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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Miguel Strogoff (5 page)

BOOK: Miguel Strogoff
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Pasar desapercibido, con más o menos rapidez, pero pasar. Tal debía ser su programa.

Treinta años atrás, la escolta de un viajero importante no comprendía menos de doscientos cosacos a caballo, doscientos infantes, veinticinco jinetes baskires, trescientos camellos, cuatrocientos caballos, veinticinco carros, dos lanchas transportables y dos cañones. Tal era el material necesario para un viaje por Siberia. Pero él, Miguel Strogoff, no tenía cañones, ni jinetes, ni infantes, ni bestias de carga.

Iría, si podía, en coche o a caballo; si no había más remedio, iría a pie.

Las primeras mil cuatrocientas verstas (1.493 kilómetros), que comprendían la distancia entre Moscú y la frontera rusa, no debían ofrecer dificultad alguna. Ferrocarriles, diligencias, buques a vapor y caballos de refresco en todas las paradas, estaban a disposición de todo el mundo y, por consiguiente, a la merced del correo del Zar.

Aquella mañana del 16 de julio, desprovisto de su uniforme, portando un saco de viaje sobre sus espaldas y ataviado con un simple traje ruso compuesto de túnica ceñida al talle, cinturón tradicional de mujik, anchos calzones y botas cinchadas al jarrete, Miguel Strogoff se dirigió a la estación para tomar el primer tren que le conviniera.

No llevaba ningún tipo de armas, al menos ostensiblemente; pero bajo su cinturón se ocultaba un revólver y en su bolsillo una especie de machete, de esos que tienen tanto de puñal como de alfanje y con los cuales un cazador siberiano sabe destripar a un oso tan limpiamente que no deteriora en lo más mínimo su preciosa piel.

La estación de Moscú estaba a rebosar de viajeros y es que las estaciones de los ferrocarriles rusos son lugares de reunión muy frecuentados, tanto por los que parten como por los que son simples espectadores de la partida de trenes. Se toma como una pequeña bolsa de noticias.

El tren en el que tomó asiento Miguel Strogoff debía llevarle hasta Nijni-Novgorod, en donde, por aquella época, se detenía el ferrocarril que, enlazando Moscú con San Petersburgo, debía proseguir hasta la frontera rusa. Esto significaba un trayecto de unas cuatrocientas verstas (426 kilómetros), que el tren franqueaba en una decena de horas.

Una vez en Nijni-Novgorod, Miguel Strogoff tomaría, según las circunstancias, la ruta terrestre o uno de los buques a vapor del Volga, con el fin de llegar a los Urales lo antes posible. Se acomodó, pues, en su rincón, como digno burgués a quien no inquieta demasiado la marcha de sus negocios y busca matar el tiempo durmiendo. Pero como no iba solo en el compartimiento, no durmió más que con un ojo y escuchó con los dos oídos.

Sus vecinos, como la mayor parte de los viajeros que transportaba el tren, eran mercaderes que se dirigían a la célebre feria de Nijni-Novgorod; conjunto necesariamente heterogéneo, compuesto por judíos, turcos, cosacos, rusos, georgianos, calmucos y otros, pero casi todos ellos hablando la lengua nacional.

En efecto, el rumor de la sublevación de las hordas kirguises y de la invasión tártara había trascendido algo y los viajeros que el azar le destinó como compañeros de viaje lo comentaban con cierta circunspección. Se discutía, pues, los pros y contras de los graves acontecimientos que se desarrollaban más allá de los Urales, y los comerciantes temían que el gobierno ruso se hubiera visto obligado a tomar medidas restrictivas, sobre todo en las provincias limítrofes con la frontera, con lo cual se resentiría el comercio.

Naturalmente, estos egoístas no consideraban la guerra, es decir, la represión de la revuelta y la lucha contra la invasión, más que bajo el punto de vista de sus intereses particulares amenazados. La sola presencia de un simple soldado uniformado hubiera sido suficiente para contener las lenguas de estos mercaderes, pues ya se sabe cuán grande es la importancia que se da al uniforme en Rusia. Pero en el compartimiento ocupado por Miguel Strogoff, nada hacía sospechar la presencia de un militar, y el correo del Zar, viajando de incógnito, no era de los hombres que se traicionan.

