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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (36 page)

BOOK: Historia de los griegos
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El empadronamiento efectuado en Atenas por Demetrio Falereo en 310 antes de Jesucristo, arrojaba estas increíbles cifras: veintiún mil ciudadanos, diez mil metecos y cuatrocientos mil esclavos. Aproximadamente en el mismo período, en Mileto, según las inscripciones halladas sobre las tumbas, cien familias tenían un promedio de ciento dieciocho hijos. En Eretris, sólo una familia de cada veinte tenía dos. No se daba ya el caso de un matrimonio con dos hijas: cuando no las dos, al menos una estaba «expuesta», o se arrojaba por la puerta, a morir de frío.

Esta grave crisis de natalidad era principalmente consecuencia de la del campo, entonces casi totalmente despoblado. El campo, no pudiendo defenderse, estaba más sujeto a las devastaciones durante las guerras. Además los costes de los productos agrícolas se habían vuelto antieconómicos, ya que a la sazón llegaba el trigo de Egipto mucho más barato. La tala de bosques había hecho el resto, especialmente en el Ática, cuyas colinas, dice Platón, semejaban un esqueleto descarnado. Las minas de Laurium eran abandonadas, pues la plata se importaba, a precios más convenientes, de España; y las de oro de Tracia estaban en manos de los macedonios.

¿De qué vivían, pues, los griegos? Principalmente del artesanado y del comercio. Es más, hasta tal punto dependían de ello, que muchos Estados, para sustraerles a los caprichos y las inseguridades de la iniciativa privada nacionalizaron las principales industrias, como hizo Mileto con la textil, Priene con las salinas, Rodas y Cnido con la alfarería. Pero la parte principal de los ingresos eran, un poco como hoy, los envíos de los emigrantes, la mayoría de los cuales no eran en absoluto unos pobres diablos, aun cuando como a tales hubiesen partido, sino unos Niarcos o unos Onassis, propietarios de flotas y de Bancos.

Eran éstos los conquistadores del nuevo mundo, abierto a su iniciativa por el ejército de Alejandro. Los jóvenes Estados que se formaban necesitaban técnicos y sólo la vieja Grecia podía proporcionarlos. Un pequeño agente de cambio, llegado a Bizancio, recibía el encargo de organizar el Banco de Estado. Un modesto empresario marítimo, sólo con que tuviese un poco de práctica en fletes, se veía confiar el mando de la flota mercante. Éstos ganaban mucho, robaban otro tanto y se preparaban para la vejez tranquila en la patria, donde invertían sus ahorros en palacios y villas. Pero cuando volvían a ella, no podían traerse consigo ni el Banco ni la flota, los cuales se quedaban en el país de la inmigración que con ellos competía con los Bancos y las flotas griegas. Es la eterna historia de todos los colonialismos, destinados a matarse por propia mano al convertirse los súbditos en rivales.

En esta situación no sorprende que la vida en las ciudades griegas se hiciese cada vez más refinada, a la sazón, los hombres se rasuraban. Y las mujeres, casi completamente manumitidas, participaban activamente en la vida pública y cultural. Platón les había admitido en su universidad. Una de ellas, Aristodama, tornóse en la más famosa «fina recitadora» de poesías e hizo
tournées
por todos los países del Mediterráneo. Naturalmente, para hacer frente a estos nuevos cometidos, la mujer tenía que abandonar el de la maternidad. El aborto era castigado solamente cuando era hecho en contra de la voluntad del marido. Mas la voluntad de los maridos ha sido siempre la de sus esposas. La homosexualidad se propagaba. Siempre había sido practicada, aun en los tiempos heroicos, mas ahora se había convertido en cosa corriente en todas las clases sociales. Aquellos griegos, un tiempo célebres por su sobriedad, reclutaban en Oriente a los más famosos cocineros, cuya cocina, rica en grasas y especias, les hacía engordar. Los «deportistas» no eran ya atletas —como en tiempos, cuando cada joven estaba obligado a demostrarlo y competía en los estadios por la bandera de su ciudad o de su club—, sino los espectadores que, como hoy día, hacían de «hinchas» sentados y jugaban a las quinielas.

Las dos industrias que más florecían eran las del vestir, sea masculino o femenino, y la de los jabones, catalogados en ciento ochenta y tres variedades de perfumes. Demetrio Poliorcetes impuso a Atenas un tributo de algo así como quinientos millones de liras, justificándolo precisamente como «gastos de jabón» para su amante Lamia. «¡Caramba, qué sucia debe ser!», comentaron los guasones atenienses.

Otro artículo que absorbía entonces muchos recursos privados eran los libros. Acaso más por esnobismo que por verdadero afán de cultura, pero sobre todo porque la lengua griega se había tornado oficial incluso en Egipto, Babilonia, Persia, etc. La produción comenzó a realizarse en serie, empleando a millares de esclavos especializados. El papiro importado de Alejandría proporcionaba un excelente material. Y para hacer más corriente el trabajo de escritura, se inventó una nueva y más sencilla grafía, o sea un especie de taquigrafía.

