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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (23 page)

BOOK: Opiniones de un payaso
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Aunque las judías que había comido las notaba aún en el estómago y acrecentaron mi melancolía, entré en la co­cina, abrí la segunda lata de judías, vertí el contenido en el pote, en el cual había calentado también la primera por­ción, y encendí el gas. El papel de filtro, con el poso del café, lo arrojé al cubo de la basura, cogí un filtro limpio, puse dentro cuatro cucharadas de café, vertí agua caliente, e intenté poner orden en la cocina. Con la pala recogí los posos del café, las latas vacías y las cascaras de huevo y lo arrojé todo al cubo de la basura. Odio las habitaciones de­sarregladas, pero yo mismo soy incapaz de poner orden. Entré en el cuarto de estar, cogí los vasos sucios, y los puse en el fregadero de la cocina. En el piso no quedaba nada desordenado, y sin embargo no parecía arreglado. Marie tenía un modo hábil y muy rápido de dejar que una habi­tación parecise arreglada, si bien ella no utilizaba nada vi­sible, ni controlable. Debía de consistir en sus manos. El pensar en las manos de Marie —sólo el pensar que ella po­dría poner sus manos sobre los hombros de Züpfner— exasperaba mi melancolía hasta la desesperación. Una mu­jer puede expresar o fingir tanto con sus manos, que a mí las manos de un hombre me parecen tacos de madera en­colados. Las manos de hombre sirven para dar apretones de manos, para castigar, naturalmente para disparar y para firmar. Estrechar las manos, castigar, disparar, firmar che­ques cruzados, esto es todo lo que pueden hacer las manos de los hombres y, naturalmente, trabajar. Las manos de las mujeres casi dejan de ser manos: tanto si extienden mantequilla sobre el pan o separan los cabellos de la frente. Ningún teólogo ha tenido nunca la idea de predicar sobre las manos de las mujeres en el Evangelio: Verónica, Mag­dalena, María y Marta; nada más que manos de mujeres en el Evangelio, que prodigaron caricias a Cristo. En lugar de esto, predican sobre leyes, normas disciplinarias, arte, esta­do. Cristo sólo se ha relacionado, por así decirlo, privada­mente, casi con mujeres nada más. Naturalmente que ne­cesitaba hombres, porque suponían, como Kalick, una re­lación con el Poder, sentido por la organización, y demás zarandajas. Necesitaba hombres, así como en un cambio de domicilio se requieren transportistas de muebles, para los trabajos rudos, y Pedro y Juan fueron tan amables, que casi no fueron hombres, mientras que Pablo fue tan viril como correspondía a un romano. En casa nos acostumbra­mos a leer en voz alta la Biblia a cualquier oportunidad que se ofreciese, porque toda nuestra familia está llena de pastores, pero ninguno ha hablado hasta ahora sobre las mujeres en el Evangelio o de algo tan sutil como es el ini­cuo Mammón. Incluso entre los católicos del «grupo» nunca nadie quiso hablar del inicuo Mammón. Kinkel y Sommerwild no hicieron más que sonreír perplejos cuan­do les hablé de ello, como si ellos hubiesen sorprendido a Cristo en horrible falta, y Fredebeul habló de lo manosea­da que había sido esta expresión a través de la Historia. A él le incomodó lo que ello tenía de «irracional», como dijo. Como si el dinero fuese algo racional. En manos de Marie hasta el dinero perdía su problemática, tenía un modo ma­ravilloso de ocuparse de él, distraído y cuidadoso al mismo tiempo. Puesto que yo por principio rechazaba los cheques y demás «Procedimientos de pago», ponía siempre mis ho­norarios sobre la mesa de mi casa, y así no necesitábamos más que dos, todo lo más tres días para hacer proyectos anticipados. Ella daba casi todo el dinero que se le pedía, a veces incluso el que no se le había pedido, sino que en el curso de la conversación dedujo ella que lo necesitaban. A un camarero de Gottingen le pagó ella una vez un abrigo de invierno para su chico que se hallaba en edad escolar y continuamente pagaba, por desesperadas abuelas que en el tren se habían extraviado en departamentos de primera clase, y que iban a un entierro, pagaba, digo, suplementos y transbordos. Hay incontables abuelas que viajan en tren para asistir al entierro de sus hijos, nietos, yernos y nueras, y que —a veces coqueteando naturalmente con una cierta indolencia de abuela— se dejan caer aparatosamente en departamentos de primera clase con pesados baúles