Limitábase, pues, a escuchar.

—Se afirma que el té de las caravanas está en alza —dijo un persa, que se identificaba por su gorro forrado de astracán y su oscura túnica de anchos pliegues, rozada por el uso.

—¡Oh! El té no ha de temer la baja —respondió un viejo judío, de gesto ceñudo—. El que se encuentre en el mercado de Nijni-Novgorod se expenderá fácilmente por el oeste, pero, desgraciadamente, no ocurrirá lo mismo con los tapices de Bukhara.

—¡Cómo! ¿Está usted esperando algún envío de Bukhara? —preguntó el persa.

—No, pero sí lo espero de Samarcanda, y no está menos expuesto. ¡Cuenta con las expediciones de un país en el que se han sublevado todos los khanes desde Khiva hasta la frontera china!

—¡Bueno! —respondió el persa—. Si no llegan los tapices, supongo que tampoco llegarán las letras de cambio.

—¡Y los beneficios, Dios de Israel! ¿No significan nada para usted? —exclamó el pequeño judío.

—Tiene razón —dijo otro viajero—. Los artículos de Asia central corren el peligro de escasear en el mercado. Y ocurrirá lo mismo con los tapices de Samarcanda, las lanas, sebos y chales de Oriente.

—¡Pues tenga cuidado, padrecito! —respondió un viajero ruso de aspecto socarrón—. ¡No vaya usted a engrasar horriblemente los chales si los mezcla con los sebos!

—¡No es cosa de risa! —respondió el comerciante, a quien no parecían gustarle mucho esta clase de bromas.

—Aunque nos tiremos de los pelos y nos rasguemos las vestiduras no haremos cambiar el curso de los acontecimientos. ¡Y menos el de las mercancías! —respondió el viajero.

—¡Bien se ve que no es comerciante! —hizo observar el judío.

—No, a fe mía, digno descendiente de Abraham. No vendo lúpulo, ni edredón, ni miel, ni cera, ni cañamones, ni carne salada, ni caviar, ni lana, ni madera, ni cintas, ni cáñamo, ni lino, ni marroquinería, ni…

—Pero, ¿compra usted? —preguntó el persa, cortando la retahíla del viajero.

—Lo menos posible, y sólo para mi consumo particular —respondió éste, guiñándole un ojo.

—¡Es un bufón! —dijo el judío dirigiéndose al persa.

—¡O un espía! —respondió éste bajando la voz.

—No nos fiemos y hablemos lo menos posible. La policía no es precisamente blanda en los tiempos que corren y uno no sabe nunca al lado de quién viaja.

En el otro rincón del compartimiento se hablaba un poco menos de las transacciones mercantiles y un poco más de la invasión tártara y sus funestas consecuencias.

—Los caballos de Siberia van a ser requisados —dijo un viajero— y las comunicaciones entre las distintas provincias de Asia central se harán bien difíciles.

—¿Es cierto —pregunto su vecino— que los kirguises de la horda mediana han hecho causa común con los tártaros?

—Eso se dice —respondió el viajero, bajando la voz—, pero quién puede presumir de saber algo en este país.

—He oído hablar de concentraciones de tropas en la frontera. Los cosacos del Don se han reunido en el curso del Volga y se les va a enfrentar con los kirguises sublevados.

—Si los kirguises han descendido por el curso del Irtiche, la ruta a Irkutsk no debe de ser muy segura —respondió el vecino—. Además, ayer intenté enviar un telegrama a Krasnoiarsk y no pudo pasar. Me temo que las columnas tártaras hayan aislado la Siberia oriental.

—En suma, padrecito —replicó el primer interlocutor—, estos comerciantes tienen razón al estar inquietos por sus negocios y por sus pedidos. Después de requisar los caballos se requisarán los barcos, los coches y todos los medios de transporte, hasta que llegue el momento en que no se pueda dar un paso en toda la extensión del Imperio.

