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Authors: Ava McCarthy

Jugada peligrosa (41 page)

BOOK: Jugada peligrosa
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Pero Leon ya sabía la respuesta. Como siempre, El Profeta lo estaba utilizando. Quería que fuera él quien asumiera las consecuencias. Así funcionaba El Profeta: siempre lo controlaba todo desde la distancia pero dejaba el riesgo para los demás. Ni siquiera en la etapa más exitosa de la organización realizó una sola operación. Leon, Sal y Jonathan fueron los únicos que se jugaron su carrera profesional. El Profeta se llevó buena parte de las ganancias pero tuvo mucho cuidado de no dejar ninguna pista que lo delatara. Además, la muerte de Jonathan pareció un accidente y no levantó ninguna sospecha.

Volvió a mirar la foto y se fijó en aquellos ojos desvaídos propios de un psicópata. Se pasó un dedo por el cuello de la camisa y reparó en que todas las pistas lo señalaban como culpable. En caso de que les sucediera algo a Sal o a su hija, podía acabar pagándolo caro. Dios santo, su detective privado había puesto el apartamento de Harry patas arriba, la había seguido por todas partes y había presenciado el atropello de Sal. El corazón se le desbocó. Para más inri, Leon había recibido el extracto de cuenta de la chica en su domicilio. Sin lugar a dudas, su dirección estaría almacenada en los ordenadores del banco. Emitió un leve gemido. Santo cielo, ¿cómo podía haberse metido en semejante lío?

Cogió el informe. Tenía que encontrar algo útil. ¿Qué le había dicho Quinney? «He incluido todos sus nombres en el informe.» Hojeó rápidamente las páginas, sin entretenerse en los detalles. Quinney ya le había informado por teléfono sobre los movimientos de la muchacha. Echó un vistazo a las biografías, pero iba demasiado deprisa como para retenerlo todo. Aun así, pudo comprobar que Quinney se había esmerado. Nombres, edades, familiares, currículums profesionales, información económica: todo estaba allí. Veía las palabras borrosas. Le llamó la atención el nombre de JX Warner y se quedó mirando fijamente aquella página. Siempre había creído que El Profeta era un banquero de inversión de aquella entidad. Se acordó de una de las caras que había visto en las fotos. ¿Cuántos años hacía? ¿Diez? ¿Doce? Cogió las fotos y las examinó de nuevo. No sabía que el viejo cabezón hubiera trabajado en JX Warner aunque desde luego no había sido el único.

Miró con atención las instantáneas, escogió dos y comprobó los nombres que aparecían en el dorso. Después, volvió a examinar los correspondientes rostros. ¿Qué relación había entre ellos? Cogió el informe y fue directo a las biografías. En esta ocasión, las leyó con calma. Sabía lo que buscaba, y allí estaba, marcado en negrita. Hasta Quinney se había dado cuenta de la importancia que revestía. No podía tratarse de una coincidencia.

Leon volvió a meterlo todo en el sobre. Los dedos le temblaron al intentar cerrar la solapa. Se abrió paso entre los asientos vacíos en dirección al gris vestíbulo y salió a la calle. La luz clara de la tarde le cegó los ojos. Se echó a correr por la acera con el pulso acelerado; su respiración era irregular. Quizá no tuviera acceso al dinero de la chica, pero ¿y si por fin había descubierto la identidad de El Profeta? Eso tenía que valerle de algo.

Se enjugó el sudor de la frente y guardó el sobre dentro del anorak. La adrenalina le había anestesiado y ya no sentía ningún dolor en el estómago. Sabía mejor que nadie que aquel hallazgo era peligroso pero, por otro lado, también le otorgaba poder.

El tráfico rugía a su alrededor; los camiones y las motos aceleraban y desaceleraban alternativamente por las calles abarrotadas. South Circular Road se encontraba a diez minutos a pie, pero se apresuró y sólo tardó cinco minutos en llegar. Giró a la izquierda para tomar St. Mary’s Road y dejó atrás el quejido de los motores. Buscó las llaves a tientas. Quería ducharse y cambiarse de ropa mientras calculaba el próximo paso que iba a dar.

Al otro lado de la calle, una mujer de cabello oscuro apoyada en la reja de su habitación fumaba un cigarrillo. Al verlo acercarse se puso derecha. Leon entrecerró los ojos. Le resultaba familiar. Oyó el ruido de un motor a sus espaldas mientras intentaba averiguar de quién se trataba. Era corpulenta y lucía un peinado de casquete. Ya sabía quién era: aquella reportera entrometida que cubrió el juicio. ¿Qué demonios estaba haciendo allí?

Se dispuso a cruzar la calle. Ignoraría a la periodista, era una bruja entrometida. No había olvidado el desdén con el que había escrito sobre él. Sal siempre encontraba tiempo para ella, nunca entendió por qué.

La reportera alzó un brazo y le gritó algo. Al diablo con ella, tenía otras cosas en la cabeza. De repente, la mujer se llevó una mano a la boca y dejó caer el cigarrillo. Parecía que miraba fijamente algo que había detrás de Leon. Este decidió darse la vuelta y se quedó paralizado.