y pa­quetes llenos de salchichón ahumado, tocino y bollos. Marie me obligó después a bajar los pesados maletines y pa­quetes que estaban en la red de equipajes, si bien en el de­partamento todos sabían que la abuela sólo tenía en su bolsillo un billete de segunda. Después salía al pasillo y «arreglaba» la cuestión con el revisor, antes de que la abue­la se diese cuenta de su equivocación. Marie preguntaba siempre antes hasta dónde viajaba, y quién se le había muerto, con objeto de poder aliviarla correctamente de aquel rudo golpe. Los comentarios de las abuelas consis­tían casi siempre en las amables palabras: «La juventud no es tan mala como uno se imagina que es hoy», los honora­rios en colosales bocadillos de jamón. Especialmente entre Dortmund y Hannover —así me lo pareció siempre— cada día se ponen en camino muchas abuelas para asistir a entierros. Marie se avergonzaba siempre de que nosotros viajásemos en primera y para ella habría sido insoportable que alguien fuese expulsado de nuestro departamento, sólo porque había sacado billete de segunda. Tenía una pacien­cia inagotable para escuchar descripciones muy aparatosas de lazos familiares y para mirar fotos de seres completa­mente desconocidos. A veces se sentaba a nuestro lado, du­rante dos horas, una anciana labradora de Bückeburg, que tenía veintitrés nietos y que llevaba consigo una foto de cada uno, y nosotros oímos veintitrés historiales, miramos veintitrés fotos de hombres y mujeres jóvenes, que todos habían logrado hacer carrera: inspector municipal en Münster, o casada con un asistente de ferrocarril, director de una aserrería, y otro estaba «en la delegación central de ese partido por el cual siempre votamos, usted ya sabe» y de uno más que estaba en la Bundeswehr, afirmó que «siempre había ido sobre seguro». Marie mostraba gran in­terés por todas estas historias, las encontraba extraordina­riamente emotivas y que hablaban de la «verdadera vida», a mí me fatigaba esta forma de desiderátum de la repeti­ción. ¡Había tantas abuelas entre Dortmund y Hannover, cuyos nietos eran asistentes del ferrocarril, y cuyos yernos fallecieron en temprana edad, porque «las mujeres de hoy día no traen ya todos sus hijos al mundo, esto es». Marie sabía ser muy amable y cariñosa con personas viejas y ne­cesitadas; también les ayudaba telefoneándoles en cual­quier oportunidad. Una vez le dije que en realidad debería haber ido con la Misión de Socorro de Trenes, y dijo algo ofendida: «¿Por qué no?» No se lo dije con malicia, ni en tono de censura. Creo que ella estaba ahora en una especie de misión ferroviaria, ya que Züpfner se ha casado con ella para «salvarla», y ella con él para «salvarle», y no estaba yo seguro de si él le permitiría ahora que pagase con su dine­ro de él transbordos y suplementos de primera a las abuelas. Cierto que no era tacaño, pero, al igual que Leo, era frugal hasta la extenuación. No era tan frugal como Francisco de Asís, quien podía imaginar las necesidades de los demás hombres, aunque él mismo también era frugal. La idea de que Marie llevase ahora en su bolso dinero de Züpfner me era tan insoportable como la expresión «luna de miel» y la idea de que podía luchar por Marie. La lucha sólo podía entenderse en un sentido físico. Incluso un payaso mal en­trenado como yo hubiese vencido tanto a Züpfner como a Sommerwild. Antes de que tuviesen tiempo de ponerse en guardia, habría yo pegado tres volteretas, y aproximado a ellos por atrás, puesto a ambos en cruz y les colocaría en la estufa de vapor. O quizás pensarían en un combate en toda regla. Era de esperar de ellos tales perversas variantes de la leyenda de los Nibelungos. ¿O se referían ellos a lo espiri­tual? No me infundían miedo en absoluto, ¿y por qué Marie no había podido responder a mis cartas, que predica­ban una especie de lucha espiritual? Tenían en la boca ex­presiones como «viaje de bodas» y «luna de miel», y que­rían llamarme obsceno, estos farsantes. Ni siquiera debie­ron oír lo que contaban los camareros y sirvientas de la luna de miel y de los que iban en viaje de bodas. «Luna de miel», susurraban tras de sí estos miserables pajarracos dondequiera que se hallasen, en el tren, en el hotel, y has­ta los niños saben que continuamente hacen «la cosa». ¿Quién quita ahora las sábanas de la cama y las lava? Si ella le pone a Züpfner las manos sobre sus hombros, ella tiene que recordar cómo yo le calenté sus manos heladas bajo mis sobacos.

