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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (35 page)

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En realidad, Aristóteles era más bien un científico que llegó a la Filosofía inductivamente, especialmente por la biología. Fue el primero en intentar una clasificación de las especies animales dividiéndolas en «vertebrados» e «invertebrados», en esbozar la teoría de la generación, y en intuir los caracteres hereditarios. Llegó a los problemas biológicos del alma pasando a través de los anatómicos del cuerpo, y los afrontó con el mismo escrúpulo de exactitud y de observación. Solamente sobre una cosecha impresionante de datos y de experiencias, a las que dedicó su vida propia y la de una generación entera de estudiosos, construyó su sistema filosófico, destinado a permanecer como un insuperable ejemplo de «planificación». Escribía mal. Su prosa es fría, sin palpitación, sin la dramática vivacidad de la de Platón. Se repite y se contradice. Este maestro del razonamiento a menudo razona a despropósito. Especialmente cuando se enfrenta con la Historia cae en errores garrafales, porque, creyéndola fruto de la Lógica, no recoge en ella los motivos pasionales, que son en cambio los que la determinan. Mas eso no es óbice para que su obra permanezca acaso la más grande y rica construcción de la mente humana.

No se sabe casi nada de su vida privada, tal vez porque fuera de la escuela no la tuvo. Se conoce tan sólo una flaqueza suya: la de los anillos, de los que se llenaba los dedos hasta ocultarlos todos. De política no se ocupó más que en un plano teórico, propugnando una
timocracia,
es decir, una combinación de aristocracia y de democracia, que garantice las competencias y reprima los abusos de la libertad sin caer en la tiranía. Era, como se ve, mucho menos radical que Platón y, por tanto, se nos hace difícil atribuir a esas doctrinas la causa de su desgracia.

El hecho es que Aristóteles no era popular en Atenas, un poco por su carácter austero y huraño, pero sobre todo por sus vínculos con el amo macedonio. Y, encima, existía la rivalidad entre el liceo y la academia, que le creaba antipatías.

Cuando Alejandro murió, Aristóteles fue acusado de «impiedad». Era la acostumbrada excusa a la que se recurrió en el caso de Sócrates. De sus libros fueron entresacadas algunas frases que, tomadas aisladamente, podían sonar a irreverentes; método que, desde entonces, no ha caído jamás en desuso. Entre otras cosas, le echaron en cara también los honores que él había tributado siempre a la memoria de su suegro Herméiades, no tanto porque éste se había vuelto un tirano, cuanto porque había nacido esclavo.

Aristóteles comprendió que era inútil defenderse y a escondidas abandonó la ciudad. «No quiero —dijo— que Atenas se manche con otro delito contra la filosofía.» El tribunal le condenó a muerte por contumacia y tal vez pidió su extradición al Gobierno de Cálcida, donde se retiró en casa de sus parientes maternos. Sea como fuere, no hubo incidente diplomático, pues Aristóteles murió repentinamente, no se sabe si de una dolencia de estómago o, como Sócrates, por ingerir cicuta.

Su cuerpo se sumió en la fosa casi al mismo tiempo que el de su ex alumno Alejandro.

Quinta parte
El helenismo
CAPÍTULO XLVIII

Los diádocos

La mayor parte de los historiadores cierran con la muerte de Alejandro la historia de Grecia, y se comprende por qué; a partir de entonces, o sea durante el llamado «período helenista», que va hasta la conquista de Roma, resulta muy difícil de relatar por la vastedad de los horizontes en que se pierde. El rey macedonio no conquistó el mundo con su increíble marcha hasta el océano Indico, sino que rompió sus barreras, abriendo el Oriente de par en par a la iniciativa griega que se derramó en él con ímpetu torrencial. A Grecia siempre le había faltado una capacidad de coagulación nacional. Mas entonces los centros sobre los cuales gravitaba aquel fragmentado pueblo —Esparta, Corinto, Tebas y sobre todo Atenas— no tuvieron ya una fuerza centrípeta que oponer a la centrífuga. Y como hoy día las naciones europeas han abandonado a Asia y a América el papel de protagonistas de la Historia, así entonces las ciudades de Grecia hubieron de cederlo a los reinos periféricos que se conformaron con la herencia de Alejandro.

