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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (4 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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De repente se calló y dijo:

—Oye, Sook, ¿te acuerdas de Maudette Pickens?

—Claro —contesté, sorprendida—. Fuimos juntas a clase.

—Ha aparecido muerta en su apartamento. Alguien la asesinó anoche.

La abuela y yo no dábamos crédito a lo que acabábamos de escuchar.

—¿Cuándo dices que ha sido? —preguntó la abuela, extrañada de no haberse enterado antes.

—La han encontrado esta misma mañana en su dormitorio. Su jefe la había estado llamando porque ayer tampoco fue a trabajar. Como no respondía, fue hasta allí, habló con el portero y entraron en su apartamento. ¿Sabes que DeeAnne vive justo enfrente? —en Bon Temps sólo había un complejo de apartamentos propiamente dicho: un conjunto de tres edificios de dos plantas dispuestos en forma de U, así que sabía perfectamente a qué lugar se refería.

—¿La mataron allí? —me recorrió un escalofrío. Me acordaba de Maudette perfectamente: mandíbula prominente, culo caído, bonito pelo negro y espalda ancha. Era poco espabilada y no tenía grandes ambiciones. Me parecía recordar que trabajaba en Grabbit Kwik, una especie de área de servicio.

—Sí, calculo que llevaba trabajando allí algo más de un año —confirmó Jason cuando se lo comenté.

—¿Y cómo ha sido? —mi abuela puso esa mirada de «dímelo sin rodeos» con que las buenas personas se enfrentan a las malas noticias.

—Tenía mordiscos de vampiro en eh...; la cara interna de sus muslos —dijo mi hermano, sin levantar la vista del plato—. Pero no fue eso lo que la mató. La estrangularon. Según DeeAnne, cada vez que tenía un par de días libres, Maudette solía pasarse por ese bar de vampiros que hay en Shreveport; eso podría explicar lo de los mordiscos. A lo mejor no tiene nada que ver con el vampiro de Sookie.

—¿Maudette era «colmillera»? —sentí náuseas al imaginarme a la rechoncha y cortita de Maudette ataviada con uno de los extravagantes modelitos negros que se estilan entre los colmilleros.

—¿Qué es eso? —preguntó la abuela. Debió de perderse el monográfico que dedicaron en
Sally-Jessy
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al fenómeno.

—Hombres y mujeres que salen con vampiros; les gusta que los muerdan. Son una especie de
groupies.
A mí me da que no duran mucho porque con tanto mordisco, antes o después les dan uno de más.

—Pero Maudette no murió a causa de un mordisco —mi abuela quería asegurarse de que lo había entendido bien.

—No, la estrangularon —Jason estaba terminando de comer.

—¿No vas siempre a Grabbit a por gasolina? —le pregunté.

—Claro, como un montón de gente.

—¿Y no saliste una temporada con Maudette? —inquirió mi abuela.

—Bueno, es una forma de decirlo —respondió Jason cautelosamente.

Supuse que eso quería decir que se acostaba con ella cuando no había otra cosa.

—Espero que el sheriff no te interrogue —dijo mi abuela sacudiendo la cabeza, como si ese gesto lo hiciera menos probable.

—¿Qué? —Jason enrojeció y se puso a la defensiva.

—A ver, ves a Maudette siempre que vas a por gasolina; sales con ella, por así decirlo; luego, aparece muerta en un bloque de apartamentos por el que se te ha visto —resumí. No era mucho, pero era algo, y los casos de homicidio misterioso eran tan raros en Bon Temps que estaba segura de que removerían cielo y tierra hasta encontrar la solución.

—No soy el único que encaja en ese perfil. Hay un montón de tíos que van a esa gasolinera y todos conocen a Maudette.

—Sí, pero ¿en qué sentido? —le preguntó mi abuela sin andarse con rodeos—. No era prostituta, ¿verdad? Así que seguramente le contara a alguien con quién se veía.

