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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

Pietr el Letón (12 page)

BOOK: Pietr el Letón
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El instante anterior trataba con un hombre seguro de sí mismo, con una inteligencia aguda servida por una voluntad poco común.

Un hombre de mundo y un sabio, de una corrección llevada al extremo.

Y, de repente, sólo era un montón de nervios, una marioneta colgada de unos hilos enloquecidos, un rostro que gesticulaba, macilento, con los ojos verde-azulosos.

¡Reía! Pero, mientras lo hacía, mientras se movía sin ton ni son, prestaba oídos, se inclinaba como si acechara un ruido debajo de sus pies.

Justo debajo se hallaba la habitación de los Mortimer.

—¡Estaba bien organizado! —exclamó con una voz excesivamente ronca—. ¡Y usted no era capaz de desbaratarlo! ¡Sólo la casualidad, se lo digo, una serie de casualidades, mejor dicho! —Chocó con la pared, permaneció pegado a ella, con el cuerpo de lado, e hizo una mueca porque aquella borrachera artificial, que se parecía al envenenamiento, debía de provocarle dolor de cabeza—. Vamos, ¡pruebe a decirme, ahora que todavía está a tiempo, qué Pietr soy! En francés, Pietr se parece a
pitre
, que significa payaso, ¿verdad? —Era a la vez repugnante y triste, cómico y odioso. Y a cada segundo aumentaba aquella borrachera galopante—. ¡Es extraño que no vengan! ¡Pero vendrán! Y entonces… ¡Vamos! ¡Adivínelo! ¿Qué Pietr? —Cambiando bruscamente de actitud, se agarró la cabeza con ambas manos y su rostro delató un dolor físico—. Usted jamás lo entenderá… La historia de los dos Pietr es algo así como la historia de Caín y Abel. Usted debe de ser católico. En nuestro país, somos protestantes y nos tomamos muy en serio la Biblia. Pero por mucho que hagamos… Estoy seguro de que Caín era un buen chico, sin suspicacias. Mientras que ese Abel…

Habían sonado unos pasos en el corredor. La puerta se abrió.

El propio Maigret se sintió lo bastante turbado como para apretar más su pipa entre los dientes. Porque quien entraba era Mortimer, envuelto en un abrigo de pieles y con la animada expresión de un hombre que acaba de terminar, en grata compañía, una buena cena.

Un leve aroma de licores y de cigarro flotaba a su alrededor.

En cuanto estuvo en el salón, cambió de expresión. Sus colores desaparecieron. Maigret observó una asimetría difícil de localizar, pero que enturbiaba su fisonomía. Se notaba que venía del exterior. Aún conservaba algo de aire fresco en los pliegues de sus ropas.

El espectáculo se desarrollaba simultáneamente a dos bandas. El comisario no podía verlo todo.

Prefería mirar al Letón, quien, pasada la primera emoción, intentaba recuperar su lucidez. Pero ya no tenía tiempo. La dosis había sido excesiva. El mismo Pietr se daba cuenta y ponía en juego desesperadamente toda su voluntad.

No paraba de gesticular. Debía de ver a la gente y los objetos a través de una niebla deformante. Cuando soltó la mesa, dio un paso en falso, pero, como por milagro, recuperó el equilibrio, después de doblarse al máximo.

—Mi querido Mor… —comenzó. Tropezó con la mirada del comisario y articuló con otro tono—: ¡Mala suerte, vaya! Tanto que…

Sonó un portazo. Unos pasos precipitados se alejaron. Era Mortimer, que se retiraba. En ese mismo instante, el Letón caía en un sillón.

Maigret llegó de un salto a la puerta. Allí, antes de salir, prestó atención a los ruidos.

Pero, perdidos entre los rumores múltiples del hotel, ya no era posible distinguir los pasos del norteamericano.

—¡Le digo que usted se lo ha buscado! —tartamudeó Pietr, quien, con la lengua pastosa, prosiguió su discurso en un idioma desconocido.

El comisario cerró la puerta con llave, recorrió el pasillo y se metió, corriendo, por una escalera.

Alcanzó el rellano del primer piso justo a tiempo de atrapar al vuelo a una mujer que huía. Notó un olor a pólvora.

Su mano izquierda agarró las ropas de la mujer. La derecha atrapó la muñeca e hizo caer un revólver, al tiempo que éste se disparaba y la bala rompía el cristal de un ascensor.

La mujer se debatía. Tenía una fuerza excepcional. El comisario no encontró otra manera de inmovilizarla que retorcerle la muñeca y hacerla caer de rodillas mientras ella mascullaba:

—¡Cobarde!

El hotel comenzaba a agitarse. Se oía un rumor insólito que subía de todos los pasillos y asomaba por todas las salidas.

La primera persona que apareció fue una doncella de uniforme blanco y negro, que alzó los brazos al cielo y escapó asustada.

—¡No se mueva! —ordenó Maigret, dirigiéndose no a la doncella, sino a su prisionera.