Sus manos, con las que abre ella la puerta de la casa, incorpora sobre la colcha a la pequeña Marie, enchufa el tostador en la cocina, pone agua a hervir, saca un cigarri­llo del paquete. La nota de la muchacha no la encuentra esta vez sobre la mesa de la cocina, sobre la nevera. «Fui al cine. Estaré de vuelta a las diez.» En el cuarto de estar, so­bre el televisor, la nota de Züpfner: «Tuve que ir urgente­mente a casa de F. Besos, Heribert.» Nevera en lugar de mesa de cocina, besos en lugar de beso. En la cocina, mien­tras tú extiendes gruesa capa de mantequilla sobre las tos­tadas, gruesa capa de pasta de hígado, pones tres cuchara­das de chocolate en polvo, en lugar de dos, en la taza, los sientes tú por vez primera: los inconvenientes de los reme­dios contra la obesidad, ¿te acuerdas de la afirmación chi­llona de la señora Blothert, cuando tú cogías el segundo bollo: «Pero si en total son más de mil quinientas calorías, ¿puede usted permitírselo?» El carnicero mira a la cintura, mirada que encierra la inexpresada aclaración: «No, usted no puede permitírselo.» ¡Oh, sacrosanto ca, ca, ca, tú «-nciller» y «-tólicos»! «Sí, sí, tú comienzas a echar carnes.» Se rumorea en la ciudad, en la ciudad de los rumores. ¿Por qué esa intranquilidad, ese deseo de estar sola en la oscuridad, en cines y en iglesias, ahora en habitaciones oscuras con chocolate y tostadas? ¿Qué le respondiste al joven Bengel que te espetó esta pregunta en aquel baile de sociedad?: «Dígame en seguida, señora mía, qué es lo que más quie­re, aprisa.» Tú le habrás dicho la verdad: «Niños, confesio­narios, cines, coros gregorianos y payasos.» «¿Y los hom­bres no, señora?» «Sí, uno», le dirás tú. «No el hombre como tal, son demasiado estúpidos.» «¿Me permite publi­carlo?» «No, no, ¡por el amor de Dios, no!» Ella ha dicho «uno», pero, ¿por qué no ha dicho «el mío»? Cuando se ama a un hombre, con la palabra «uno» sólo se quiere sig­nificar «el suyo», el cónyuge. Oh, sutilezas gramaticales del lenguaje, cómo se olvidan y se atragantan.

La criada llega a casa. Llave en la cerradura, puerta abierta, puerta cerrada, llave en la cerradura. Luz que se enciende en el vestíbulo, puerta de la nevera que se abre, se cierra, luz que se apaga en la cocina. En el vestíbulo, lla­man suavemente a la puerta. «Buenas noches, señora del director.» «Buenas noches, ¿se portó bien, Marie?» «Sí, mucho.» Luz que se apaga en el vestíbulo, pasos que suben las escaleras. («He aquí que estaba ella completamente sola en la oscura habitación y oía música de iglesia.»)

Todo lo tocas tú con esas manos, que han lavado las sábanas, y que yo he calentado bajo mis sobacos: tocadis­cos, bandejas, mandos, botones, tazas, pan, cabello de la niña, manta de la niña, raqueta de tenis. «¿Por qué no vas ya a jugar al tenis?» Encogimiento de hombros. No hay ga­nas, simplemente no hay ganas. Es tan bueno el tenis para las esposas de los políticos y de los católicos descollantes. No, no, no son completamente idénticos los conceptos. Mantiene delgada, elástica y atractiva. «Y a F. le gusta tan­to jugar al tenis conmigo. ¿A ti no te gusta?» Sí, sí. Tiene algo que inspira afecto. Sí, sí, se dice que ha llegado a mi­nistro «con el pico y con los codos». Pasa por canalla, intrigante y, sin embargo, es sincera su simpatía por Heri­bert: a los corrompidos y de baja ralea gustan a veces de los escrupulosos e incorruptibles. Y de qué modo tan encan-tadoramente correcto transcurre la edificación de la casa de Heribert: ningún crédito especial, ninguna «ayuda», de correligionarios ni de los amigos del partido que trabajan en el ramo de la construcción. Sólo que, puesto que quiso edificar sobre una «pendiente», tuvo que pagar sobrepre­cio, lo cual tiene él «en sí» por corrompido. Pero es justa­mente la pendiente lo que ahora resulta fastidioso.

