con tanta fuerza que apenas la dejaba respirar.

Tal vez no las mataran. Era una vana esperanza, pero se aferró a ella. Se dijo a sí misma que Ogedei era bondadoso, que tal vez decidiera no matarlas y enterrar solamente sus ongghon con su padre. Los chamanes quizá recibieran una señal que indicase que el Gran Kan no quería que sepultaran muchachas con él, que las muchachas debían vivir y engendrar más guerreros que lucharan por su heredero.

Deseos vanos, pensó, deseos que sólo harían que le resultase más difícil soportar el fin. Mejor prepararse para la muerte en vez de aferrarse a esas esperanzas.

Checheg alzó la mirada y vio que ahora el cielo era azul. El cielo era ilimitado y sin compasión, y el Gran Kan era Hijo del Cielo.

Tengri no envió tormentas de nieve que perturbaran el avance del cortejo fúnebre y refrenó los terribles vientos que podían arrancar a un hombre de la montura. Las estrellas tenían un brillo que Checheg nunca había advertido antes; al amanecer, la visión de la montaña hacia el norte la colmó de terror. Era raro que nunca hubiera visto cuán bella era la tierra, incluso ahora, con el aire seco y cortante que auguraba un invierno riguroso. Ya no temía el espacio abierto de la estepa ni las grandes extensiones que a menudo habían hecho que se sintiese indefensa, ni siquiera los bosques oscuros donde los espíritus podían hacer que una persona se extraviara. Los valles entre colinas eran refugios preciosos, tan consoladores como una tienda tibia; los espíritus del río dormían bajo una capa de hielo.

Cada amanecer, los chamanes sacrificaban ovejas como ofrenda al espíritu del Kan, y los pulmones de Checheg se llenaban con el olor de la carne que ardía. Cuando las Khatun reunían a las otras mujeres para quemar huesos y orar, Checheg se sentaba entre las muchachas que parecían más necesitadas de consuelo. Mientras les hablaba, sus propios temores parecían lejanos. Sólo cuando caminaba, cuando recordaba hacia dónde la llevaban como si acabara de enterarse, el terror la embargaba.

Al cabo de seis días de viaje llegaron al terreno cenagoso al pie del Burkhan Khaldun. Algunos hombres se habían adelantado para abrir una senda en la maleza y cavar una tumba más arriba, en la ladera boscosa. La tierra pantanosa se había endurecido por el frío, permitiendo el pasaje del féretro y de los carros. En las estribaciones, al pie del macizo, los miembros del cortejo alzaron sus tiendas y se prepararon para la despedida.

El Kan sería sepultado en la ladera norte de la gran montaña, donde los árboles eran más densos que en la ladera sur, y donde cubrirían antes la tumba. Fueron cavadas dos fosas, una para el Kan y otra para los animales que lo acompañarían en su viaje. Desde la ladera, el Kan dominaría hacia el noreste el río Onon, donde había pasado gran parte de su infancia.

Los chamanes dieron nueve vueltas alrededor de las profundas fosas, entonando letanías y redoblando sus tambores. Los hijos, hermanos y generales del Kan repitieron la operación y muchos hombres pronunciaron sus plegarias con voz ahogada; Temuge Odchigin y Khasar se abrazaron mientras lloraban. Las mujeres dieron vueltas alrededor de la fosa en último término; sus altos tocados temblaban cada vez que echaban hacia atrás la cabeza para manifestar su dolor. El fuego se alzó de las hogueras próximas a la tumba del Kan, llenando el aire con el olor de la carne asada, y a Checheg le pareció ver espíritus danzando en el humo, revoloteando muy cerca para alimentarse con aquellos que serían sacrificados. Los chamanes se mecían junto a las hogueras, con la manos y los blancos abrigos de piel manchados de sangre; las cabezas y las pieles de cuatro caballos pendían de unas varas a los costados de la fosa.

El día que los chamanes habían fijado para que el Kan fuese sepultado, Checheg y las otras muchachas fueron conducidas las tiendas de las Khatun. Las cuatro esposas favoritas del Kan estaban en un gran "yurt" junto con las esposas principales de los hermanos e hijos de Temujin; unas chamanas con tocados de madera de abeto adornados con plumas de halcón estaban sentadas detrás de ellas.

—Os saludo —dijo Bortai a las muchachas—. Es mi deseo que vosotras, que tendréis el honor de uniros a mi esposo, compartáis esta celebración con nosotras.

Checheg escrutó el rostro en sombras de la Khatun. Los pliegues de los párpados caían sobre sus ojos; sus manos arrugadas temblaban. Checheg miró a las jóvenes más próximas y luego hizo una reverencia.

—Os saludamos, sabia y noble Khatun y Honorables Señoras —murmuró, ya que las otras le dejaban la responsabilidad de hablar—. Aun cuando seamos indignas de encontrarnos entre aquéllas a quienes nuestro Kan tanto amó, nos sentimos honradas de ser llamadas a vuestra presencia.