—Claro que no lo era, sólo buscaba pasar un buen rato —fue un detalle por su parte que defendiera a Maudette, teniendo en cuenta lo egoísta que era Jason. Empecé a tener una mejor opinión de mi hermano mayor—. Supongo que se sentía algo sola —añadió.

Jason nos miró y vio que las dos estábamos sorprendidas y conmovidas.

—Hablando de prostitutas —se apresuró a decir—, hay una en Monroe especializada en vampiros. Siempre tiene cerca a un tipo con una estaca por si algún cliente se pasa de listo. Bebe sangre sintética para mantener su caudal sanguíneo.

Aquello era un cambio de tema en toda regla, así que la abuela y yo empezamos a pensar alguna pregunta que hacerle sin caer en cuestiones obscenas.

—¿Cuánto cobrará? —aventuré. Cuando Jason nos dijo la cifra que había oído, nos quedamos las dos boquiabiertas.

Una vez que dejamos atrás el asunto del asesinato de Maudette, la comida prosiguió como siempre: Jason miró la hora y dijo que tenía que marcharse justo cuando tocaba fregar los platos.

Sin embargo, mi abuela siguió dándole vueltas al tema de los vampiros. Más tarde, mientras me estaba maquillando para ir a trabajar, entró en mi habitación.

—¿Cuántos años tendrá el vampiro ese que conoces?

—No tengo ni idea, abuela —me estaba aplicando la máscara de pestañas, abriendo los ojos de par en par e intentando no parpadear para no darme en el ojo, por lo que mi voz sonó muy rara, como si estuviera haciendo una prueba para una película de miedo.

—¿Crees que podría recordar la Guerra?

No hacía falta preguntarle a qué guerra se refería. Después de todo, mi abuela era socia fundadora de los Descendientes de los Muertos Gloriosos.

—Puede ser —dije, girando la cabeza a ambos lados para asegurarme de que el maquillaje estaba uniforme.

—¿Crees que vendría a dar una charla? Podríamos organizar una sesión extraordinaria.

—Por la noche —le recordé.

—Ah, claro. Es verdad —los Descendientes solían reunirse a mediodía en la biblioteca y siempre traían su propio almuerzo.

Pensé en ello. Sería muy grosero dejarle caer al vampiro que debía dar una charla para el club de la abuela en reconocimiento a lo que había hecho por él, pero a lo mejor se ofrecía él mismo si le daba alguna pista. No me apetecía nada, pero lo haría por la abuela.

—Se lo diré la próxima vez que se pase por el bar —le prometí.

—No sé, al menos podría entrevistarse conmigo y permitirme grabar sus palabras —dijo mi abuela. Percibía el revuelo de su mente al pensar qué gran golpe daría de conseguirlo—. Sería algo tan interesante para el resto de los miembros —añadió, muy pía.

Reprimí las ganas de reír.

—Yo se lo comento —le dije—, y ya veremos.

Cuando salí de casa, mi abuela ya estaba paladeando las mieles del éxito.

No se me había ocurrido ni por un momento que a Rene Lenier le fuera a dar por irle a Sam con el cuento de la pelea. Pero al parecer se aburría mucho. Esa tarde, cuando llegué a trabajar, asumí que el ambiente de agitación que se respiraba se debía al asesinato de Maudette. Me equivocaba.

Sam me arrastró hasta el almacén nada más llegar. Se puso como un energúmeno y me echó una bronca tremenda. Nunca lo había visto así conmigo y enseguida me entraron ganas de llorar.

—Y si piensas que un cliente corre peligro, me avisas y ya me encargo yo, no tú —tuvo que decírmelo por sexta vez para que por fin me diera cuenta de que había estado preocupado por mí. Ese pensamiento suyo se coló en mi mente, lo que me recordó que tenía que reforzar la guardia y concentrarme en no «oírle». «Escuchar» a tu jefe siempre acaba mal.