—Me temo que la feria de Nijni-Novgorod no termine tan brillantemente como comenzó —respondió el segundo interlocutor, moviendo la cabeza—, pero la seguridad y la integridad del territorio ruso está ante todo. ¡Los negocios no son más que negocios!

Si en este compartimiento el tema de las conversaciones no variaba mucho, tampoco era distinto en los otros coches que componían el tren; Pero en todas partes un buen observador hubiera advertido la extrema prudencia en el planteamiento de las impresiones que intercambiaban. Cuando alguna vez se adentraban en el terreno de los hechos, jamás llegaban a insinuar las intenciones del gobierno moscovita, ni siquiera a apreciarlas.

Esto fue justamente advertido por uno de los pasajeros que iban en el vagón de cabeza. Este viajero, evidentemente extranjero, lo miraba todo con ojos bien abiertos y no paraba de hacer preguntas a las cuales sólo se le respondía con evasivas. A cada instante sacaba la cabeza fuera de la ventanilla, de la que tenía el cristal bajado, con vivo desagrado de sus vecinos, y no perdía detalle del paisaje de la derecha; preguntaba el nombre de las más insignificantes localidades, su situación, cuál era su comercio, su industria, el número de sus habitantes, el nivel medio de vida de cada sexo, etc.; y todo lo iba anotando en un bloc ya sobrecargado de citas.

Era el corresponsal Alcide Jolivet, que si hacía tantas preguntas insignificantes era porque entre tantas respuestas como provocaba, esperaba sorprender algún hecho interesante para su prima. Pero, naturalmente, se le tomó por un espía y delante de él no se decía ni una sola palabra que tuviera relación con los acontecimientos del día.

Viendo, pues, que no podría averiguar nada sobre la invasión tártara, escribió en su bloc: «Viajeros, de una discreción absoluta. En materia política, muy duros de gatillo.»

Y mientras Alcide Jolivet anotaba minuciosamente todas sus impresiones sobre el viaje, su colega, que había embarcado en el mismo tren y con igual motivo, estaba entregado a idéntico trabajo de observación en otro compartimiento. Ninguno de los dos había visto al otro aquel día en la estación de Moscú e ignoraban recíprocamente que iban a visitar el teatro de la guerra. Únicamente que Harry Blount, hablando poco y escuchando mucho, no había inspirado a sus compañeros de viaje la desconfianza que Alcide Jolivet con sus preguntas. De manera que no le habían tomado por un espía y sus vecinos, sin apurarse, conversaban ante él, llegando a veces más lejos de lo que su circunspección natural les hubiera debido permitir. Por tanto, el corresponsal del
Daily Telegraph
había podido comprobar hasta qué punto los acontecimientos preocupaban a los hombres de negocios que se dirigían a Nijni-Novgorod y la amenaza que pesaba sobre los intercambios comerciales con Asia central; por lo que no dudó en anotar en su bloc esta justa observación: «Los viajeros, extremadamente inquietos. Sólo se habla de la guerra, y con una libertad que asombra entre el Vístula y el Volga.»

Los lectores del
Daily Telegraph
no podían estar menos informados que la prima de Alcide Jolivet. Además, como Harry Blount iba sentado en la parte izquierda del tren y no se había fijado más que en esta mitad del paisaje, sin molestarse en contemplar una sola vez el de la derecha, formado por amplias planicies, no tuvo ningún reparo en apuntar en su bloc, con todo su aplomo británico: «Paisaje montañoso entre Moscú y Wladimir.»

Sin embargo, era evidente que el gobierno moscovita, en presencia de tan graves eventualidades, estaba tomando severas medidas hasta en el interior del Imperio. La sublevación no había franqueado la frontera siberiana, pero en estas provincias del Volga vecinas del país de los kirguises, eran de temer desagradables influencias.

