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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (5 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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Al salir, me di cuenta de que Sam ya había apagado las farolas del aparcamiento, que estaba únicamente iluminado por las luces de emergencia del poste de alumbrado que había junto a su caravana. Para regocijo de Arlene y Dawn, Sam se había hecho un pequeño jardín a la entrada y lo había sembrado con boj. Se pasaban el día bromeando sobre lo bien cuidado que tenía el seto. A mí me parecía que quedaba muy bonito.

Como de costumbre, el camión de Sam estaba aparcado delante de su caravana y mi coche era el único que quedaba en el aparcamiento.

Miré a ambos lados. Ni rastro de Bill. Me sorprendió sentirme tan decepcionada. En el fondo, esperaba que él fuera cortés, aun cuando no lo hiciera de corazón; si es que tenía de eso.

Tal vez, pensé con una sonrisa, saltase desde un árbol o apareciera de golpe ante mí envuelto en una negra capa de forro rojo. Pero nada de eso ocurrió, así que me dirigí al coche.

Había estado esperando una sorpresa, pero no del tipo de la que recibí.

Mack Rattray saltó desde detrás del coche y en un solo movimiento se acercó lo suficiente para asestarme un golpe en el mentón. Descargó con tanta fuerza que caí a plomo sobre el suelo. Dejé escapar un grito mientras caía, pero el aterrizaje me dejó sin aliento; y sin algo de piel. No podía gritar ni respirar, estaba completamente indefensa. Entonces vi a Denise balancear su pesada bota. Me encogí para protegerme y empecé a recibir un aluvión de patadas.

El dolor fue inmediato, agudo, despiadado. De modo instintivo, me cubrí la cara con los brazos, de manera que mi espalda y mis extremidades quedaron expuestas y se llevaron la peor parte.

Creo que al principio estaba convencida de que en algún momento dejarían de golpearme y escupirían unas cuantas amenazas e insultos antes de largarse. Recuerdo el momento exacto en que me di cuenta de que querían matarme.

Podía aguantar unos cuantos golpes sin inmutarme pero no iba a permitir que me mataran sin presentar batalla.

En cuanto vi una pierna acercarse me lancé a agarrarla y me aferré a ella con todas mis fuerzas. Intenté morder, para al menos dejarle una marca a alguno de ellos. No sabía ni de quien era la pierna que tenía en mis manos.

Justo entonces, se escuchó un gruñido a mi espalda. «Lo que me faltaba —pensé—. Se han traído un perro». El gruñido era claramente hostil. Si hubiese tenido algún modo de expresar mis emociones, se me habría puesto el pelo de punta.

Recibí una patada más en la espalda y entonces, la paliza terminó.

El último golpe había provocado algo terrible dentro de mí. Podía oír mi respiración, como un estertor. De mis pulmones parecía llegar una especie de borboteo extraño.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Mack Rattray, absolutamente aterrorizado.

Volví a escuchar el gruñido, aún más cerca, justo detrás de mí. Desde otro punto llegó algo así como un gemido. Denise se lamentaba, Mack estaba maldiciendo. Ella liberó su pierna de mi abrazo, que ya era muy débil. Mis brazos cayeron al suelo inertes; no me respondían. Aunque veía borroso, me di cuenta de que tenía el brazo roto. Sentía humedad en el rostro y tuve miedo de seguir evaluando los daños.

Mack comenzó a gritar, y luego Denise. Parecía haber mucha actividad a mi alrededor, pero era incapaz de moverme. Todo lo que alcanzaba a ver era mi brazo roto, mis maltrechas rodillas y la oscuridad que reinaba bajo mi coche.

Después de un rato, se hizo el silencio. El perro aullaba detrás de mí. Una fría nariz tocó mi oreja y una cálida lengua la chupó. Intenté alzar la mano para acariciar al animal que, sin duda, había salvado mi vida; pero no pude. Me escuché suspirar, el sonido parecía llegar de muy lejos.

