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Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Tatuaje II. Profecía (9 page)

BOOK: Tatuaje II. Profecía
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Argo se interrumpió al observar la turbación que reflejaba el rostro de la muchacha. Durante unos segundos espió satisfecho el efecto provocado por sus palabras.

—Reconoce al menos que, si ese libro existe, no te gustaría que cayese en otras manos que no fuesen las tuyas.

Jana se levantó con brusquedad y, dándole la espalda a Argo, caminó hacia una vitrina llena de abanicos, polveras y otros objetos del siglo XVIII. Intentó concentrarse en aquellos objetos para tranquilizarse.

—¿Qué me propones? —preguntó al fin, con los ojos fijos en una cajita de rapé esmaltada—. Porque supongo que quieres proponerme algo…

—Sácame de aquí. —Por primera vez, la voz de Argo sonaba genuinamente angustiada—. Me queda poco tiempo, y lo único que puede salvarme es el libro. Yo sé dónde encontrarlo, pero para eso necesito salir de aquí, y solo tú puedes ayudarme. Libérame, y yo te llevaré hasta él. Usaré el libro para recobrar la inmortalidad, y después… Me da igual lo que hagas con él; puedes quedártelo.

Jana apartó la mirada de la vitrina y la clavó una vez más en su antiguo enemigo.

—No te creo —dijo, desafiante—. Esa historia del libro no puede ser verdadera. Solo es un burdo truco para que te ayude a escapar…

—¿No puede ser verdadera? —repitió Argo, burlón—. Resultaría demasiado inquietante que lo fuera, ¿verdad? Lo entiendo; hace falta mucho valor para enfrentarse a una revelación así. Tal vez me equivoqué al pensar que lo tenías.

—No intentes manipularme hiriendo mi orgullo. No soy una cría; no voy a caer en esa trampa.

Los ojos de Argo se endurecieron. La resistencia de la muchacha estaba acabando con su paciencia, aunque se esforzaba por disimularlo.

—Está bien —dijo ásperamente—. Quiere hechos, no palabras. Tú lo has querido, te daré hechos… Espera.

Retorciéndose sobre el sillón de cuero, se llevo la mano derecha al hombro izquierdo, asió un manojo de plumas carbonizadas de una de sus alas y, con un chasquido, arrancó de entre ellas una grasienta esfera negra. Luego, alargando un brazo tembloroso, se lo tendió a Jana.

La muchacha sintió deseos de vomitar al comprender lo que era: recordaba perfectamente los bellísimos ojos dorados que cubrían las alas de Argo cuando este se presentó en la Caverna. Ojos vivos, que podían ver: aquella canica chamuscada era todo lo que quedaba de uno de ellos…

La mano de Jana también temblaba cuando recogió el repugnante objeto.

—¿Para qué…?

—Debes tragártelo. Esta noche, cuando estés sola en tu habitación. Tendrás una visión que te convencerá de que digo la verdad. Responderá a todas tus preguntas.

Jana miro la esfera con aprensión.

—¿Y cómo sé que no me estás engañando? Podrías… podrías estar tratando de envenenarme…

Argo la fulminó con la mirada.

—Si quisiera envenenarte, lo habría hecho hace mucho tiempo. ¿Es que no ves de qué se trata? Límpialo, maldita sea…

Jana frotó con los dedos el pequeño objeto. El hollín que lo recubría quedó adherido a su piel, dejando al descubierto la superficie nacarada y blanda que había debajo. Siguió retirando la mugre, absorta, hasta que en medio de la esfera blanca apareció un círculo semitransparente de color azul dorado. Con un alfiler de oscuridad en medio…

Su sobresalto fue tal que estuvo a punto de dejar caer el ojo al suelo.

—Esta noche —repitió el guardián en tono cansado—. Debes tragártelo… Solo así sabrás si estoy diciendo la verdad. Y ahora déjame, estoy cansado. Estoy tan cansado que en este momento no me importaría morir.