Las muchachas se sentaron en semicírculo sobre las alfombras de fieltro, frente a las damas. Las criadas les sirvieron bandejas de carne y copas de "kumiss", y la atmósfera pronto se hizo más íntima. Las mejillas de Checheg le ardieron a medida que bebía. Casi todas las muchachas evitaron la carne de caballo, pero bebieron el "kumiss" y extendieron sus copas para que las criadas volvieran a llenarlas.

—Yo no habría elegido este destino para vosotras —dijo Bortai—, y lamento que tengáis que morir tan jóvenes, pero os aseguro que desearía contarme entre vosotras.

Checheg advirtió que era sincera. Si el Kan lo hubiera ordenado, Bortai Khatun habría ido a su tumba con alegría en el corazón. Bajó la mirada, observó de soslayo a las otras damas. Yisui Khatun tenía la mirada perdida, como si viera algo más allá de las llamas del fogón, mientras su hermana Yisugen se inclinaba hacia ella. Sus rostros todavía eran muy parecidos, pero los ojos de Yisugen se movían sin cesar, en tanto que los de Yisui parecían ciegos a todo lo que la rodeaba. Los adorables ojos pardos de Khulan Khatun se llenaron de lágrimas al mirar a las muchachas más jóvenes, y por un momento Checheg creyó que suplicaría por sus vidas. La esposa de Ogedei, Doregene, alzó su copa; sus grandes ojos oscuros eran fríos. Sólo Sorkhatani Beki, con su mirada aguda y su boca temblorosa, parecía estar tan afectada como Bortai.

—Aliviaréis el espíritu de mi esposo —dijo Bortai arrastrando un poco las palabras; ya le habían llenado varias veces su copa—. Debo deciros algo… el Kan no era como los otros hombres.

—Era el más grande de todos, Honorable Señora —dijo Artai; Checheg rozó levemente la mano de su amiga.

—Quiero decir —continuó Bortai—, que era un hombre que deseaba tanto el amor de las mujeres como sus cuerpos.

Khulan Khatun alzó la cabeza. El Kan, Checheg lo sabía, la había amado más que a cualquiera de sus mujeres. Una luz sobrenatural parecía iluminar su rostro desde la muerte del Kan, devolviéndole la belleza que él tanto había amado.

—Os digo esto, jóvenes doncellas —prosiguió Bortai—, para que no tengáis miedo cuando vuestros espíritus se unan al de él. —Se cubrió el rostro; de inmediato, una criada le sirvió más "kumiss".

Las chamanas gimieron suavemente; Doregene se enjugó meticulosamente las lágrimas.

—Yo fui su sombra.

La voz, baja y ronca, era la de una anciana, pero era la bella Yisui quien había pronunciado esas palabras.

—Permanecí a su lado hasta que me hizo salir de su tienda. Una vez me dijo que si le desobedecía, sólo quedaría de mí una mancha de sangre en la tierra.

Yisugen Khatun cogió la mano de su hermana.

—Todavía escucho su voz —dijo Bortai—. Cuando creí que nunca volvería a verlo, él vino y me rescató.

Checheg se sentía mareada a causa de la bebida y del calor que reinaba dentro de la tienda. Eso le facilitaría las cosas, pensó; ya no sentiría gran cosa cuando vinieran a buscarla. Bortai siguió hablando del pasado, de las victorias del Kan y de las veces que ella había temido que todo estuviera perdido.

"Tú has tenido tu vida —susurró una voz dentro de Checheg—. Has tenido tu esposo, tus hijos y tus nietos, tus alegrías y tus pesares; yo nuncá conoceré ninguna de esas cosas".

—Yaceréis con mi esposo —decía Bortai Khatun—, tal como mi hijo lo ha ordenado. No puedo cambiar su decreto, pero cuando haga una ofrenda al espíritu del Kan, sacrificaré corderos por vosotras. Amad a mi esposo como lo he amado yo, pero también sed amigas entre vosotras. El amor de un hombre ata a una mujer y la protege, pero la amistad entre las mujeres es la que las nutre cuando el esposo está ausente de la tienda.

Checheg cuidaría a las otras muchachas en el otro mundo, tal como lo había hecho durante el viaje. Todos creían que el otro mundo era muy parecido a éste, de modo que debía de ser verdad. El Kan iría a cazar cola sus camaradas tal como lo había hecho aquí, y ellas atenderían sus tiendas y rebaños con los sirvientes destinados a atenderlo. Si pensaba en el otro mundo, casi deseaba que su vida hubiera acabado ya.

Al anochecer, los chamanes vinieron a buscar a las muchachas. Checheg se tambaleó al ponerse de pie. Bortai se levantó y la abrazó.

—Tú eres valiente —murmuró—. Mi esposo estará complacido contigo.

La Khatun la soltó y después abrazó a cada una de las otras. Una joven de Khwarezm empezó a gemir, y una de las Khitan sollozaba abiertamente, pero todas siguieron a los chamanes y salieron de la tienda sin protestar.