Enfrentándome a los hechos, me dije:

—Me estoy muriendo —cada vez me parecía más real. El sonido de los sapos y los grillos se había extinguido por completo, así que mi débil voz se escuchó con claridad antes de perderse en la oscuridad. Con mucha extrañeza, poco después escuché dos voces.

Entonces, aparecieron ante mis ojos un par de rodillas cubiertas por unos vaqueros empapados en sangre. El vampiro Bill se inclinó para que pudiera verle la cara. Tenía sangre por todo el rostro y los colmillos, desplegados, brillaban contra su labio inferior. Intenté sonreírle pero algo no iba bien en mi cara.

—Te voy a coger —dijo Bill. Parecía muy sereno.

—Moriré si lo haces —susurré.

—Aún no —dijo después de evaluar mi estado detenidamente. Por raro que parezca, esto me hizo sentir mejor. «La cantidad de heridas que habrá visto a lo largo de su vida», me dije.

—Esto te va a doler —me avisó.

Era difícil imaginarse algo que no fuera a hacerlo.

Me pasó los brazos por debajo antes de que tuviera tiempo de pensarlo. Grité sin mucha fuerza.

—Rápido —dijo una voz apremiante.

—Vamos a escondernos en el bosque —dijo Bill, aupándome como si no pesara nada.

¿Iba a enterrarme allí atrás, donde nadie nos viera? ¿Justo cuando acababa de salvarme de los Ratas? Casi ni me importaba.

Experimenté un pequeño alivio cuando me tendió sobre un lecho de agujas de pino en la oscuridad del bosque. Veía la luz del aparcamiento a lo lejos. Me di cuenta de que me goteaba sangre por el pelo, me dolía el brazo y las profundas magulladuras me hacían agonizar; pero lo que más me asustaba era lo que no sentía.

No sentía las piernas.

Tenía el abdomen hinchado y pesado. La expresión «hemorragia interna» se me vino a la cabeza.

—Morirás a menos que hagas lo que voy a decirte —me dijo Bill.

—Lo siento, no quiero convertirme en vampira —le contesté con voz frágil y temblorosa.

—Eso no va a suceder —dijo con más suavidad—. Sanarás rápidamente. Tengo la cura, pero tienes que estar dispuesta a hacer lo que te diga.

—Pues date prisa —susurré—. Me voy —empezaba a desesperar.

En la recóndita parte de mi mente que aún recibía estímulos externos, se coló un quejido. Era de Bill, sonaba como si le hubiesen herido. Luego, sentí algo contra mi boca.

—Bebe —dijo.

Intenté sacar la lengua; lo logré. Bill estaba sangrando, apretando la herida para que el flujo de sangre llegara a mi boca desde su muñeca. Sentí arcadas, pero quería vivir. Me forcé a tragar y tragar de nuevo.

De pronto, la sangre comenzó a saber mejor, salada, la esencia de la vida. Con el brazo sano agarré la muñeca del vampiro y la presioné contra mi boca. Me encontraba mejor con cada trago. Tras un minuto, me venció el sueño.

Cuando desperté aún estaba tumbada en el suelo del bosque. Había alguien tendido junto a mí; era el vampiro. Podía ver su resplandor. Su lengua se movía por mi cabeza; estaba lamiendo una herida. Difícilmente podía reprochárselo.

—¿Mi sabor es distinto al de otra gente? —pregunté.

—Sí —dijo con voz profunda—. ¿Qué eres?

Era la tercera vez que me lo preguntaba. Mi abuela siempre decía que a la tercera va la vencida.