Las vicisitudes de la biblioteca de Aristóteles muestran hasta qué punto llegaba esta pasión bibliófila. A la muerte de Platón, Aristóteles había comprado cierto número de volúmenes de aquél por más de diez millones de liras y los había añadido a los suyos, que debían de ser muchos más. Al huir de Atenas, los dejó a su alumno Teofastro, que a su vez los dejó a Neleo, el cual se los llevó a Asia Menor y, para sustraerlos a la codicia del rey de Pérgamo, que era goloso de ellos, los enterró. Un siglo después fueron descubiertos por puro azar, desenterrados y adquiridos por el filósofo Apelicón, que los copió todos intercalando texto, a su juicio, donde la humedad había roído las páginas. Con qué inteligencia lo hiciera no se sabe. Acaso la prosa de Aristóteles nos parecería menos aburrida sin aquellos retoques. El tesoro cayó en manos de Sila cuando éste conquistó Atenas en 86 antes de Jesucristo, siendo finalmente llevados a Roma, donde Andrónico recopiló y publicó los textos.

Otros apasionados fueron los Tolomeos. En su Corte, el cargo de bibliotecario era uno de los más elevados, porque llevaba también aparejado el de tutor del heredero del reino. Por él, los nombres de los que lo ostentaron han pasado a la Historia como Eratóstenes, Apolonio, etc. Tolomeo III reunió más de cien mil volúmenes, que requisó en todo el reino, compensando a sus propietarios con copias redactadas a costa suya. Alquiló en Atenas, por casi cien millones de liras, los manuscritos de Esquilo, de Sófocles y de Eurípides. Y también de éstos devolvió tan sólo las copias, guardándose los originales.

Poco a poco, la caligrafía convirtióse en un arte tan prestigioso que procuró a muchos esclavos la ciudadanía. Las «tiendas de escritura» se multiplicaron y perfeccionaron hasta alcanzar la eficiencia de verdaderas y propias casas editoriales. Nació un «anticuariado» para la autenticación y el acopio de los manuscritos antiguos, por los cuales los aficionados pagaban cifras fabulosas. El filólogo Calimaco compiló el primer catálogo de todos los originales existentes en el mundo y de sus primeras ediciones. Aristófanes de Bizancio, inventó las letras mayúsculas, la puntuación y los «a parte». Aristarco y Zenódoto reordenaron la
Ilíada
y la
Odisea,
que sobreviven precisamente según su presentación.

Todo eso nos dice qué cosa fue la «cultura» del periodo helenístico. No era ya la inventiva de poetas y de pensadores, que la intercambiaban en el
ágora
y en los salones de Pericles, dejando a sus discípulos el cuidado de transcribir después lo que en ellos había sido dicho. Había perdido de hecho aquel tono de conversación y de improvisación que le daba un perfume de cosa inmediata y sincera y se había vuelto un hecho técnico, de estudiosos especializados, tan buenos en lo tocante a crítica y bibliografía como pobres en inspiración creadora. Éstos compilaban catálogos y biografías, se peleaban por las interpretaciones, se dividían en escuelas, pandillas y sectas. Pero escribían solamente para leerse entre ellos; y sacaban a relucir prosa y hasta poesías profesorales, perfectas en cuanto a métrica, pero desprovistas de calor.

De bueno y de útil hicieron solamente la gramática y los diccionarios. La lengua griega, al mezclarse con las orientales, se corrompía en eso que hoy llamaríamos un
petit négre.
Son fenómenos que no se pueden parar, y de hecho tampoco los filósofos griegos lo consiguieron. Pero debemos estarles agradecidos de haber salvado el griego clásico y habernos proporcionado la clave de él, aunque los estudiantes de Instituto de hoy lo maldigan precisamente por eso.

En los palacios y en las villas de los señores atenienses de aquel período era de obligada elegancia hablar la lengua antigua, subrayando incluso los arcaísmos, como hacen los alumnos de Eton en Inglaterra, y plantear interminables discusiones sobre este u otro fragmento de Homero o de Hesiodo. Y también éste era un signo de inactualidad y de progresivo despego de una vida que ya había encontrado otros centros y que palpitaba más vigorosamente en los de Asia y de Egipto.

CAPÍTULO L

Pequeños «grandes»

Ya que el Teatro es el espejo más inmediato de una sociedad, la helenística halló el suyo en las comedias de Menandro, que se comenzaron a representar precisamente el mismo año de la muerte de Alejandro. Fueron ciento cuatro y no quedan más que algunos fragmentos; lo que basta, sin embargo, para hacernos comprender cómo eran los pequeños y los grandes de aquel tiempo. Escuchando una exclamó un crítico: «Oh, Menandro, oh, Vida, ¿quién de vosotros imita al otro?» No lo sabemos. Sabemos tan sólo que ambos se contentaban con poco; poner los cuernos a la mujer o al marido, eludir los impuestos y arramblar con la herencia del tío rico. Mas no podemos culpar a Menandro si, en su época, eran ésos los grandes problemas de la vida ateniense.

