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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (2 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Al evocar aquellos años muertos, Maud recordó haber visto por última vez el nombre de Easterday un par de años después de que se conocieran en Tahití. Por aquella‚ poca acababan de publicar su estudio sobre los indígenas de Bau, una de las islas Fidji, y Adley le dijo que debía enviar un ejemplar dedicado de la obra a Easterday. Ella así lo hizo y varios meses después Easterday le agradeció el envío con una breve carta, cortés y formularia, pero en la que manifestaba verdadera alegría por que tan augustos conocidos se hubiesen acordado de él… utilizó efectivamente la palabra "augustos", lo cual disipó las pocas dudas que pudiesen quedar a Maud acerca de la formación de Easterday, que llevaba el cuño de la Universidad de Gotinga.

Esta fue la última noticia que tuvo Maud de "A. Easterday"… aquella esquela de gracias recibida hacía seis o siete años… hasta aquel mismo momento. Examinó las señas de Easterday. ¿Qué podía querer de ella aquel ser borroso y medio olvidado, que se dirigía a ella a través de tantas millas de océano? ¿Dinero, una recomendación, datos, acaso? Sopesó el sobre en la palma de la mano. No, era demasiado grueso para contener una petición. Más bien le olía a oferta. En aquel sobre, pensó, Easterday le enviaba algo que tenía que quitarse de encima.

Tomó de su mesa la daga achanti —recuerdo de su viaje a África en aquellos tiempos de entreguerras en que aún no había nacido Ghana— y con un solo y experto golpe, rasgó el sobre.

Desplegó las finas hojas de papel de avión. La carta estaba pulcramente mecanografiada con una máquina vieja y defectuosa, que llenaba de agujeros las palabras —especialmente cuando éstas contenían una e o una o—, pero sin embargo, la misiva estaba pulcra y laboriosamente escrita a un solo espacio. Hojeó e mazo de papel de avión, contando veintidós hojas. Necesitaría tiempo para leerlas. Tenía que despachar el resto de la correspondencia y tomar unas notas para sus clases de aquella mañana. Sin embargo, sentía el curioso, antiguo y familiar aguijón de su segundo yo, aquella Maud Hayden nada intelectual y menos objetiva, que se agazapaba en su interior y que ella mantenía oculta porque precisamente era su yo femenino, intuitivo y sin un adarme de espíritu científico. Entonces aquel segundo yo volvió por sus fueros, para recordarle los misterios y emociones que con tanta frecuencia en años ya lejanos le llegaron de tierras exóticas. Su segundo yo raras veces pedía la palabra, pero cuando lo hacía, ella no podía hacerle caso omiso.

Sus mejores momentos fueron debidos a haberle obedecido.

Dejando a un lado el sentido común y el apremio de tiempo, sucumbió a la tentación. Se repantigó pesadamente en la butaca giratoria, haciendo oídos sordos a sus metálicas protestas, levantó la carta, la acercó a sus ojos y empezó a leer lentamente lo que confiaba fuese el mejor de los pequeños placeres de aquel día:

PROFESOR ALEXANDER EASTERDAY

HOTEL TEMEHAMI, PAPEETE,

TAHITÍ

Dra. Maud Hayden

Decano de la Facultad de Etnología

Edificio de Ciencias Sociales, Sala 309

Colegio Raynor

Santa Bárbara, California, Estados Unidos

LA ISLA DE LAS TRES SIRENAS

Apreciada Dra. Hayden:

Estoy seguro de que esta carta constituirá una sorpresa para usted y confío en que aún no haya olvidado mi nombre. Me cupo el gran honor de acompañar a usted y a su ilustre esposo hace diez años, cuando ustedes pasaron varios días en Papeete, durante su viaje de las islas Fidji a California.

Supongo que recordará usted la visita que efectuó a mi tienda de artículos polinesios, situada en la Rue Jeanne d'Arc, donde tuvo usted la bondad de felicitarme por mi colección de piezas arqueológicas primitivas. También constituyó un momento memorable en mi vida la amable invitación que me hicieron usted y su esposo para que les acompañase a cenar.

Aunque vivo al margen de las corrientes principales de nuestro tiempo, no he perdido contacto con el mundo exterior, gracias a la suscripción a varias publicaciones de arqueología y etnología, así como a Der Spiegel, de Hamburgo. Por lo tanto, he podido seguir más o menos sus actividades, lo cual ha hecho que me sintiese orgulloso de haberla conocido. Asimismo adquirí algunos de sus primeros libros en fecha reciente, en las ediciones en rústica, que para mí resultan más accesibles, y los he devorado con enorme interés. Estoy convencido, y no soy el único en creerlo, de que su eminente esposo y usted han efectuado las aportaciones más importantes a la etnología moderna.