Jamás se me había ocurrido que pudiera pedirle ayuda a Sam, o a quien fuera.

—Y si crees que están atacando a alguien ahí fuera, lo siguiente que haces es llamar a la policía, y no lanzarte al ataque como si fueras de la patrulla ciudadana —añadió enrabietado. Tenía el tono de piel, por naturaleza ya rubicundo, más encendido que nunca; y el pelo tan alborotado que parecía que no se había peinado.

—Vale —dije, tratando de mantener la voz serena y los ojos muy abiertos para que no se me escapara ninguna lágrima—. ¿Vas a despedirme?

—¡No, no! —exclamó. Parecía aún más enfadado—. ¡No quiero perderte! —me cogió por los hombros y me zarandeó con suavidad. Y luego se me quedó mirando con esos ojos grandes e increíblemente azules, y sentí una oleada de calor emanando de su cuerpo. El contacto físico complica gravemente mi tara. Hace que resulte inevitable «escuchar» a la persona que me está tocando. Lo miré a los ojos detenidamente, un largo instante. Luego volví en mí, y me aparté para evitar el contacto. Me giré y salí del almacén, asustada.

Me había enterado de un par de cosas bastante desconcertantes. A saber: Sam me deseaba y yo no era capaz de «oírle» con la misma claridad que al resto de la gente. En lugar de sus pensamientos, había sentido retazos de sus emociones. Se parecía más a observar los cambios de color en un anillo mágico —de esos que supuestamente muestran el estado de ánimo del portador— que a recibir un telegrama.

La cuestión es: ¿qué es lo que hice con toda esta información? Nada de nada.

Nunca antes había visto a Sam como un posible compañero de cama —por lo menos con el que yo me pudiera ir— por innumerables razones. La principal es que yo nunca había visto a nadie de esa manera. No es que no tenga hormonas —ya lo creo que las tengo— pero siempre las reprimo porque el sexo para mí es una desgracia. ¿Puede alguien imaginarse lo que significa saber todo lo que tu compañero de cama está pensando? Eso, cosas como: «Dios, mira qué verruga... Es un poco culona... Ojalá se moviera un poco a la derecha... ¿Por qué no capta la idea y...?». Ya me entendéis, ¿no? Es como un jarro de agua fría, en serio. Y mientras dura el contacto, es imposible mantener ningún tipo de barrera mental.

Otra de las razones es que Sam es un buen jefe y me gusta mi trabajo. Hace que salga de casa, me mantiene activa y además, gano algo de dinero. Así, no me convertiré en una ermitaña, como mi abuela se teme. Para mí resulta muy difícil trabajar en una oficina, y dejé de estudiar porque tenía que hacer tal esfuerzo por concentrarme que acababa totalmente agotada.

Así que, en ese momento, lo único que podía permitirme era meditar sobre la ola de deseo que había notado en Sam. No era como si me hubiera hecho una propuesta verbal o me hubiera tirado al suelo del almacén. Conocía sus sentimientos y podía elegir ignorarlos. Era todo muy sutil y me pregunté si Sam me había tocado a propósito, si de verdad sabía lo que yo era.

Tomé la precaución de no quedarme a solas con él, pero tengo que admitir que estaba muy agitada.

Las dos noches siguientes fueron mejores. Retomamos nuestra cómoda relación para mi gran alivio... y decepción. Había un jaleo tremendo a raíz del asesinato de Maudette. En Bon Temps corrían todo tipo de rumores y los servicios informativos de Shreveport prepararon un especial sobre las trágicas circunstancias de su muerte. Yo no fui al funeral, pero según mi abuela la iglesia estaba hasta arriba de gente. ¡Pobre Maudette! La gordita de muslos mordisqueados resultaba mucho más interesante muerta de lo que nunca había sido en vida.

Estaba a punto de librar dos días y me preocupaba no ver más al vampiro; a Bill. Tenía que transmitirle la petición de mi abuela y no había vuelto por el bar. Empezaba a preguntarme si lo haría alguna vez.