Una motocicleta circulaba disparada en mitad de la calzada con su conductor agazapado hacia delante como un jinete. El bramido del motor penetró en los oídos de Leon. Trató de apartarse, pero sus pies eran sacos de arena. La moto, de un reluctante color negro, imparable, se dirigía a él a toda velocidad. Los pies de Leon reaccionaron y saltó a un lado, pero ya era demasiado tarde. La moto se alzó como un semental y chocó contra su pecho. Salió disparado hacia arriba de espaldas y sus pulmones expelieron el aire con fuerza. Vio pasar las casas; los muros parecieron inclinarse. Aún no sentía ningún dolor.

Antes de caer, la rueda trasera de la moto le golpeó un hombro. El conductor agachó bien la cabeza y la inclinó a un lado como si tratara de descubrir alguna señal de dolor en el rostro de su víctima. Llevaba la visera del casco levantada y Leon distinguió unos ojos translúcidos y descoloridos con dos minúsculas pupilas.

El cielo dio un vuelco. Leon visualizó durante un instante la sonrisa de su hijo. Entonces, el suelo se levantó hacia él por detrás y chocó contra su cráneo.

Capítulo 49

—Señora, ¿éste es el fax que quiere que le envíe?

Harry apartó la vista del trozo de papel que sostenía en la mano y miró a la recepcionista del hotel.

—Quizá sea mejor que lo repase una vez más —contestó.

—De acuerdo. Cuando esté lista, hágamelo saber.

La recepcionista se retiró para contestar el teléfono. La blusa de algodón blanca que lucía parecía seca y recién planchada. Harry se preguntó cómo lo conseguía, ya que la suya se le pegaba al cuerpo como si tuviera cola.

Echó un vistazo al fax que había escrito en la habitación del hotel. Los latidos del corazón le martilleaban los oídos y veía las palabras algo borrosas. ¿Y si Rousseau no había hecho el cambio? Quizá no se había tomado en serio su farol. Parpadeó para poder leer mejor y revisó el fax de nuevo. Estaba dirigido a Owen Johnson, el gestor de la cuenta de su padre.

Estimado Sr. Johnson:

Con referencia a la cuenta número 72559353, con código de autenticación «Pirata», le notifico que deseo cancelarla y transferir todo el saldo al siguiente depósito bancario:

Código SWIFT: CRBSCHZ9

IBAN: CH9300762011623852957

Como indica el protocolo de seguridad, llevaré a cabo las gestiones pertinentes para realizar esta transferencia con usted hoy mismo.

El primer número de cuenta era el de su padre, y el segundo pertenecía a El Profeta. No era necesario firmar.

Harry miró su reloj: las 10.04 horas. En caso de que Rousseau hubiera decidido al fin colaborar con ella, ¿habría tenido tiempo suficiente para hacerlo? Lo último que necesitaba era que alguien abriera el archivo de su padre antes de que Rousseau hubiera introducido en él los documentos de identificación de Harry. Se balanceó de un pie a otro. El plazo que le había impuesto El Profeta finalizaba al mediodía, hora bahameña. Tenía que dar el paso.

Entregó el escrito junto con el número de fax de Johnson que había descubierto entre las anotaciones de póquer de su padre. La recepcionista se acercó a la máquina situada detrás del escritorio e introdujo la hoja en ella. La máquina emitió un pitido y Harry vio que la mujer cogía papel de un montón que había en el suelo para alimentarla. Tenía la elegancia de una azafata de vuelo pero era lenta como una tortuga. Harry apretó los dientes para contener un grito. Finalmente, la máquina se tragó el fax y lo expulsó por el otro extremo.

Harry regresó corriendo a su habitación. Buscó el móvil que había dejado en la mesita de noche, vio tres llamadas perdidas de Ruth Woods y marcó el número de la periodista. Le saltó el buzón de voz. Harry le dejó un mensaje y le aseguró que la llamaría cuando estuviera de vuelta en Dublín por la mañana. Después se sentó en el borde de la cama y llamó al banco. Adoptó un tono profesional cuando citó el número de cuenta de su padre y concertó una cita con Owen Johnson a las 11.15 horas.

Colgó el teléfono. En menos de una hora, entraría en la oficina de Johnson para transferir dieciséis millones de dólares fuera del banco. Se preguntaba si aquel hombre la estaría esperando a ella o más bien a su padre.

Movió la cabeza de un lado a otro y recogió algunos papeles para llevárselos al banco. Abandonó el hotel a pie y empezó a caminar por Bay Street con la intención de refugiarse bajo la sombra siempre que fuera posible. El aire bochornoso le rozaba la piel como un cálido algodón. Al llegar a Rosenstock Bank, tenía el cuero cabelludo empapado de sudor.

La chica de recepción le sonrió.

—¿De vuelta tan pronto?

Maldita sea, no pensaba que fuera a reconocerla.

Juliana descolgó el teléfono.

—Avisaré a Glen Hamilton de su parte.

—No, no, no la moleste. —Mierda, lo único que le faltaba era que Glen Hamilton apareciera por allí—. En realidad, he venido para reunirme con Owen Johnson.

Juliana arqueó las cejas.