Por consiguiente, leí con el más profundo asombro y pesar, hace tres o cuatro años, la noticia del fallecimiento de su esposo, que fue publicada en Les Debats, nuestro semanario local. La noticia me impresionó demasiado para darle entonces mi pésame, pero ahora que han pasado ya unos años, le ruego que reciba mi más sincera condolencia. Espero que habrá sabido sobrellevar con fortaleza esta pérdida y que actualmente se encontrará repuesta y en buena salud, dedicada de nuevo a la enseñanza, a escribir nuevos libros y a viajar. Únicamente tengo las señas que figuraban en la tarjeta que usted me entregó y confío en que esta carta llegará a sus manos, pero si ha cambiado de domicilio, estoy seguro de que las autoridades de Correos de todos modos harán llegar la carta a su destino. Lo que me hace decir "confío que esta carta llegará a sus manos" es el convencimiento de que su contenido podrá interesarla profundamente y acaso ejerza un gran efecto en el curso ulterior de sus trabajos.

Antes de pasar a informarla de las curiosísimas noticias que han llegado a mi conocimiento, debo refrescar su memoria —caso de que esto sea necesario— sobre parte de la conversación que sostuvimos hace diez años, después de cenar juntos en Papeete, cuando tomábamos café y usted y su esposo me daban las gracias por las pequeñas anécdotas e historias que acababa de referirles. Tomamos en silencio el licor durante unos minutos y entonces usted me dijo lo siguiente, puedo repetirle, no por recordar sus palabras, lo cual se prestaría a error, sino porque las guardo anotadas en un diario que llevo desde hace varios años. Dijo usted en aquella ocasión:

"Profesor Easterday, nuestro viaje a Fidji, nuestros desplazamientos por toda la Melanesia y últimamente nuestras breves visitas a Tonga, las islas Cook, las Marquesas y nuestra actual visita a Tahití, han dado tal fruto, que mi esposo y yo estamos convencidos de que debemos visitar de nuevo estas regiones. Queremos volver a la Polinesia en un próximo futuro. No obstante, tiene que haber una razón, un motivo, para esta nueva visita. Y aquí es donde usted puede sernos útil, profesor Easterday. He aquí lo que vamos a pedirle: si alguna vez se entera usted de la existencia de un pueblo polinesio en un atolón desconocido, cuya cultura no haya sido contaminada por contactos exteriores ni se haya visto sujeto a estudio científico, deseo que nos comunique inmediatamente tal descubrimiento. Si este pueblo y el atolón en que vive son dignos de que emprendamos su estudio, si pueden enseñarnos algo acerca de las costumbres humanas, organizaríamos una expedición. En cuanto a usted, cuente con una buena recompensa".

Cuando escuché estas palabras, Dra. Hayden, me conmovió la fe que usted depositaba en mí. Al propio tiempo, como usted recordará, tuve que reconocer que no creía serle de mucha ayuda. Le dije que, según yo creía saber, no existían islas de importancia, o sea habitadas, que no fuesen conocidas y no figurasen en las cartas marinas por haber sido visitadas y estudiadas.

A continuación le dije francamente que entre exploradores, misioneros, balleneros, comerciantes y después militares, turistas, pescadores de ostras y etnólogos, habían llegado hasta el último rincón de aquella zona y que era muy poco probable que quedase aún alguna isla desconocida o virgen.

A pesar de mi tajante afirmación, si no recuerdo mal, usted no dio su brazo a torcer. Después supe que esta actitud es típica en usted y que su perspicacia, optimismo y tenacidad han contribuido a ganar su bien merecida fama. Y así fue como usted entonces me dijo:

"Profesor Easterday, si bien usted conoce Oceanía mejor que nosotros la conoceremos jamás, debo decirle que nuestra experiencia previa en otros muchos lugares nos ha enseñado que no todo está descubierto ni es conocido y que la naturaleza aún sabe reservarnos sus pequeñas sorpresas.

A decir verdad, yo he conocido personalmente a varios etnólogos que estuvieron en el Pacífico con las Fuerzas Armadas durante la última guerra y me confesaron haber visitado media docena de islas desconocidas, habitadas por tribus primitivas, y que no figuraban en ningún mapa existente.

Estos etnólogos se mostraron muy reticentes acerca de estas islas vírgenes y no mencionaron su situación a nadie, por temor a que las pusiesen en las cartas marinas y en los mapas. Prefirieron guardárselas para sí y reservarlas para el día en que disponiendo de tiempo y dinero pudiesen organizar una expedición particular para investigarlas científicamente. Como usted puede comprender, esta clase de exclusivas tiene a veces gran importancia en las ciencias sociales. Yo estoy convencida de que entre los diez mil y pico de atolones, islas de coral e islas volcánicas de Oceanía, debe de haber algunas islas perdidas, por así decir, dignas de un meticuloso estudio. Se lo repito, profesor, si alguna vez se enterase usted de la existencia de una de estas islas, habitada por un pueblo cuyas costumbres permanezcan aún ignoradas, le ruego que se acuerde de nosotros y del profundo interés que sentimos por semejante descubrimiento. No olvide lo que esta noche le digo, profesor Easterday. No lo olvide. Y le prometo que llegado el caso, no tendrá que lamentarlo".