Mack y Denise tampoco habían vuelto por el Merlotte's, pero Rene Lenier y Hoyt Fortenberry se aseguraron de que estuviera al corriente de sus terribles amenazas. No se puede decir que me las tomara muy en serio. Los delincuentes de poca monta como los Ratas andaban siempre recorriendo el país de caravana en caravana, incapaces de asentarse en algún sitio para ganarse la vida honradamente. Nunca aportarían nada bueno al mundo ni tendrían la más mínima relevancia, a mi modo de ver. Pasé de las advertencias de Rene.

Desde luego, a él le encantaba el tema. Rene Lenier era menudo, como Sam; pero así como Sam era rubio y siempre estaba un poco colorado, Rene era moreno y tenía una indómita pelambrera negra salpicada de canas. Rene se pasaba a menudo por el bar para tomarse una cerveza y ver a Arlene, que —según le contaba encantado a todo el que estuviera en el bar— era su ex mujer favorita. Tenía tres. Hoyt Fortenberry pasaba mucho más desapercibido. Ni moreno, ni rubio; ni gordo ni flaco. Siempre parecía contento y dejaba buenas propinas. Y admiraba a mi hermano mucho más de lo que Jason se merecía, en mi opinión.

Estaba encantada de que ni Rene ni Hoyt estuvieran por allí la noche en que el vampiro regresó.

Se sentó en la misma mesa que la otra vez.

Ahora que de verdad lo tenía delante, estaba un poco cortada. Me di cuenta de que ya me había olvidado del brillo casi imperceptible de su piel, y de que había exagerado su estatura y la limpieza de líneas de su boca.

—¿Qué va a ser? —pregunté.

Levantó la mirada. También me había olvidado de lo profundos que eran sus ojos. No sonrió ni parpadeó, estaba completamente inmóvil. Por segunda vez sentí su relajante silencio. En cuanto bajé la guardia, mi cara se distendió. Supongo que aquello era tan bueno como que te den un masaje.

—¿Qué eres? —me preguntó. Era la segunda vez que lo hacía.

—Soy camarera —le respondí, malinterpretándole a propósito de nuevo. Sentí cómo mi sonrisa volvía a su sitio; el lapso de paz había terminado.

—Vino tinto —pidió; y si estaba decepcionado no se lo noté en la voz.

—Por supuesto —dije—. La sangre sintética debería llegar mañana. Oye, ¿podría hablar luego contigo? Tengo que pedirte un favor.

—Desde luego. Estoy en deuda contigo —no parecía hacerle mucha gracia.

—¡No es para mí! —me estaba impacientando—. Es para mi abuela. Si estás despierto... Bueno seguro que lo estás... Cuando salga de trabajar a la una y media, ¿te importaría esperarme en la puerta de servicio, detrás del bar? —la señalé con la cabeza y la coleta me bailó sobre los hombros. El siguió el movimiento de mi pelo con la mirada.

—Será todo un placer.

No sabía si estaba mostrando el tipo de cortesía que, según insistía mi abuela, se estilaba en tiempos pasados o si, sencillamente, se estaba burlando de mí.

Resistí la tentación de sacarle la lengua o hacerle una pedorreta. Di media vuelta y regresé a la barra. Cuando le llevé el vino, me dejó una propina del veinte por ciento. Poco después miré hacia su mesa, sólo para descubrir que había desaparecido. No sabía si mantendría su palabra.

Arlene y Dawn se marcharon antes de que yo hubiera terminado por la razón que fuera. Fundamentalmente, porque todos los servilleteros de mi zona estaban medio vacíos. Luego, saqué el bolso de la taquilla del despacho de Sam en que siempre lo guardo y me despedí de él. Le oía trastear en el servicio de caballeros, seguramente intentando arreglar una fuga de agua en el váter. Por último, yo pasé un momento por el de mujeres para atusarme un poco.

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