—Ah, de acuerdo, ningún problema.

Pulsó algunas teclas en el ordenador.

—Está en el mismo piso que Glen. ¿Recuerda los ascensores? Súbase en el segundo.

Harry le dio las gracias y siguió sus instrucciones. El mismo ascensor a lo Gran Hermano del día anterior la llevó al segundo piso, en el que también la misma joven la acompañó por el pasillo. Harry iba mirando las puertas de color beis; tenía el corazón en un puño, Glen podía aparecer en cualquier momento. Su móvil vibró en el fondo del bolso y lo sacó. Era Ruth Woods otra vez. Harry lo desconectó; ya la llamaría más tarde.

Su escolta abrió una puerta al final del pasillo y Harry entró en un despacho. En aquella ocasión, el gestor de la cuenta la estaba esperando.

Se lo encontró sentado detrás de un escritorio repleto de papeles. Debía de rondar los sesenta años, tenía la piel muy morena y una fría expresión en el rostro. Durante un momento se hizo el silencio. Harry oyó cómo se cerraba la puerta detrás de ella. Entonces, el tipo se levantó.

—Soy Owen Johnson —dijo.

Tenía la constitución propia de un rottweiler con sobrepeso. Aquel cuerpo fornido era una masa sólida de gruesos músculos y grasa, y su mandíbula parecía lo bastante robusta como para arrancarle un brazo de un mordisco. Harry atravesó el despacho y estrechó su sudorosa mano.

—Y yo Harry Martínez —respondió.

Johnson buscó su mirada con aquellos ojos redondos y protuberantes.

—Creo que no nos hemos visto nunca.

No era una pregunta. Harry tuvo la certeza de que Owen Johnson recordaba todas las caras que veía. Ella le sonrió y negó con la cabeza mientras trataba de ofrecer el aspecto de una multimillonaria en lugar del de una
hacker
mentirosa.

Johnson volvió a sentarse y le hizo una seña para que cogiera la silla de respaldo recto que había enfrente. Harry también tomó asiento. El mobiliario era más funcional que el de la oficina de Glen Hamilton. El escritorio era sencillo y macizo, y las sillas robustas. Nada de antigüedades valiosas ni juegos de café que estorbaran a la hora de trabajar. Harry se preguntó si los gestores podían escoger la decoración de sus despachos.

Johnson se aclaró la voz y frunció el ceño al mirar los papeles. Harry se puso tensa. Tenía una caja de abacá abierta sobre el escritorio. Había quitado las pinzas que sujetaban los documentos y éstos, una vez sueltos, ocupaban casi toda la caja. Las páginas estaban arrugadas y manoseadas. Tenía que tratarse del archivo de su padre.

Harry rompió el silencio.

—Espero que haya recibido mi fax. Como le explicaba en él, me gustaría transferir mi dinero a otra cuenta lo antes posible.

Le entregó una copia. Johnson le echó un vistazo sin mencionar si lo había leído antes. Harry sacó el pasaporte del bolso y también se lo dio. Johnson lo abrió por la página de la fotografía y la examinó con el ceño fruncido. Después, extrajo un documento de la caja para compararlo. Harry se quedó sin respiración. Intentó leerle la cara, pero su expresión se mantenía imperturbable. Él la miró a los ojos. Quiso tragar saliva pero hizo todo lo posible para evitarlo.

Sin mediar palabra, Johnson cerró de golpe el pasaporte y se lo devolvió. Dejó el otro documento dentro del archivo y Harry pudo entrever la fotografía grapada en la primera página. Las firmas cubrían la mitad del rostro, pero la mata de rizos oscuros que lo enmarcaban resultaba inconfundible. Sus pulmones volvieron a funcionar. Era su impreso de solicitud. Rousseau había dado el cambiazo.

—¿Me permite preguntarle si está satisfecha con el servicio que le ha ofrecido Rosenstock? —dijo Johnson.

—Sí, absolutamente. —Su corazón latía con fuerza—. Es sólo que ahora tengo otros planes para mi dinero.

Johnson cambió de postura, se recostó en la silla y juntó las yemas de los dedos de ambas manos.

—Qué extraño. Sólo había visto una vez este archivo, cuando me lo asignaron hace ocho años. Recuerdo este apellido, Martínez. —La miró fijamente sin pestañear—. Pero siempre había pensado que nuestro cliente «Pirata» era un hombre.

Harry intentó sonreír, pero su rostro estaba tenso.

—Probablemente es por mi nombre. La gente siempre piensa que soy un hombre.

Johnson dio un golpecito al juntar los dedos. No le quitaba la vista de encima.

—Seguro que es por eso.

Entregó a Harry un impreso del montón de papeles que tenía en el escritorio junto con el fax original.

—¿Podría rellenar esto para permitirme autorizar la transferencia?

Harry echó un vistazo al impreso. Era breve y conciso; le pedía los datos de la cuenta de origen y de la de destino, la cantidad de dinero que deseaba transferir y, por supuesto, el código de autenticación y su firma. También había un apartado reservado para que Johnson refrendara el documento. Empezó a cumplimentarlo y copió los números de cuenta que aparecían en el fax.

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