Subieron por la ladera en dirección a la tumba, alrededor de la cual ardían las antorchas. Cuando Checheg se acercó vio que el cuerpo del Kan había sido colocado en el centro de la fosa. Estaba sentado con una copa de "kumiss" en la mano, ante una mesa repleta de fuentes de carne. Le habían dado una almohada para su tumba: las piernas de un esclavo muerto que yacía bajo él sobresalían de las pieles que lo cubrían.

Unos hombres bajaron a la fosa para colocar baúles e imágenes de oro del cadáver. Otros colocaron las varas curvas de una pequeña tienda alrededor del Kan y ataron a ellas unos paneles de fieltro. Las Khatun y las otras damas caminaron alrededor de la tumba, se quitaron las pulseras y brazaletes y los arrojaron dentro. Los chamanes comenzaron a hacer sonar los tambores y a entonar sus letanías.

Debido al frío, Checheg se sentía más despejada. La gente que rodeaba la tumba era tan numerosa como los árboles que antes habían crecido allí. Los asistentes cubrían las laderas, y sus antorchas parecían tan numerosas como las estrellas en el cielo.

—¡Mi padre y Kan! —Ogedei avanzó hacia los chamanes, con Chagadai y Tolui a su derecha—. No puedo devolverte la vida, pero seré el escudo que protegerá tu gran "ulus". Seré la flecha en el corazón de tu enemigo, el azote de cualquiera que se atreva a desafiarnos, la espada que ampliará el imperio que tú nos has legado. —Se detuvo junto a la tumba y abrió los brazos—. No puedo devolverte la vida, pero cumplirás todos tus deseos en el otro mundo. Vivirás para siempre, oh padre y Kan, y todo el mundo se arrodillará ante tus descendientes… te lo juro.

Los chamanes se volvieron hacia Checheg. Había llegado el momento, y ella sería la primera. Mientras avanzaba, los oídos le latían al ritmo de los tambores; un chamán tensó la cuerda de seda entre los dedos cuando ella llegó al borde de la fosa. Demostraría a las otras que no había nada que temer.

El chamán se puso detrás de ella y deslizó la cuerda alrededor de su cuello. Checheg pensó en el aspecto del cadáver antes de que la tienda lo ocultara, en el rostro con la mandíbula desencajada, en la garra que aferraba la copa. Ella yacería con ese cadáver, la fría tierra cubriría su cuerpo. La visión del otro mundo se desvaneció por completo, ahora sólo estaba la tumba, el olor de la sangre y de la carne quemada, la oscuridad de la fosa que se abría a sus pies. Checheg se llevó las manos al cuello, aferrando la cuerda, y mientras se debatía supo que había fracasado, que las otras no verían su valor sino su pánico. La cuerda se hundió en su cuello y el rojo mar que se alzaba hacia ella desde las sombras se volvió negro.

126.

El "obo" se erguía en una colina herbosa, más abajo de la ladera norte del Burkhan Khaldun, a poca distancia de donde acampaban Jelme y sus Uriangkhai. En la cima de la colina se habían colocado siete pilas de piedras; de la central, sobresalía una lanza. En otro tiempo el "obo" honraba al espíritu de esa colina, pero los chamanes Uriangkhai habían creído percibir allí la presencia del Kan.

Sorkhatani se acercaba a la colina. Había viajado al campamento Uriangkhai para hacer sacrificios al espíritu del Kan. Había llevado a su hijo menor, unos pocos sirvientes, a sus chamanes y a sus sacerdotes cristianos. Jelme se sorprendió al verla precisamente en ese momento, cuando se disponía a viajar para asistir al "kuriltai", pero los guardias de la mujer le entregaron una tablilla con el sello de Ogedei, y él le dio la bienvenida.

Una verja cuadrada de madera, con varas adornadas con fieltro y retazos de tela, se alzaba un poco más abajo del santuario. Una chamana vestida con un abrigo de piel de leopardo de las nieves estaba de rodillas delante de la verja; su caballo pastaba al pie de la colina.

Sorkhatani y Arigh Boke desmontaron, cogieron los pequeños costales que contenían sus ofrendas, y después entregaron las riendas de sus caballos a los dos muchachos que habían cabalgado con ellos hasta allí. Sorkhatani alzó la vista hacia el "obo", hizo tres profundas reverencias y comenzó a ascender la ladera.

La hierba le llegaba hasta las rodillas; las flores de la primavera empezaban a marchitarse. La chamana había cavado un hoyo para el fuego y un hueso de oveja ardía entre las llamas mientras ella entonaba una letanía. Sorkhatani hizo otras tres reverencias, se arrodilló junto a la verja de madera y extrajo un pedazo de carne, un jarro y un cuenco. Susurró una plegaria, vertió el "kumiss", roció unas gotas y luego colocó la carne y el cuenco junto al enrejado, mientras su hijo ataba unos gallardetes de seda a las varas.

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