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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (47 page)

BOOK: Los hombres de paja
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Salían, pero poco a poco, y una a una. La chica intentaba empujar desde abajo, ayudar, pero estaba demasiado débil, y si de verdad hubiera podido hacer algo desde donde estaba, lo habría hecho hacía mucho tiempo.

Cuando las dos últimas tablas se astillaron, Zandt se agachó de nuevo, deslizó las manos por debajo de la espalda de la muchacha y la levantó. La atrajo hacia sí por encima de su hombro, y entonces ella vio el rostro de Ward y se puso a chillar.

Nina tenía que levantarse. Sabía que tenía que levantarse. No podía abrir la puerta del coche desde el suelo, y mucho menos subirse. Ya había descubierto, desde su ventajoso y muy bajo punto de vista, que el cable que Davids había estado desenrollando cruzaba el aparcamiento y entraba en el otro edificio. El edificio donde sin duda yacía Bobby. Y sabía que continuaría por todo el recinto, que era la defensa final, o quizá algo más.

Apoyó la cabeza de nuevo en el asfalto, gimiendo dolorosamente. Su brazo derecho, el brazo que todos aquellos años le había prestado tan buenos y leales servicios, que había hecho todo cuanto ella le había pedido, se había declarado en huelga. Pertenecía a otra persona, a alguien que no estaba de su parte ni escuchaba lo que le decía. En vez de un brazo, le parecía alternativamente un guante enjabonado o una garra de charol. Aquello no podía ser una buena señal.

Tragó saliva dos veces, levantó la cabeza. Debajo del coche el suelo parecía seco, al menos más seco que en cualquier otra parte. Quizá podría arrastrarse hasta allí y descansar un rato. Qué buena idea, decía su cuerpo, qué excelente idea. Hasta su brazo derecho pareció volver a la vida ante aquella perspectiva.

Así pues, se giró sobre el hombro izquierdo y se impulsó con la mano izquierda. Por un segundo el relámpago de la agonía le devolvió la claridad a su mente con una punzada y de un golpe se encontró de pie. Tanteó la puerta con la mano izquierda, pero no consiguió nada, lo probó con la derecha y la maravilló que hiciera lo que le pedía. La puerta se abrió.

Cayó hacia delante, intentó subir al asiento del conductor. No podía. Volvió de nuevo sobre sus pasos, se apoyó en una rueda y subió. Por lo menos esta vez cayó sobre el asiento.

Arrastrándose, logró más o menos incorporarse y cerró la puerta. Palpó en busca de las llaves.

No estaban.

—John, escúchame. Está enferma. No sabe lo que dice.

Zandt bajaba las escaleras con la pistola preparada. Sarah bajaba tras él, con los brazos fuertemente agarrados de su cintura, tanto para protegerse como para tenerse en pie. Trastabilló y casi se cayó.

Zandt tuvo que girarse para agarrarla, le pasó un brazo alrededor de los hombros y la aplastó contra él. La muchacha había dejado de gritar, pero solo porque su voz se había apagado en un ronquido. El ruido seguía ahí, dentro de su cabeza.

Ward descendía despacio las escaleras hacia ellos. Tenía las manos levantadas y hablaba en voz baja, tranquila.

—No la secuestré —decía—. No estaba en Santa Mónica en ese momento. Estaba en Santa Bárbara. Puedo probarlo. Tengo los recibos de los hoteles.

—Está a media hora en coche.

—Lo sé, John. Eso ya lo sé. Si estuviera mintiendo, ¿por qué te iba a contar la verdad sobre este punto? Te podría decir que estaba en el puto estado de Florida. John, ¿qué coño te pasa por la cabeza? ¿Crees que habría venido contigo hasta aquí, crees que andaría persiguiendo a esa gente si fuera uno de ellos?

Llegaron al final de las escaleras. Sosteniendo a Sarah, que seguía escondida detrás de él, Zandt retrocedió por un ancho pasillo hacia el recibidor delantero. Esta vez iban a salir por la puerta principal.