Éste, como he dicho, murió sin dejar heredero ni designar sucesor. Fueron, pues, sus lugartenientes, llamados
diádocos,
quienes se repartieron el efímero pero inmenso Imperio sobre el que el pequeño ejército macedonio había plantado su bandera. Lisímaco tuvo Tracia; Antígono, el Asia Menor; Seleuco, Babilonia; Tolomeo, Egipto, y Antípater, Macedonia y Grecia, Éstos procedieron al reparto sin consultar a los Estados griegos en nombre de los cuales Alejandro había realizado su empresa de conquista y que, además, le habían proporcionado un contingente de soldados. Esto demuestra precisamente lo poco que contaban ya entonces aquellos Estados.

Es materialmente imposible seguir las vicisitudes de los nuevos reinos grecoorientales que de tal suerte se formaron a lo largo de todo el arco del Mediterráneo. Nos limitaremos, pues, a resumir las de Antípater y sus sucesores, únicas que tienen relación directa con Grecia y Europa, hasta el advenimiento de Roma.

Plutarco cuenta que, cuando la noticia de la muerte del gran rey llegó a Atenas, la población se echó a las calles enguirnaldadas de flores, cantando himnos de victoria, como si hubiesen sido ellos quienes le mataron. Una delegación se apresuró a buscar a Démostenes, el glorioso desterrado, la gran víctima del fascismo macedonio, que, en realidad, tras haberle condenado por el hecho comprobado de haber estado a sueldo del enemigo, le había dejado huir a un cómodo exilio. La Historia, como veis, es monótona como las miserias de los hombres que la hacen. Demóstenes volvió espumante de rabia y de oratoria contenida, arengó al pueblo en fiestas predicando la guerra de liberación contra Antípater el opresor, organizó un ejército con la ayuda de otras ciudades del Peloponeso y lo lanzó contra Antípater, que lo derrotó en una batalla de pocos minutos.

Antípater era un viejo y bravo soldado que no alimentaba hacia la civilización y la cultura de Atenas los complejos de Filipo y de Alejandro. Impuso crecidas reparaciones a las ciudades rebeldes, dispuso en ellas una guarnición macedonia y deportó, privándoles de la ciudadanía, a doce mil perturbadores del orden público, entre los cuales debía de hallarse también Demóstenes. Éste se fugó a un templo de Calauria. Pero al verse descubierto y rodeado, se envenenó.

Después de aquella lección, los atenienses se mantuvieron un poco tranquilos, bajo el gobierno de un hombre de confianza de Antípater o, como se diría hoy, de un Quisling: el habitual hombre de bien Foción, que obró como mejor no se hubiera podido en aquellas circunstancias. Pero esto no le salvó de ser linchado cuando murió Antípater, y los atenienses se convencieron, una vez más, de haber sido ellos quienes lo mataron. Casandro, el nuevo rey, volvió a intervenir, deportó otra cantidad de gente, dispuso otra guarnición y confió el gobierno a otro Quisling que, por casualidad, fue también un hombre de Estado ejemplar por su honestidad y moderación: el filósofo Demetrio Falareo, alumno de Aristóteles.