Quien edifica sobre una pendiente puede elegir entre jardines ascendentes o descendentes. Heribert ha elegido los descendentes, y esto resulta una desventaja, porque la pequeña Marie comenzará a jugar a la pelota, y siempre ruedan las pelotas hacia el seto de al lado, y a veces de éste al jardín japonés, y aplasta allí ramas, flores, arrolla musgo delicado y caro y hacen necesarias aparatosas escenas de disculpa. «¿Cómo puede ser mala una tan encantadora muchachita?» No se puede hacer. La negligencia es disi­mulada por argentinas voces, por bocas convulsionadas por las curas de adelgazamiento, por estirados cuellos sa­tisfechos de sí mismos, donde lo único indicado sería una fuerte reprimenda con intercambio de ásperas palabras. Todo se tolera, encubierto por la falsa alegría de los veci­nos, hasta que en un momento dado de un tranquilo atar­decer de verano, detrás de cerradas puertas y bajadas per­sianas, todo ello se arroja con noble instrumental hacia es­pectros embrionarios. «Yo quería tenerlo; tú, eras tú quien no quería.» El noble instrumental no suena a noble, cuan­do es arrojado hacia la pared de la cocina. Las sirenas de las ambulancias ululan al subir la pendiente. Azafranes aplas­tados, musgo herido, manos de niños hacen rodar pelotas en jardines japoneses, ululantes sirenas anuncian la no de­clarada guerra. ¡Oh, si hubiésemos elegido jardines ascen­dentes!

El sonido del teléfono me sobresaltó. Descolgué el auricular, me ruboricé, me había olvidado de Monika Silvs. Dijo: «Aló, Hans.» Yo dije: «Sí», aún no sabía el motivo de su llamada. Sólo cuando dijo: «Quedará decepcionado», volví a acordarme de la mazurca. Ahora ya no podía vol­verme atrás, no podía decir «desisto», teníamos que sopor­tar esa condenada mazurca. Aún oí cómo Monika ponía el auricular sobre la tapa del piano, comenzó a tocar, toca­ba excelente, el sonido era excepcional, pero mientras to­caba comencé a llorar de pena. No hubiese debido intentar repetir este momento: cuando volvía de casa de Marie a la mía y Leo tocaba la mazurca en el salón de música. Los momentos no se pueden repetir, ni comunicar. Aquella tarde de otoño en nuestro parque, cuando Edgar Wieneken corrió los 100 metros en diez segundos y una décima. Lo detuve, con mi propia mano medí la distancia, y esta tarde la corrió en 10,1 segundos. Estaba en plenitud de forma y de condiciones, pero naturalmente nadie nos creyó. Esto fue nuestro fallo, que comenzamos por hablar de ello y después quisimos prorrogar aquel momento. Hubiéramos debido saber ser felices, ya que se corrió realmente en 10,1. Después corrió naturalment su 10,9 y 11,0, y entonces ya nadie nos creyó, se nos reían de nosotros. Es un error ha­blar de tales momentos, querer repetirlos es un suicidio. Fue una especie de suicidio el que yo cometí, al oír ahora a Monika por teléfono cómo tocaba la mazurca. Hay mo­mentos rituales que llevan en sí la repetición: el modo en que la señora Wieneken cortaba el pan, pero yo quise tam­bién repetir este momento con Marie, por lo que le rogué que cortase el pan como lo hacía la señora Wieneken. La cocina de un piso de un obrero no es ninguna habitación de hotel, Marie no era la señora Wieneken; se le escapó el cuchillo, se cortó en el brazo izquierdo, y este resultado nos tuvo tres semanas disgustados. Así de satánico puede resultar el sentimentalismo. Los momentos hay que dejar­los pasar, nunca repetirlos.

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