No olvidé ni por un momento lo que hablamos aquella noche, doctora Hayden. Usted acaso lo haya olvidado, después de los muchos años transcurridos, pero yo no. Lo que usted me pidió ha estado siempre en el fondo de mi espíritu. Aunque justo es reconocerlo, en los últimos años, especialmente cuando la civilización occidental, con sus máquinas y reactores, fue esparciéndose cada vez más por el sur del Pacífico, yo pensé que su esperanza y la búsqueda que yo debía emprender para satisfacerla, no eran más que una quimera imposible. Tanto usted como yo, sabemos que en el planisferio terrestre aún existen regiones inexploradas —el interior de la Nueva Guinea holandesa, zonas fronterizas entre China, Birmania y la India, las selvas del alto Amazonas, donde habitan tribus jamás vistas por el hombre blanco. Pero su idea de una isla habitada en plena Oceanía, que aún no hubiese sido visitada por nadie, me parecía un sueño. Debo confesar que terminé por abandonar casi totalmente la empresa, sin prestar oídos a rumores o confidencias que pudiesen resultar de interés para convertir su sueño en realidad. Hasta que de pronto, la semana pasada, por pura casualidad y cuando ya había dejado de pensar en la cuestión, he aquí que ocurrió algo inesperado.

Sí, Dra. Hayden, he encontrado la isla de sus sueños.

Le ruego que me perdone si mi falta de dominio del inglés no me permite expresar toda la emoción que me embarga al comunicarle esto por escrito. ¡Cómo desearía saber expresarme bien en su idioma, en un momento como éste! Pese a mis limitaciones, sin embargo, me esforzaré por participarle lo mejor posible el entusiasmo y la emoción que me dominan.

Después de una década he conseguido encontrar, entre los millares de islas de Oceanía, el paraíso hasta ahora desconocido, habitado por un pueblo ignorado, tal como usted soñaba. No hablo de oídas ni se trata de patrañas de indígenas, Dra. Hayden. Le hablo con la autoridad que me confiere mi experiencia de primera mano. Sepa usted que me he paseado por esta isla diminuta. He convivido brevemente con sus habitantes, mestizos de polinesio e inglés, como en el caso de la isla de Pitcairn, He podido observar y estudiar un poco las costumbres de esta tribu, exponente de una de las más peculiares y extrañas civilizaciones aisladas que hoy subsisten en la Tierra. Me esfuerzo por ver este descubrimiento mío a través de sus ojos expertos y experimentados y vislumbro un estudio que puede tener gran importancia en su obra y constituir una útil aportación para la humanidad actual.

Este archipiélago ignorado de los Mares del Sur, formado por una pequeña isla volcánica, cubierta de vegetación lujuriante, y dos diminutos atolones, se llama Las Tres Sirenas.

No trate de localizar Las Tres Sirenas en ningún mapa conocido. No las encontrará. No han sido oficialmente descubiertas, en beneficio de las autoridades y del público. No intente tampoco hallar referencia a estas islas en libros de viajes o estudios sobre Oceanía. Por lo que se refiere a la Geografía y la Historia, son inexistentes. Confíe en la palabra de este viejo erudito: aunque Las Tres Sirenas son microscópicas si las comparamos con Tahití, Rarotonga o la isla de Pascua, e incluso la isla de Pitcairn, son tan reales como éstas. En cuanto a su población, su número no rebasa las doscientas almas. Con excepción de mi humilde persona y otros dos blancos, no las ha visitado ningún hombre que actualmente esté con vida.

Lo que resulta más extraordinario acerca de los moradores de Las Tres Sirenas —quiero decírselo ante todo, pues si esto no le interesa, ya no necesita molestarse en seguir leyendo y yo, aunque muy a pesar mío, tendría que dirigirme a otra persona—, lo que resulta más extraordinario, repito, es la actitud de esas gentes ante el amor y el matrimonio, actitud verdaderamente avanzada y, pudiera añadir, incluso, sorprendente. Estoy seguro de que no existe nada parecido a estas costumbres en ninguna otra sociedad del globo.

No quiero hacer comentarios acerca de las ventajas o los defectos que puedan tener las costumbres sexuales y conyugales que se practican en Las Tres Sirenas. Me limitaré a decir, sin equivocarme, que me han dejado de una pieza. Y le aseguro, Dra. Hayden, que no hablo como hombre ignorante, inexperto y sin cultura, sino como hombre de ciencia y hombre de mundo.