—Eh, no estoy muerta —dije. De pronto recordé que había estado segura de ir a pasar a mejor vida. Meneé el brazo que había estado roto. Tenía poca fuerza pero ya no colgaba inerte. Podía sentir las piernas y también las moví. Probé a inspirar y espirar y descubrí, encantada, que sólo sentía un dolor leve. Intenté incorporarme; tuve que esforzarme, pero lo conseguí. Era como mi primer día sin fiebre tras la neumonía que tuve de niña: me encontraba débil pero dichosa. Era consciente de que había sobrevivido a algo terrible.

Antes de que pudiera enderezarme del todo, el vampiro me rodeó con sus brazos y me acercó a él. Luego, se apoyó contra un árbol. Me sentí muy cómoda sentada sobre su regazo y con la cabeza sobre su pecho.

—Lo que soy es telépata —le dije—. Puedo escuchar los pensamientos de la gente.

—¿Los míos también? —preguntó con algo de curiosidad.

—No, por eso me gustas tanto —contesté, flotando en un rosado mar de bienestar. No me apetecía estar camuflando mis sentimientos.

Rio y sentí que su pecho retumbaba. La risa sonaba algo oxidada.

—No te «oigo» nada de nada —continué, embelesada—. No tienes ni idea de la paz que supone, después de toda una vida de bla, bla, bla, no escuchar... nada.

—¿Cómo te las arreglas para salir con chicos? Supongo que los chicos de tu edad sólo pensarán en cómo llevarte a la cama.

—No me las arreglo de ninguna manera. Y, francamente, sólo piensan en eso a cualquier edad. No salgo con chicos. Todo el mundo piensa que estoy loca porque no puedo decirles la verdad: que lo que me trastorna son todos esos pensamientos de sus cabezas. Tuve unas cuantas citas con chicos que no me conocían cuando empecé a trabajar en el bar, pero siempre pasaba lo mismo. Es imposible sentirte a gusto con un chico o «ponerte a punto» cuando sabes que está preguntándose si te tiñes el pelo, o pensando que no le gusta tu culo, o imaginándose cómo son tus tetas.

De repente me di cuenta de lo mucho que estaba revelándole a esa criatura sobre mí y me puse en alerta.

—Discúlpame —le dije—. No quería agobiarte con mis problemas. Gracias por salvarme de los Ratas.

—Si te han atacado es por mi culpa —respondió. Se podía adivinar la ira bajo la serena apariencia de su voz—. Si hubiera tenido la decencia de llegar a tiempo, nada de esto habría sucedido. Así que te debía algo de mi propia sangre, te debía la cura.

—¿Están muertos? —para mi vergüenza, mi voz resultó chillona.

—Desde luego.

Tragué saliva. No podía lamentar que el mundo se viera libre del azote de los Ratas, pero debía enfrentarme a la realidad: estaba sentada sobre el regazo de un asesino. Sin embargo, estaba encantada de estar allí, entre sus brazos.

—Debería estar preocupada, pero no lo estoy —dije sin pensar. Sentí esa risa oxidada de nuevo.

—Sookie, ¿qué querías decirme esta noche?

Tuve que hacer un esfuerzo para recordar. Aunque estaba milagrosamente repuesta de la paliza, mi mente seguía un poco nublada.

—Mi abuela tiene muchas ganas de saber cuántos años tienes —dije, vacilante. No sabía hasta qué punto era personal esa pregunta para un vampiro. Aquél en cuestión me acariciaba la espalda como si tratara de calmar a un gatito.

—Me convirtieron en vampiro en 1870, cuando tenía treinta años de edad —lo miré. Su resplandeciente rostro no daba muestras de emoción, sus ojos eran pozos de oscuridad en la negrura del bosque.

—¿Combatiste en la Guerra?

—Sí.

—Tengo la impresión de que te vas a enfadar. Pero mi abuela y su club estarían tan contentos si pudieras contarles algo sobre la Guerra; sobre cómo fue en realidad.

—¿Su club?

—Pertenece a los Descendientes de los Muertos Gloriosos.

—Muertos Gloriosos —la voz del vampiro carecía de expresión pero parecía claro que no le gustaba mucho la idea.