Las dos se inmovilizaron. La doncella gritó:

—¡Por favor! Yo no he hecho nada.

Y, desde ese momento, comenzó a reinar el caos. Llegaba gente de todas partes a un tiempo. El director gesticulaba en medio de un grupo. Más allá, veíanse mujeres en traje de noche, y el conjunto producía un estruendo cacofónico.

Maigret tomó la decisión de agacharse y colocar las esposas a su prisionera, que no era otra que Anna Gorskin. Seguía debatiéndose. En la refriega se le había desgarrado el traje y se le veía la ropa interior, como de costumbre. Por otra parte, con sus ojos fulgurantes y su expresiva boca, estaba magnífica.

—La habitación de Mortimer… —indicó el comisario al director.

Pero éste ya no sabía dónde tenía la cabeza. Y Maigret se sentía solo, en medio de gente que tropezaba entre sí, invadida por el pánico, mientras las mujeres, para colmo, no paraban de chillar, lloriquear o patalear.

La
suite
del norteamericano estaba a pocos pasos. El comisario no tuvo que abrir la puerta porque ya estaba abierta. Vio un cuerpo ensangrentado que todavía se movía en el suelo.

Entonces subió corriendo al piso superior, chocó con la puerta que él mismo había cerrado, no oyó nada y manipuló la llave.

¡La
suite
de Pietr el Letón estaba vacía!

La maleta seguía en el suelo, cerca de la chimenea, con el traje de confección a un lado.

Por la ventana abierta entraba un aire glacial. Daba sobre un patio de la anchura de una chimenea. Al fondo, se distinguían los rectángulos oscuros de tres puertas.

Maigret, que volvió a bajar pesadamente, vio a la multitud más calmada. Entre los clientes había aparecido un médico. Pero las mujeres apenas se preocupaban —¡y los hombres tampoco, por otra parte!— de Mortimer, sobre el que estaba inclinado el doctor.

Todas las miradas eran para la joven judía recostada en el pasillo, con las manos unidas por las esposas, la boca crispada, lanzando insultos y amenazas a los espectadores.

El sombrero se le había caído de la cabeza. Los brillantes mechones de sus cabellos le colgaban ante la cara.

Un intérprete de recepción salió del ascensor y se llevó el cristal roto, acompañado de un agente.

—Haga salir a todo el mundo —ordenó Maigret.

Oyó a su espalda una protesta confusa. Parecía llenar por sí solo todo el pasillo.

Pesado, obstinado, se acercó al cuerpo de Mortimer.

—¿Qué tal?

El médico era un alemán que dominaba mal el francés y que se lanzó a una larga explicación mezclando los dos idiomas.

La parte inferior de la cara del millonario había literalmente desaparecido. No era más que una inmensa herida roja y negruzca.

Sin embargo, el hombre abrió la boca, una boca que ya no era del todo una boca y de la que, junto con un chorro de sangre, escapó un balbuceo.

Nadie lo entendió, ni Maigret, ni el médico, catedrático de la Universidad de Bonn, como más tarde se supo, ni las dos o tres personas más próximas.

El abrigo de pieles estaba salpicado de cenizas del cigarro. Una de las manos estaba completamente abierta, con los dedos separados.

—¿Muerto? —preguntó el comisario.

El médico le dirigió un gesto negativo y ambos callaron.

Los rumores del pasillo iban apagándose. El agente hacía retroceder paso a paso a los curiosos que se resistían.

Los labios de Mortimer se cerraron y se abrieron de nuevo. El médico permaneció unos segundos inmóvil.

Después, levantándose, exclamó, como liberado de un gran peso:

—Muerto,
ja
. Era difícil…

Alguien había pisado un borde del abrigo de pieles, pues conservaba la clara huella de una suela.

En el marco de la puerta abierta, se perfiló el agente, con sus galones plateados, y guardó un momento de silencio.

—¿Qué debo…?

—Haga salir a todo el mundo, sin excepción —ordenó Maigret.

—La mujer grita.

—Deje que grite.

Y fue a instalarse ante la chimenea, que estaba apagada.

La corporación Ugala

Cada raza posee su olor, que las demás razas detestan. El comisario Maigret había abierto la ventana, fumaba sin parar, pero un difuso tufo seguía incomodándolo.

¿Estaba impregnado de él el Hôtel Roi de Sicile? ¿O era la calle? Ya había empezado a recibir las primeras bocanadas de aquel olor cuando el dueño, con el gorro negro, había entreabierto la ventanilla. Se había adensado a medida que subía por el hueco de la escalera.

En la habitación de Anna Gorskin, el olor era compacto. Es cierto que había comida por todas partes: blandos salchichones, de un feo color rosado, acribillados de ajo, y, en un plato, pescado frito nadando en una salsa agria.

Colillas de cigarrillos rusos. Restos de té en el fondo de media docena de tazas.

Y las sábanas, la ropa de cama, que parecían todavía húmedas, impregnadas de la acidez típica de un dormitorio jamás ventilado.