En efecto, la policía no había encontrado aún la pista de Ivan Ogareff, el traidor que había provocado una intervención extranjera para vengar sus rencores particulares y parecía haberse reunido con Féofar-Khan, o puede que intentara fomentar la revuelta en el gobierno de Nijni-Novgorod que, en esta época del año, encerraba una población compuesta por elementos tan diversos. ¿No habría entre tantos persas, armenios y calmucos que afluían al gran mercado, agentes suyos encargados de provocar un movimiento interior? Todas las hipótesis eran posibles en un país como Rusia.

Este vasto imperio, que tiene una extensión de doce millones de kilómetros cuadrados, no puede tener la homogeneidad de los estados de Europa occidental. Entre los diversos pueblos que lo componen, forzosamente han de existir diferencias que van más allá de los simples matices autóctonos. El territorio ruso en Europa, Asia y América, se extiende desde los 15 grados de longitud este hasta los 133 de longitud oeste, es decir, a lo largo de cerca de 200 grados (unas 2.500 leguas) y desde el paralelo 38 al 81 de latitud norte, o sea, 43 grados (unas 1.000 leguas). Cuenta con setenta millones de habitantes que hablan treinta lenguas distintas. La raza eslava es, sin duda, la dominante y comprende, además de los rusos, a los polacos, lituanos y curlandeses, y si a ellos añadimos los fineses, estonios, lapones, chesmiros, chubaches, permios, alemanes, griegos, tártaros, las tribus caucasianas, las hordas mongoles, los calmucos, samoyedos, kamchadalas y aleutios, se comprenderá que la unidad de tan vasto estado es difícil de mantener y no podía ser más que obra del tiempo, ayudado por la sagacidad de los gobernantes.

Sea como fuere, Ivan Ogareff había sabido, hasta entonces, escabullirse de las pesquisas de la policía y, probablemente, debía de haberse unido a los ejércitos tártaros. Pero en cada estación donde se detenía el tren, se presentaban inspectores de policía que revisaban a todos los pasajeros y les sometían a minuciosa identificación, pues tenían orden expresa del jefe superior de policía de buscar a Ivan Ogareff. El Gobierno, en efecto, creía saber que el traidor aún no, había tenido tiempo de abandonar la Rusia europea. Cuando un viajero parecía sospechoso, tenía que identificarse en el puesto de policía y el tren volvía a ponerse en marcha sin ninguna inquietud por el que quedaba atrás.

Con la policía rusa, excesivamente expeditiva, es inútil razonar. Sus miembros ostentan graduaciones militares. No hay más remedio que obedecer sin rechistar las órdenes de un soberano que tiene potestad para encabezar sus ucases con la fórmula: «Nos, por la gracia de Dios, Emperador y Autócrata de todas las Rusias, de Moscú, Kiev, Wladimir y Novgorod; Zar de Kazán, de Astrakán; Zar de Polonia, Zar de Siberia, Zar del Quersoneso Táurico; Señor de Pskof; Gran Príncipe de Smolensko, de Lituania, de Volinia, de Podolla y Finlandia; Príncipe de Estonia, de Livonia, de Curlandia y de Semigalia, de Bialistok, de Karella, de Lugria, de Perm, de Viatka, de Bulgaria y de muchos otros países; Señor y Gran Príncipe del territorio de Nijni-Novgorod, de Chernigof, de Riazan, de Polotosk, de Rostof, de Jaroslav, de Bielozersk, de Udoria, de Obdoria, de Kondinia, de Vitepsk, de Mstislaf; dominador de las regiones hiperbóreas; Señor de los países de Iveria, de Kartalinia, de Gruzinia, de Kabardinia y de Armenia; Señor hereditario y soberano de los príncipes cherquesos, de los de las montañas y otros; Heredero de Noruega; Duque de Schlewig-Holstein, de Stormarn, de Dittmarsen y de Holdenburg.» ¡Poderoso soberano, en verdad, aquel cuyo emblema es un águila de dos cabezas que sostiene un cetro y un globo, rodeada de los escudos de Novgorod, Wladimir, Kiev, Kazán, Astrakán y Siberia, y que está envuelta por el collar de la Orden de San Andrés y rematada con una corona real!

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