—Oye, no es necesario que les hables del hambre, las infecciones y los gusanos —le dije—. Ya tienen su propia idea de la Guerra y, aunque no son estúpidos, han vivido otras guerras, están más interesados en saber cómo vivía la gente entonces; en que les hables de los uniformes y los movimientos de tropas.

—Cosas agradables.

—Eso —dije, respirando profundamente.

—¿Te haría feliz si lo hago?

—¿Qué más da eso? Haría feliz a mi abuela y, ya que estás viviendo en Bon Temps, sería un buen empujón para tus relaciones públicas.

—¿Te haría feliz a ti?

No era un tipo fácil de evadir.

—Vale, sí.

—Entonces lo haré.

—La abuela te pide que, por favor, comas antes de ir.

De nuevo escuché su risa, esta vez aún más profunda.

—Ahora sí que tengo ganas de conocerla. ¿Puedo pasarte a ver alguna noche?

—Ah, claro. Mañana por la noche acabo el turno, y luego tengo dos días libres, así que el jueves estaría bien —alcé el brazo para ver la hora. El reloj funcionaba pero estaba cubierto de sangre seca—. ¡Qué asco! —dije, chupándome el dedo para limpiar la esfera. Apreté el botón que iluminaba las manecillas y me sorprendí al ver la hora.

—¡Dios mío! Me tengo que ir a casa. Espero que la abuela se haya quedado dormida.

—Debe de estar preocupada. Es muy tarde para que estés fuera de casa tú sola —comentó Bill. Había un tono de reproche en sus palabras. ¿Estaría pensando en Maudette? Durante un breve espacio de tiempo me sentí intranquila; me preguntaba si Bill la había conocido, si ella lo habría invitado a su casa. Pero deseché la idea porque estaba empeñada en no detenerme en la escabrosa naturaleza de los hechos que concernían a la vida y muerte de Maudette. No quería que algo tan horrible arrojase ninguna sombra sobre mi trocito de felicidad.

—Es parte de mi trabajo —dije, secamente—. No se puede remediar. De todos modos, no siempre cubro el turno de noche; aunque cuando puedo, lo hago.

—¿Por qué? —el vampiro me ayudó a ponerme en pie y después se levantó con gran agilidad.

—Las propinas son mejores, hay más trabajo. No tengo tiempo de pensar.

—Pero la noche es más peligrosa —dijo con desaprobación. El debía de saberlo bien.

—Bueno, ahora pareces mi abuela —le reprendí con suavidad. Casi habíamos alcanzado el aparcamiento.

—Soy mayor que tu abuela —me recordó. Eso puso punto final a la conversación.

Una vez que salí del bosque, me quedé mirando. El aparcamiento estaba tranquilo y en orden, como si allí no hubiese ocurrido nada; como si no me hubiesen dado una paliza de muerte hacía escasamente una hora; como si los Ratas no hubiesen encontrado su sangriento final sobre aquel trozo de grava.

Las luces del bar y de la caravana de Sam estaban apagadas.

La grava del suelo estaba húmeda, pero no había rastro de sangre.

Mi bolso estaba sobre el capó del coche.

—¿Y el perro? —pregunté.

Me giré para mirar a mi salvador, pero ya no estaba.

2

A la mañana siguiente me levanté muy tarde, lo que no es de extrañar. Había encontrado a mi abuela dormida cuando llegué a casa y, para mi alivio, había sido capaz de meterme en la cama sin despertarla.

Estaba tomando un café en la cocina mientras mi abuela limpiaba la despensa, cuando sonó el teléfono. La abuela se sentó en el taburete de la encimera, su lugar habitual para contestar llamadas, antes de descolgar.

—¿Quién es? —dijo. Por alguna razón, siempre parecía molesta; como si recibir una llamada fuera lo último que deseara. Yo sabía perfectamente que ése no era el caso.

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