Capítulo 9

De regreso en la cocina del palacio, Jana encontró a Corvino y a Nieve sentados en la mesa, esperándola para servirse. Sobre el mantel de cuadros, una fuente de porcelana contenía los tagliatelle con salsa de setas que Corvino había estado cocinando, todavía humeantes.

Jana se apresuró a ocupar su asiento, mientras Corvino repartía la pasta entre los tres platos decorados con festones de olivas negras. Le sorprendió lo hambrientos que parecían sus dos compañeros, así como el aspecto alegre y relajado de sus caras.

Intentó emular su apetito, pero el recuerdo de la esfera gelatinosa que acababa de dejar en la mesilla de noche había conseguido quitarle el hambre. Aun así, comió todo lo que pudo. No quería que Corvino y Nieve notasen su malestar y empezasen hacer preguntas.

Por fortuna, durante la primera parte del almuerzo Nieve llevó todo el peso de la conversación.

—Ese Glauco es un idiota —dijo, limpiándose delicadamente los restos de la salsa que le manchaban las comisuras de los labios con una servilleta de papel—. Todavía no entiendo por qué me tuvo esperando hora y cuarto en su encantadora compañía antes de entregarme a Argo.

—Querría ligar —bromeó Corvino—. Apuesto a que le gustas…

—Sí. Se nota a la legua lo mucho que le gusto. ¿Qué demonios les pasa a esos varulf? Cada vez que me acerco a uno de ellos, pone caro de asco. Sé que odian a los guardianes, pero al menos podrían disimular un poco…

—Es tu olor —dijo Jana—. Los varulf tienen el sentido del olfato muy desarrollado. Hace siglos que aprendieron a reconocer la proximidad de un guardián por su olor particular… Supongo que siguen percibiéndote como una amenaza.

Corvino se echó a reír.

—Ya lo sabes Nieve. Apestamos. Para Glauco debió de suponer toda una tortura estar contigo todo ese tiempo.

—En realidad, no estaba solo —explicó Nieve—. Harold no se apartó de él ni un segundo, y parecía vigilar cada palabra que decía el otro. Cuando Glauco empezó a presumir acerca de su jet privado, Harold se puso pálido de ira, y se apresuró a cambiar de conversación. Todavía no entiendo por qué…

—Yo sí —dijo Jana—. El clan de los varulf siempre ha sido el más pobre de los clanes medu. El hecho de que Glauco vaya por ahí en un jet privado da mucho que pensar. Su clan no podría financiarle esos caprichos.

—¿Ah no? —Nieve parecía sorprendida—. Pero, entonces, ¿quién…?

Corvino suspiró.

—Nosotros —repuso, mientras enrollaba media docena de tagliatelle sobre su tenedor—. Con todo el dinero que le hemos dado a cambio de Argo, pueden permitirse unos cuantos caprichos…

—Un jet privado, no —le contradijo Nieve—. Jana, ¿tú qué piensas?

—Pienso que ha sido Harold. Los drakul están financiando a los varulf, y también, seguramente, a los íridos. Si no, ¿qué pinta su jefe, Eliat, aquí en Venecia? Deben haber formado una especie de alianza… Aunque no tengo ni idea de con qué fin.

Corvino terminó de masticar la porción de pasta que tenía en la boca antes de expresar su opinión.

—Probablemente, quieren romper el tratado de paz entre los medu y los guardianes —apuntó—. A Harold nunca le ha gustado, y a Glauco todavía menos. Solo firmaron porque los pindar y los albos se pusieron de tu parte, Jana, y apoyaron el pacto. Pero ahora que saben que Argo está enfermo y que Heru nos ha abandonado, deben de estar replanteándose las cosas. Solo quedamos Nieve y yo… Y tienen muchas cuentas pendientes con nosotros.

Jana removía distraídamente la pasta de su plato mientras escuchaba la hipótesis de Corvino.