—Nunca se sabe lo que hará la gente —advirtió Zandt—. También la digo por mí. Si te mueves un palmo y te volaré la cabeza.

—No fui yo.

—Ella dice que sí. Dice que estabas en Santa Mónica.

Ward se quedó quieto.

—Está bien —dijo—. Esto es lo que vamos a hacer. Yo me quedo aquí. Tú te vas. La sacas de en medio y luego vuelves a por mí y hablamos.

—Volveré a por ti —contestó Zandt—. Pero no para hablar.

Sarah se sintió desvanecer y el hombre la sostuvo de nuevo. Nokkon Wud retrocedía. Se había quedado al pie de las escaleras. Les estaba engañando, ella lo sabía. Les hacía creer que podían escapar y luego iría tras ellos. No tenía necesidad de caminar. Podía atravesar el techo de un salto, hacia el cielo. Podía volar por encima de las casas de la gente, podía descender y matarles desde arriba. No era normal. No era como la otra gente.

Intentó decírselo al hombre bueno, pero era demasiado difícil. Intentó decirle que le disparara a Nokkon Wud ahora, pero no podía, y no lo hizo. El tipo siguió arrastrándola hacia la habitación delantera de la casa. Sarah no tenía elección. Sus piernas no andaban. Debía ir a donde la llevaran.

Nina creía que ya no estaría allí. Mientras se arrastraba por el aparcamiento, empujaba la puerta del vestíbulo para abrirla y se desplazaba entre las siluetas oscurecidas de las butacas y los sofás sobredimensionados, Nina se medio convenció de que Davids habría desaparecido, de que solo encontraría un espacio vacío en el suelo. Daba lo mismo. No podía arrancar el coche sin las llaves. O Bobby se las había llevado, o las tenía Davids. No sabía dónde estaba Bobby. Tenía que encontrar a Davids, y debía empezar por el lugar donde había caído.

Y ahí estaba. Sin apenas poder creerlo, Nina le registró los bolsillos, agachada. Habría sido más fácil arrodillarse, pero temía que si lo hacía no podría levantarse de nuevo. Había cruzado el aparcamiento y regresado al edificio, pero no sabía cuánto le quedaba. Deslizó la mano al interior de la chaqueta del tipo.

La mano de Davids hizo un movimiento repentino y atrapó la de Nina. La boca del hombre se abrió.

—Mary —dijo.

Ella observó aterrorizada su rostro. Él la empujó y Nina cayó.

Su rodilla golpeó directamente el rostro de Davids. El cuello del hombre giró con un crujido, pero ella no se dio cuenta porque al mismo tiempo su cabeza chocaba contra el suelo.

Nina arañaba el suelo resbaladizo; no le servía de nada. Luego advirtió que ya nadie tiraba de ella. Se dio la vuelta. Le puso de nuevo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Davids no se movió.

Todavía tenía que encontrar las llaves. Aunque fuera lo último que hiciera.

Las encontró en el bolsillo derecho de su pantalón. Encontró tres juegos. Los cogió todos. Se deslizó por el suelo alejándose cuanto pudo de aquel hombre, hasta que estuvo junto a una silla. Tal vez la misma en que había estado sentada, pensó, aunque no podría asegurarlo. Aquello le parecía muy remoto.

Gracias al sentimiento de triunfo que le inspiraba su posesión, solo tardó treinta segundos en ponerse de pie. Luego volvió a cruzar el vestíbulo por encima del policía muerto hasta la puerta, y llegó de nuevo al aparcamiento. Su segundo impulso se estaba desvaneciendo y lo sabía, no porque le doliera más, sino porque el dolor se disipaba. Shock y gran pérdida de sangre. Su cuerpo estaba cruzando el límite. Necesitaba energía y ella la estaba malgastando.

Llegó al coche, feliz de no haber cerrado la puerta. Se arrastró hasta el asiento, que ahora estaba empapado de lluvia.