Maigret había descosido el colchón y sacó de él una bolsa de tela gris que contenía unas cuantas fotos y un diploma.

Una de las fotos representaba una calle en cuesta, con los adoquines puntiagudos, bordeada de viejas casas con aguilón, como se ven en Holanda, pero enjabelgadas de un blanco crudo en el que se dibujaban, agudas, las líneas negras de las ventanas, las puertas y las cornisas.

La casa que aparecía en primer término llevaba una inscripción en letras de un estilo que recordaba a la vez el gótico y el ruso:

6

Rütsep

Max Johannson

Sastre

Era un vasto edificio. Una viga superaba el aguilón y sostenía una polea, antaño destinada a almacenar el trigo en los graneros. En la planta baja había una escalinata de seis peldaños, con una barandilla de hierro.

En esta escalinata, una familia se agrupaba alrededor de un hombre de unos cuarenta años, menudo, gris y apagado —el sastre, con toda seguridad—, que adoptaba un aire grave y distante.

Su mujer, con un ajustadísimo traje de satén, estaba sentada en una silla esculpida. Sonreía de buena gana al fotógrafo, si bien con un pequeño mohín «de distinción» en los labios.

Ante ellos, dos niños cogidos de la mano. Eran dos varones de seis a ocho años, con pantalones hasta media pierna, calcetines negros, cuello de marinero bordado y bocamangas en las muñecas.

¡La misma edad! ¡La misma estatura! Un parecido prodigioso, entre sí y con el sastre.

Era imposible, sin embargo, dejar de notar la diferencia de caracteres.

Uno de ellos tenía una expresión decidida, miraba a la cámara con un aire agresivo, como desafiante.

El otro contemplaba a su hermano a hurtadillas. Lo contemplaba con confianza, con admiración.

El nombre del fotógrafo se leía en huecograbado: «K. Akel, de Pskov».

Otra foto, de mayor tamaño, era la más significativa. Había sido tomada en el transcurso de un banquete. Tres largas mesas en perspectiva, cubiertas de platos y botellas, y, al fondo, en una pared, una panoplia compuesta de seis banderas, un escudo cuyos detalles no llegaban a distinguirse, dos espadas cruzadas y un cuerno de caza.

Los comensales eran estudiantes de diecisiete a veinte años que llevaban una gorra de visera estrecha, con una orla plateada, cuyo forro de terciopelo debía de ser de ese verde amoratado que gusta a los alemanes y a sus vecinos del norte.

El pelo corto. La mayoría de los rostros tenían unas facciones muy perfiladas.

Unos sonreían sin prejuicio al objetivo. Otros le ofrecían su jarra de cerveza, de un curioso modelo, de madera esculpida. Algunos tenían los ojos cerrados, por culpa del magnesio.

En medio de cada mesa, muy a la vista, se alzaba una pizarra en la que se veía escrito:

CORPORACIÓN UGALA

TARTU.

Se trataba de una de esas sociedades que los estudiantes crean en todas las universidades del mundo.

De pie ante la panoplia, un joven se distinguía de todos los demás.

En primer lugar, no llevaba nada en la cabeza, y su cráneo, totalmente afeitado, prestaba especial relieve a su fisonomía.

Aunque la mayoría de sus compañeros vestía un traje normal, él exhibía uno negro de etiqueta, con cierta torpeza, pues carecía todavía de hombros. Sobre el chaleco blanco, una ancha cinta, como el gran cordón de la Legión de Honor.

Eran las insignias presidenciales.

Cosa curiosa, mientras casi todos los comensales miraban al fotógrafo, los más tímidos dirigían instintivamente su mirada hacia el joven caudillo.

Y el que lo contemplaba con mayor insistencia era su sosias, sentado cerca de él, que se descoyuntaba el cuello para no perderlo de vista.

El estudiante con la ancha cinta y el estudiante que lo devoraba con la mirada eran, sin la menor duda, los dos niños de la casa de Pskov, los hijos del sastre Johannson.

El diploma, por su parte, estaba en latín, sobre pergamino, e imitaba un documento antiguo. Con gran abundancia de fórmulas arcaicas, consagraba a un tal Hans Johannson, estudiante de filosofía, «Miembro de la corporación Ugala».

Y, como firma, se leía: «El gran maestre de la corporación. Pietr Johannson».

En la misma bolsa de tela había un segundo paquete atado que también contenía fotos, además de unas cartas escritas en ruso.

Las fotos iban firmadas por un comerciante de Vilna. Una de ellas representaba a una mujer judía de unos cincuenta años, gorda, arisca y enjoyada como una reliquia.

Se descubría a primera vista su parentesco con Anna Gorskin.

Otro retrato, además, mostraba a esta joven, con unos dieciséis años de edad, tocada con un casquete de armiño.

En cuanto a las cartas, llevaban en tres idiomas las señas de un comerciante:

Efraim Gorskin

Pieles al por mayor

Especialista en pieles de lujo de Liberia

Vilna-Varsovia.

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