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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

Pietr el Letón (8 page)

BOOK: Pietr el Letón
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¿Qué sentido tenía todo eso? ¡Se trataba de Torrence! ¡Era como si fuera él mismo, vaya!

Torrence, que era de la «casa», que…

Le desabrochó el chaleco tan febrilmente, bajo su calma aparente, que le arrancó dos botones. Y entonces vio algo que hizo que su tez adquiriera un color plomizo.

En la camisa, a la altura del
centro del corazón
, descubrió un puntito oscuro.

¡Ni siquiera del tamaño de un garbanzo! Había brotado una sola gota de sangre que había cuajado en un coágulo del grosor de una cabeza de alfiler.

Y Maigret, con los ojos nublados, hizo muecas debido a la indignación que era incapaz de expresar.

¡Era repugnante y al mismo tiempo el colmo de la habilidad en materia criminal! ¡No había que buscar más! Conocía el procedimiento por haberlo estudiado unos meses antes en una revista de criminología alemana.

En primer lugar, una servilleta con cloroformo que, en veinte o treinta segundos, reduce a la víctima a la impotencia. Después, una larga aguja que el asesino, sin prisas, hunde entre dos costillas, buscando el corazón, robando la vida, sin ruido ni mancha.

Exactamente el mismo crimen que, seis meses antes, había sido cometido en Hamburgo.

Una bala puede errar su objetivo o herir. Ahí estaba Maigret para probarlo. Hace ruido, mancha.

La aguja, que se introduce en el corazón de un hombre inerte, mata científicamente, sin error posible.

El comisario recordó un detalle. Esa misma noche, cuando el director había anunciado la salida de los Mortimer, él devoraba una pata de pollo sentado sobre el radiador e, invadido por un arrebato de bienestar, había estado a punto de elegir para él la guardia en el hotel y de mandar a Torrence al teatro.

Esa idea lo alteró. Miró a su colega con malestar, presa de una molestia general, sin que alcanzara a precisar si era fruto de su herida, de la emoción o de las emanaciones de cloroformo.

Ni siquiera se le ocurría la idea de comenzar una investigación regular y ordenada.

¡Era Torrence el que estaba ahí! ¡Torrence, con el que había hecho todas las investigaciones de los últimos años! ¡Torrence, al que bastaba decirle una palabra, esbozar un signo, para hacerse entender!

Torrence, que conservaba la boca abierta, como queriendo aspirar todavía un poco de oxígeno, seguir viviendo. Y Maigret, que no conseguía llorar, se sentía enfermo, inquieto, con un peso en los hombros, una angustia en el pecho.

Se dirigió de nuevo al teléfono y habló en voz tan baja que tuvieron que hacerle repetir dos veces su petición.

—Prefectura… Sí… ¡Oiga!… La Prefectura… ¿Quién habla? ¿Eh?… ¿Tarraud?… Oiga, muchacho… Corra a casa del jefe… Sí, a su casa… Dígale…, dígale que venga a buscarme al Majestic. Inmediatamente… Habitación… no sé el número, pero ya lo acompañarán… ¿Qué?… No, nada más… Oiga… ¿Qué dice?… No, no me pasa nada.

Colgó porque su colega le hacía preguntas al oír su voz extraña y recibir una orden todavía más extraña.

Permaneció un rato con los brazos caídos. Procuraba no mirar al rincón donde estaba tendido Torrence. Descubrió su imagen en un espejo y comprobó que la sangre había empapado la servilleta. Entonces, con gran esfuerzo, se quitó la chaqueta.

Cuando el director del Servicio de Investigaciones llamó a la puerta una hora después, acompañado de un empleado del hotel que lo guiaba, vio perfilarse la silueta de Maigret por el fino resquicio de la puerta.

—¡Váyase! —dijo con voz sorda el comisario al empleado.

Y sólo abrió cuando el hombre hubo desaparecido. Únicamente entonces, el director descubrió que Maigret llevaba el torso desnudo. La puerta del cuarto de baño estaba abierta. En el suelo había manchas de agua rojiza.

—Cierre en seguida —exclamó el comisario, sin preocuparse de las jerarquías.

Tenía una herida de considerables dimensiones, tumefacta, en el lado derecho del pecho. Los tirantes le colgaban sobre el pantalón.

Señaló con la cabeza el rincón donde estaba Torrence, llevándose un dedo a los labios.

—¡Silencio!

Entonces, el director se estremeció. Repentinamente alterado, preguntó:

—¿Muerto?

Maigret afirmó con la cabeza.

—¿Quiere echarme una mano, jefe? —murmuró en un tono lúgubre.

—Pero… usted… Es muy grave.

—¡Cállese!… ¡La bala ha salido, eso es lo principal!… Ayúdeme a vendarme con el mantel.

Había colocado la vajilla en el suelo y cortado el mantel en dos.

—La banda del Letón… —explicó—. Conmigo han fallado… Pero no han fallado con mi Torrence.

—¿Se ha desinfectado la herida?

—Con jabón, y después con yodo, sí.

—¿Cree que…?