Una llave del segundo juego entró en la cerradura del contacto. Entonces cerró la puerta, consciente de que ya no tenía que salir en busca de Bobby.

El motor se encendió a la primera, y ella bendijo a los Ford y a sus pequeños y habilidosos hacedores de automóviles. Ahora ya no funcionaban como cuando ella era joven. Entonces tenías que convencerlos para que regresaran a la vida, por eso, le tomabas afecto al coche y le ponías nombre. Hoy en día, lloviera o hiciera sol, esas máquinas arrancaban siempre, sin necesidad de bautizarlas. Lo único que hacía falta era saber a dónde ibas.

Descansó la cabeza sobre el volante, solo un segundo, y se sintió desvanecer. Repuesta, metió la marcha atrás y retrocedió diez metros a trompicones.

Luego puso primera, hundió el pie derecho y dirigió el vehículo contra el vallado.

Ward mantuvo su palabra, a pesar de que estaba asustado y confuso, y no quería que le dejaran solo en aquella casa. Se quedó al final de las escaleras observando un grueso cable que subía por ellas, hasta que oyó la voz de Zandt en la habitación delantera.

—Oh, Dios mío —dijo el hombre, y la chica consiguió proferir un grito. Hubo un impacto sordo.

Ward corrió. En la habitación de enfrente la única lámpara encendida proyectaba una luz pálida a través de la ventana. La chica estaba acurrucada en un rincón, gimiendo lastimeramente. Zandt, de espaldas, en el suelo, su revólver a metros de distancia. El policía tenía una expresión muy extraña en el rostro.

De pie junto a él había un hombre con una pistola. La pistola apuntaba a la cabeza de Zandt.

—Aléjate de él —gritó Ward con los brazos y el revólver preparado—. Apártate de una puta vez.

—¿O qué? —dijo el hombre sin ni siquiera mirarle—. ¿O qué?

—O te vuelo la puta cabeza.

—¿Tú crees? —Finalmente, el hombre se volvió—. Vaya, Ward —dijo—. Cuánto tiempo sin verte.

Ward vio su propio rostro.

Llevaba el pelo más largo y de un color diferente, teñido de un rubio cobrizo. Sus rasgos eran levemente distintos, pero solo porque les daba vida otra mente. No había más diferencias. Incluso su constitución era exactamente la misma. Ward parpadeó.

—Exacto. —El Hombre de Pie asintió afablemente—. Dime, pues, ¿todavía te crees capaz? ¿Podrás matar al único pariente que tienes? —Su dedo se estrechó contra el gatillo del revólver—. Estoy profundamente interesado en averiguarlo, y no dejes que el hecho de que también estarías acabando con la vida John influya en tu decisión de ningún modo.

Ward centró de nuevo su atención en Zandt.

—¿Te ha gustado el «recado» de ahí fuera? Pensé que tenía que devolvértelo más tarde o más temprano.

—Estampó una patada en la cara de Zandt. El impacto envió la cabeza del ex policía hacia atrás con tanta violencia que por un momento Ward pensó que podría haberle roto el cuello. Intentó apretar el gatillo, pero no pudo.

Zandt movió el cuello, suspiró para aliviar el dolor.

—No me importa cómo te hagas llamar —dijo. Su voz no tenía expresión—. Nunca me ha importado. Dispárale a este capullo, Ward.

Ward tenía la boca abierta y seca por dentro. Los brazos no le temblaban, pero los notaba rígidos como el cemento. Le resultaba imposible mover los dedos.

El Hombre de Pie le dedicó un gruñido.

—Tenemos mucho de qué hablar —dijo—. Aunque ya sé que debes de estar un poco confundido y, además, es hora de marcharse. Como gesto de buena fe, voy a dejar con vida a uno de estos dos. Tienes que elegir a uno y cargarte al otro. Aún no has matado a bastante gente, amigo mío. Tenemos que acelerarte un poco.