Mas aquí sobrevinieron complicaciones entre los diádocos, cada uno de los cuales, naturalmente, soñaba con reunir en sus manos el Imperio de Alejandro. Antígono, el del Asia Menor, creyó tener fuerza para ello, pero fue batido por la coalición de los otros cuatro. Su hijo Demetrio Poliorcetes, que quiere decir «conquistador de ciudades», fue acogido como «liberador» en Atenas, y se acuarteló en el Partenón transformándolo en una
garçonniére
para sus amores de ambos sexos. Los atenienses consideraron democrático y liberal su régimen, que tan sólo era licencioso. En efecto, Demetrio no perseguía más que a quienes trataban de eludir sus galanterías. Uno de ellos, Damocles, para escapar de ella, se tiró a un caldero de agua hirviendo, suscitando, más que la admiración, el estupor de sus conciudadanos, poco avezados a semejantes ejemplos de pudor y de esquivez.

Después de doce años de orgías, Demetrio reemprendió la guerra contra Macedonia, la derrotó, proclamóse rey, mandó a Atenas otra guarnición que puso fin al intermedio democrático y se aventuró en otra larga serie de campañas contra Tolomeo de Egipto, luego contra Rodas y finalmente contra Seleuco, quien, tras haberle derrotado y capturado, le obligó a suicidarse.

Sobre este caos cayó del Norte, en 279 antes de Jesucristo, una invasión de galos celtas. Atravesaron Macedonia presa de la revolución y, por tanto, carente de ejército. Guiados por algunos traidores griegos que conocían los pasos, rebasaron las Termópilas, saqueando ciudades y aldeas.

Después, rechazados hasta Delfos por un ejército constituido de cualquier manera entre todos, se arrojaron sobre Asia Menor, degollaron a la población, y sólo comprometiéndose a pagarles un tributo anual, Seleuco llegó a persuadirles de que se retiraran más hacia el Norte, aproximadamente en la actual Bulgaria.

Afortunadamente, en aquel momento Antígono II llamado Gonatas, hijo de Poliorcetes, lograba sofocar la revolución en Macedonia, y a la cabeza de su ejército barrió los restos de la invasión. Fue un soberano excelente, que entre otras cosas tuvo también la fortuna de permanecer en el trono treinta y siete años seguidos, durante los cuales, con sabiduría y moderación, ejerció con mucho tacto su poder sobre Grecia. Pero Atenas, con la ayuda de Egipto, se rebeló contra él. Gonatas, tras haber vencido sus tropas con irrisoria facilidad, no se mostró riguroso. Limitóse tan sólo a restablecer el orden, dejando para garantizarlo una guarnición en El Pireo y otra en Salamina.

En aquel momento se estaban haciendo en toda la península tentativas para adaptarse a la nueva situación y hallar un equilibrio estable que conciliase el orden con la libertad. Se habían formado dos ligas, la etolia y la aquea, cada uno de cuyos Estados miembros había renunciado a una pizca de su soberanía en favor de la colectiva ejercida por un
strategos
regularmente elegido.

Era un noble y sensato esfuerzo para superar finalmente los particularismos, pero eran los griegos de siempre quienes lo llevaron a cabo. En 245, el
estrategos
aqueo, Arato, persuadió con su habilidad oratoria a todo el Peloponeso —excepto Esparta y Elida, que se mantuvieron al margen— a entrar en la Liga. Luego, sintiéndose lo bastante fuerte, organizó una expedíción de sorpresa contra Corinto, expulsó a la guarnición macedonia y por fin repitió el golpe en El Pireo, donde los macedonios, previa propina, se fueron por su cuenta.

Era de nuevo para toda Grecia, la liberación del extranjero como siempre había sido considerada, injustamente, la Macedonia, que sin embargo, hablaba su lengua y había absorbido su civilización. Pero algunos Estados, no reconociendo en ello más que la supremacía aquea, se apretaron en torno a la Liga etolia, incluyendo Esparta y Elida. Y de nuevo se encendió una guerra fratricida, de la que Macedonia podía haberse aprovechado fácilmente si su «regente», Antígono III, que aguardaba la mayoría de edad de su hijastro Filipo para cederle el trono, hubiese querido hacerlo.