—Estoy casi segura de que te equivocas —dijo cuando el guardián terminó de hablar—. No digo que Harold y Glauco no tengan ganas de romper el pacto, pero no creo que esa sea ahora mismo su prioridad. Vosotros no sois el enemigo: soy yo. Quiero decir, mi clan…. Los drakul no pueden perdonarme lo que le sucedió a Erik. Sienten que lo han perdido todo por mi culpa, y antes o después buscarán la forma de vengarse.

—No sé; Harold No me parece ningún loco —reflexionó Nieve—. Al menos, hasta ahora nunca se ha comportado como tal. Quizá lo único que quieran los drakul es comprar ciertas alianzas para ir recuperando poco a poco su influencia. Habrá que estar atentos… Pero, sinceramente, no creo que tengamos motivos serios para preocuparnos, al menos por ahora.

—Un problema menos, entonces —concluyó Corvino, sirviéndose un poco más de pasta de la fuente—. Ojalá todos pudiesen despacharse así.

Jana observó la mirada de preocupación que intercambiaban los dos guardianes.

—¿Ocurre algo? —preguntó.

Nieve se volvió hacia ella. Tenía el ceño levemente fruncido.

—Argo —contestó a bocajarro—. Eso es lo que ocurre. Tenerlo aquí va a ser un problema, y todos lo sabemos. Además, está claro que se trae algo entre manos… ¿Cuándo vas a contarnos lo que te dijo, Jana?

La muchacha no se esperaba un ataque tan directo.

—No… no puedo contaros nada —contestó, incómoda—. Me obligó a jurar mediante la fórmula de los agmar que no revelaría su secreto… Y un juramento medu no puede quebrantarse.

Nieve se apartó con energía un tirabuzón rubio que le caía sobre la frente.

—Estupendo —dijo, visiblemente descontenta—. Ahora resulta que no confías en nosotros. En serio, Jana; no sé si te das cuenta de lo peligroso que puede ser Argo. Él solo pretende utilizarte, nada más.

—¿Crees que no lo sé? —Jana arrojó la servilleta sobre la mesa, irritada—. No soy una imbécil, se perfectamente que Argo intenta tenderme una trampa. Pero un juramento es un juramento… Y eso es algo que vosotros dos deberíais entender.

—No te pongas así, Jana; lo entendemos —murmuró Corvino, poniendo una mano sobre la muñeca izquierda de la chica—. Estamos preocupados por ti, eso es todo.

Jana deslizó la mano por debajo de la de Corvino para rehuir su contacto. Estaba demasiado nerviosa para apreciar aquel gesto de amistad.

—No tenéis por qué preocuparos —dijo—. Sé cuidar de mí misma. Llevo haciéndolo desde muchos años…

—No tantos como nosotros —observó Nieve jocosamente.

Jana la miró con los ojos entrecerrados. No estaba de humor para bromas.

—Decís que no confío en vosotros, pero sois vosotros los que no confiáis en mí —murmuró—. Lo que os preocupa no es que yo pueda correr peligro, sino que os ponga en peligro a vosotros… y quizá también a los demás.

Nieve y Corvino se miraron de nuevo.

—Vamos, Jana —dijo este último con suavidad—. Eso es injusto, y tú lo sabes.

Jana escrutó el rostro sereno y apuesto de su interlocutor durante unos instantes. Los rasgos de la muchacha ya no reflejaban irritación, sino una mezcla de turbación y ansiedad.

—Si lo que dices es verdad, demuéstramelo —dijo—. Demostrádmelo los dos… No puedo contaros lo que me ha dicho Argo, pero si me cedéis su custodia durante unos días, prometo compartir con vosotros lo que averigüe. Necesito investigar un poco por mi cuenta. No tenéis que preocuparos por él, yo sabré manejarlo… Si se convence de que le sigo el juego, al final conseguiré averiguar lo que trama. Una semana: eso es todo lo que os pido. Demostradme me confiáis en mí. —Un silencio sepulcral acogió las últimas palabras de Jana. El buen humor había desaparecido de golpe del rostro de Nieve, y los rasgos de Corvino parecían de golpe rígidos, acartonados, como si estuviese realizando un gran esfuerzo para no dejar traslucir sus sentimientos.