Menandro vivió igual que escribió, o sea sin tomarse las cosas demasiado en serio. Guapo, rico y de educación señoril, tomó el placer donde lo encontró, y lo encontró sobre todo en las mujeres, con gran desesperación de Glicerias, su esposa, que tuvo la desgracia de amarle apasionadamente y de ser celosa. Como autor, el público prefería a Filemón, del cual no ha quedado nada, pero de quien se sabe, por los cronistas de entonces, que era un habilísimo organizador de
claques.
Al decir de los competentes, Menandro valía mucho más que él, especialmente por su estilo elegante y limpio. De cualquier modo, fue Menandro a quien el romano Terencio tomó por modelo. De vez en cuando también escribía poesías. Y en alguna de ellas, extrañamente, presintió su propia muerte en el mar. Ahogóse, en efecto, a los cincuenta y dos años, a causa de un calambre, mientras nadaba en aguas de El Pireo.

Otro autor, mas no de teatro, que representa muy bien la refinada y lánguida sociedad helénica, fue el poeta Teócrito, que trajo a la lírica griega una gran innovación: el sentimiento de la Naturaleza. Los griegos, como todos los meridionales, italianos incluidos, no lo habían tenido nunca y la inspiración la habían buscado siempre, si acaso, en la Historia, es decir, en los hechos humanos, aunque se los atribuyeran a los dioses. En Teócrito, por primera vez, se advierte el susurro de las aguas y el rumor de los árboles.

Había nacido en Sicilia, pero hizo carrera en Alejandría —donde entonces se iba con preferencia a Atenas—, componiendo un panegírico para Tolomeo II, que se lo llevó a la Corte. Pero seguramente el éxito de sus
Idilios
fue debido a las damas, que los encontraron «exquisitos» y ciertamente lo eran en cuanto a lenguaje y a estilo. Teócrito lo tenía todo para gustar a las mujeres: la gentileza, la melancolía y la homosexualidad. Mas sobre todo a tono con la época, tenía eso que los portugueses habrían llamado
saudade,
o sea esa mezcla de nostalgia, de lamento y de veleidosas aspiraciones en las que él zambullía su pena y que es lo típico de una sociedad en decadencia.

Pero más que el literario, es el recuento del pensamiento filosófico lo que nos da el sentido y la medida del lento deslizamiento de Grecia hacia posiciones, por decirlo así, periféricas y de su renuncia a buscar las respuestas a los grandes porqués de la vida, de la justicia y de la moral. En este terreno, Atenas mantuvo la preeminencia. Gracias a las dos grandes escuelas que siguieron floreciendo en ella después de la desaparición de los dos fundadores y maestros: la academia y el liceo.

El liceo había sido confiado por Aristóteles, cuando huyó de la ciudad, a Teofrasto, que lo rigió ininterrumpidamente durante treinta y cuatro años. Venía de Lesbos y su verdadero nombre no se sabe, o acaso lo había olvidado también él, una vez acostumbrado al que le diera Aristóteles y que significa: «elocuente como un dios». Diógenes Laercio le describe como un hombre tranquilo, benévolo y afable, tan popular entre los estudiantes, que llegaban a dos mil los que asistían a sus lecciones. No era un gran pensador; la Filosofía propiamente dicha le debe bien poco. Acentuó la tendencia científica y experimental del liceo, o sea su carácter empírico, dedicándose sobre todo a la Historia Natural. Era un profesor ejemplar con su claridad, llaneza y eficacia expositiva. Escribió un libelo, superficial y desenfadado, contra el matrimonio, que más tarde hizo montar en cólera a Leoncia, la amante de Epicuro, que le contestó con otro libelo. Pero la obra que de él ha quedado y que todavía hoy se lee con gusto, es la que él tal vez daba menos importancia y que escribió como pasatiempo:
Los caracteres,
libro digno del memorialismo francés del siglo XVIlI.

Teofrasto se mantuvo al margen de la política, lo que no impidió a un tal Agnónides denunciarle acusándole de la consabida «impiedad». Como su maestro, Teofrasto no quiso afrontar los riesgos de un proceso y, con gran sigilo, abandonó Atenas. Pero pocos días después, los comerciantes del barrio se manifestaron tumultuosamente delante de la Asamblea: Teofrasto había sido seguido en su exilio por centenares de alumnos, todos clientes de los establecimientos de aquéllos, que ya no sabían a quién vender. Así, no por escrúpulo de justicia o por amor a la Filosofía, sino para que no se estropeasen salchichones y quesos sicilianos, fue retirada la acusación y Teofrasto volvió en triunfo a su liceo, donde permaneció hasta la muerte, que le llegó a los ochenta y cinco años.

Después de él, la escuela, precisamente por su especialización científica, decayó. Era un campo nuevo, en el cual Atenas no podía jactarse de tener una gran tradición que oponer al moderno instrumental de Alejandría, encaminada ya a convertirse en la capital de la técnica. Siguió floreciendo, por el motivo opuesto, la academia, que después de Platón había pasado por poco tiempo a manos de Espeusipo y luego a las de Xenócrates. que la dirigió durante veinticinco años.

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