—El FBI está en camino —dijo Ward. Su voz le pareció vaga y vacía incluso a sí mismo.

—No lo creo —replicó el Hombre de Pie—. Si fueran a venir, ya habrían llegado.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué mataste a mis padres?

—No eran tus padres, capullo. Ellos mataron a nuestro padre y nos arruinaron la vida a los dos. Deberíamos haber estado juntos, desde el comienzo. Los Hombres de Paja tenían el dinero, hermano, pero nosotros teníamos la sangre.

En el rincón, Sarah se tapaba las orejas con las manos y cerraba los ojos con fuerza. Aun así, oía la voz del hombre. Su odiosa, odiosa voz; la voz que había escuchado una y otra vez, diciendo cosas y cosas y más cosas, hasta que llegó a creer que sería eso y no el hambre lo que terminaría matándola, que tarde o temprano diría algo y su cabeza estallaría para no seguir escuchando.

—Te aconsejo que mates a John. De todos modos ya no tiene para qué vivir. Y además así salvas a la chica. Está un poco dura, pero, colega, podemos divertirnos.

—Dispárale, Ward —dijo Zandt—. Dispárale.

—Estás empezando a tocarme las narices, John —dijo el Hombre de Pie, propinándole otra patada—. Y tú también, Ward. Hay que salir de aquí. Mi trabajo en esta montaña ha terminado. Es hora de volar.

En la mente de Sarah todo se confundía. El hombre que imaginaba iba a ser su padre no lo era, y estaba tumbado en el suelo.

El otro hombre... no sabía quién era. Un hombre espejo. Nokkon hablaba con el hombre espejo, que no se movía.

—Vamos, colega, terminemos con esto. Cárgate al desgraciado. Sabes lo que quieres.

Nokkon apuntaba la cabeza del hombre tendido en el suelo con su pistola. Iba a matarlo y a salir volando. Eso decía. Y si el hombre que estaba en el suelo no era su padre, su padre debía de estar en casa con su madre y su hermana. Pero la cuestión era que su casa tenía tejado. Y si la casa tenía tejado, Nokkon podía atravesarlo volando, y si le había hecho todo eso a ella, no quería ni pensar en qué le haría a su familia.

Sarah apartó las manos de sus oídos. De todos modos no estaban bloqueando nada.

—Está en tu sangre —decía el Hombre de Pie—. Sé que has leído él Manifiesto. Lo has leído y sabes que es verdad.

—Es una mentira de mierda —contestó Zandt.

Inmediatamente el pie del Hombre de Pie salió disparado y cayó con toda su fuerza sobre la mano de Zandt.

—Ward, estoy a punto de rescindir mi oferta —dijo con una voz que empezaba a perder la tranquilidad—. Si no te decides por nadie, tendrás que matarla a ella. Este tipo es mío desde hace mucho tiempo.

Alineó el revólver con la cara de Zandt.

Pero entonces su cabeza se sacudió hacia arriba. Como si hubiera oído algo fuera de la casa.

Sarah ni siquiera lo pensó. Saltó desde el rincón.

Su cuerpo se había desacostumbrado y el impulso perdió fuerza incluso antes de llegar a ponerse en pie. Pero la inercia la llevó por encima del hombre tumbado y logró barrarle el paso a Nokkon Wud.

El Hombre de Pie cayó de espaldas, golpeando la cabeza huesuda de la muchacha, los dientes que intentaban clavarse en su cara.

Un buen puñetazo entre los ojos y la muchacha se derrumbó de espaldas, pero el hechizo que sufría Ward se había roto.

Disparó contra el Hombre de Pie y falló, y luego Zandt saltó encima de él y ya no pudo volver a disparar.

Los dos hombres rodaron por el suelo, dándose golpes y patadas. Ward seguía sus movimientos preparado y dispuesto, a un lado, esperando el disparo afortunado que aún creía poder hacer, que sabía debía hacer a cualquier precio.

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