Si he conseguido picar su curiosidad, como así espero, le ruego que continúe leyendo. Pero recuerde, mientras tal haga, que no le cuento historias fantásticas, sino que hablo con la fría objetividad de un arqueólogo educado en la escuela alemana. Recuerde también las palabras inmortales de Hamlet: "Hay más cosas en e cielo y en la tierra, Horacio, de las que tú has podido soñar en tu filosofía".

Voy a exponer por orden cronológico cómo llegué a verme envuelto en este descubrimiento casual, así como lo que descubrí, lo que observé, lo que oí y, teniendo en cuenta que esto pueda interesarle, las medidas prácticas que pueden adoptarse al respecto.

Hará cosa de seis semanas se presentó en mi tienda un caballero australiano de media edad, alto y de porte aristocrático, que dijo llamarse Mr. Trevor, de Canberra. Me dijo que acababa de terminar un viaje durante el cual recorrió la Samoa occidental, las Marquesas, las Cook y otras islas y que deseaba llevarse a Australia algunos recuerdos de la Polinesia. Oyó hablar de mi colección de antigüedades y de mi reputación de honradez y se presentó con la idea de comprar algunas chucherías. Yo le hice visitar la tienda, explicándole el origen, la historia, la utilidad y el significado de las diversas piezas que contenía y al poco tiempo, se sintió tan cautivado por mis amplios conocimientos sobre los Mares del Sur, que empezó a hacerme preguntas acerca de muchas de aquellas islas y de los viajes que yo había efectuado por ellas, a fin de adquirir piezas para la colección. Terminó por quedarse varias horas conmigo, tomamos el té y aunque sólo me hizo compras por valor de 1.800 francos del Pacífico, cuando se marchó sentí que se fuese, pues resulta muy raro encontrar oyentes cultos por estas latitudes.

Creí que no volvería a ver más a Mr. Trevor, así que ya puede usted imaginar mi sorpresa cuando a la mañana siguiente, poco después de abrir la tienda, lo vi reaparecer. Esta vez no venía a adquirir recuerdos, dijo, ni a escucharme, sino a saber cuál era mi respuesta a una proposición comercial que iba a hacerme. Agregó que le había causado gran impresión el conocimiento por mí desplegado sobre las numerosas islas indígenas de la Polinesia. Buscaba precisamente una persona como yo y durante todo su viaje no encontró a nadie de confianza ni con los necesarios conocimientos, hasta que tuvo la suerte de dar conmigo. Como me consideraba demasiado bueno para ser verdad, pidió informes a personas importantes de Tahití la noche anterior y todos ellos me Elogiaron y recomendaron.

Sin más preámbulos, Mr. Trevor pasó a exponerme el asunto en cuestión. Dijo que representaba a un sindicato de hombres de negocios de Canberra que creían en el futuro de la Polinesia y deseaban efectuar buenas inversiones en aquella región del globo. Acariciaban muchos y variados proyectos, pero entre los primeros, figuraba una flotilla de pequeños aviones de pasajeros destinados a transportar turistas entre las islas mayores y las más pequeñas, pero más pintorescas. La compañía, que se llamaría "Vuelos Interoceánicos", ofrecería tarifas de pasaje y fletes más bajos que Qantas, la TAI francesa, la South Pacific Air Lines, la TEAL Neozelandesa y varias otras. Confiaban principalmente en poder ofrecer un servicio de comunicación a pequeña distancia, de mayor movilidad y abarcando mayores espacios que las compañías importantes. Al emplear aviones ligeros, los campos de aterrizaje podían ser más pequeños y de construcción más económica, lo mismo que los servicios anexos, lo cual permitiría ofrecer unas tarifas bajas. Mr. Trevor me explicó que ya se habían tomado disposiciones en toda la Polinesia, de acuerdo con los gobiernos extranjeros, pero faltaba aún el emplazamiento de otro aeródromo.

Mr. Trevor no podía quedarse por más tiempo allí, entregado a la tarea de localizar este último y escurridizo aeródromo. Necesitaba alguien que lo sustituyese. Por esta razón vino a verme, para proponerme lo siguiente: que yo efectuase varios reconocimientos aéreos, en un avión particular y en dos direcciones. Primeramente, quería que reconociese el corredor que se extendía entre Tahití y las islas Marquesas. Si allí no encontraba el sitio adecuado, creía que lo mejor era buscar al sur de Tahití, recorriendo el extremo triángulo cuyos vértices eran las islas Tubuaj, la isla de Pitcairn y Rapa Nui, y si fuera necesario, llegando incluso más al Sur, alejándome de las rutas marítimas.

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