—Bueno, supongo que esa es vuestra respuesta —musitó Jana, desalentada—. Debería habérmelo imaginado.

Hizo ademán de levantarse de la mesa, pero Nieve la detuvo cogiéndola de la mano.

—Espera, Jana. Intenta comprendernos. Sería una irresponsabilidad por nuestra parte cederte la custodia de Argo. Si algo te ocurriera, no nos lo perdonaríamos…

—Tú no lo conoces como nosotros —dijo Corvino—. Lo estás subestimando. Crees que puedes manejarlo porque está enfermo y desesperado. No te das cuenta de que eso lo vuelve todavía más peligroso.

—Cuatro días. —Jana se puso de pie y miró suplicante a Nieve—. Tres… Dejad que me lo lleve y averigüe que se trae entre manos.

—Cuéntanos lo que te ha dicho, y decidiremos si es conveniente con firmeza.

Su respuesta, en la práctica, equivalía a una negativa. Ella sabía que Jana no quebrantaría su juramento.

Jana le dirigió una mirada llena de rencor.

—Creía que éramos amigas —dijo—. He venido aquí porque me necesitabais para cerrar el trato con Glauco. Te recuerdo que, si yo no hubiese accedido a entrevistarme con Argo, él seguiría ahora en una mazmorra varulf.

—Una razón más para desconfiar —replicó Corvino sin perder la calma—. Seguramente los varulf habrán llegado a algún acuerdo con Argo que te incluye a ti. Si no nos cuentas lo que sabes, no podemos ayudarte…

Nieve había retirado la mano que sujetaba a Jana. Aparentemente, había renunciado a retenerla.

—De acuerdo —dijo la joven agmar, levantándose con brusquedad—. Si no queréis ayudarme me las arreglaré sola. Al fin y al cabo, estoy acostumbrada… Espero que no tengáis que arrepentiros de la decisión que acabáis de tomar.

Una vez en su habitación, Jana se quitó un zapato con el otro, y a continuación se sacó el segundo de una patada. Tuvo que hacer un esfuerzo para desenfundarse los ajustados vaqueros, y eso no hizo sino aumentar su mal humor. Arrojando los pantalones a una silla, abrió de golpe el armario y se quedó mirando las escasas prendas que colgaban de las perchas. En diez segundos se decidió por un vestido negro con diminutos lunares rojos que siempre le habían parecido gotas de sangre. Delante del espejo, se lo puso. Luego, observó con expresión crítica su reflejo, salpicado de resplandores del canal. Le sentaba bien…

Quería tener el mejor aspecto posible cuando hablase con Álex. No deseaba que él notase lo mal que se sentía, ni cuánto le estaba afectando su ausencia. Intentaría que su voz sonase neutra, ni demasiado cálida ni demasiado irritada. No pensaba darle el gusto de demostrarle lo preocupada que había estado por él… Aunque Álex era tan distraído para esa clase de cosas que probablemente ni siquiera se daría cuenta.

Encendió el ordenador y esperó impaciente a que el sistema operativo se pusiese en marcha. Esta vez, tenía que contestar. Necesitaba hablar con él, contarle lo que estaba pasando. Bueno, no todo… El juramento que le había hecho a Argo le impedía contar lo que le había revelado el anciano, y eso incluía también a Álex. Pero, aunque no llegase a explicárselo todo, podría decirle suficiente para que él entendiese que se hallaba de una pista importante. Álex conocía bien a Nieve y Corvino, había convivido con ellos durante meses. Si hablaba con los guardianes, si intercedía a su favor, tal vez lograse que le cediesen la custodia de Argo. Era la única forma de averiguar, de una vez por todas, que pretendía el anciano.

Le bastó echar un vistazo al programa de videoconferencias para comprobar que Álex se encontraba desconectado. Eso no la desanimó: le llamaría por teléfono y le pediría que encendiese el ordenador: Quería hablar con él cara a cara, ver su expresión cuando ella le preguntase qué había estado haciendo y cuándo pensaba dar señales de vida.

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