—¡De momento, basta! ¡Una aguja, jefe! Lo han matado con una aguja, después de dormirlo. —Ya no era el mismo hombre. Daba la impresión de que veía y oía como a través de un tul que filtrara imágenes y sonidos—. Alcánceme la camisa. —Una voz neutra. Movimientos medidos, imprecisos. Un rostro sin expresión—. Era necesario que viniera usted, dado que se trata de uno de los nuestros. Sin contar con que no me gustaría que corriera la voz. Que vengan a buscarlo inmediatamente. Ni una palabra a los periódicos. Confía en mí, ¿verdad, jefe?

Había de todos modos un temblor imperceptible en su voz. Eso afectó a su interlocutor, que le tomó la mano.

—¡Vamos, Maigret! ¿Qué le pasa?

—Nada. Estoy tranquilo, se lo juro. Creo que nunca he estado tan tranquilo. Pero, ahora, es un asunto entre ellos y yo. ¡Ya me entiende!

El director le ayudó a ponerse el chaleco y la chaqueta. Maigret apareció deformado por el vendaje que engordaba su cintura y eliminaba la precisión de su silueta, hasta el punto de que parecía tener rollos de grasa.

Se miró en un espejo y esbozó una mueca irónica. Notaba perfectamente la debilidad de su actitud. Ya no era la mole dura y compacta, formidable, que le gustaba exhibir ante sus adversarios.

La cara pálida, con manchas rojas, parecía abotargada, y se percibían unas bolsas nacientes bajo los ojos.

—Gracias, jefe. ¿Cree que en el caso de Torrence será posible?

—Evitar la publicidad, sí. Voy a avisar al juzgado. Hablaré personalmente con el fiscal.

—¡Bien! Yo me pongo a trabajar —dijo arreglándose un poco los cabellos desordenados. Después se acercó al cuerpo de Torrence, titubeó, y preguntó a su jefe—: Puedo cerrarle los ojos, ¿no? Creo que él preferiría que fuera yo.

Sus dedos temblaban. Los dejó un buen rato sobre los párpados del muerto como si fuera una caricia. El director, más nervioso, suplicó:

—¡Maigret!

El comisario se levantó y dirigió una última mirada a su alrededor.

—Hasta luego, jefe. No le digan a mi mujer que estoy herido.

Su figura llenó por un instante todo el marco de la puerta. El director del Servicio de Investigaciones estuvo a punto de llamarlo, porque lo preocupaba.

Durante la guerra, algunos compañeros de armas le habían dicho de igual manera «hasta luego», con la misma calma, con la misma dulzura irreal antes de salir al asalto.

¡Y jamás habían vuelto!

El «asesino»

Las bandas internacionales, especializadas en estafas de altos vuelos, matan en raras ocasiones.

En principio, puede incluso afirmarse que no matan, al menos no a quienes han decidido aligerar de unos cuantos millones. Utilizan para el robo métodos más científicos, y los miembros de la banda son en su mayoría caballeros cuyos bolsillos jamás han conocido un arma.

Pero puede darse el caso de que maten por ajustes de cuentas. Cada año se cometen en algún lugar uno o dos crímenes de imposible esclarecimiento. Las más de las veces, la víctima no es identificada y se la entierra bajo un nombre que se sabe falso.

Se trata, en tales ocasiones, bien de un traidor, bien de un hombre a quien el alcohol vuelve locuaz y que ha cometido algunas indiscreciones, bien de un comparsa cuya ambición amenaza situaciones establecidas.

En Estados Unidos, país de la estandarización, esas ejecuciones jamás corren a cargo de un miembro de la banda. Se recurre a especialistas, a «asesinos a sueldo», como suele llamárseles, que, al igual que los verdugos oficiales, poseen ayudantes y tienen sus tarifas.

En Europa, a veces ha ocurrido lo mismo; entre otras, la célebre banda de «los Polacos», cuyos jefes terminaron en el cadalso, fue contratada varias veces por malhechores de otra calaña, deseosos de no mancharse las manos de sangre.

Maigret sabía todo eso cuando bajó la escalera y se dirigió a la dirección del Majestic.

—Cuando un cliente llama pidiendo algo de comer, ¿dónde va a parar su llamada? —preguntó.

—A un
maître
especial, asignado al servicio de habitaciones.

—¿De noche también?

—¡Bueno! A partir de las nueve de la noche, hay un empleado nocturno.

—¿Dónde está?

—En el sótano.

—¡Lléveme allí!

Penetró de nuevo en las interioridades de aquella colmena de lujo concebida para un millar de huéspedes. Encontró a un empleado instalado delante de una centralita telefónica, en una habitación contigua a las cocinas. Tenía un registro frente a él. Era la hora tranquila.

—¿Podría decirme si el brigada Torrence lo llamó entre las nueve y las dos de la noche?

—¿Torrence?

—El agente instalado en el gabinete azul, al lado del tres… —explicó en términos profesionales el empleado de la dirección.

—No, no llamó.

—¿Y no subió nadie arriba?