Así Grecia continuó marchitándose en las discordias intestinas y en las revueltas sociales. Estas últimas tocaron finalmente también a Esparta, la ciudadela del conservadurismo, que parecía a resguardo de toda subversión.

La concentración de la riqueza en manos de pocos privilegiados había ido acentuándose cada vez más. El catastro de 244 demuestra que las 250.000 hectáreas de Laconia eran monopolio de sólo cien propietarios. Dado que no había industrias ni comercio, todo el resto de la población era pobre. Un intento de reforma surgió de los dos reyes que, como de costumbre, se repartían el poder en 242: Agides y Leónidas. El primero propuso una distribución de tierras sobre el modelo de Licurgo. Pero Leónidas urdió un complot con los latifundistas y le hizo asesinar con su madre y su abuela que, grandes propietarios a su vez, habían dado el ejemplo del reparto. Fue una tragedia de mujeres del viejo molde heroico. La hija de Leónidas, Quilónides, se puso de parte de su marido Cleómbroto, que a su vez era partidario de Agides, y le siguió voluntariamente al exilio.

Leónidas echó mal sus cuentas dando por mujer a su hijo Cleómenes, por razones de dote, la viuda de Agides. Cleómenes, subido al trono al lado de su padre, se enamoró en serio de su mujer (ocurre, a veces), compartió sus ideas, que eran las del difunto marido, se rebeló contra Leónidas y le mandó al destierro. Cleómbroto fue llamado. Pero Quilónides, en vez de seguir a su esposo triunfante, se reunió con el padre.

Cleómenes operó la gran reforma restableciendo el ordenamiento semicomunista de Licurgo. Luego, identificándose con aquel papel de justiciero, acudió a liberar todo el proletariado griego que lo invocaba. Arato marchó contra él con el Ejército aqueo y fue derrotado. Toda la burguesía griega tembló por su propia suerte, y llamó a Antígono de Macedonia, quien llegó, vio y venció, obligando a Cleómenes a refugiarse en Egipto.

Pero una vez desencadenada, la lucha de clases no remitió, complicando la que ya se desarrollaba por el predominio político y mezclándose con ésta. Despierto ya, el proletariado de los pobres ilotas volvió a insurreccionarse y, de revuelta en represión, no hubo ya paz hasta el advenimiento de Roma.

Olvidábamos decir que cuando Leónidas volvió al trono, Quilónides no le siguió a Esparta. Se quedó en su confinamiento en espera del marido, Cleómbroto, que, en efecto, se reunió con ella.

CAPÍTULO XLIX

La nueva cultura

No se infiere de ningún testimonio que los griegos de la época helenística tuviesen la sensación de que con la muerte de Alejandro hubiese comenzado su decadencia. Al contrario, el bienestar material les dio la impresión de una vigorosa resurrección. El advenimiento de las nuevas dinastías grecomacedonias en los tronos de Seleucia, Egipto, etc., abrió los mercados de estos países, necesitados un poco de todo: el comercio mediterráneo no había sido nunca tan floreciente.

El largo aprendizaje hecho desde los tiempos de Pericles situó a los banqueros de Atenas en una posición preeminente. Instalaron sucursales en las nuevas capitales y monopolizaron todas sus transacciones. Uno de ellos, Antímenes, organizó en Rodas la primera compañía de seguros, que creada en principio como salvaguardia de la fuga de esclavos, se extendió después también a los naufragios y los saqueos de los piratas. La prima era del ocho por ciento. Los tesoros hallados en las cajas de los vencidos y de tos sátrapas derrotados, puestos en circulación masivamente, provocaron una espiral inflacionista, a la cual los salarios no podían adaptarse, si bien, al finalizar el siglo III, se utilizase una especie de «escala móvil». Poco a poco, los desniveles económicos que todavía distanciaban los ciudadanos pobres de los esclavos, disminuyeron, confundiendo los unos con los otros en un proletariado miserable y anónimo.

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