El razonamiento era elemental. Torrence había sido agredido en su habitación por alguien que, evidentemente, había entrado en ella. Para colocarle la mordaza, el asesino había tenido que pasar por detrás de su víctima. Y Torrence no había desconfiado de él.

Sólo un camarero del hotel cumplía estas condiciones, sea que hubiera sido llamado por el inspector, sea que se hubiera presentado por su cuenta para retirar la mesa.

Maigret, sin alterarse, planteó su pregunta de otra manera:

—¿Qué miembro del personal ha abandonado hoy su servicio antes de tiempo?

El telefonista se asombró.

—¿Cómo lo sabe? Es una casualidad. Pepito recibió una llamada anunciándole que su hermano estaba enfermo.

—¿A qué hora?

—A eso de las diez.

—¿Dónde estaba él en ese momento?

—Arriba.

—¿Por qué aparato recibió la comunicación?

Llamaron a la central. El encargado afirmó que no había pasado ninguna comunicación a Pepito.

¡La cosa avanzaba! Y, sin embargo, Maigret seguía plácido y taciturno.

—¿Su ficha? Porque debe de tener una ficha…

—Una ficha exactamente, no. No por lo menos para lo que llamamos el «personal de sala», que cambia con frecuencia.

Hubo que ir a secretaría, donde no había nadie a esas horas. De todos modos, Maigret hizo abrir los libros y encontró lo que buscaba:

«Pepito Moretto, Hôtel Beauséjour, Rue des Batignolles, 3. Contratado el…».

—Póngame con el Hôtel Beauséjour…

Mientras tanto, interrogó a otro empleado y se enteró de que Pepito Moretto había entrado a trabajar en el Majestic, recomendado por un
maître
italiano, tres días antes de que llegaran los Mortimer-Levingston. En lo que respecta a su trabajo, no había nada que reprocharle. Primero había sido asignado a la «sala», y después, a petición propia, al servicio de habitaciones.

Tenía línea con el Hôtel Beauséjour.

—¡Oiga!… ¿Puede llamar a Pepito Moretto? ¡Sí!… ¿Qué dice? ¿Con sus maletas?… ¿A las tres de la madrugada?… ¡Gracias! ¡Oiga!… Quiero saber algo más… ¿Recibía su correspondencia ahí?… ¿Ninguna carta?… ¡Gracias! Eso es todo.

Y Maigret colgó con la misma inusitada calma.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las cinco y diez.

—Pídame un taxi.

Dio al taxista la dirección del Pickwick's Bar.

—¿Ya sabe que a las cuatro cierra?

—¡Da igual!

El coche se detuvo delante del cabaret, cuyas tablas de cierre estaban bajadas. Por debajo de la puerta se filtraba una luz. Maigret no ignoraba que, en la mayoría de los establecimientos nocturnos, el personal, compuesto a veces por cuarenta empleados o más, tiene la costumbre de cenar antes de irse.

La cena se efectúa en la sala que los clientes acaban de abandonar, mientras se barren las serpentinas y las mujeres de la limpieza comienzan a trabajar.

De todos modos, no llamó al Pickwick's. Dio la espalda al cabaret y divisó un bar, en la esquina de la Rue Fontaine, donde los que trabajan en las
bates
tienen por costumbre encontrarse, bien durante la velada, bien entre dos sesiones de jazz, bien después.

El bar seguía abierto. Cuando entró Maigret, tres hombres, con los codos en el mostrador, bebían un café con coñac y charlaban de sus cosas.

—¿No está aquí Pepito?

—¡Hace mucho que se ha ido! —contestó el dueño.

El comisario descubrió que uno de los clientes, que posiblemente lo había reconocido, hacía señas al dueño de que se callara.

—Tenía una cita con él a las dos… —continuó Maigret.

—Estaba aquí.

—¡Lo sé! Le he mandado un mensaje por mediación de un bailarín de enfrente.

—¿José?

—El mismo. Tenía que decirle a Pepito que yo no estaba libre.

—José ha venido, en efecto. Creo que han hablado.

El parroquiano que había hecho señas al dueño tamborileaba los dedos sobre el mostrador. Estaba pálido de rabia, porque las pocas frases que se le habían escapado al dueño bastaban para explicar los hechos.

A las diez de la noche, o un poco antes de las diez, Pepito asesinó a Torrence en el Majestic.

Debía de tener instrucciones minuciosas, porque inmediatamente después abandonó su trabajo, pretextando una llamada de su hermano, para dirigirse al bar de la esquina de la Rue Fontaine y esperar allí.

En determinado momento, el bailarín, al que acababan de llamar José, cruzó la calle y le transmitió un mensaje que hasta un niño podía adivinar: disparar contra Maigret cuando saliera del Pickwick's.

En otras palabras, dos crímenes en pocas horas. ¡Y, además, suprimían a los dos únicos personajes peligrosos para la banda del Letón!

Pepito dispara y escapa. Su papel ha concluido. Nadie lo ha visto. Puede ir, por tanto, a recoger su maleta en el Hôtel Beauséjour…

Maigret pagó su consumición, salió, se giró y vio que los tres parroquianos bombardeaban con reproches al dueño.

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